El circo
 
MICHAELLE ASCENCIO
 

Palabras para Michaelle Ascencio
Por Ana Teresa Torres

Me hubiera gustado preguntarle a Michaelle las razones del título de la novela y de la época que eligió para situarla. Apenas recuerdo algunos comentarios acerca de que había pasado muchas horas investigando en los archivos de prensa, y ciertamente la fidelidad en la reconstrucción de detalles y circunstancias da prueba de ello. De modo que quedan mis preguntas como enigma, como si la autora nos hubiese propuesto un acertijo. Comienzo, pues, por el título, y me parece encontrar una respuesta, o al menos una sugerencia en este párrafo:

«Su vida, decía, esa que había dejado en suspenso por estar dando vueltas en el aire… Porque la vida del circo es, sin duda, una vida, pero Anela no quería, no quería o no podía reconocerlo: el recuerdo de Belinda se lo impedía, pero la vida del circo pasa sin que uno lo note. No sé si ustedes pueden comprender, es una vida suspendida: la risa de los payasos, los aplausos que vienen de la sala oscura, un mundo que no existe, con las fieras domadas y los hombres que tragan fuego… Ah… —decía Salvatore—, la fantasía, un espectáculo que montas y desmontas sin parar: la rueda de la fortuna, los hechizos de la maga, los contorsionistas, el domador de leones, como si vivieras en otro mundo, en otra dimensión, pero un mundo que, de todos modos, tienes que tomarte muy en serio, ya lo ves, porque si te resbalas, en un descuido mínimo, en un segundo, puedes perder la vida, y en el circo no hay segundas oportunidades.»

Ese espectáculo que montamos y desmontamos constantemente es, por supuesto, la vida, aunque no seamos artistas circenses. Esa vivencia de que la vida es un instante suspendido, sin una segunda oportunidad, no es solamente una experiencia de los actores, sino la sensación que nos acompaña siempre, apenas volteamos un momento hacia atrás para ver lo que de ella ha transcurrido. Entonces, siendo fiel a esa conjetura que arbitrariamente propongo para el título de la novela, y que seguramente Michaelle me hubiera rebatido argumentando que ella no tenía un sentimiento trágico de la existencia; esa hipótesis, repito, que no puedo corroborar, me lleva a sacar conclusiones, y la primera es que esta novela, que pareciera trazar el origen del relato en unos trapecistas italianos que azarosamente pasan por Caracas en los años cuarenta del siglo pasado, y más azarosamente aún deciden dejar a su única hija, una niña de cinco años, al cuidado de unas personas que apenas conocen, y viven en Maracay, una ciudad en la que nunca han estado; esa novela, insisto, que comienza marcando el azar de toda existencia, es un relato acerca de la imposibilidad de encontrar justificaciones o explicaciones a hechos imprevisibles que han determinado nuestra vida. Por qué la metáfora del circo, no importa no saberlo. Es la que la novelista eligió; al fin y al cabo, su privilegio. Pero también es el mío seguir tejiendo hipótesis acerca de las vueltas de esta narración. Y puedo, entonces, suponer que estos extranjeros que llegan a Venezuela en los años cuarenta están también representando a sus padres, y a ella misma, su hija, que queda adoptada para siempre por un país del que antes nada sabía. Y que queda adoptada para bien, porque muchas veces le escuché decir cuánto agradecía a sus padres haber emigrado a Venezuela.

Sigo con mis conjeturas y pienso que para los venezolanos de nuestra generación —la de Michaelle y yo, quiero decir— esos años a caballo entre los cuarenta y los cincuenta, aunque transcurrieran en la infancia, o quizá por eso mismo, dejaron una huella intransferible que, aun así, la novelista quiere compartir con quienes probablemente miran hacia ese tiempo como una época remota. Y lo que quiere compartir, me parece, es la fragua de la sociedad caraqueña contemporánea. Si bien el tema antillano —fundamental en su primera novela, Amargo y dulzón (2002)— se hace también presente en esta a través de los personajes que componen la familia Delacroix; y el trasfondo histórico venezolano es el marco de la segunda —Mundo, demonio y carne (2005)—, en El circo, su tercera, y lamentablemente última novela, Michaelle Ascencio combina y concentra lo que fueron sus preocupaciones fundamentales, sus hallazgos, su penetración del imaginario venezolano, recogidos entre otros en Las diosas del Caribe (2007) y en De que vuelan, vuelan: imaginarios religiosos venezolanos (2012). Su maestría en el género de la oralidad, bien conocida por sus lectores y alumnos, alcanza aquí una máxima expresión. La oralidad y la teatralidad, porque la novela puede leerse también como una obra dramática en la que los personajes entran y salen de escena para recitar sus parlamentos, los tramoyistas cambian rápidamente los decorados y, como si asistiéramos a un ensayo, el director de vez en cuando lee en alta voz las acotaciones del autor. Valga este ejemplo:

«Se quedan callados oyendo el final de la transmisión que anuncia que el presidente se dirigirá en breves momentos al país, pero ya saben que no hablará. Se hace un silencio en la cocina. Marta mira hacia el patio: no se distingue nada, como que va a llover, ni la mesa ni las sillas corianas en las que hace rato estaban sentadas; tampoco se distingue el chinchorro colgado de la mata de tapara, ni la argolla de la pared de enfrente que, como está nueva, brilla en la oscuridad cuando se prende la luz de la cocina. No será hoy que se hablará de Elodio. Hay además un silencio como si todo Maracay hubiera desaparecido y solo quedara el espacio de la cocina donde los tres, sentados, se han quedado callados.»

Pero ¿quiénes son estos personajes? ¿Quiénes son Yolanda, José Ramón, Yajaira, Renato, Elodio, Marta, Monique? ¿Quiénes son los Delacroix, los Calabrese, los Romero, los Agudo, los Barrios? ¿Quiénes son estas personas que trabajan en la ferretería El Alambre del turco Nayib, en el Almacén Americano, donde se venden todos los artefactos modernos que inundan la esperanza de modernidad, o en una librería de libros usados en la esquina de La Bolsa, o en una academia de secretariado comercial en la que empieza a despuntar la mujer que trabaja fuera del hogar, o en la construcción del Centro Simón Bolívar, del paseo de Los Próceres, del hotel Humboldt? ¿Quiénes son los que van a cenar al hotel El Conde, o a los carnavales en el hotel Ávila, o al cine Las Acacias o a rezarle al Nazareno de San Pablo, mientras ven pasar asombrados un Buick? ¿Quiénes son los que hablan de los adecos y comunistas clandestinos, de Guasina, de esbirros, de Seguridad Nacional, de la Cárcel del Obispo? Pues son ellos, los que están construyendo la Caracas urbana, y los conocemos no a través de discursos sociales sino de sus comentarios caseros en el almuerzo, en la nochecita, cuando la gente se sentaba al fresco en los porches, en sus arreglos domésticos para las fiestas familiares, en el secreteo de las mujeres que, entre embarazos y quejas de los maridos, aspiran a las creaciones de la moda que venden en las tiendas de la Gran Avenida.

Por eso decía que en esta novela Michaelle Ascencio condensa su comprensión del país, su capacidad para captar y recomponer escenas, su oído para la conversación, su agilidad para el humor. Es una novela de escritura concentrada en la que no sobran palabras ni frases. Todo lo que apunta es, como en el buen teatro, indispensable para que los personajes se revelen y se desarrolle el drama. ¿Y cuál es el trasfondo dramático de la novela? Mi conjetura es que el argumento de esta novela es la democracia traicionada. La época histórica en la que transcurren los acontecimientos en esta novela se sitúa entre el golpe de Estado contra Rómulo Gallegos, en 1948, y el fraude electoral en las elecciones convocadas en 1952. A fin de dar visos democráticos a su régimen, la Junta de Gobierno convocó a elecciones el 30 de noviembre de 1952 para elegir la Asamblea Constituyente, que luego elegiría al presidente provisional de Venezuela. El triunfo del partido Unión Republicana Democrática (URD), liderado por el demócrata Jóvito Villalba, sobre el Frente Electoral Independiente (FEI), presidido por el general Marcos Pérez Jiménez, era arrollador y el gobierno suspendió la trasmisión de resultados. URD impidió las manifestaciones de protesta confiando en que se respetarían los resultados, pero no fue así. Pérez Jiménez ordenó que se alteraran y el 2 de diciembre se proclamó su presidencia.

Entonces algunos apoyan al gobierno, en función de sus intereses económicos, es decir, prefieren guardar silencio; otros decididamente se oponen y militan en los partidos ilegalizados. Las familias se rompen, y a veces padre e hijo pueden quedar en diferentes bandos. No hay grandes héroes en la novela; la novelista les da a sus personajes un tono menor y les permite hablar a media voz en la trastienda de una librería, o en la sala de sus casas, para que nosotros podamos escucharlos en la cotidianidad y reconozcamos en ellos el diálogo político que en aquellos años tenía lugar en Venezuela. Democracia sí, o democracia no, esa pareciera ser la pregunta que se hacen mientras los hombres toman ron con Coca Cola y las mujeres se esmeran en la cocina. Es la vida transcurriendo en el trapecio del que algunos caen y en el que otros sobreviven. Al final baja el telón.

«En el pequeño jardín de la casa de Santa Mónica, Salvatore le enseña a su nieta a dar la vuelta de carnero y a pararse de cabeza. Maya aprende rapidito: «¡Abuelo, otra vez!». Floriana oye su voz desde la cocina mientras prepara la cena y conversa con Yajaira que espera, ansiosa y restregándose las manos, la salida de Víctor. Belinda, con su barriga de tres meses, sentada en el porche de la casa, mira la escena de su hija y su padre; un pensamiento le ensombrece el rostro: «¿Dónde está Renato? Con todo lo que está pasando, él se desaparece y llega tarde. ¿Y qué son esos volantes del Frente Nacional de la Resistencia que encontré el otro día en el garaje, convocando a una huelga y a una manifestación? ¿En qué anda Renato?». Belinda está preocupada:

»—Entremos, papá. Vamos, Maya, está oscuro. ¡Floriana, prende la luz del porche! No se ve nada…»

Los actores quedan en la penumbra, y nosotros anhelando una nueva escena que quedará para la imaginación.

I

No, no eran buenos para una niña esa angustia y ese miedo que dan ver a una persona balanceándose en el aire y volar de un trapecio a otro. Por eso, durante la función, yo me las arreglaba para que no estuvieras allí. Paseaba contigo por las carpas de los animales y te contaba cuentos del elefante y la jirafa que no te cansabas de ver. Y si era de noche, mejor, porque te cantaba y te arrullaba hasta que te dormías antes de que empezara la fanfarria. «Tu mamá salió», te decía, y tú llorabas pero te dormías. Y mira que he visto cosas en este mundo, pero ese número de los trapecistas, de tu papá y de tu mamá, tampoco yo lo soportaba. La gente decía que era emocionante: el suspenso, los nervios… pero para mí eso lo único que hacía era llamar al miedo y dejar que se apoderara del cuerpo de uno viendo a esos dos balanceándose y volando, pues parecía que uno también se iba a caer en un descuido. Si la hubieras visto serías muy diferente. No serías tan tranquila como pareces; tú eras más bien una niña ansiosa, siempre llorosa, buscando lo que no se te había perdido, siguiendo a tu madre con los ojos todo el tiempo como si se fuera a ir o fuera a desaparecer en cualquier momento. «Está trabajando», te decía yo; «salió a comprar pan», te decía cuando me preguntabas una y otra vez. Por eso, yo me traje el cofre con las fotos y los afiches cuando se fue y no volvió a buscarte. Me pareció mejor mantenerla presente y mostrarte las fotos que esconderlas o confesar que, tal vez, no volvería más. Me pareció mejor mantenerla presente porque es tu mamá, y porque sabía que, aunque no la vieras y nadie te la nombrara, tú, de todos modos, la echarías siempre de menos. Y ahora sucede esto, que ahora la madre eres tú y no quieres ver a tu hija. Será que quieres ser como ella, repetirla para sentir que está contigo, ¿o es que no quieres verla porque tu hija nació con su misma cara, el mismo color de los ojos, su pelo, y ese gesto que hace con las manos como si quisiera agarrar algo en el aire cuando habla? Ay, qué misterio, Belinda, ahora tú eres tu madre y tu hija también lo es, se le parece tanto… Y tú que te veías tan tranquila, tan buena niña, como dice Yolanda, tu mamá, la que te adoptó y te quiere más que… ¿Cómo es que dice la señora Yolanda? Te has vuelto arisca y amargada desde que pariste. Justo cuando vuelve a haber una madre y una hija, a ti te da eso, que ya no eres tú ni quieres ver a tu hija. Y no quieres llamarla Anela, como se llamaba tu madre, pero ese debería ser su nombre; pero entonces, ¿a quién llamarías tú cuando la llames? No, mejor que se llame Maya, ilusión, como lo que pasa en el circo.

Yo contaba los días que faltaban para llegar al puerto de La Guaira, y pensaba que cuando pusiera los pies en tierra se me iba a volver a acomodar el cuerpo. Era la primera vez que viajaba en barco, y aunque sentía apenas el movimiento de las olas, de todos modos a mí me parecía que mis órganos habían cambiado de sitio durante la travesía, y que solo volverían a estar en su lugar cuando pisara tierra firme. El estómago me bailaba en la barriga y los riñones andaban cada uno por su lado. Y ese mareo, tú sabes, como si fuera a vomitar. Hoy te puedo decir que más era el miedo que me daba el mar que otra cosa. Cuando me paseaba contigo en cubierta, no te soltaba la mano viendo esa inmensidad de agua que nos rodeaba; me llenaba de espanto y le rezaba a santa Bárbara y a Agué para que llegáramos pronto. Allá en Santo Domingo había dejado a mi mamá y a mis tres hermanos, que fueron al puerto a despedirme y a ver el barco partir. Cuando sonó la sirena y el barco comenzó a alejarse me entró como una desesperación, me quería devolver; creo que solo en ese momento me di cuenta de que me estaba yendo… Mi mamá no lloraba, ni Gladys ni Toño, que ya tenía once años, y Olguita era todavía una bebé; estaban convencidos –mi mamá lo dijo tantas veces– de que a mí me iba a ir bien; mi mamá le daba las gracias a la señora Anela por haberme escogido para cuidarte; decía que yo iba a conocer mundo y que no iba a pasar trabajo como ella, y sobre todo que iba a dormir en cama y a comer tres veces todos los días. Yo no decía nada. ¿Tú sabes lo que es dejar Santo Domingo?, ¿dejar el ranchito donde vivíamos y verme de pronto en un barco navegando en el mar? Cuando la señora Anela, que era flaquita, me dijo: «Bueno, Floriana, te vienes con nosotros, no te va a faltar nada, ¿sabes?; además, te va a gustar el circo», yo no lo creía. Y no lo creí, no podía imaginarme sino bajando el cerro para ir a la escuelita de la señora Mercedes o acompañando a mi mamá a vender raspado frente al Congreso. Mi mamá decía que era mejor el circo que trabajar como sirvienta en las casas de los ricos, que uno no se terminaba de sentir nunca bien porque cualquier cosa que se perdía la pagaban con uno. Por eso, un día decidió alquilar un carrito de raspado con los pesos que tenía guardados y pararse a la salida de los colegios o en el centro de la ciudad a vender fresco. Después supo que el mejor lugar era frente al Congreso y allí se quedó. Pero tú no sabes, Belinda, el sol que hace en Santo Domingo; te pica y hasta te puede doler el cuello si no te pones un sombrero. Mi mamá, que era negra negra, se puso más negra de tanto llevar sol. Yo soy negra pero no tanto como mi mamá; ella se parece a las negras de Barlovento; era gorda como yo, que me fui poniendo gorda con el tiempo, pero yo soy menos negra, aunque no me creas, porque soy hija de un mulato, del chofer de la última casa donde trabajó mi mamá. A ella la botaron cuando quedó preñada, y a mi papá nunca lo conocí porque también lo botaron, y mi mamá me contó que se fue para Panamá en un barco y no lo volvió a ver.

Yolanda adoptó a Belinda como si Belinda fuera algo que le tenía que suceder. Yolanda era una mujer que no preguntaba mucho, pero se demoraba en las causas o en las consecuencias de lo que le ocurría, a veces de manera insistente. Otras veces, no parecía importarle mucho, se hacía la indiferente. «Por algo será», respondía, cuando su hermana Yajaira se preocupaba porque no salía embarazada. En realidad, la indiferencia era un modo de defenderse de sus obsesiones. «Hay algunas mujeres que tienen hijos, otras que no; no me voy a tomar los menjurjes de Marta ni voy a ir al médico; si no se puede no se puede», concluía con aire filosófico, con una burlita en sus ojos, fijos en su hermana. Así que recibió a Belinda como algo normal; siempre existe una posibilidad. Ermenilda, la que llevaba la comida diariamente al circo Atayde, me contó que los trapecistas tenían una niñita a la que no querían llevar a la próxima gira del circo por las islas.

Un cirque! –exclamó Monique, y fue como si viera al hombre que traga fuego y a un elefante que bajaba la trompa para que la bailarina se deslizara por ella al finalizar su número–. Sigue –le pidió a Yajaira, sentadas las dos en el porche de su casa conversando.

–Ermenilda, que se quedaba en las tardes para planchar la ropa que los artistas se ponían para la función, me contó que Anela, la trapecista, le había pedido que se quedara con su hija Belinda durante los tres meses que duraría la próxima gira del circo por las islas antillanas. Le parecía riesgoso exponer a su hija a los rigores del calor, del sol y los mosquitos en esas islas tan calientes. «Yo misma no sé si soportaré esos climas», decía Anela mirando hacia el techo de la carpa, con su claro acento italiano hablando del calore, l´acqua e l´uragano.

–A mí me hubiera encantado trabajar en un circo –volvió a interrumpir Monique–; como costurera, claro –y vio al mago sacando el conejo de su sombrero de copa, y al indio apache que lanzaba flechas a una rueda que daba vueltas con una muchacha amarrada en el centro…–. Fantastique! –exclamó con los ojos brillantes–, pero sigue, por favor.

–Ermenilda la ayudaba a ponerse las alas del traje –continuó Yajaira–. Ella no estaba en condiciones de ocuparse de una niña ajena; ya tenía bastante con sus cinco nietos, con su trabajo de preparar y repartir comida en diferentes almacenes, además de planchar en algunas casas de moda del centro, pero le prometió a la señora Anela que se ocuparía del asunto. «Será solo por tres meses –aseguraba la trapecista–; es que temo que la bambina sia malata, usted sabe…». No sé por qué tuve como un presentimiento –continuó Yajaira–; me dio como un pálpito, y Marta lo vio en las cartas.

–¿Marta?, ¿qué vio? –preguntó Monique, mientras ensartaba de nuevo la aguja para terminar el ruedo del vestido que estaba cosiendo.

–Marta, mi prima que echa las cartas, había dicho que una niña llegaría a la casa.

–Pero tu hermana Yolanda no vivía aquí –se apresuró a decir Monique.

–No, chica, pero siempre venía a Caracas, y además yo se lo hice saber; le mandé a decir que se viniera urgente. Para serte franca, yo la convencí de que se quedara con Belinda. Ella por supuesto que quería, pero a Yolanda siempre hay que empujarla un poquito.

–Parece un cuento de hadas…

–No creas que fue fácil con Belinda. Era una niña triste que casi no hablaba. Mi hermana pasó por momentos terribles durante su adolescencia, Monique.

Ah bon ?, pero ya pasó –cortó tajante, como para no darle tiempo a Yajaira de entrar en ningún detalle. A Monique no le gustaba que la conversación se deslizara hacia temas que pudieran herir los sentimientos o causar dolor, así que agregó rápidamente–: hay que pensar siempre hacia adelante, no hay que mirar hacia atrás.

–Sí –dijo Yajaira–, hay que pensar que, después de todo, las cosas salieron bien: Belinda se casa.

–Por cierto, ¿cuándo viene tu hermana para ir a comprar la tela y los adornos?

–Pasado mañana. Mandó a decir que pasado mañana está aquí.

–Voy a necesitar una ayudante –dijo Monique con aire de importancia–. Le diré a Ivette que se venga en las tardes a ayudarme.

Desde que Monique se vino a vivir al Prado de María, en una casa pequeña, con porche y jardín delantero, Yajaira, que vivía al lado, en la quinta Mi Ranchito, se sintió atraída por esa mujer negra que apenas hablaba español y que compraba distintas clases de hojas cuando iba al abasto del señor José. Como era costumbre, algunas señoras de la cuadra fueron a ofrecerle sus servicios a la recién mudada familia Delacroix. Tancredo, el marido, unos años mayor que Monique, era un hombre educado, ampuloso y presumido, que hacía gala de su cortesía para con las damas, y ella, Monique, frágil y siempre de punta en blanco, vivía como si fuera la dueña y señora del palacio de Versalles. Sus dos hijas, Susanne y Giselle, de seis y cuatro años, eran más bien retraídas y muy obedientes. Yajaira no supo por qué sintió lástima el día en que los conoció. Parecía una familia distinguida que seguramente era muy rica en su país, una isla, Isla Galante, donde se hablaba francés. Rápidamente, sin embargo, toda la cuadra se refirió a ellos como los negros, y la casa de los negros o la casa de las negritas, en honor a las niñas, quedó marcada desde el momento en que la familia Delacroix entró a ocuparla.

A pesar de la distancia que Monique les impuso a sus vecinas, que no pudieron meterse en su casa más allá del porche, pronto se relacionó con todas las señoras cuando comenzó a coser. Y al cabo de unos meses de su llegada al Prado de María, la cuadra, la calle El Colegio, comenzó a engalanarse con los vestidos que Monique hacía para las señoras y sus hijas. Si la cliente había escogido un modelo, Monique sugería agregar un volante en el cuello, abombar las mangas o plisar la falda. Hay que decir que, solo cuando se trataba de medir el vestido, la cliente entraba en la casa y aprovechaba la ocasión para lanzar miradas furtivas aquí y allá; qué lástima, Monique había tomado ya la precaución de cerrar las puertas de los dos cuartos, del baño, e incluso las puertas batientes de la cocina. Misia Josefita, la señora Arellano, Fanny o Violeta, las hijas de quince años, tenían que entrar rapidito, pues Monique se dirigía derecho hasta la habitación del fondo que servía de cuarto de costura, sin permitir ningún comentario. De todos modos, lo que veían, el recibo y el comedor, bastante pequeños, por cierto, no les parecían ni tan elegantes ni tan finos como habían imaginado, pero la sorpresa que suscitaba el vestido, puesto sobre una silla de mimbre, invitando a los bailes más alegres y a los encuentros inesperados, provocaba griticos de admiración y ganas de hablar de París. «¡Ay, qué bello, señora Monique!». Y Monique sonreía discreta, como si el vestido se hubiera hecho solo.

El placer de Monique y de sus clientas era que ella misma las acompañara a comprar las telas en el centro de la ciudad, en El Gallo de Oro, su almacén favorito, donde la atendían con muchos miramientos y el gerente la llamaba «madame». Pronto, el Prado de María entero la conocía, y cuando hizo el primer vestido blanco con perlitas y encajes para la primera comunión de Amelia Gorrín, la hija de los portugueses dueños de la panadería Santa María Goretti, que vivían en una casa de dos pisos sobre la avenida Nueva Granada, la admiración por la costurera francesa que es negra creció más allá de la cuadra donde vivía.

Nadie iba a quitarle de la cabeza a Yajaira que el vestido de novia de Belinda debía hacerlo Monique, y aunque doña Ángela, la mamá del novio, propuso a la señora Enriqueta –la costurera que conocía desde que vivía en San Juan antes de casarse–, ya no pudo seguir pretendiendo disponer ella sola del vestido, la fiesta, la comida y el cortejo cuando Yolanda llegó de Maracay. Dos meses se pasó Yolanda en Caracas dirigida por su hermana para que el matrimonio de su hija no pasara a manos de los futuros suegros. Compraron la tela del vestido, el velo, los mitones, los zapatos. Para eso se habían pasado dos años ahorrando; Yolanda vendiendo tortas en Maracay, y Yajaira trabajando horas extras en los tribunales. El bouquet de la novia también lo haría Monique. Yolanda se dejaba llevar; mejor que Yajaira se encargue. Después de todo Belinda conoció a Renato en una de sus vacaciones en Caracas, y Yajaira fue, en realidad, la que estuvo al frente del compromiso.

El día del debut del circo Atayde todo brillaba y se ajustaba al cuerpo. Ermenilda había cosido y planchado sin parar desde que el circo llegó a Caracas, unos diez días antes. Fue ella la que arregló el encuentro entre Yolanda y Anela, animada por Yajaira, que veía en todo eso una intervención divina. «Quién sabe – le decía a su hermana–, a lo mejor después de estos tres meses con la niña quedas embarazada». Yolanda se dejaba llevar, y como nunca supo si de verdad quería tener a Belinda, porque nunca se lo preguntó, se dejó convencer por su hermana y fue casi emocionada a buscar a Belinda el día fijado para el encuentro. «Pero menos mal que la negra también vino –se decía Yolanda–, porque ¿qué me hubiera hecho yo sola con esta niña?».

Ya en la casa, tú, de cinco años, la seguías con los ojos, muda, sin llorar y sin preguntar nada, mientras yo te decía que ahora estamos aquí, en casa de la señora Yolanda, por un rato, hasta que venga tu mamá por nosotras. Tres meses pasamos en casa de la señora Yolanda y, a pesar de estar en un país desconocido, yo no me sentí mal. La señora Yolanda era como si la conociera desde antes; estábamos como en la casa de un familiar y, para decirte la verdad, yo me sentía mejor con ella que con la señora Anela, porque la señora Anela, tu mamá, me hablaba en italiano y yo no le entendía nada, pero para serte franca, eso no importaba; tu mamá no se metía en nada y yo me encargaba de ti y disponía de todo. Cuando llegamos a Maracay, en esa casa con patio, con pollos, gato y gallinas y un morrocoy que vivía escondido, estaba feliz, Belinda. Termina uno aburriéndose en el circo ¿sabes?; a uno le hace falta la casa, ay, y todo tan improvisado. La señora Anela, de eso me acuerdo, decía que el circo era su casa, pero para mí era un circo, nunca podría ser una casa. Y cómo te miraba la señora Yolanda; decía que tú eras la hija que ella no había podido tener, ay, pero a ti no se te iba la tristeza, esa tristeza que yo te descubrí ya en el circo, cuando buscabas con los ojos a tu madre y ella no venía. En la casa de la señora Yolanda, tú te quedabas horas jugando en el patio, alborotando a los pollos, pero al rato te sentabas en la sillita de mimbre que el señor José Ramón te había comprado y te quedabas como ida, con los ojos apagados, y yo misma, que te conozco tanto, no sabía adónde te ibas cuando te ponías así. Y cuando se fue acercando el día en que teníamos que irnos a La Guaira a encontrarnos con tu mamá, que nos venía a buscar, la señora Yolanda empezó a llorar y a llorar. Su hermana Yajaira estaba pasándose unos días en Maracay, y un día oí que la señora Yolanda le decía que Dios no podía hacerle eso: «Belinda ya es mi hija», le decía, porque ella había presentido que cuando Anela te entregó era para siempre.

Cuando aquella señora italiana, flaca, casi huesuda y algo distante le entregó a su hija, intuyó que no volvería por ella. La tarde en que se encontraron frente a la entrada del circo, las dos mujeres se miraron y, sin mediar palabras, se traspasaron los roles que la vida había equivocado. Yolanda solo pidió que se quedara también Floriana, que había nacido en Santo Domingo y que cuidaba a Belinda desde hacía dos años. Anela ya había pensado en eso, ¿qué iba a hacer con Floriana si Belinda ya no estaba? Amablemente, Anela cedió a la petición de la señora que se quedaría tres meses con su hija mientras el circo Atayde terminaba su gira por las islas. «Si ocurre algo –le dijo ella–, aquí está la dirección del hotel donde nos vamos a quedar en Jamaica», y le extendió un papel que Yolanda guardó sin leer. Salvatore, el padre de la niña, no estuvo presente en el convenio, como tampoco estuvo presente José Ramón, el marido de Yolanda. Las dos mujeres, en pocas palabras, se dijeron todo lo que tenían que decirse, pues sabían que no se volverían a ver. Anela dijo en un tono conmovido que le gustaría que Yolanda volviera con la niña y con Floriana para despedirse, pero Yolanda le respondió que no podía quedarse más tiempo en Caracas y que viajarían dentro de dos días a Maracay. Era el mes de mayo, llovía y se inundaban las carreteras.

Pasados los tres meses, llegó el día de irnos para Caracas. A mí se me partió el corazón cuando dejé la casa, y las lágrimas se me salían cuando llegamos. Yajaira nos esperaba para tomar el autobús que nos llevaría a La Guaira. Yo misma no sabía por qué lloraba. No era que no quisiera a la señora Anela, pero me había encariñado con la señora Yolanda y me gustaba vivir en esa casa grande con patio. Tú ibas callada, sentada en las piernas de la señora Yolanda, callada y asustada, lo sé. Todavía eras muy chiquita para entender, pero seguro pensabas que ibas a ver a tu mamá. Yo misma te lo dije, te lo dije el día antes, para que no me siguieras viendo con los ojos abiertos llenos de preguntas, mirando de un lado a otro, mientras yo recogía tu ropa y la guardaba en la maleta. No respondiste nada. No sé si habías entendido o no querías entender; tenías miedo, lo sé, y eras muy chiquita para saber que era el miedo lo que te impedía hablar.

Ay, me acuerdo cuando llegamos al puerto, frente al barco, ¿cómo es que se llamaba el barco? La señora Yolanda se acordaba porque lo tenía anotado en el papelito. No era muy grande. Había gente en cubierta que saludaba. Nos quedamos paradas mirando, tú, la señora Yolanda, su hermana Yajaira y yo, mirando a ver si reconocíamos a la señora Anela. Los pasajeros comenzaron a bajar; nosotras no hablábamos, los ojos fijos en el puente por donde bajaba la gente, y tú me apretabas la mano con toda la fuerza de tus cinco años, con tu vestidito nuevo de cuadritos con cuellito de encaje y tus zapatos Pepito que te había comprado la señora Yolanda. Dos horas pasaron; empezaron a bajar los marineros, la tripulación, como se dice; dijeron que el de la gorra con el uniforme azul con chapas brillantes era el capitán. Nosotras esperando, esperando, esperando, hasta que el barco se quedó solo y no bajó nadie más. Nos quedamos paradas frente al barco, en la misma posición, mirando el barco solo y silencioso frente a nosotras, y oyendo el ruido casi lejano de las olas chocando contra el casco. El barco parado, vacío, hasta que yo no me pude contener y comencé a llorar y a llorar; ay, Belinda, yo no te quería mirar, y fuiste tú la que rompió el silencio cuando preguntaste, tu voz de niña en un hilo: «¿Y mi mamá, Floriana?». Y ahí todas empezamos a llorar. Yo te cargué y te apreté contra mi pecho y quería decirte: «tu mamá soy yo», pero ya tú tenías mamá: la señora Yolanda se dio media vuelta, la cara ya sin lágrimas, rezaba mientras nos alejábamos del lugar, sin voltear a ver el barco que, como una tumba, no tenía ya vida, solo el ruido de las olas chocando contra el casco como una canción de despedida.

Como ellos venían de Isla Galante se creían franceses, pero para los venezolanos eran negros que venían de cualquiera de las islas en las que se hablaba patuá. Monique fingía ignorar esos comentarios, pero le era difícil ocultar la humillación que sentía cuando recordaba –mientras preparaba una ensalada de lechuga (que cortaba y secaba luego envolviéndola en un paño), jamón, queso, rábanos y a veces célery finamente cortado– a esa gente que lo que come es yuca y apio. Cada vez que voy al abasto me preguntan que qué voy a hacer con esas hojas; aquí no saben comer acelgas ni espinacas…