Cover

Índice

I

1. ZIPPO

2. GAFARRAS

3. CUATROOJOS

4. CUATROOJOS NUEVOS

5. LA JAURÍA

6. MONOS ENCERRADOS

7. EL FARUTE

8. LAS PALIZAS MÁS GRANDES DE LA HISTORIA (I)

9. LA DIVORCIADA, LA AMARGADA

10. SEÑORITA MISTETAS

11. MARAVILLAS DEL SABER

12. CAMPO ROJO

13. LA AMARGADA, LA DESGRACIADA

14. CHISPAS

15. LAS PALIZAS MÁS GRANDES DE LA HISTORIA (II)

16. AL FIN YA VI A UN ELEFANTE VOLAR

17. OTROS CUATROOJOS NUEVOS

18. SUGUS

19. HORMIGAS EN FILA INDIA

20. CASTRO CASTRO

21. EL SANTITO

22. EL COMIENZO DE LA PRIMAVERA EN CANADÁ (I)

23. EL COMIENZO DE LA PRIMAVERA EN CANADÁ (II)

24. LLUVIA SOBRE EL RÍO

II

25. EL CAGÓN

26. LAS PALIZAS MÁS GRANDES DE LA HISTORIA (III)

27. FOLLAR, FOLLAR Y FOLLAR

28. CALIENTAPOLLAS

29. UN ELEFANTE SE BALANCEABA

30. LA VERDADERA HISTORIA DE LA HERMANA DEL CAGÓN

31. SEÑORITA MISTETAS

32. LA VERDADERA HISTORIA DE SILVIA

33. DOS ELEFANTES SE BALANCEABAN

34. EL POZO Y LA SOGA (I)

35. CURLANDIA Y LIVONIA

36. A POR ELLAS

37. LAS PALIZAS MÁS GRANDES DE LA HISTORIA (IV)

38. EL POZO Y LA SOGA (II)

39. EL OTRO GUAPERAS Y EL OTRO BANDARRAS

40. EL POZO Y LA SOGA (III)

41. HOLA, PERRITO

42. LA VALLA

Ángel Gracia

Ángel Gracia

Ángel Gracia nació en Zaragoza en 1970. Ha trabajado en bibliotecas, quioscos, librerías de todo tipo (ambulantes, independientes y de grandes almacenes), como corrector y, desde 2005, como programador cultural.

Es autor de los libros de poesía Valhondo (2003), Libro de los ibones (2005) y Arar (2010), que forman una trilogía unitaria. Ha publicado la novela Pastoral (2007) y el libro de viajes Destino y trazo. En bici por Aragón (2009), una recopilación de artículos publicados en Heraldo de Aragón entre 2007 y 2008.

Candaya Narrativa, 33

CAMPO ROJO

© Ángel Gracia

Primera edición impresa: marzo de 2015

© Editorial Candaya S.L.

Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles

08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

Miguel Ángel Ortiz Albero

BIC: FA

ISBN: 978-84-15934-27-1

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

“Viajaron toda la noche en medio de las cálidas tinieblas; de repente asomaban algunos conejos en el camino y se alejaban a grandes saltos. Y llegó la aurora cuando tenían frente a ellos las luces de Mojave. Y el alba comenzaba a proyectar su claridad sobre las altas montañas del Oeste. Cargaron gasolina y agua en Mojave, y comenzaron a subir las montañas, y el alba los rodeó.”

Senda. Libro de Lectura. 5º de EGB.

1. ZIPPO

Tiemblas.

Tiemblan las paredes y el escritorio, es lo primero que has notado. Estabas estudiando o fingiendo que lo hacías, mirando las manchas de la pared, mapas de continentes imaginarios. Estabas, como siempre, pensando en avutardas rojas y negras. Te cuesta mucho esfuerzo concentrarte en los deberes, se te dan mejor los dictados de clase. En casa todo te molesta. El ir y venir de tu madre, el telediario de tu padre, las pisadas de los vecinos en el techo.

Miras por la ventana. La fábrica de Almidones del Ebro continúa en el mismo lugar, vomitando humo y mal olor y ruido en estado bruto, pero las sacudidas no provienen de ella. El suelo de terrazo vibra debajo de ti, las ondas se expanden por la pared de estuco. La cama y el armario se empujan, luchan por el espacio, diminuto, que ninguno consigue ganar.

Sales disparado de tu cuarto y atraviesas en dos zancadas el comedor. Tus padres y tú lo llamáis así, y no cuarto de estar o salón, aunque nunca desayunáis ni coméis ni cenáis en el comedor. Para eso está la cocina.

El sofá y los sillones gemelos permanecen vacíos e inmóviles, tus padres no están en casa. La mesa y las sillas se deslizan y rayan el suelo. Las baldosas se agrietan. La lámpara del techo es un ovni de cristal que va a aterrizar en las baldosas.

La tele, apagada, vibra como si un millón de ondas electromagnéticas o un millón de enanitos cabreados se zurrasen en su interior. La librería es un armatoste de cuatro metros de una sola pieza. Invencible. Nunca sabrás cómo consiguieron atravesar las puertas y dejarla en el comedor. Es un transatlántico encerrado en una botella. Está a salvo, por tanto, la enciclopedia Lexis 22. Los veintidós tomos enciclopédicos y los dos apéndices temáticos de Lengua y Medicina. Están a salvo también todas esas fotografías enmarcadas en las que apareces solo.

Odias esas fotos. En la de la primera comunión tienes nueve años y posas con las manos orantes. Eres un santo o un mártir a punto de llorar o que ha llorado demasiado. En la otra foto tienes cuatro años y llevas un peto vaquero. No sabes a quién sonríes, si al espejo o al fotógrafo o a ti mismo. Lo único que ves es que tus ojos se cruzan en el infinito. El ojo izquierdo mira directo a la cámara pero el ojo derecho se desvía hacia la nariz. Odias esa mirada estrábica que no guarda la simetría. Odias ser hipermétrope y astigmático y cuatroojos. Oftalmológicamente hablando, lo eres todo menos miope. Tu madre dice que tu estrabismo apenas se nota y esa mentira te duele más que la verdad.

Las figuras y porcelanas de tu madre también están a salvo. El gallo que cambia de color según la temperatura y la humedad. La paloma bañada en plata. Todos los feísimos obsequios coleccionados en bodas y celebraciones familiares, todos los espantosos souvenirs de las vacaciones de tus tíos en Cambrils y Salou. El jarrón preferido de tu madre rebota en la estantería y se acerca al precipicio. Recuerdo del enlace de doña María con don Andrés, 1969, pone en la tapa. Ese jarrón es más viejo que tú, ya existía antes de que vinieras al mundo. Si se rompiera, a tu madre le daría un soponcio.

Son ellos, lo sabes. Sales de casa corriendo para verlos, con las prisas se te olvida cerrar la puerta de casa, ahora eso no importa. Enciendes la luz del rellano y te lanzas por las escaleras. Todavía no puedes usar el ascensor. Impidan que los menores de 14 años viajen solos, lees con rabia todos los días.

Cada tramo tiene nueve escalones, un número impar, así que si empiezas con el pie derecho también acabarás con el derecho. Mantén la sangre fría, te dices a ti mismo. Sabes perfectamente los pasos que debes dar y cómo saltar los escalones para no atraer la mala suerte. De dos en dos. De tres en tres sería peligroso, no vas a hacerlo, las gafas se te caerían.

Eres un águila o un halcón, el que mejor vuele de los dos, cayendo en picado por el desfiladero de las escaleras. No te cruzas con nadie, seguro que todos han salido a la calle. Tu cabeza retumba en el suelo cuando te caes. No ha pasado nada, las gafas siguen puestas en tu nariz, el sitio donde siempre deben estar. Levántate y vuela.

Las paredes de los rellanos se agrietan. Los cristales de los ventanucos forcejean para escapar de las bisagras. Tocas las llaves de hierro con la mano derecha para tener buena suerte. Sobrevuelas el último tramo de escaleras, el que va del último rellano al portal. Hay ocho escalones y, si quieres empezar y acabar con el pie derecho, tienes que bajar los escalones de tres en tres, de tal manera que con el pie derecho saltas al tercer escalón, luego con el izquierdo al sexto escalón y, finalmente, con el derecho alcanzas el suelo.

La Balsa entera tiembla. Llamáis así a la plazoleta donde vives, siempre inundada de charcos y de materiales que quedaron de las obras de construcción de vuestros bloques. Los columpios, vacíos y chirriantes, se balancean ebrios. Los pedruscos se golpean entre sí como si fueran chavales de la banda del Farute. Viejas canicas, que creías perdidas, emergen a la superficie, no hay tiempo para recuperarlas. Atraviesas La Balsa a una velocidad supersónica, seguro que has batido un récord mundial. Cuando pasas por los Porches, fragmentos de escayola del techo caen a causa del temblor que asola tu barrio. Y no es Dios quien te protege, eres tú el que los esquivas todos.

Llegas, ileso, con la cabeza y las gafas en su sitio, al camino de Los Molinos. Míralo, ahí está. El convoy. Interminable fila india de hierros, acero y plomo. Por delante avanzan los jeeps, los Land Rovers, ocupados por cabos y sargentos chusqueros y alféreces, o lo que sean, los rangos y grados militares te los enseñó tu padre pero siempre los confundes.

Los críos chillan y los ovacionan pero los soldados miran hacia delante. Después pasan los camiones Pegaso y los camiones de autocaravana. Te encantaría ir de maniobras en uno de ellos. Varios militares con gorra, de pie en el remolque, rebotan en los baches. Saludan a los vecinos y los vecinos se deshuevan. ¡Reclutas!, grita el Bandarras ¿Vais a la guerra o qué? Uno de los quintos, con la cabeza pelada al cero coma uno, se gira y alza el dedo corazón de la mano derecha. ¡Pringao!, le grita el Farute, ¡ponte el casco que te van a llover las bombas!

Los viejos se tapan las orejas y se hablan a gritos. Les metería una granada por el culo, dice uno. Calla, a ver si nos van a fusilar, dice otro. Tú también te tapas los oídos, son muy sensibles, a veces te sangran sin motivo y tienes que ponerte algodones. Sientes el temblor dentro de ti.

Llegan los blindados con el caparazón oxidado. Bruslí estira una pierna para tomar impulso y lanza un pedrusco para comprobar si se abollan. Las tanquetas y los tanques están muy sucios, sus orugas salpican a la gente esquirlas de barro. Beache y Recacha, los Guaperas del barrio, dan un saltito hacia atrás para no mancharse. Al final de la fila, entre vítores y aplausos, aparece Zippo. Los americanos usaban este tanque lanzallamas para abrasar a los comunistas en Vietnam, así te lo ha contado tu padre.

Por tu calle pasan cada semana centenares de vehículos militares pesados. Salen del tren en la Estación del Norte y luego desfilan hacia la Academia General Militar. Vienen de otros países y de otros tiempos. De viejas guerras perdidas. Terremoto en el camino de Los Molinos. El asfalto se levanta. La calzada se hunde. Pronto no se podrá cruzar desde La Balsa hasta Colmenero, donde vive el Santito. Siempre se hace el chulo pero no es más que un caguetas, nunca sale de casa cuando vienen las tropas.

Los edificios se tambalean, se resquebrajan, preparados para caer. El convoy militar atraviesa tu barrio. Para invadirlo no necesita disparar ni bombardear. Es el ruido del fin del mundo.

2. GAFARRAS

¡Un Talbot!, gritas. ¿Y tú cómo lo sabes, listillo?, pregunta el Bandarras. Por la forma de los faros, contestas orgulloso de ti mismo, sorprendido de que te hayas atrevido a hablar delante de la banda. Te escuchan, te hablan. ¿Veis? Los faros son cuadrados, dices. ¡Cállate, sabihondo!, grita el Bandarras, y luego aspira una calada. No, rectifica el Santito, el Gafarras es solo un marisabidillo. ¿No me digas que también entiendes de coches?, te pregunta mirándote a las gafas, sonriendo con esa mueca suya que tanto odias, con ese gesto que significa pues no, Gafarras, yo soy mucho más listo que tú y siempre lo seré.

Me gustan los Talbot, dices, ese modelo que ha pasado ahora es nuevo, se llama Samba. Vete a tomar por el culo, dice Bruslí. Esa marca es americana. ¿Qué pasa, que los coches españoles no te gustan o qué, Cuatroojos? Te duele que Bruslí te insulte. La próxima vez que quiera copiarse tus deberes no se lo permitirás. Es un gorrón y un chupóptero. También me gustan, contestas. Ah, bueno, dice reculando, quizás se arrepienta de haberte tratado tan mal.

Estáis en el puente de la autopista que va a Barcelona, por encima del camino de Los Molinos. No pasa mucho tráfico, solo algún camión, sobre todo tráilers de matrícula extranjera. La mayor parte de los coches circula en dirección a la Academia General Militar. Muy pocos de regreso, solo alguna camioneta de reparto y el autobús de la línea 27 cada media hora.

Es de noche y hace mucho frío, de vuestras bocas sale vaho cuando habláis. El cielo es azul oscuro en lo alto, morado en la línea del horizonte. El humo de Almidones del Ebro es una bomba fétida que anula el sentido del olfato. Estás muy contento, los de la banda te han dejado venir aquí. Les encanta fumar y hablar de chavalas y mirar los coches que pasan. Casi te caes cuando has subido detrás de ellos por el terraplén lleno de matojos y de piedras. Te has hecho un rasguño en la mano derecha, pero nadie se ha dado cuenta.

¡Mirad, ahí viene un Seat 127!, gritas. ¿Veis? Los faros son rectangulares pero un poco redondeados, dices, no has podido evitarlo. Vaya, vaya, dice el Farute, pero ¿tú no eras un cegato? Da una última calada y tira la colilla cerca de tus pies. ¿Cómo los diferencias con tus gafarras de culo de vaso?, te pregunta. Por los faros, contestas. Por los faros, por los faros, dice el Santito con retintín. Te repites más que el ajo, dice con gesto de asco y de mofa en la cara. Y también por la forma de la carrocería, añades, intentado que no te tiemble la voz.

Joder con el Gafarras, dice el Farute. Lo pondremos de vigilante aquí arriba, dice, dirigiéndose a los demás, y que nos vaya avisando de los coches que pasan. El coro de micos se ríe y aplaude. A lo lejos llega un Renault 14, esta vez no vas a decir nada, temes pasarte de listo si insistes con la misma cantinela. Vamos, Gafarras, dice el Santito sin poder contener una risotada, a ti que te gusta tanto escribir, apunta en tu cuaderno los coches que ves y luego los recitas. El Santito se burla de ti porque adivinas todos los modelos, no fallas ni uno, seguro que le fastidia y quiere vengarse.

¿Alguien lleva más tabaco?, pregunta el Farute. Vamos, hijos de puta, no seáis cutres y pasadme un cigarro, dice. En una millonésima de segundo, Recacha ya le ha dado un Fortuna a su jefe. ¿Así que por la carrocería, eh, Cuatroojos?, te pregunta el Farute. Está claro que no te vas a librar de que continúen metiéndose contigo. ¡Pero si tú no tienes coche, pringado!, grita Beache. ¿Y qué?, preguntas, desafiante. ¿Y qué qué?, te devuelve Beache.

¿Es verdad eso?, te pregunta el Farute. ¿Tan pobretones sois en tu familia que no tenéis ni siquiera un coche? No, contestas. ¿No qué?, te pregunta Beache, lo odias tanto como al Santito. Que no tenemos, dices. ¡Pero si hasta el padre de Castro Castro tiene un Cuatro Latas!, insiste el Farute. ¡Es una mierda con ruedas pero por lo menos arranca!, grita y se carcajea.

Te van a machacar por tu culpa, deberías haberte callado, no hablar de coches ni de modelos de coches. Siempre se meten contigo. No sabes si te duele más que te llamen Gafarras o Cuatroojos. A este paso van a borrarte el nombre.

Teníamos un coche pero nos lo robaron, dices. ¿En serio?, pregunta Beache, ¿quién os lo robó? ¡Cómo lo voy a saber!, contestas. No te va a pillar en un renuncio. Fuimos un día a por él y no estaba en su sitio, dices. ¿Pero dónde lo teníais aparcado?, pregunta el Santito. En el Panizo, contestas. Al padre de Mazinger también se lo robaron en el Panizo, dice el Bandarras. Menos mal, piensas, esto empezaba a ser un interrogatorio. ¿Y cómo es posible que nadie se entere de que roban los coches?, pregunta el Santito. Si el Panizo está en la parte de atrás de vuestra casa, ¿no? Sí, contestas, pero los roban por la noche y nadie se da cuenta. ¿Lo denunciaste?, pregunta el Santito. ¿Dónde?, preguntas. ¿Dónde va a ser, Gafarras? ¿Eres subnormal o qué te pasa?, te pregunta el Santito. En la policía. Sí, claro, contestas. ¿Y qué coche era?, pregunta Beache.

Decenas de modelos, todos los que conoces, pasan en un instante por tu mente. Un Seat 850, contestas por fin. Los micos se dan palmadas en las piernas, doblados de la risa. Para ser una mentira o una fantasía, has elegido con el culo. ¡Vaya mierda de coche!, grita Recacha. ¡Os hicieron un favor robándolo!, dice el Santito para rematarte.

Eres un pelele entre sus manos, no se puede caer más bajo. Lo peor que te puede pasar en este mundo es que alguien se burle de ti. Tu padre te ha enseñado que la gran meta en esta vida es que nunca te machaquen, que nunca te pisen. En los países socialistas y comunistas nadie se ríe de nadie, según él, todas las personas son iguales. En los países socialistas y comunistas nadie roba a nadie. Ni coches ni casas ni bancos. Todo es propiedad de todos.

Incluso Castro Castro tiene un Renault 4 y Bruslí, un Renault 7. Todos los chavales del colegio tienen coche menos Conguito y tú. Tus padres te han explicado que no tenéis dinero suficiente para comprar uno, que prefieren gastarlo en otras necesidades. A ti te dan igual los coches, nunca has querido uno, pero los chulitos del colegio se pitorrean de los que no tenéis. Os llaman pelagatos porque no podéis comprar un coche. Os llaman vagabundos porque vais a todos los sitios andando o en autobús.

Los de la banda discuten a todas horas sobre quién tiene el coche más fardón. Les encanta fanfarronear y sentenciar que el suyo es el que más mola. No entiendes por qué hay tantas marcas ni tantos modelos de coche. Te enorgullece saber distinguir unas y otros, lo admites, pero no paran de fabricar más y más coches, cada vez más caros y más ostentosos, cada vez más difíciles de identificar y de recordar. ¿Para qué tantos? Todos los coches tendrían que ser iguales, piensas, ojalá solo existiera en el mundo un único modelo, eso sería perfecto.

Has pensado mucho en todas las ventajas. Estaría chupado aprender a conducir. Todo el mundo podría tener un coche porque sería muy barato. En caso de avería, cualquier mecánico sabría arreglarla. Y, sobre todo, ningún idiota se pavonearía de su coche porque todos serían iguales. Como en el socialismo y en el comunismo, allí nadie es más que nadie.

Beache tiene un cochazo. Viejo, pero es un Mercedes, una marca de millonetis. Su padre se lo compró cuando emigraron a Alemania. Desde que se escapó con la querida y nunca más se supo de él, solo lo conduce la madre. Beache dice que un Mercedes dura varias generaciones, que se sacará el carné en cuanto cumpla los dieciocho años para pasear en él a las chavalas.

Recacha tiene un Opel Kadett recién estrenado. Su padre se lo puede permitir, cobra más de diez mil pesetas al mes en Pikolín, la fábrica de los colchones de muelles que no todo el mundo puede comprar. El hermano del Farute conduce como un loco un Opel Manta, por eso lo llaman el Manta y porque es un zángano y un golferas. Su coche está lleno de bolladuras de tanto chocar contra árboles y farolas.

El Farute siempre defiende a su hermano. Según él, la culpa de los accidentes la tienen los otros conductores, que son todos unos subnormales, unos inútiles que no saben girar el volante. El Farute dice que su hermano podría ser piloto de carreras si se lo propusiera, pero todos sabéis que el Manta siempre está borracho o colgado. Todos sabéis que es un inconsciente que circula a cien por hora por el camino de Los Molinos. Se pasa la vida montando broncas con otros conductores, exhibiendo, desde su asiento, su bate de béisbol y su puño americano.

Barcelona 320 km, eso pone en un cartel de la autopista. Tú hiciste ese viaje hace tres años con tu padre y tu tío, que es camionero. En su Barreiros con tráiler rojo. Pasaste mucho frío. Dormiste en la cabina y tu padre y tu tío en los asientos, menos mal que solo pasasteis una noche fuera.

Querías llevarte un poco de agua marina en un bote de cristal, era la primera vez que veías el mar y estabas emocionado. Es peligroso acercarse al agua aquí en el muelle, te explicaron tu padre y tu tío, un día que vayamos a la playa llenaremos una botella entera, te prometieron. Pero nunca fuisteis. Nunca has ido ni irás a la playa. Algunos chavales de la banda veranean todos los años en el mar. Los padres de Recacha tienen un apartamento en Cambrils y los padres del Santito en La Pineda.

¡Mirad qué deprisa va ese coche!, grita Recacha. Y qué ruido hace, dice el Bandarras, debe de tener el motor trucado. ¡Es un Renault 10!, dices sin pensarlo. Has vuelto a hacerte el sabihondo, pero esta vez no se meten contigo, todos están absortos mirando la velocidad con que el Renault 10 pasa por debajo del puente de la autopista. Por lo menos va a ochenta por hora, dice el Farute. Por lo menos, dice Bruslí.

El Farute se queda mirando a Bruslí. No repitas lo que yo digo, tronco. ¿Qué?, pregunta Bruslí. Que eres un repitemonas y punto, eso te digo, dice el Farute. Déjame en paz, contesta Bruslí y luego da un puntapié a una piedra con su bota ortopédica. La piedra sale volando hacia la calzada. Cae muy cerca de un coche que va en dirección a la Academia. Era otro Seat 127, lo piensas pero no lo dices en voz alta, de esos hay muchos. El conductor no se ha dado cuenta del peligro.

Un poco más y le rompes el parabrisas, dice el Bandarras, estás grillado. Y a mí qué me importa, dice Bruslí. No sería la primera vez que me cargo el cristal de un coche. ¿En serio?, pregunta el Farute, ¿te estás quedando con nosotros, verdad? En serio, solo hay que calcular el momento exacto para tirar la piedra. Si el coche va muy rápido, no le darás, dice Bruslí.

A mi hermano no lo pillarías ni de coña, dice el Farute y se descojona. A mi hermano no le gusta ir despacio. Dice que si conduces a menos de ochenta kilómetros por hora el embrague se estropea. Dice que lo mejor es pisar a fondo el acelerador para aprovechar todas las revoluciones del motor. Que hay que conducir siempre en cuarta o quinta marcha. No entiendes nada de lo que oyes. No te hace ilusión conducir ningún coche de ninguna marca.

¡Mirad, por ahí viene un Cuatro Latas!, grita Bruslí. ¡Sí, es más birrioso aún que el de Castro Castro!, grita Beache. Voy a tirarle una piedra, dice Bruslí agachándose. Por suerte, no acierta, la piedra impacta en la calzada cuando el coche ya ha pasado. ¡Eres un retrasado!, le grita el Farute. Déjame en paz, dice Bruslí. No le darías ni a una montaña, dice el Farute. No le darías ni a Colmenero, dice Recacha. No le darías ni a un zeppelín, dice el Santito. Te gustan los dirigibles, tendrías que haber dicho tú esa frase, pero nunca le soltarías una pulla a Bruslí, te dan pánico sus patadones.

Os vais a enterar de quién soy yo, dice Bruslí y coge un pedrusco mucho más grande que los anteriores. Vais a saber quién soy, hijos de la gran puta, dice. Sujeta el pedrusco con las dos manos por fuera del quitamiedos de la autopista. ¿Estás majareta o qué? ¿Qué vas a hacer?, le pregunta el Farute. Que haga lo que quiera, dice el Santito. Allá él.

Bruslí mueve los pies como cuando, poseído por el demonio, va a dar un patadón a alguien. Por debajo, un 27 regresa de la Academia y va en dirección al centro. Bruslí suelta el pedrusco y acierta en el techo del autobús. El estruendo os deja paralizados a todos. El 27 se orilla en la calzada y se detiene. Del asiento del conductor sale un calvo gordinflón con un puro en la boca. Mira hacia arriba, enseguida os ve en la barandilla del puente, todos juntos. ¡Gamberros!, grita. ¿Qué habéis hecho?, pregunta. ¿Qué me habéis tirado? El calvo gordinflón tira el puro al suelo. Todos los chavales, menos Bruslí, salís corriendo y os dispersáis por los ribazos y descampados. ¡No corráis!, grita. ¡Hijos de puta! ¡Voy a llamar a la policía!

Bruslí no puede correr por culpa de sus botas ortopédicas. Solo camina, lenta, penosamente, por el arcén de la autopista. A ese ritmo tardará toda su vida en llegar a Barcelona.

3. CUATROOJOS

Te despiertas dentro del iglú. Afuera hace mucho frío, lo notas a través de la nariz, congestionada, moqueante, cuando la asomas entre las sábanas para toser y tomar aire. Escuchas el rumor de la densa maquinaria de Almidones del Ebro, la gigantesca nave espacial que vigila tu barrio. Si te concentraras en su ruido, te dormirías otra vez, hipnotizado.

La alarma no ha sonado aún pero sabes, porque el reloj que late dentro de ti te despierta todos los días a la misma hora, que es hora de levantarse. Remoloneas aplastado por el peso de dos mantas Mora y una colcha tejida a mano por tu madre, envuelto en esa tibieza que tu cuerpo ha acumulado durante la noche. Con la cabeza metida aquí adentro, en este refugio que has construido sujetando las sábanas con los extremos de la almohada, te gusta imaginar que has dormido en un iglú esquimal.

Podrías levantarte antes que ella, pero te gusta que tu madre acuda todas las mañanas a despertarte, y escuchar el deslizar de sus zapatillas viejas que se aproximan. Un día te vas a ahogar, es lo primero que te dice, no sé cómo puedes respirar toda la noche así, enterrado. Abres una puerta del iglú y asomas la cabeza lo suficiente para que tu madre te dé un beso en la mejilla. Su nariz también está húmeda y fría. Hoy estrenas las gafas, hijo mío, te susurra al oído, pero no entiendes lo que dice, estás aún medio dormido, aletargado por la hibernación noctura en tu iglú y por el resfriado que arrastras desde hace días.

Abres la ventana para ventilar los olores de la noche, los pedos y el sudor, así te lo ha enseñado tu madre. Aunque estás resfriado, te quedas unos segundos mirando desde el alféizar. Antes de ir al colegio, te gusta aspirar cada mañana el olor venenoso de Almidones del Ebro. El aire áspero, agrio, te descongestiona la nariz. Te gusta imaginar que esa fábrica es Estrella de Combate, la nave espacial nodriza de Galáctica, tu serie preferida de la tele, y que la cama es una nave satélite que solo tú sabes tripular.

Desde tu ventana se ve el Panizo, un antiguo campo de maíz convertido ahora en aparcamiento lleno de grava y de pedruscos, y el Campo Rojo, un descampado lleno de ratas, de escombros, de electrodomésticos con las tripas fuera, donde jugáis a gol portero y a los fusilamientos. Aquí solo hay dos tamarices enanos que sirven de portería y un chopo que nadie toca porque de una de sus ramas se colgó el padre de vuestro compañero Juanjo el Calvorota.

Desde tu ventana ves pasar el tráfico de las autopistas a Barcelona y Madrid. Algunos días claros, vislumbras el Moncayo y su cumbre nevada, donde según tu madre nace el cierzo. Cuando ese viento helador arrasa La Balsa y la ciudad entera, tu madre dice que el primer soplo, el primer aliento de ese aire cruel, ha nacido en la cima del Moncayo.

Vivís en las afueras, en Casa Cristo. Hace mil años un meandro del Ebro pasaba por aquí, todavía se siguen formando balsas de agua filtrada del río. Más allá de tu calle, cerca de la Academia General Militar, se encuentra el colegio de los Escolapios, donde estudian los chavales mariquitas con los curas maricones. Vivís en el Quinto Pino o en el Quinto Coño. Vivís en Atomarporelculo, donde la ciudad deja de serlo y se confunden campo y descampados, huertas y eriales.

Tus padres no te dejan salir de La Balsa. Más allá es todo Zona Prohibida. Escombreras donde se esconden los perros abandonados y duermen la mona los vagabundos. Solares embarrados donde se asientan campamentos de gitanos y su pequeño circo de animales y familiares. Ten cuidado o te raptarán, dice tu madre para asustarte y que no te arrimes a ellos. Secuestran a los más incautos y se los quedan para convertirlos en domadores de cabras y de ponis. ¿Y tú no querrás vivir así, verdad? Sin padres ni maestros. Pasando frío y hambre y tocando la trompeta, dice tu madre. A ti no te parece tan mala esa vida itinerante. Siempre cambiando de ciudad y de amigos y sin la esclavitud del colegio. Envidias la libertad infinita de los gitanos.

La gente cuenta, no solo tu madre, muchas leyendas de los gitanos. Se dice que pueden aparecer y desaparecer sin dejar rastro. Un día han montado la carpa y las tiendas de campaña y al día siguiente ya no quedan huellas de la tartana ni cenizas de la fogata. Se dice que son sabios en magia y ciencias adivinatorias. Que solo con mirarte las manos o echarte las cartas ya saben la fecha y la hora exactas en que vas a morir y quién te acompañará en ese momento. Pero, por mucho dinero que les ofrezcas, nunca te revelan la causa de tu muerte para no paralizarte el corazón y que te mueras en su carpa. No quieren fallar en su predicción y que los acusen de farsantes.

Cuando tenías seis meses de edad, tus padres y tú vinisteis a vivir a este piso construido por la Caja de Ahorros y Monte de Piedad. Tu padre anota en su cuaderno cuadriculado cuánto dinero hay que pagar cada mes, cuánto queda por pagar y cuántos años y meses habrá que seguir pagando la condena de la hipoteca.

El piso costó trescientas treinta y una mil quinientas cincuenta y tres pesetas. Siempre recuerdas todas las cifras exactas, tu mente es una grabadora de números. Vuestra casa está mal construida, lo dice siempre tu padre. Todos los materiales son de pésima calidad. A través de las paredes de escayola llegan los ruidos de los vecinos. Los platos y los vasos cayendo al suelo. La cisterna estropeada del váter. Los canturreos que acaban en riñas y palizas.

Los albañiles debían de ser mancos, dice tu padre, porque construyeron el piso con los pies. Las baldosas, el rodapié, todos los acabados son defectuosos. Un arquitecto bizco, según tu padre, diseñó el piso con el ojo del culo. Las puertas de los tres dormitorios dan al comedor, algo inconcebible, así no hay intimidad posible. El constructor, un millonetis forrado por fuera y desalmado por dentro, estafó a los vecinos de los veintitrés portales que hay en La Balsa, así lo cuenta tu padre. Siempre recuerdas todo lo que dice, tu mente es una grabadora de palabras.

¡Hoy estrenas las gafas, hijo mío!, grita tu madre desde su habitación. Está contenta, ya la conoces, no disimula el soniquete. Te entristece la alegría que despierta en tu madre comprarte gafas nuevas. Esa felicidad suya, que sientes ajena a ti, te provoca malestar, contradicciones entre su deseo, que se repite cada año a principio de curso, de que lleves las mejores gafas del mundo, los cristales óptimos para tus ojos, y tu querencia por llevar siempre las gafas viejas, a las que te aferras en vano. Tu madre, sus decisiones, te hacen a menudo sentir culpable.

Odias estrenar gafas. Con ellas te pareces a Mortadelo, pero no eres un Mortadelo sonriente y divertido, sino uno triste y dolorido por el peso de las monturas metálicas y los gruesos cristales que te aplastan la nariz. Con las gafas eres un Rompetechos que se sube las gafas una y otra vez, preocupado todo el tiempo de que no se caigan y se rompan. Eres un Míster Magoo con el tamaño de los ojos agigantado, tanto que no se sabe si sus órbitas están dentro o fuera de los cristales. Odias estrenar gafas porque los demás chavales se burlan de ti días y días, hasta que eligen a otro pardillo al que machacar.

Sin gafas no ves nada. Todo se difumina, no disciernes el contorno de las cosas. Si te levantaras de la cama y no te las pusieras, tropezarías con las sillas, con la escoba y la fregona, chocarías contra paredes que creías lejanas, como si tu cuerpo ocupase la habitación entera. Si no te pusieras las gafas serías un Gulliver cegato encerrado en su minicasa. Serías un Rompeparedes y un Rompepuertas. Lo primero que haces cada mañana es ponértelas para no abrirte la cabeza. Y aunque las odies, hoy estrenarás las gafas que tus padres te han comprado en Jena, esa óptica tan cara del centro, no hay otra opción.

En tu cuarto apenas caben una cama de ochenta centímetros, un armario de una sola puerta, estrechísimo, para la ropa de temporada, y una mesa de madera aglomerada para hacer los deberes que mide sesenta centímetros de largo por cuarenta centímetros de ancho. La pared contigua al comedor, trazada en diagonal, forma con las otras cuatro paredes un extraño trapecio. Esa figura imposible no aparece en el tema de los polígonos del libro de Mates. Es una casa construida con los pies por un arquitecto paralítico cerebral y un sinvergüenza de constructor, eso dice siempre tu padre.

El año pasado, cuando ibas a cuarto curso, la señorita Ascensión, la maestra de Matemáticas, Dibujo y Religión, os ordenó dibujar un plano de vuestra casa. A punto estuvo de catearte esa evaluación; no pudiste convencerla de que tu cuarto tiene esa forma por más que le juraste y perjuraste que era verdad. Tienes que graduarte la vista, te dijo, humillándote delante de todos, como si tus ojos enfermos no pudiesen ver la realidad y solo creasen dibujos deformes.

Atraviesas el comedor para ir al váter. Tu madre ha dejado abiertas todas las ventanas para que el piso se ventile. Sientes el frío penetrando a través del viejo pijama de franela. Nunca quieres ponerte el nuevo que te compró tu madre en las rebajas. Te pica por todo el cuerpo, te pones nervioso y no duermes bien. El viejo es suave y amoroso después de tres mil y un lavados. Polar Mission, pone en el pecho. Debajo, a la altura de tu tripa, hay un dibujo de un iceberg. También tú eres un iceberg congelado y sudoroso.

Tu madre está haciendo la cama cuando entras en su habitación. Es tan fría en invierno que la llamáis, familiarmente, Candanchú. Nunca has ido a ese lugar, pero sabes que está en los Pirineos y que es la estación donde esquía la gente que tiene dinero y coche. Tus padres y tú estáis convencidos de que en esta habitación hace más frío que en un refugio de montaña. Me voy a Candanchú, dice tu padre cuando se va a dormir a las diez de la noche, agotado por las ocho horas reglamentarias golpeando metal y las tres o cuatro horas extras golpeando más y más hierros y chapas.

Te lavas y te aseas en el váter, esa es la palabra que utilizáis en casa para referiros al lavabo o aseo o cuarto de baño. Tu madre echa millones de litros de lejía y jabón para que esté limpio y huela bien. En tu casa llamáis váter a ese habitáculo diminuto donde te gusta encerrarte a tus anchas, seguro que otras familias utilizan palabras distintas para nombrarlo. En casa del Santito llaman inodoro a lo que vosotros llamáis retrete o taza o, cuando estáis de broma, trono. Los Santana, los padres del Santito, van de finolis por la vida pero según tu padre no son más que una mierda seca. No sabes si los llama así porque son una mierda de personas o porque están todos muy secos, muy flacos.

La gente no se pone de acuerdo en ponerle nombre a las cosas, tampoco a los lugares. Al barrio donde vivís, unos lo llaman La Balsa y otros Los Molinos, aunque en realidad solo es una parte de esa larguísima calle que comienza en el río y termina en la Academia General Militar. Tus padres, cuando alguna persona del pueblo les pregunta, dicen que vivís en Los Molinos.

Los chavales de otros colegios cercanos, San Felipe, San Braulio o Tío Jorge, se pitorrean de vosotros, dicen que Los Molinos huele a podrido por culpa de Almidones del Ebro y de La Papelera, que Los Molinos es una mierda pinchada en un palo. Os dicen que Los Molinos no es un barrio ni es nada, que el verdadero barrio es el Arrabal. Eso te da que pensar. Te has fijado en que el autobús 37, cuya parada de principio y fin de línea está justo enfrente de La Balsa, lleva un letrero que pone Los Olivos-Arrabal. Quizás vuestro verdadero barrio sea el Arrabal. Aunque estás seguro de que dentro del Arrabal está tu barrio. De la misma manera que hay conjuntos y subconjuntos, es posible que haya barrios y subbarrios y que Los Molinos sea solo un subbarrio del Arrabal. Pero te confunde que esa palabra no aparezca en tu diccionario.

Vivís en el camino de Los Molinos, al final del Arrabal, en las afueras. Vivís en un subbarrio, aunque no exista la palabra, formado por edificios construidos y subvencionados por Franco –Instituto de la Vivienda, 1956, pone en las placas de los portales–, y por edificios construidos por la Caja de Ahorros y Monte de Piedad en 1970, el año en que tú naciste. Vivís en un subbarrio delimitado por industrias: La Papelera, la apestosa fábrica de papel donde trabaja el padre del Farute; Maizasa, la ruidosa fábrica textil donde trabajan los padres del Bandarras y Bruslí; Almidones del Ebro, la maloliente y estruendosa fábrica de maíz y almidones donde trabajan los padres de Silvia la Comemocos y de Esther la Pinocha.

Desayunas solo, sentado a la mesa de la cocina, cara a la pared. Un vaso de leche con Nesquik y galletas María. Los chavales os dividís entre los que beben Cola Cao y los que bebéis Nesquik. A veces en el recreo hay discusiones sobre qué bebida da más energía, sobre cuál te convierte en supermán. Los de la banda dicen que los hombres de verdad se toman un solysombra al amanecer, un carajillo después de la comida y un cubalibre antes de dormir. Mecagoendiós, dicen, después de enumerar cada uno de esos brebajes.

Cuando eras crío pensabas que Mecagoendiós era una marca de bebidas alcohólicas. Cada vez que oías a un adulto pedir en el bar-churrería de La Balsa un revuelto o un lingotazo, pronunciaba a continuación esa blasfemia. Sácame un mortero, mecagoendiós, que vengo reventado. Y si no lo decía el parroquiano, ya estaba ahí Manolo, el dueño, para apostillarlo: mecagoendiós, claro que sí, así se habla.

Los chavales os dividís entre los que comen galletas Chiquilín, unos maricas según los de la banda, y los que coméis galletas María, aún más mariquitas. Los de la banda dicen que para ser auténticos supermanes hay que comer muchos tigretones y beber mucho Cola Cao y cascártela al menos tres veces al día para que la leche no se rancie encerrada en los huevos.