Kanikosen, el pesquero


V.1: marzo de 2020

Título original: 蟹工船


© de la traducción, Shizuko Ono y Jordi Juste, 2010

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial en cualquier forma.


Diseño de cubierta: Compañía


Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª

08009 Barcelona

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www.aticodeloslibros.com


ISBN: 978-84-17743-75-8

THEMA: FBA

Conversión a ebook: Taller de los Libros


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KANIKOSEN, EL PESQUERO

Takiji Kobayashi

Traducción de Shizuko Ono y Jordi Juste

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Sobre el autor

3

Takiji Kobayahsi nació en Odate en 1903. Después de finalizar sus estudios, obtuvo un empleo en el banco Hokkaido, una de las principales instituciones financieras japonesas. En 1926 comenzó a colaborar con el movimiento sindical y con el Partido Comunista, y participó en actividades políticas consideradas radicales, como revueltas de trabajadores y huelgas campesinas. Paralelamente, su reputación literaria fue creciendo. En 1929, la publicación de Kanikosen significó su consagración como el gran escritor del proletariado, pero el alto voltaje político de sus escritos provocaron su despido fulminante del banco. Se trasladó a Tokio y fue elegido secretario de la Asociación de Escritores japoneses.

A partir de 1930 el acoso y la persecución policial contra su persona se intensificaron y fue encarcelado varias veces acusado de actividades subversivas. Desde 1932 tuvo que publicar con seudónimo. Delatado por un topo, el 20 de febrero de 1933 la policía lo detuvo. Takiji Kobayashi murió al día siguiente, como resultado de una brutal paliza y varias horas de torturas. Con sólo veintinueve años se convirtió en un mártir del movimiento obrero. En sus relatos, el compromiso político y el valor literario confluyen para luchar, desde la palabra, contra la injusticia social.

Kanikosen, el pesquero


1 600 000 ejemplares vendidos en Japón


«Vamos hacia el infierno». Así empieza la historia del Hakko Maru, un pesquero que faena en las gélidas aguas de Kamchatka, al este de Rusia, y de su tripulación: una variopinta colección de curtidos lobos de mar arruinados por la bebida y las mujeres, estudiantes universitarios en deuda con el Estado y campesinos pobres al borde de la inanición.

Mientras la ventisca muerde la cubierta y convierte a los barcos en fantasmas, el patrón de la expedición pesquera obliga a los tripulantes a trabajar hasta el agotamiento y les aplica castigos brutales si se atreven a protestar. Poco a poco, se extiende el germen de la revuelta y, a pesar de que buques de la Armada Imperial Japonesa patrullan la zona para mantener el orden entre los pescadores, estalla el inevitable motín.

Kanikosen es un clásico de la literatura japonesa. Se publicó por primera vez en 1929 y en la actualidad ha experimentado un espectacular resurgimiento que lo ha llevado a las listas de más vendidos en Japón, pues los lectores modernos se han identificado con los modestos personajes que protagonizan esta novela.




«La versión japonesa de Las uvas de la ira.»

Matthew Ward


«Una novela que habla de una rebelión entre la tripulación de un pesquero se ha convertido en un inesperado éxito entre los jóvenes japoneses.»

The Guardian


«Un best seller inesperado que retrata la creciente ansiedad de la clase trabajadora ante la precariedad laboral.»

The New York Times


«Le garantizamos que una vez empezado no se puede dejar de leer.»

The Straits Times


«Ya no existen los empleos para toda la vida y no está claro que la gente vaya a cobrar sus pensiones. Creo que es esa inseguridad la que hace tan atrayente este libro.»

Hirokazu Toeda, Universidad Waseda de Tokio

Contenido


Portada

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Página de créditos

Sobre este libro


Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10


Apéndice
Takiji Kobayashi asesinado por la policía
Notas de los traductores

Sobre el autor


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1


—Vamos hacia el infierno.

Apoyados en la barandilla de cubierta, dos pescadores contemplaban la ciudad de Hakodate, cuya bahía abrazaba el mar como el caparazón de un caracol. Uno de ellos escupió los restos de un cigarrillo que había apurado hasta quemarse los dedos. La colilla hizo unos cómicos tirabuzones y cayó rebotando por el costado del barco. El cuerpo del hombre apestaba a sake.

Los barcos de vapor flotaban sobre sus anchas panzas rojas; otros, que todavía estaban en proceso de carga, se inclinaban hacia un lado igual que si desde el mar algo les tirara de una manga. Como si el frío mar fuera un extraño tapiz, sobre él se mecían anchas chimeneas amarillas, grandes boyas en forma de campana, lanchas yendo y viniendo entre barco y barco como chinches, hollín y trozos de pan y fruta podrida. El viento empujaba las olas y un humo con un pesado olor a carbón. De vez en cuando se oía, retumbando directamente sobre las olas, el ruido de un torno.

Justo frente a ese barco conservero de cangrejos, el Hakko Maru, había un velero con la pintura desconchada. Las cadenas del ancla emergían de la proa por dos agujeros que parecían los orificios nasales de un buey. En la cubierta había dos extranjeros que fumaban en pipa y desfilaban como muñecos de cuerda. Parecía un barco patrullero ruso. Obviamente, vigilaba a los cangrejeros japoneses.

—No tengo ni un chavo. ¡Mierda! ¡Mira!

Mientras lo decía, se inclinó hacia un lado, cogió la mano de su compañero, la llevó hacia su cadera y la puso sobre el bolsillo de los pantalones de pana que llevaba bajo su chaqueta de algodón. Dentro, parecía haber una pequeña caja.

El otro se quedó callado mirando a su compañero.

—Ji, ji, ji —se rio este—. Son naipes.

En la cubierta principal, el capitán, que parecía al menos un almirante, paseaba fumando. A poca distancia de su nariz, el humo que exhalaba daba un agudo giro y se dispersaba en volutas que se llevaba el viento. Un marinero que caminaba arrastrando sus sandalias de suela de madera entró corriendo en la cabina de proa cargado con un cesto de comida y salió rápidamente de ella. Los preparativos habían terminado y el barco estaba listo para zarpar.

Los dos pescadores miraron hacia la oscura bodega en la que se veía a los obreros como si fueran pájaros que asomaban la cabeza en el nido. Eran todos chicos de catorce o quince años.

—¿De dónde eres tú?

—De la calle… —Como todos. Eran niños de los barrios pobres de Hakodate, y estaban muy unidos entre sí.

—¿Y esa litera?

—Nanbu.

—¿Y esa?

—De Akita.

En cada litera eran de un sitio diferente.

—¿De qué parte de Akita?

—Del norte —respondió uno por cuya nariz salía algo parecido a pus y que tenía el borde de los ojos enrojecido.

—¿Campesinos?

—Eso es.

El aire olía a cerrado y a fruta podrida. Además, en el compartimento de al lado se guardaban docenas de barriles de conservas, cuyo fuerte olor también se percibía en la bodega.

—Un día vas a dormir abrazado a papaíto —dijo uno de los pescadores mirando hacia los chicos y se rio a carcajadas.

En un rincón oscuro, una madre con aspecto de jornalera, que vestía chaqueta y pantalones de algodón y llevaba un pañuelo atado en forma triangular en la cabeza, pelaba una manzana. Se la daba de comer a un niño que estaba tumbado boca abajo en la litera. Mientras miraba cómo comía el niño, ella masticaba la espiral formada por la piel que acababa de pelar. Otras mujeres hablaban entre sí y deshacían sus hatillos junto a los niños. Eran unas siete u ocho. Había otros niños, llegados de fuera de Hokkaido, a los que nadie había venido a despedir, y que miraban de vez en cuando furtivamente hacia allí.

Una mujer con el pelo y la ropa cubiertos de polvo de cemento sacó una caja de caramelos y repartió un par a cada uno de los niños que había cerca.

—Sed buenos en el trabajo con mi Kenkichi —les decía. Sus manos eran grandes, ásperas y deformes como las raíces de un árbol.

También había otras mujeres que sonaban la nariz a sus hijos, les secaban la cara con una toalla o charlaban entre ellas.

—Tu hijo está sano, ¿eh?

—Bastante.

—El mío está muy débil. No sé qué puedo hacer. Porque…

—En todas partes pasa igual, ¿no?

Los dos pescadores apartaron con alivio la cabeza de la escotilla por la que miraban la bodega. Sin saber por qué, se notaban de mal humor y, en silencio, regresaron desde el agujero de los obreros hacia la proa, donde estaba su propio «nido», en forma de trapecio. Ahí, cada vez que levantaban o bajaban el ancla, las vibraciones los lanzaban unos contra otros como si los hubieran arrojado dentro de una hormigonera.

En la oscuridad, los pescadores estaban hacinados como cerdos y, como en una pocilga, el olor daba ganas de vomitar.

—¡Qué peste! ¡Qué peste!

—¿Pero tú qué te crees? ¡Si somos nosotros! ¡Que también olemos bastante a podrido, eh!

Un pescador que tenía la cabeza roja y redonda como un tomate bebía sake, que se servía de una botella grande a un tazón que tenía el borde mellado, mientras masticaba un trozo de calamar seco. A su lado, había otro marinero tumbado hacia arriba comiendo una manzana y leyendo una revista de relatos que tenía la cubierta rota.

Cuatro hombres habían formado un círculo y estaban bebiendo sake; otro pescador que todavía no había bebido lo suficiente se les unió.

—… pues eso. ¡Cuatro meses en el mar! ¿Qué más podía hacer?

Su cuerpo era fuerte y tenía la mala costumbre de lamerse el grueso labio inferior y entrecerrar los ojos.

—… y así tengo la cartera.

A la altura de los ojos, blandía un monedero tan liso como un pañuelo recién planchado.

—Aquella putilla, a pesar de ser menuda, lo hace la mar de bien.

—¡Eh, para ya, para ya!

—¡No, no, sigue!

El otro se rio.

—Mirad, mirad, es admirable, ¿no? —Sus ojos de borracho miraban hacia abajo y con la barbilla señalaba la litera que tenían justo enfrente.

Un pescador le estaba dando dinero a su mujer.

—Mirad, mirad, ¿verdad que es admirable?

Sobre una pequeña caja, estaban alineados los billetes arrugados y las monedas que los dos contaban. El hombre chupaba un lápiz cada vez que anotaba algo en una libretita.

—Mira. ¿No ves?

—Yo también tengo mujer e hijos —dijo el hombre que había hablado de la prostituta, como si se hubiera enojado de repente.

En una litera que estaba un poco más allá, había un pescador joven con el pelo largo solo en el flequillo y la cara amoratada, hinchada y resa­cosa.

—Yo, esta vez, había decidido que no vendría al barco —dijo en voz alta—. El intermediario me hizo ir de aquí para allá y me dejó sin blanca… Y aquí estoy otra vez, apuntado en un viaje largo, para que me hagan estirar la pata…

Un hombre del mismo pueblo, al que solo se le veía la espalda murmuró algo en voz baja.

Un par de piernas arqueadas aparecieron por la escotilla y un hombre bajó las escaleras con un gran petate tradicional cargado sobre los hombros. Se quedó de pie, miró alrededor, encontró una litera vacía y se encaramó a ella.

—Hola —dijo, e inclinó la cabeza hacia el hombre que tenía al lado. Tenía la cara aceitosa y negra, como si se la hubiera teñido—. Vengo para unirme a vosotros, compañeros.

Luego supieron que, hasta justo antes de enrolarse en el barco, había trabajado siete años como minero en las minas de carbón de Yubari. Recientemente se había producido una explosión de gas y había estado a punto de morir. Le había pasado muchas otras veces, pero en esta ocasión, de repente, había cogido miedo y había bajado de la mon­taña.

En el momento de la explosión estaba empujando un carro en el interior de la mina. El carro estaba repleto de carbón y él lo llevaba hacia un punto en el que lo debían recoger otros compañeros. Fue como si hubieran encendido cien barras de magnesio delante de sus ojos. En menos de una milésima de segundo, sintió que su cuerpo salía despedido por el aire como un trocito de papel. Vio que frente a él, carro tras carro saltaban por los aires como si fueran cajas de cerillas vacías, todos empujados por la deflagración. No recordaba más. No sabía cuánto tiempo había transcurrido, pero sí que lo habían despertado sus propios quejidos. Para evitar que la explosión se expandiera, el capataz y los mineros estaban construyendo un muro en la galería. Él había oído voces de otros mineros que, tras la pared, reclamaban ayuda. Eran unas voces que, una vez oídas, se quedaban clavadas en el corazón. Si lo hubieran intentado, los habrían podido salvar. Se levantó de golpe y fue hacia aquellos hombres gritando como un loco «¡No lo hagáis; no lo hagáis!» (también él había participado en otras ocasiones en la construcción de un muro como aquel, pero nunca antes había sentido nada especial).

—¡Imbécil! Si el fuego llega aquí será mucho peor.

¿Pero no oían que aquellas voces se volvían cada vez más débiles? Se puso a correr por la galería agitando los brazos y dando gritos. Dio un traspié tras otro y se golpeó con las estacas de la mina. Tenía el cuerpo cubierto de barro y de sangre. A medio camino, tropezó con las traviesas de las vagonetas y al caer se golpeó con el raíl y se quedó otra vez inconsciente.

—Bueno, esto de aquí no es muy distinto —dijo el joven pescador que había estado escuchando su historia.

El hombre clavó en el pescador su mirada deslumbrada, amarillenta y sin fulgor —típica de los mineros— y se quedó callado.

Los jornaleros-pescadores habían venido desde Akita, Aomori e Iwate. Algunos tenían una expresión sombría y permanecían sentados con las piernas cruzadas y las manos entrelazadas; otros to­maban sake y, abrazándose las rodillas con ambas manos o apoyados contra las columnas, escuchaban las historias que contaban los demás. Todos habían llegado allí porque a pesar de trabajar en el campo de sol a sol no podían ganarse la vida. Habían dejado sus parcelas a cargo de sus primogénitos, sus mujeres habían tenido que buscar trabajo en las fábricas y los segundos y terceros hijos varones habían tenido que marcharse a otros lugares para trabajar y aun así no podían comer. Como si fueran garbanzos quemados en una sartén, los que sobraban eran desechados y expulsados uno tras otro, del campo hacia las ciudades. Todos pensaban en ahorrar y regresar a su tierra.

Pero mientras trabajaban y una vez pisaban tierra firme, permanecían en Hakodate o en Otaru, desesperados, como si fueran pájaros atrapados en cal viva. Y entonces acababan desplumados, tal como habían venido al mundo al nacer. Y ya no podían regresar a su tierra. Y se quedaban en la nevada Hokkaido, donde no tenían familia, pasando el fin de año, y tenían que vender su cuerpo por una miseria. Lo hacían una y otra vez, como si fueran niños tarados; y al año siguiente otra vez, ya sin escrúpulos.

Entraron en la sala común una vendedora ambulante con una caja de golosinas cargada a la espalda, un vendedor de medicinas y otros vendedores de objetos de uso diario. En un lugar apartado como si fuera una isla en el centro del compartimento, colocaron sus mercancías. En las literas de arriba y abajo que había en todas las direcciones, se asomaron todos los hombres y se pusieron a gastarles bromas.

—Así que galletas. ¿Están buenas o qué, chi­quilla?

—¡Ah! ¡Ya basta! ¡Qué cosquillas! —Una vendedora ambulante pegó un salto y gritó—: ¡Qué se ha creído este hombre, tocándole el culo a la gente!

El hombre, que tenía la boca llena con la galleta que estaba masticando, atrajo las miradas de todos y se rio avergonzado.

Un borracho, que volvía del baño tambaleándose y apoyándose con ambas manos en las paredes para sostenerse, pellizcó los mofletes rollizos, enrojecidos y tiznados de la chica.

—Esta chica es una monada.

—¡Qué haces!

—¡No te enfades! Voy a abrazar a esta chiquilla y a dormir con ella.

Lo dijo haciendo el payaso frente a la mujer. Y todos se rieron.

—¡Eh, hay manju,1 hay manju! —gritó alguien desde un rincón alejado.

—Síii —respondió con una voz de mujer clara y penetrante poco frecuente por ahí—. ¿Cuántos quieres?

—¿Cómo que cuántos? Muy raro sería que tuvieras dos. ¡Manju, manju! —De pronto, todos se rieron.

—Antes Takeda ha cogido a la fuerza a esa vendedora ambulante y se la ha llevado a un lugar donde no había nadie. ¿No te parece divertido? De todos modos es imposible… —dijo un joven borracho—, lleva pantalones. Dice Takeda que él se los ha sacado de golpe tirando muy fuerte, pero que llevaba otros debajo. Llevaba hasta tres pares… —El hombre agachó la cabeza y soltó una carca­jada.