portada. Las grandes lluvias

Las grandes lluvias

Eraclio Zepeda


Fondo de Cultura Económica

Primera edición, 2006
Primera edición electrónica, 2010

Este libro fue escrito con el apoyo del Sistema Nacional de Creadores

Ilustración de portada:
Collage realizado con base en una litografía de Frederick Catherwood

D. R. © 2006, Fondo de Cultura Económica
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ISBN 978-607-16-0305-0

Hecho en México - Made in Mexico

Acerca del autor


Eraclio Zepeda Eraclio Zepeda (Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, 1937) hizo estudios de antropología social en la Universidad Veracruzana. Ha sido profesor universitario en Cuba y en la República Popular China, y corresponsal de prensa en la antigua URSS. Su obra ha reflejado la historia y la vida social de Chiapas. Ha merecido el Premio Nacional de Cuento del INBA, el premio Xavier Villaurrutia, el premio Chiapas y la distinción de autor de IBBY (International Board on Books for Young People). Es miembro del Sistema Nacional de Creadores. En el FCE ha publicado los volúmenes colectivos de poesía La espiga amotinada y Ocupación de la palabra, así como Benzulul y Asalto nocturno.

A la memoria
de doña Juana Zepeda

I

El velorio de don Mariano Montes de Oca es triste. No por el dolor que impone a sus deudos, sino por la falta de ellos.

Y la noche es tan fría. Desde la tarde nace una leve superficie de hielo en las tinajas y cubetas del quehacer doméstico. El agua del pozo arde en las manos de la servidumbre. El viento corre desbocado por las contraesquinas del diablo y parte la piel del rostro con minúsculas navajas. Al amanecer la helada está en todas partes.

Cuatro cirios custodios alumbran, con luz incierta, el ataúd que guarda los restos del señor Montes de Oca.

A su lado, sentada en un sillón y con una cobija de lana sobre las piernas, su muy joven y reciente esposa, viuda desde hace unas horas, observa la continua afluencia de caballeros solos o de matrimonios tomados del brazo que aparecen en la sala. Caminan solemnemente, miran hacia todas direcciones para saber quiénes están, saludan con inclinaciones de cabeza a los más notables, hasta llegar a ella, doña Juana, para expresar los pésames en frases inaudibles. Con el rostro sereno escucha los murmullos que caen de los recién llegados, asintiendo con la cabeza sin levantarse del sillón, hasta que se retiran buscando el grupo adecuado para integrarse, seguros de que fuera de la viuda no hay nadie más a quién presentar su duelo. Algunos van frotándose las manos para producir un poco de calor cerca del vaho tibio de la boca.

La falta de guantes hace que los caballeros caminen por las calles con las manos en los bolsillos, y las damas, en empeño heroico contra los vendavales, cierren los labios y empujen el inferior para afianzar sobre la boca los chales negros españoles, mexicanos o venidos de Guatemala. Al entrar al velorio, los señores sacan las manos de los bolsillos y toman a las señoras del brazo. Ellas hacen retroceder el labio y el tapado resbala sobre su pecho.

El mes de enero es tiempo duro en la antigua Ciudad Real, ahora nombrada San Cristóbal por decreto del congreso.

—Murió como le correspondía: dormido, sin sufrir. Durante los días de nuestro matrimonio nunca me ofendió, ni ejerció violencia alguna. No podía quererlo, es cierto, pero jamás me dio elementos de desprecio —piensa Juana junto al féretro. Desmenuza los recuerdos de estos pocos meses.

Viejo y rico, habitó muchos años su casona de la Calle Real, compartida únicamente con la soledad. Le servía, es cierto, una cuantiosa presencia de criados y criadas, siervos eternos y los indios del traspatio, verdaderos esclavos. Pero gente visible, como él mismo nombraba a sus iguales, no habitaba en su residencia desde la muerte de su primera esposa, ocurrida en tiempos de España.

Cada mañana partía rumbo al palacio de gobierno, donde se instalaba con gran pompa a despachar los asuntos a su cargo, con la misma estudiada parsimonia, sin adoptar modales nuevos ni cambios adquiridos en el último puesto de aquel escalafón interminable: secretario, oficial mayor, diputado, tesorero, y al final, gobernador. Cada mañana, desde su casa hasta la oficina de gobierno, precedía a su recorrido una minuciosa especulación del clima para elegir su atuendo —siempre más lujoso de lo necesario— y decidir el modo de llegar a su despacho, distante apenas unas cuadras. A pie, si el sol era esplendente; en andas, si había llovido y el agua aún corría por las calles; en carroza, si la lluvia era previsible o el programa del día señalaba un recorrido más allá de las oficinas.

Juana advierte el arribo de su padre, don Desiderio Urbina, acompañado de amigos y colaboradores en tareas de gobierno o en negocios particulares. Los dos hijos varones están fuera de la ciudad. Con el severo gesto habitual se acerca hasta ella, le acaricia la cabeza en silencio y con la misma expresión se retira al fondo de la sala en compañía de sus amigos más cercanos.

El finado señor Montes de Oca perteneció a ese círculo escogido. Durante años ambos habían disfrutado, perdido y vuelto a recuperar el control de los acontecimientos políticos en Las Chiapas, desde los últimos días del poder de España. Juntos habían opinado e influido primero en la compleja situación de la Independencia; luego, en el ingreso al imperio mexicano de Iturbide y en el abandono de la joven república que surgió cuando fue derrocada esa efímera corona. Después siguieron juntos en el debate sobre la pertenencia a Centroamérica o sobre la construcción de una república independiente, y al final, en la vuelta a México como estado de la federación recién nacida.

Don Desiderio y don Mariano, junto al joven sabio don Manuel Larráinzar, crearon el núcleo de la logia escocesa para oponerse a los liberales que encabezados por el más destacado de ellos, Joaquín Miguel Gutiérrez, habían constituido en plena Ciudad Real su logia yorkina, llamada “Baluarte Federal Mexicano”.

La constante trifulca entre los caudillos Bustamante y Santa Anna por el poder en México se reflejó en Las Chiapas. Entre 1830 y 1846, se nombraron diecisiete gobernadores. Uno de ellos fue don Mariano Montes de Oca. Gobernó desde agosto del año 35 hasta octubre del 36.

Don Desiderio observa desde el fondo de la sala, rodeado de sus amigos, el ataúd del ex gobernador y a la joven viuda, su única hija.

Él fue el autor del plan que desembocó en boda tan dispareja. El señor Montes de Oca no tuvo descendencia. Su primera esposa falleció en tiempos del rey y desde entonces vivió solo. Por su parte, don Desiderio Urbina había enviudado cinco años atrás. Juana aún no cumplía los once cuando sobrevino la muerte de su madre.

Delgada, menuda, con el rostro fino y oval, la nariz como indagando, Juana poseía un vigor oculto en su cuerpo magro. Dueña de un gran dominio sobre sí misma, gustaba demostrar a Enrique, el hermano segundo, sus habilidades ecuestres y, más adelante, su precisión en el uso de las armas de fuego. Las actividades al aire libre la atraían sobremanera, pero al volver a la casa paterna sus músculos reposaban, gozando de la protección que techos y paredes le regalaban. Eran los momentos de volver a la lectura.

Don Desiderio había reunido una pequeña biblioteca, más frecuentada por su difunta esposa que por él mismo; predominaban las obras literarias, las descripciones geográficas y la historia. Juana pasaba ahí las tardes sintiendo la cercanía y la protección de su madre, quien le había enseñado a leer y dirigió sus estudios hasta el día en que su corazón se detuvo sin aviso. Sus hermanos continuaron en las escuelas, como varones que eran. El mayor, Rafael, fue enviado a la ciudad de Guatemala para estudiar medicina y sus cursos eran interminables. El hermano segundo, Enrique, no quiso continuar en la escuela y don Desiderio le encomendó el cuidado, no la administración, de los ranchos, fincas y labores. Pero a Juana no le asignaron más que los libros y las enseñanzas del hogar. Los martes y los jueves llegaba doña Jimena a continuar las tareas que la difunta le había confiado desde hacía años: repasar la ropa de todos, asignar quehaceres, supervisar las tareas de las criadas, especialmente la cocinera y la encargada de aplicar el almidón en las camisas de paseo. Doña Jimena era también la encargada de enseñar a la niña los secretos del bordado, del tejido y del arte culinario con su alquimia de especias y de hierbas. Con ella, Juana también aprendía a pulsar la mandolina, único instrumento musical en aquella casa. Podía leer o anotar en el pentagrama bajo la tutela de su preceptora.

Por aquellos días don Desiderio se acercó aún más a don Mariano Montes de Oca, ahora compañero en la viudez como antes colega en tantas actividades. Si bien su trato estuvo marcado por las reglas de la cortesía y la urbanidad, fueron adquiriendo, poco a poco, el desenfado necesario para hablar de cosas innombrables en otra circunstancia. El pudor inicial fue haciéndose a un lado para dar paso a las conversaciones acerca de barraganas y damas de armas tomar, señoras solas, viudas o abandonadas, con las cuales emprender tanteos sin sobresaltos. Pero a la vuelta de los meses, y sobre todo de los años, don Desiderio vino a corroborar una vieja sospecha. El señor Montes de Oca se iba convirtiendo en un teórico en asuntos de Venus, sin apremiarle práctica alguna, y en razón inversa, se había incrementado en el anciano un apetito insaciable de nuevas prebendas y propiedades. Casas en todos los barrios, pequeñas parcelas cercanas a Ciudad Real, ranchos y haciendas en las tierras fértiles de Ocosingo y Comitán, negocios para comerciar semillas, alambiques de cobre alimentados con panela para refinar aguardientes pegadores con buena demanda y poca oferta y préstamos al premio a necesitados que entregaban en prenda escrituras de propiedades destinadas a la pérdida: lo que don Desiderio llamaba dar al premio. Éstas eran algunas de las actividades que perseguía don Mariano, en especial después de ser gobernador.

Mientras la fortuna de don Mariano Montes de Oca se incrementaba, los bienes de don Desiderio Urbina habían disminuido por diversas causas. Errores en el armado de algunos negocios, una epidemia que diezmó su ganado en tierra caliente, gastos de emergencia que hubo que cubrir en Guatemala a resultas de un lance de honra y espada en el que se vio envuelto su hijo mayor, y algunas otras destempladas situaciones provocadas por las revueltas políticas.

Después de la victoria conservadora repuso un poco sus ingresos, pero no lo suficiente para calafatear las grietas abiertas durante la tormenta que significó el triunfo de los liberales y el traslado efímero de la capital a esa pequeña aldea que es Tuxtla.

Con el paso de las horas el frío crece. Algunas damas inician de buena fe los rezos apropiados a la circunstancia para distraer los cuerpos ateridos por el frío. Por su parte, Juana prefiere decir sus oraciones desde el sillón, marcando la diferencia en su plegaria que las señoras del grupo no dejan de advertir y que precipitó, para muchas de ellas, el tiempo de permanencia en el velorio. Ya han repartido a las damas chocolate caliente y empanaditas de hojaldre rellenas de queso o carne, espolvoreadas con azúcar. Entre los hombres ha empezado a circular el jamón planchado y el aguardiente. A falta de chimeneas, los criados traen a la sala braseros encendidos, alrededor de los cuales la plática crece en tono, volumen y temas. Un grupo numeroso de caballeros, en el que se encuentra don Desiderio, con todo y braseros, pasan al comedor donde se instalan a la mesa para conversar en tono más alto al permitido en la sala. Los de menor ingenio en la conversa matan la mala noche jugando barajas. Unos y otros piden más aguardiente y nuevos bocadillos de jamón planchado.

Sin moverse de su puesto, Juana observa a las señoras que cuchichean y se tapan la boca con las manos mientras le dirigen miradas fugaces. Sabe de qué hablan y no les otorga importancia alguna.

La boda causó escándalo. Sin celebrar aún los dieciséis años, fue llevada al altar por un novio a punto de cumplir la muerte. La fiesta fue generosa y la casona de la Calle Real recuperó la música y las risas, algunas de ellas nacidas de los cáusticos comentarios sobre lo que habría de ocurrir esa noche o, lo más seguro, lo que no iba a suceder.

En el breve tiempo que duró el matrimonio, una nueva atmósfera cubrió la costumbre de tristezas en la residencia del señor Mariano Montes de Oca. La servidumbre trabajó con entusiasmo, limpiando, puliendo, pintando y restaurando todo lo que el tiempo o la soledad habían percudido.

Doña Jimena había seguido a su joven ama y alumna a la casona para cumplir las mismas tareas que la difunta madre le encomendara. En lugar de asistir un par de veces a la semana, varió sus jornadas, primero de lunes a viernes, y toda la semana después, con sólo el domingo destinado a su descanso.

Juana se da cuenta de que la temperatura es más baja de lo habitual en este enero. El chismorreo de las señoras se acentúa, el vaho humea entre sus dedos, tapabocas que buscan disimular las palabras del escarnio.

Un criado se acerca a la viuda y en cuclillas le informa. Ella asiente con la cabeza.

—Ya era hora. Sirvan los tamales, a ver si eso les calienta el alma.

¿En qué momento don Desiderio había concebido el asunto que preparó con tanto esmero durante meses? Juana no se percató. La vida seguía igual. Tal vez la única diferencia, vista ahora a distancia, fue que su padre le prestó mayor atención. Conversaciones acerca de sus lecturas, su aprendizaje en las tareas domésticas y, sobre todo, el disfrute con que el señor Urbina presenciaba la gracia de su hija al imitar la voz y el modo de caminar de aquel a quien quería representar. Don Desiderio nació y creció en una familia que cultivó la conversación y el humor por varias generaciones. Sus hermanas y hermanos conservaron ese gusto y él mismo lo disfrutaba en las esporádicas visitas a sus familiares, tanto en Ciudad Real como en Comitán. Sin embargo, él nunca tuvo o perdió para siempre el sentido de la gracia y la palabra oportuna. Ver a Juana actuando una escena con personajes reconocibles a primera vista le producía una felicidad rara vez experimentada.

—¿Cuántos años tenés, Juana? —le preguntó una tarde.

Al escuchar que a finales del mes próximo cumpliría quince años, don Desiderio se sobresaltó. ¿Cómo es posible no advertir el paso del tiempo y no aceptar que la niña había crecido?

—Pronto será una mujercita —pensó—, y yo caminando en tinieblas. ¿Desde cuándo no celebramos tu cumpleaños?

—Desde la muerte de mamá.

Con ayuda de doña Jimena y damas emparentadas, se preparó para ese día un desayuno después del tedeum oficiado por monseñor don Lino García, deán de la catedral y poeta de estro reconocido, a falta muy sentida del señor obispo que fue expulsado de Las Chiapas por el gobierno liberal. Una fiesta formal en la tarde con presencia de músicos de cuerda y viento para desatar el baile culminó el festejo.

—Que vengan todos. El luto se acabó en la casa…

Cuando supo de los preparativos del convite, don Mariano Montes de Oca solicitó a su amigo el honor de apadrinar la fiesta. El señor Urbina, buscando cuidadosamente las palabras, respondió que le tenía reservados honores más grandes.

El señor Montes de Oca no pudo captar la profundidad de la jugada, pero don Desiderio había colocado su alfil en la casilla adecuada.

Eran precisamente los días en que su amigo había entregado a su sucesor el cargo de gobernador de Chiapas. Atrás habían quedado afanes y fatigas sin cuenta. Tres años antes, en un vaivén de la política, ante los influjos venidos de la capital mexicana, los liberales habían tomado el gobierno aquí en la mismísima Ciudad Real. Y lo peor era que el nuevo gobernador, Joaquín Miguel Gutiérrez, muchacho de ese villorrio alzado, Tuxtla, San Marcos Tuxtla, antiguo condiscípulo en el seminario y ahora masón yorkino, estaba empeñado en golpear los intereses de la santa Iglesia y todo lo demás.

Los escoceses conspiraban muy activos. Con el apoyo del obispo don fray Luis Guillén, nacido en Comitán, y de las principales figuras conservadoras, trazaron una conjura para derribar a Juaco, como llamaban al general Joaquín Miguel Gutiérrez en los años del seminario.

—¿Te acordás que el Juaco se fue del seminario poco antes que nosotros, pero por otras razones? —preguntó a don Desiderio el Chema Sarmiento, antiguo condiscípulo.

—¡Claro!, nosotros salimos para hacer más paga y él para afilar su daga —interrumpió uno de los comensales en el banquete de la conspiración.

—No digás falsedades —acotó don Manuel Larráinzar—. Gutiérrez abandonó el seminario por no tener interés alguno en los negocios divinos, como dijo monseñor. ¡Pero tampoco terrenales, como vos! Tenía vocación para la milicia. ¡Una cosa es la espada y otra es la daga, Facundo!

Y, como en tantas ocasiones, se pusieron a hablar de lo que todos sabían, en un tono alzado de sorpresas, repitiendo los mismos parlamentos dichos y escuchados con atención, como si se tratara de la primera vez.

—Juaco es ahora nuestro enemigo. Se hizo yorkino y liberal, pero fue el único que se organizó para pelear contra el rey —dijo con su voz profunda el licenciado Coello—. Cuando todos nosotros estábamos de espaldas a la guerra, Joaquín Miguel se atrevió a buscarla.

—Tan pronto se enteró de la presencia de Matamoros, reunió una tropilla con sus amigos de tierra caliente para darse de alta con los insurgentes —recordó Ponciano Aguilar.

—No encontró a Matamoros pero sí a las tropas del rey que lo agarraron preso —redondeó en tono de burla don Julio Trejo.

—Se echó la culpa de todo para salvar a sus amigos. Sólo el dinero y la influencia de su padre, como español que era, lograron una cárcel de pocos meses para el aprendiz de rebelde —terminó de decir don Manuel Larráinzar.

—Fusiladito quería y así no estaríamos con tantas fatigas ahora —agregó su hermano, don Ramón Larráinzar.

De los hermanos Larráinzar, a diferencia de don Manuel, don Ramón no era hombre de libros sino de libras. Tanto las que pesaba en sus comercios como las que le pesaban a él en las visitas al médico. Mayor que el sabio, había acumulado una vida desordenada que le mantenía enfermo, sin dientes, inflamado permanentemente de los intestinos; pero con un instinto feroz para la diversión en compañía de sus amigos. Por eso los había reunido en su casa, ahora que su hermano Manuel había abierto el tiempo de la conspiración.

Fiel a su historia personal de fandangos interminables, gozaba aun en su enfermedad, al contemplar cómo sus amigos devoraban viandas y bebían aguardientes sin reposo alguno, mientras don Manuel trataba de contener el derrame del júbilo para arribar a las metas de la asonada.

Se había iniciado la comida con galantina de pavo y butifarras de anís, seguidas por cazuelas de sopa de pan y arroz tapado, antes de llegar a la chanfaina de carnero, el estofado de res y la lengua almendrada, sin faltar los frijoles negros refritos, espolvoreados con queso de Ocosingo. Después sirvieron licores de alacena para acompañar los postres de cajetas de frutas, duraznos prensados, mejidos, duquesas de coco, torrejas, nuegaditos y buñuelos de viento. Don Ramón miraba complacido a sus invitados que terminaban una a una las viandas que traían de la cocina, vedadas a él a causa de sus dolencias. Su viejo organismo de gozador sin tregua le exigía tener cuidado. Ahora tenía hambre. Con la vista en la puerta tronó sus palmas para llamar a un criado.

—¿Ya bañaron a la parida? —preguntó en voz baja. El criado asintió—. ¿Ya le dieron ropa limpia? —volvió a inquirir y ordenó que la trajeran al comedor.

Llevaron a una india joven y lozana que se tapaba la cara para ocultar su vergüenza. Cuando estuvo a su lado, don Ramón se quitó las gafas de miope, levantó la camisa de la muchacha, tomó un seno con las dos manos y se puso a mamar en medio del banquete.

De aquella fiesta se obtuvo una minuta de acción que desembocó en la intentona que los escoceses, los miembros del clero y un grupo de caballeros encabezaron contra el gobernador Gutiérrez. Hubo combates en la ciudad, con toma de parapetos a la carga y varios muertos. De esta aventura resultaron derrotados, prófugos, escondidos o presos muchos de los señores antes intocables. El señor obispo fue expulsado del estado por el gobierno liberal y encontró su muerte en el exilio, en Campeche, algunas semanas después.

Ante el clima de agresión contra el gobierno que se percibía en Ciudad Real, el general Gutiérrez trasladó los poderes a su pueblo, Tuxtla, que se transformó en la nueva capital. El señor Montes de Oca, el señor Urbina, y todos sus amigos de la logia escocesa, en sus diversos escondites, quedaron furiosos y ofendidos.

Eran tiempos de guerra y la guerra es cara. Tiempos de vender bienes para comprar males. Se venden tierras y se compran armas y municiones. Era el año 34 del siglo diecinueve. El año diez de Chiapas en la República mexicana.

Nuevos incidentes, en el pleito entre Bustamante y Santa Anna, ayudaron a los conservadores para rehacer fuerzas en Chiapas. Don Joaquín Miguel Gutiérrez, a pesar de haber sido electo constitucionalmente, fue rechazado por el poder central. Nombraron desde México gobernador a don José Mariano Coello y los poderes volvieron a Ciudad Real.

—Es necesario continuar el acoso a Gutiérrez hasta destruirlo —dijeron los escoceses.

Obcecado como era, don Joaquín Miguel no admitió su derrota y buscó el apoyo de sus compañeros liberales de Centroamérica donde formaban gobierno. Nunca aceptó que sus deberes al frente del poder ejecutivo hubieran cesado.

—El pueblo me nombró y sólo él puede destituirme, no estos señores y señoritos apoyados en la Iglesia y las armas del gobierno central de Bustamante —decía a voz en cuello.

En el mes de agosto el señor Montes de Oca asumió la gubernatura. De inmediato dirigió su acción contra los bienes familiares de Gutiérrez para cortarle el suministro de recursos para la guerra. Cuando don Mariano Montes de Oca abandonó el poder, don Joaquín Miguel estaba muy débil y aislado.

Cuando supo que don Clemente Aceytuno, nacido en Guatemala, era el nuevo gobernador de Chiapas, comentó privadamente:

—En tiempos de España lo hubieran procesado porque se nota con claridad que es cristiano nuevo, musulmán disfrazado o de plano judío.

En esos días, don Desiderio acudió a la casa del señor Montes de Oca para evaluar la situación que se presentaba oportuna para los escoceses. De manera inopinada pidió a Juana que lo acompañara en la visita.

Don Mariano los recibió en un salón donde un clavecín guardaba silencio desde la muerte de su esposa. Al verlo, Juana se instaló en el banco e hizo sonar el instrumento. Estaba desafinado, pero sólo Juana lo percibió. Comparándolo con su mandolina resultaba una maravilla. El viejo viudo, sentado en su sillón predilecto, escuchó con mucha ternura los intentos de Juana de tocar una melodía completa. El señor Urbina lo advirtió.

En Ciudad Real los conservadores saludaban su próxima victoria con un nuevo banquete en la casa de don Ramón Larráinzar. Prevenido de la duración que pudiera alcanzar, ordenó que le consiguieran dos muchachas paridas.

Fue en ese convite cuando el señor Urbina, del todo sobrio, hizo un aparte con don Mariano, que se veía iluminado por el aguardiente. Ahí, a solas, junto a la ventana que enmarcaba al cerro de San Cristóbal, el ex gobernador escuchó, asombrado, la propuesta que le trajo su mejor amigo. De la sorpresa inicial pasó a un estado radiante, olvidado por él desde hacía muchos años.

Desmenuzando recuerdos, al analizar pequeños incidentes de entonces, Juana está segura de que su padre armó tan sorprendente matrimonio en los días en que celebraban los descalabros de don Joaquín Miguel. Ahora, en esta noche en que vela los restos de su esposo, los indicios le arrojan mayor luz y aclaran los motivos. Conversaciones del padre con su hija sobre temas económicos nunca tratados, como las finanzas familiares sujetas a gran presión por los gastos de la guerra, más los descalabros en el ganado destruido por esa baba malsana que escupen antes de morir, los gastos que hay que afrontar en Guatemala. Es así como Juana se entera de las vicisitudes de su hermano mayor, el estudiante de medicina.

Recuerda una visita que su tío paterno, el licenciado Luciano Urbina, notario público, hizo a la casa en aquellos días. Permaneció en la sala mientras la criada servía el chocolate y alcanzó a entender que don Mariano Montes de Oca había decidido poner en orden sus documentos, revisar sus bienes y redactar su testamento ante la circunstancia de no existir herederos.

Una tarde, mientras ella leía, su padre entró a la biblioteca, tomó asiento a su lado, le cerró el libro con delicadeza demasiado evidente, la miró largamente a los ojos y se enfrascó en un largo monólogo acerca de la muerte de su esposa, de la triste orfandad de Juana, de la angustia que le causaba sólo pensar qué sucedería cuando él faltara, la necesidad de prever un futuro cierto en cuanto a bienes se refiere. Y a continuación, de improviso, de golpe, la propuesta desmesurada de su matrimonio con el señor Montes de Oca.

Fueron días, semanas de angustiosa confusión.

En el velorio las amistades han empezado a retirarse. El intenso frío terminó con el poco interés de acompañar a un muerto que deja en el mundo una esposa niña que mañana volverá, sin duda, a la casa paterna a vivir de nuevo como doncella. Muchacha otra vez sin la dignidad de las señoras. Los primeros en abandonar el velorio son los matrimonios de prosapia. Se van, tomados del brazo, bien cubiertos con abrigos, bufandas y chales, con las bocas protegidas por pañuelos, tosiendo.

Después se despiden los matrimonios menos brillantes, con agradecimientos repetidos por los tamales que se llevan. A continuación llegan ante Juana unos caballeros, y otros no tanto, alegando su obligación de levantarse mañana temprano a trabajar. Ella asiente con la cabeza, divertida, porque sabe que algunos de ellos jamás han trabajado. Se van satisfechos del aguardiente obtenido en la romería del comedor, donde algunos conocidos del muerto transformaron el duelo en agasajo.

Tras los bebedores prudentes empieza el desfile de los imprudentes, abrazados con sus compinches, sin siquiera despedirse, buscando el equilibrio que se les escapa. Algunos, al pasar el portón de la entrada, orinan y canturrean. El doctor Mijangos, conocido por los pícaros como el Matador, es sacado por sus hijos mayores apoyando sus venerables brazos en sus jóvenes espaldas.

—Por eso le dicen así, siempre sale en hombros de todas las fiestas —comenta el licenciado Lara, copa en mano.

—Pero esto no es fiesta, señor licenciado.

—Tampoco duelo que duela.

El comedor retumba por las carcajadas. Reconoce algunas de las voces más fuertes. No puede permanecer al margen. Se ha puesto de pie. La frazada que cubría sus piernas cae al piso. Su pequeña figura crece en la noche. Alguien recoge la manta y se la coloca en los hombros para proteger su espalda.

Abre la puerta. El comedor huele a tabaco, aguardiente y encierro. Todos están de espaldas. Frente a ellos, Santos Madariaga, famoso por sus historias, cuenta:

—…y doña Matilde, que nunca quiso a la nuera, estaba desconsolada en el velorio de su hijo, muerto en una mala caída de caballo. El coraje de años se multiplicaba en las últimas horas. La vio recibiendo los pésames, “cabrona, si ni lo quería…”

Al escuchar el relato, el tono de la voz, y entender los ademanes en los que Madariaga apoya sus palabras, Juana permanece atenta, sin ordenar silencio como tenía pensado.

—…toda la noche estuvo doña Matilde echando cuchillos por los ojos, tratando de averiguar con quién se entendía “esta cabrona, mosca muerta”. Y en medio de la sala, sobre una mesa cubierta con manteles hasta el suelo, el difunto dentro de su caja de ocote. Al rato llegaron los tamales untados, envueltos en hoja de plátano, y la gente se puso a desenvolverlos. Conforme iban acabando su tamal, tiraban las hojas debajo de la mesa bien cubierta con los manteles. Pero donde hay velorio hay perros, chuchada hambrienta buscando sobras de lo que sea. En cuanto se descuidó la familia, se metieron a la sala olfateando las hojas de tamal para lamerle las sobras. Iban recorriendo la sala cuando el primero descubrió el tesoro que se había juntado debajo de la mesa. El segundo también sintió el olor y luego el tercero. Y como la abundancia es mala consejera de la amistad, los perros empezaron a tenerse envidia entre ellos, calculando a quién le habían tocado más sobras. Empezaron a gruñir, a enseñarse los colmillos y luego vino el agarrón del pleito, los ladridos, los aullidos y la mesa tambaleándose con riesgo de que el muerto se cayera. La pobre viuda empezó a gritar y pepenó una escoba para ahuyentar a los chuchos que ya estaban hechos bola, y va la viuda a caerles a escobazo limpio, pero en la desesperación del combate la pobre mujer hizo blanco en la caja del muerto y entonces sí se acabó el mundo. La suegra vino corriendo, dando gritos, “¡ni en la paz lo respetás, gran cabrona, no seás abusiva, metete con los vivos a ver a cómo te toca!” Doña Matilde agarra a la nuera por el pelo y la viuda se defiende y ruedan por el suelo junto a la otra bola, la de los chuchos combatientes, y entre gruñidos, aullidos y mentadas de madre, chuchos y mujeres derriban la mesa, y va la caja al suelo con una maroma que saca al muerto bien tieso, rodando con las manos trabadas sobre el pecho, en medio de la trifulca. Y doña Matilde que grita y grita: “Ya viste, grandísima puta, lo que lograste…”

Juana, en la puerta, escucha sin aguantar la risa. Carcajeándose, enjuga en sus ojos unas lágrimas que no son de dolor; pero rehaciéndose, exclama:

—¡Qué bruto será usted, don Santos!, ya me hizo reír en medio de mi pena; pero ahorita se me largan todos para que aprendan a tener respeto por los muertos.

—Juana, Juanita —interviene don Desiderio nombrando a su hija en diminutivo por primera vez en muchos años—. Confía en mí, que ahorita mismo pongo en orden este desorden.

—Confío en usted, señor padre, pero no me hace falta su apoyo para poner armonía en este desmadre.

Y toma el extremo de la manta que le cuelga de los hombros, se la cruza sobre el izquierdo como rebozo, lista para emprender la acción que sea necesaria.

—La paz de los muertos habrá de ser compartida con la paz de los vivos.

Se escuchó la voz grave del reverendo monseñor don Lino García, deán de la catedral, autoridad de la mitra desde que el obispo fue expulsado de Las Chiapas por el gobierno. Hace acto de presencia en el velorio para mayor honra de su amigo, don Mariano Montes de Oca, figura muy estimada en su rebaño de fieles.

De inmediato se restablece el silencio y todas las miradas se dirigen a la puerta de la sala ocupada por la figura inmensa del deán, acrecentada por la altura de la mitra sobre su cabeza calva. Está presente con su vestuario de culto para la ceremonia que habrá de realizar por el alma de don Mariano, su hijo en la Iglesia pero también su compañero de luchas y denuedos en el mundo que les ha tocado vivir.

Al escuchar su voz, Juana, que está de espaldas a la puerta, gira en redondo y se acerca para recibir a monseñor.

Los que habían tomado menos aguardiente, inclinados se apresuran a acercarse para besarle la sortija. Después acuden los que habían bebido un poco más, y al fondo del comedor queda una docena de fieles que no hubiera podido disimular la borrachera.

Abraza a Juana con ternura y estrecha la mano de don Desiderio.

—Anoche me recogí a muy temprana hora para honrar antes de la madrugada al señor Montes de Oca como lo merece. Escogí este tiempo tan tierno porque es cuando los difuntos se quedan más solos: los amigos y sus familias tienen sueño, deben trabajar al otro día y se retiran dejando solos a los dolientes con su muerto. Pero aquí, a Dios gracias, no se cumplió la regla —dijo monseñor, mirando el gran número de sobrevivientes de esa noche fría.

—Gozaba de buenas amistades nuestro querido amigo —intervino don Desiderio.

—Y usted de buena fama como anfitrión —remató don Lino, con una sonrisa apenas disimulada.

Al flanquear la puerta el prelado, penetra por ella su pequeño séquito. Dos acólitos que portan lámparas de aceite para iluminar el paso por las calles. Dos más que llevan lo necesario para la ceremonia que oficiará monseñor, y un sacerdote relativamente joven a quien se ve por primera vez.

—Don Desiderio, Juana, hija mía, deseo presentarles a un nuevo miembro de la diócesis, recién llegado a Ciudad Real: el señor presbítero don Mariano Mejía… Mira, mira, mira, ¡válgame Dios!, también Mariano, como tu difunto esposo. En el infinito amor a la virgen María se es mariano en la vida y mariano en la muerte.

La ceremonia de monseñor es prolongada. El joven presbítero participa en ella y está pendiente de los acólitos. Chica la ciudad y pocos los acontecimientos, la noticia de la presencia del deán corre en la noche, de puerta en puerta, de tal manera que cuando los gallos anuncian el amanecer, el velorio es visitado de nuevo, ahora por más gente que en el momento más concurrido de la noche.

Los criados que no han dormido se lavan la cara con el agua helada del pozo y se secan resoplando. Las criadas que pudieron dormir un poco salen de sus cuartos al primer canto de la gallada que empieza a saludarse por toda la ciudad, de corral a corral, de traspatio a traspatio. Pronto la cocina recupera su ritmo de trabajo entre un marasmo de cocineras alrededor de la cocinera principal, galopines y pinches de toda laya.

El comentario que va de boca en boca, entre los asistentes a las honras fúnebres, es que monseñor acepta desayunar en la casa del difunto.

Desde ese momento doña Jimena no tuvo reposo dirigiendo la cocina. El comedor, al lado de la sala donde está el féretro, vuelve a colmarse de platillos, pero en esta mañana son más brillantes que en la noche anterior. Huevos en varias combinaciones. A los tamales de hoja de plátano se agregan ahora los de manjar, de azafrán y de arroz. Para rematar, al gusto de los comensales, atol agrio, atol de granillo o chocolate con trozos de cazueleja y marquesote. No faltan quesos de diversos ranchos, cada uno con su sabor particular. Y para aquellos que resistieron el frío y el desvelo a punta de aguardiente, se tienen reservadas las porcelanas con caldo de gallina.

—Buen comienzo, don Mariano, para conocer esta suntuosa cocina —comentó monseñor con el presbítero que desayunaba a su lado—. Y lo que son las cosas, don Mariano ahora en la muerte, y usted, don Mariano, aún en la vida.

—Como quien dice, el muerto al hoyo y el vivo al pollo —alcanzó a comentar uno de los acólitos, antes que el prelado le asestara un coscorrón y una mirada implacable.