EL ROMÁNTICO INCURABLE


V.1: marzo de 2020

Título original: The Incurable Romantic and Other Unsettling Revelations


© Frank Tallis, 2018

© de la traducción, Claudia Casanova, 2019

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

Todos los derechos reservados, incluido el derecho de reproducción total o parcial en cualquier forma.


Publicado originalmente en Reino Unido en inglés en 2018 por Little, Brown, un sello de Little, Brown Book Group. 


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Corrección: Isabel Mestre


Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª

08009 Barcelona

info@aticodeloslibros.com

www.aticodeloslibros.com


ISBN: 978-84-17743-73-4

THEMA: DNX

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.

EL ROMÁNTICO INCURABLE

Historias de locura y deseo

Frank Tallis

Traducción de Claudia Casanova

1

Sobre el autor

3

Frank Tallis (Reino Unido, 1958) es un reputado escritor y psicólogo clínico. Ha sido profesor en el Instituto de Psiquiatría y Neurociencia del King’s College de Londres, publicado más de treinta artículos científicos en periódicos internacionales y escrito cuatro libros sobre psicología.

También es autor de novelas traducidas a más de trece idiomas y nominadas a prestigiosos galardones, entre ellos los premios Edgar y Anthony de novela de misterio. 

El romántico incurable


Un fascinante viaje por los rincones oscuros del amor


El amor tiene múltiples caras, algunas sumamente perturbadoras. Mavis es una ama de casa a la que visita el fantasma de su difunto marido; Mark es un profesor que se enamora de su propio reflejo. Y Jim dice estar poseído por el demonio. Estos son solo algunos de los increíbles casos que pueblan El romántico incurable. 

Frank Tallis, psicólogo y escritor británico, nos ofrece un brillante y original ensayo que explora con inteligencia, delicadeza y maestría la pasión, el deseo y la obsesión amorosa a través de los casos reales más singulares que han desfilado por su consulta. 

Una lectura asombrosa y apasionante que recorre la delicada frontera entre el amor y la locura.




En la mejor tradición de Oliver Sacks y El hombre que confundió a su mujer con un sombrero



«Frank Tallis es nuestro guía en un viaje a las profundidades del corazón. Un libro brillante y seductor.»

Ian McEwan


«Apasionante […]. Tallis nos enseña que, cuando nos enamoramos, flirteamos con la locura.»

Nick Hornby, The Believer


«El estilo narrativo de Tallis es magnífico y su libro recuerda a Oliver Sacks por la compasión y el sentido del humor del que hace gala.»

The Times


«Tallis es un autor con mucho talento. Sus pacientes son personajes cercanos y sus historias, fascinantes como la vida misma.»

The Economist


«He disfrutado con este libro. Tallis escribe con claridad, inteligencia y humor sobre los casos más extremos del amor.»

Sebastian Faulks

Contenido


Portada

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Página de créditos

Sobre este libro

Dedicatoria



Prefacio

1. La pasante de abogado: el amor que no acepta el rechazo

2. El dormitorio encantado: pasión sin edad

3. La mujer que no estaba allí: sospecha y amor destructivo

4. El hombre que lo tenía todo: adicto al amor

5. El romántico incurable: sobre la imposibilidad del amor perfecto

6. El evangelista estadounidense: los pecados de la carne

7. El juego de las medias: el doctor B y Fräulein O., una historia con moraleja

8. Narciso: el deseo reflejado

9. El portero de noche: culpa y autoengaño

10. El buen pedófilo: amor manchado

11. La pareja: el amor improbable

12. Cortes cerebrales: la disección del amor


Agradecimientos

Sobre el autor


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A Nicola, incurablemente


Agradecimientos


Gracias a Richard Beswick por animarme a escribir este libro y por ser un editor creativo, astuto y entusiasta; a mi agente, Clare Alexander; a Nicola Fox (por leer las versiones anteriores) y a Nithya Rae por una edición del texto impresionante y valiosa. 

Prefacio


El filósofo romano Lucrecio es célebre por un largo poema titulado Sobre la naturaleza de las cosas, que contiene diversas secciones sobre varios temas, como el movimiento de los átomos, el cosmos y el tiempo, y una buena parte dedicada a la psicología.

Ningún Entre los escritos de Lucrecio sobre la mente y el comportamiento, hay una descripción de lo que sucede cuando dos personas se enamoran. Lucrecio observa que los amantes a menudo se ven alterados por las emociones y empujados por deseos insaciables. La unión sexual, a menudo apasionada y violenta, solo tiene como resultado un alivio temporal, pues los amantes siempre vuelven a desearla, una y otra vez. En cierto modo, parece que Lucrecio describa una adicción. Su lenguaje sugiere que enamorarse se asemeja un poco a una enfermedad o, aún peor, a enloquecer. El amor, afirma, es como una epidemia que no podemos vencer y los amantes se desangran a causa de heridas invisibles. Están, literalmente, enfermos de amor: son débiles, olvidan sus responsabilidades y se comportan de manera alocada, gastan fortunas en regalos excesivos y, más tarde, se vuelven celosos e inseguros. 

Después de describir todos estos síntomas, Lucrecio emplea un truco que muchos cómicos utilizan hoy en día en sus monólogos. Subvierte nuestras expectativas para hacernos reír. Dice: esto es el amor cuando las cosas van bien, así que imaginad lo que pasa cuando no van bien. De repente, ya no es un filósofo clásico, sino un amigo o un compañero con el que nos vamos de copas.

Entonces, Lucrecio empieza a contarnos lo que sucede cuando las cosas van mal. En esos casos, los amantes se vuelven ciegos y pierden la capacidad para formular juicios objetivos. Son prisioneros de una especie de deslumbramiento permanente. La persona más común o incluso fea les parece de una belleza incomparable. No pueden permanecer alejados de su amante y el resto de personas del mundo se convierten en algo insignificante. Los amantes se vuelven desvalidos y lo pasan muy mal, y los placeres de los que disfrutan, como la sensualidad o las caricias mutuas, solo sirven para limitarlos. Lucrecio nos advierte que la diosa del amor dispone de fuertes cadenas.

Es muy interesante, y hasta notable, que un filósofo romano que lleva muerto más de dos mil años nos ofrezca una descripción de la enfermedad del amor que todos reconocemos. En este aspecto, no parece que la naturaleza humana haya cambiado mucho desde los clásicos. Pero Lucrecio no se detiene ahí. Desarrolla su argumento y establece una distinción entre el amor que va bien y el amor que va mal: es decir, entre el amor normal y el anómalo. En un sentido más general, la psiquiatría se basa en esta división: en la identificación de individuos anómalos dentro de una amplia población «normal». 

De hecho, los síntomas que Lucrecio relaciona con el amor que va bien son solo marginalmente menos dramáticos que los síntomas que asocia con el amor cuando va mal. Esto sugiere más bien un continuo, de gravedad cada vez mayor, en lugar de una diferencia real entre normal y anormal. Dudo que Lucrecio tuviera opiniones muy tajantes sobre este tema y sospecho que la distinción que hace en el poema solo aparece para que su broma funcione.

Lucrecio describe a los que están afectados por el mal de amores como si estuvieran locos. Y es verdad que el tono de sus versos es bastante desdeñoso: nos invita a reírnos con él de la locura de los amantes. Es una actitud que muchos quizá compartan; al fin y al cabo, siempre proporciona un placer ligeramente cuestionable observar cómo los demás se ponen en ridículo. Pero, cuando nos burlamos de los enamorados, lo hacemos desde la hipocresía o como si fuéramos autómatas. Pues, ¿quién no ha cometido estupideces o, como mínimo, ha actuado de forma inopinada cuando se ha enamorado? Solo aquellos que renuncian a vivir en sociedad y reprimen sus emociones son inmunes al amor.

No sabemos casi nada de Lucrecio. San Jerónimo nos cuenta que se suicidó cuando llegó a la mediana edad. También se cree que enloqueció a causa de una poción amorosa. Quizá debería haberse tomado la enfermedad del amor un poco más en serio. 



Era inteligente, tenía éxito y sufría una terrible depresión: era una cantante de ópera de considerable talento. Como suele suceder con los pacientes aquejados de depresión, también era extremadamente irritable. Me contó cómo se sentía cuando mantenía relaciones sexuales con su marido: «Me siento como una muñeca hinchable», dijo, y formó una O con la boca y estiró rígidamente los brazos y las piernas. Entonces, de repente, me miró como si acabara de reparar en mi presencia. Clavó la mirada en mí. «¿Por qué se dedica a esto?», me preguntó. Mi respuesta fue inmediata y trillada: «Es mi trabajo», dije. Debería haberlo pensado dos veces antes de hablar, y no tuve tiempo de entrar en detalles. Estaba claro que esperaba algo más profundo de un psicólogo. «Toda esta tristeza e infelicidad —explotó—, día tras día tras día, escuchar la mierda de la gente, escuchar la mierda que le cuento yo… ¿Qué tipo de persona se ganaría la vida así?». Entonces el fuego se apagó de su mirada y me di cuenta de que se hundía en un magma de desprecio hacia sí misma. Hizo un débil gesto de disculpa. «No pasa nada», dije, y me apresuré a darle una respuesta mejor; aunque seguía siendo incompleta, al menos esta vez era un poco menos sincera. 

¿Por qué me había convertido en psicoterapeuta?

La respuesta azucarada y segura era que quería ayudar a la gente. Y en el fondo era verdad, pero también era tan obvio que no resultaba nada informativo. Sería parecido a preguntar a un bombero por qué eligió su profesión y que este se limitara a contestar: «Para apagar fuegos».

Desde que tengo memoria, siempre me han atraído los márgenes, los lugares crepusculares, las rarezas y la tierra oculta. Cuando era adolescente, consumía enormes volúmenes de literatura de fantasía y terror, en gran medida porque estos géneros solían explorar los rincones más oscuros de la mente y los comportamientos más estrambóticos. Cuando me hice mayor, mi fascinación por las rarezas y, en especial, por los comportamientos psicológicamente extraños, se convirtió en algo menos lascivo y en algo más parecido a la curiosidad intelectual. Pero, en esencia, nada cambió.

He trabajado en muchos lugares distintos, incluidos hospitales enormes compuestos de interminables pasillos y alas. En cada uno de esos sitios, a la mínima ocasión en que surgía la oportunidad, me escapaba de las ajetreadas áreas públicas, como la recepción, la zona de urgencias o los pabellones de los pacientes, y me alejaba de las zonas de paso. Paseaba por los sótanos, los pasillos olvidados y las oficinas vacías. A veces andaba por lugares tan silenciosos y vacíos que pasaba bastante tiempo sin cruzarme con otra persona. En una de mis excursiones, di con lo que parecía un quirófano abandonado con un techo de paneles de cristal. Gran parte de los cristales estaban rotos y el suelo de baldosas estaba cubierto de hojas de árboles. En el centro del espacio había una máquina anticuada, de superficies blancas y esmaltadas. Era vagamente telescópica, montada en una base con forma de rueda y llena de palancas. Me sentí como si hubiera entrado en una novela de H. G. Wells o Julio Verne. En otra ocasión, descubrí una habitación llena de estanterías polvorientas. En cada una de ellas había contenedores de plástico rectangulares con muestras de cerebros humanos conservados en formaldehído. Era una imagen inquietante, como una biblioteca de recuerdos. En las instalaciones de un hospital psiquiátrico victoriano, me topé con un pequeño museo que contenía una colección de las obras de arte de los antiguos pacientes. Yo era el único visitante. De repente, apareció la conservadora: una mujer diminuta y alerta que al momento exigió que le diera mi punto de vista sobre el efecto del agua caliente en el comportamiento homicida.

Todos los síntomas tienen causas. Pueden deberse a anomalías del cerebro, a desequilibrios entre los neurotransmisores, a recuerdos reprimidos o a pautas mentales distorsionadas. Pero los síntomas también son el punto final de las historias. Para mí, la psicoterapia es ciencia y compasión, pero también, y sobre todo, consiste en una narración. La incómoda verdad, la que no podía confesar a la cantante de ópera deprimida, era que soportaba el desfile diario de tristeza que pasaba por mi consulta de psicoterapia porque me gustaba escuchar las historias de mis pacientes; especialmente las de los más afectados por síntomas extraños o las de aquellos que presentaban cuadros clínicos notables o inusuales. En este aspecto, mi intranquila conciencia se apacigua porque sabe que comparto este interés con personalidades de categoría.

Hace tiempo que la práctica de la psicoterapia se asocia con la capacidad de narrar. Anna O., la primera paciente que fue tratada con un procedimiento que con el tiempo se convertiría en el psicoanálisis, entraba en un estado alterado de conciencia durante el cual le contaba a Josef Breuer (el mecenas y amistoso colaborador de Freud) historias que a él le recordaban a las que había escrito Hans Christian Andersen. Dichos relatos formaron parte integral del tratamiento de Anna O. y la llevaron a describir el enfoque de Breuer como «la cura del habla» o «la cura por la palabra». 

La gente vive cuentos. La cura del habla abre las tapas de sus libros y deja que las historias se escapen.

El núcleo de este libro es una serie de historias verdaderas protagonizadas por gente de verdad. Todos fueron pacientes míos y venían a mi consulta porque experimentaban graves problemas debido a que se habían enamorado o empezaban a estarlo. La mayor parte de sus problemas eran emocionales, sexuales o una combinación de ambos. Como Lucrecio sugiere, el amor romántico casi siempre va de la mano del deseo físico. Los fenómenos clínicos que describo (los síntomas, sentimientos y comportamientos) son auténticos; sin embargo, he cambiado el nombre y la descripción de mis pacientes para garantizar su anonimato. 



Los primeros poemas se compusieron en Egipto hace más de tres mil quinientos años: eran exquisitos cantos de amor que describen la desesperación de los amantes como una enfermedad. Los primeros textos médicos también conceptualizan el enamoramiento como una dolencia. Galeno, el médico griego del siglo ii a. C., describió el caso de una mujer casada que no podía dormir y que actuaba de manera extraña porque se había enamorado de un bailarín. La enfermedad del amor se consideró un diagnóstico legítimo desde la Antigüedad clásica hasta el siglo xviii, pero desapareció más o menos hacia el siglo xix. Hoy en día, estar «enfermo de amor» o «locamente enamorado» se emplea más bien como metáfora y no como diagnóstico.

Cuando la gente enamorada se queja, lo mejor que pueden esperar es algo de compasión y una sonrisa irónica. Otras respuestas habituales son las bromas y el ridículo.

Pero la enfermedad del amor no es un asunto trivial. El amor no correspondido es una causa frecuente de suicidio, especialmente entre los jóvenes, y cerca de un diez por ciento de todos los asesinatos se deben a los celos sexuales. Además, una teoría que intermitentemente gana peso entre los psiquiatras y los psicólogos es que las relaciones íntimas problemáticas no solo están asociadas con las enfermedades mentales, sino que son una causa primaria de estas.

A menudo me he sentado frente a personas enfermas de amor cuyos dolores psicológicos y perturbaciones en su comportamiento eran igual de severas que cualquiera de los síntomas principales de una enfermedad psiquiátrica de primer orden. Generalmente, los pacientes se sienten avergonzados a la hora de revelar sus pensamientos y sus sentimientos, pues han interiorizado el punto de vista mayoritario: el amor es transitorio, adolescente, poco importante o incluso ridículo. No hay nada más lejos de la verdad. Las consecuencias emocionales y personales del enamoramiento pueden ser profundas y duraderas. He visto vidas convencionales tambalearse y hacerse añicos a causa de pasiones salvajes. He visto a gente sufrir una prolongada agonía a causa del rechazo y he acompañado a personas en un camino por el borde de precipicios psicológicos, lugares oscuros y aterradores, donde era consciente de que una palabra mal escogida o una expresión poco afortunada bastaría para empujarlos hacia el abismo. He visto a pacientes que han escuchado el canto de las sirenas del olvido y han creído en sus promesas de liberación y descanso eterno, incluso mientras me esforzaba, a veces desesperadamente, para convencerlos de regresar. He visto a personas consumidas por el deseo y el ansia, reducidas a una débil iteración de su antiguo yo. En ninguna de estas ocasiones sentí la tentación de responder a sus preguntas con una sonrisa irónica. 

La expresión «romántico incurable» es mucho más que una manera divertida de calificar un sentimiento: designa una realidad clínica muy dura. Uno de los apasionados poetas del antiguo Egipto escribió de forma reveladora que ni todos los médicos podían curar su corazón con sus remedios. Y quizá tenía razón.

El amor nos toca a todos. Todo el mundo quiere amar, todo el mundo se enamora, todo el mundo pierde el amor y todo el mundo experimenta a veces algo de la locura del amor; y, cuando el amor va mal, poco importa nuestra riqueza, nuestra educación y nuestro estatus social. El lord despechado es tan vulnerable como el conductor de autobús despechado. Prácticamente todos los principales estudiosos de la psicoterapia desde Freud en adelante están de acuerdo: el amor es esencial para la felicidad humana.

Estoy convencido de que los problemas derivados del amor, desde el mero encaprichamiento hasta los celos, un corazón roto, el trauma, las adicciones y las obsesiones inapropiadas, por mencionar solo unos pocos, exigen ser estudiados en profundidad y que la línea que separa el amor normal del que no lo es a menudo se difumina. Espero que este punto de vista quede de manifiesto mediante las revelaciones a veces algo perturbadoras que veremos en las siguientes páginas: perturbadoras porque, en última instancia, demuestran la presencia de vulnerabilidades arraigadas y universales que están encerradas en lo más profundo de nuestros sistemas nerviosos a causa de los procesos evolucionarios. La mera chispa de atracción sexual puede desatar un fuego que tiene el potencial de consumirnos. Todos compartimos esta propensión latente, lo que explica por qué los ejemplos de su desarrollo sin límites en el campo clínico nos resultan tan alarmantes y preocupantes. Nos obligan a reflexionar sobre nuestras propias historias personales y sobre nuestra intimidad y son advertencias de los peligros que nos esperan, agazapados, en el camino.

La psicoterapia tiene fama de ser una disciplina dividida. Hay muchas escuelas de pensamiento distintas: desde el psicoanálisis a la Gestalt o a la corriente emotivo-racional, y cada una de estas escuelas está representada por personajes destacados cuyo enfoque particular, aunque se ciñe a un conjunto circunscrito de valores y principios básicos, diverge de la regla general. Esas escapadas de la ortodoxia van desde modificaciones menores de la teoría a revisiones doctrinales de gran calado. La historia de la psicoterapia está llena de luchas intestinas, cismas, secesiones y hostilidad intelectual. Podría representarse con un dibujo en una página: un complejo diagrama de árbol compuesto de varios troncos. De cada uno de estos troncos emergen numerosas ramas y semillas. Este proceso de crecimiento y bifurcación repetida ha tenido lugar en apenas cien años y sigue vigente en la actualidad.

Es habitual que un libro como este refleje la orientación teórica de quien lo escribe. Generalmente, los síntomas se interpretan y se explican en el contexto del enfoque unitario favorito del autor. A mí siempre me ha parecido que seguir una única escuela de psicoterapia es innecesariamente restrictivo, pues creo que hasta los innovadores más periféricos en la historia de la disciplina han tenido algo importante o útil que decir acerca del origen, el mantenimiento y la cura de determinados síntomas. Así pues, las descripciones clínicas de este libro se presentan con comentarios que tomaré prestados de múltiples perspectivas. 

Aunque los psicoterapeutas se han enzarzado en varias disputas entre ellos, también han participado, como un grupo más unido, en un debate mucho mayor y permanente con los biopsiquiatras acerca del origen último de la enfermedad mental. La psiquiatría biológica se basa en la hipótesis de que todas las enfermedades mentales se deben a anormalidades químicas o estructurales del cerebro. Un corolario de esta hipótesis es que la biología, dado que es una ciencia más fundamental, es más importante que la psicología. El estatus relativo que se otorga a los estudios psicológicos y biológicos de las enfermedades mentales a menudo enfrenta los puntos de vista, y los adversarios de ambos campos son, por lo general, muy vehementes y están entregados a la causa. De nuevo, me parece que este debate, en su forma más extrema, es bastante estéril.

Aun suponiendo que todos los estados mentales pudieran clasificarse en mapas de estados cerebrales, eso no significa que la psicología quede invalidada, de la misma manera que la biología no deja de tener validez a causa de la química e, igualmente, la química no está invalidada por la física. Casi todo en el universo es susceptible de describirse de diferentes maneras en diferentes niveles, y la vida mental de los humanos no es ninguna excepción. Las perspectivas múltiples son esclarecedoras y nos ofrecen una visión más completa y satisfactoria de los fenómenos. Por lo tanto, mis comentarios con respecto a cada caso también incluirán referencias a la psiquiatría biológica y a las ciencias del cerebro.



Tenía diecinueve años: era un estudiante de Filosofía con el pelo sucio y una barba poco convincente. Sus profundas ojeras indicaban que había pasado noches en vela y su ropa apestaba a humo de tabaco. Su novia lo había dejado y presentaba muchos de los síntomas de la enfermedad del amor que los poetas han descrito a través de los años. Su angustia y su ira parecían emanar de su cuerpo como una marea creciente.

—No entiendo cómo ha pasado. Es que no lo entiendo. —Me fijé en que daba golpecitos impacientes en el suelo con el pie—. ¿Puedes darme alguna respuesta? 

Su énfasis convertía una pregunta inocente en un reto, que también denotaba un sutil desprecio: la imputación de mi impotencia.

—Eso depende bastante de tus preguntas —contesté.

Sus pálidas mejillas se ruborizaron ligeramente.

—¿Qué significa todo esto? Quiero decir…, la vida, el amor… ¿De qué va todo esto?

A menudo relacionamos el amor y la vida porque resulta casi imposible pensar en la vida sin amor. En un sentido muy real, cuando hacemos preguntas acerca de la naturaleza del amor, también nos cuestionamos lo que significa ser humano y cómo vivir.

Mi joven paciente levantó los brazos y los mantuvo suspendidos en el aire.

—¿Y bien? 

Capítulo 1

La pasante de abogado:
el amor que no acepta el rechazo


Estábamos sentados en dos sillones de respaldo alto, frente a frente, con una pequeña mesa entre los dos. Muy cerca se encontraba la herramienta indispensable de todo psicoterapeuta que ejerza: una caja de pañuelos de papel, posiblemente el accesorio profesional más decepcionante del mundo. He pasado muchas, muchas horas de mi vida viendo llorar a la gente.

Megan era una mujer de unos cuarenta y tantos años ataviada con ropa conservadora. Tenía el rostro redondo y suave y el pelo marrón oscuro, cortado justo por encima de los hombros; las puntas se le curvaban hacia dentro por debajo del mentón. Su expresión era amable y, en reposo, sus rasgos apenas evocaban una sonrisa educada y tímida. Llevaba la falda por debajo de las rodillas y sus zapatos eran cómodos y prácticos. Una persona cruel habría dicho que vestía sin gracia.

Su médico de cabecera me había enviado un informe de derivación en el que resumía los hechos clave de su caso. Por lo general, los informes mediante los cuales los médicos refieren a sus pacientes a otros médicos se dictan o se graban y, más tarde, las transcribe un administrativo de la consulta. Así pues, son muy neutrales: las frases breves y escuetas tienden a suprimir el drama. Se ciñen al nombre, la edad, la dirección y las circunstancias del caso. Y, sin embargo, la historia de Megan había conservado su fuego teatral. El resumen austero del médico de cabecera no había logrado refrigerar los elementos esenciales de una historia de amor trágica: extremos emocionales, abandono imprudente, pasión y deseo.

Antes de que Megan llegara a mi consulta, había estudiado el informe de derivación y, naturalmente, me pregunté qué aspecto tendría. Mi cerebro no tardó en conferirle el aspecto de una clásica heroína romántica: había imaginado a una mujer alta, esbelta, con una melena salvaje y ojos de tormenta. Debo confesar que, cuando Megan entró, me sentí un poco decepcionado.

En cierto modo, todos los clichés son verdaderos y las apariencias siempre engañan. Rara vez nos vemos cuando nos encontramos por primera vez con alguien. Hace falta observar mucho a la otra persona para ver quién hay realmente ahí dentro. Y, en ese momento inicial, solo vi a la pasante de un bufete de abogados. En realidad, la criatura que estaba sentada frente a mí era mucho más exótica de lo que yo sospechaba, pero no pude verlo a causa de mis propios prejuicios.

Después de algunos comentarios iniciales, le expliqué que había leído el informe de su médico, pero que, aun así, quería oír su versión de los hechos.

—Es difícil —dijo.

—Sí —convine—. Seguro que lo es. 

—Puedo contarle cosas —continuó—. Puedo decirle qué sucedió. Pero es muy difícil expresar lo que siento al respecto.

—No hay prisa —respondí—. Tómese su tiempo.

Más allá de algunos episodios de depresión leve, Megan jamás había sufrido problemas psicológicos graves.

—Mi depresión jamás fue algo grave —dijo—. Quiero decir, no era como la de otras personas que conozco. Sufría ligeros cambios de humor, nada más. Al cabo de algunas semanas, volvía a estar bien.

—¿Identificó qué desencadenaba esos cambios de humor?

—El bufete en el que trabajo es muy exigente. Puede que fuera el estrés.

Asentí comprensivamente y tomé algunas notas.

Megan llevaba casada veinte años. Su marido, Philip, era contable y siempre habían sido felices juntos. 

—No tenemos hijos —dijo—. No es que tomáramos la decisión consciente de no tenerlos, es que nunca llegaba el momento adecuado. Lo postergamos una y otra vez hasta que al final ya no fue un tema importante. A veces me pregunto cómo habría sido tener niños, ser madre, pero no puedo decir que sea uno de los grandes remordimientos de mi vida. No creo que me haya perdido nada, y estoy segura de que Philip siente lo mismo.

Dos años antes, Megan había tenido que ir a un dentista especializado en extracciones complejas.

—¿Recuerda cuándo lo vio por primera vez?

—¿A Daman?

El hecho de que utilizara el nombre de pila del dentista era un poco inusual. No tenía por qué haber sido importante, pero, en este caso, lo era.

—Al señor Verma.

No la estaba corrigiendo, solo quería confirmar que hablábamos de la misma persona.

Me miró algo extrañada e hice un pequeño gesto para animarla a proseguir.

—Me examinó, me dijo que tenía que hacerme una extracción y me fui a casa.

—¿Le pareció atractivo? ¿Sintió algo?

—Pensé que era bastante guapo. Era agradable, pero… —Sacudió la cabeza negativamente—. No lo sé. Por eso es tan difícil, ¿entiende? Estas cosas son difíciles de describir. Quizá sentí algo desde el principio. Sí, probablemente fue así. Solo que no estaba segura de lo que ocurría. Estaba confundida.

Detecté una nota de angustia en su voz.

—No pasa nada.

Daman Verma realizó la extracción del diente. No hubo ningún problema y todo fue según lo previsto. Cuando se le pasó el efecto de la anestesia, Megan despertó y se sintió distinta.

—Era consciente de que había gente a mi alrededor… Las dos enfermeras. Oía sonidos, voces. Abrí los ojos y miré la luz en el techo y recuerdo que pensé: «Tengo que verlo». No tenía miedo ni estaba preocupada. No quería saber cómo había ido la operación. Solo quería verlo.

—¿Por qué?

—Solo… tenía que hacerlo. Me parecía…, no sé cómo decirlo…, necesario.

—¿Quería decirle algo?

—No. Solo quería verlo.

—Sí, pero ¿por qué?

La presioné para que me diera una respuesta más concreta, pero o bien no quería o bien no podía dármela.

Tras la extracción, avisaron al dentista y este se presentó en la sala de recuperación. Tomó la mano de Megan y probablemente intercambiara con ella algunas palabras para tranquilizarla. Megan no lo recordaba, porque, en realidad, no lo escuchó. Era su rostro lo que concitaba toda su atención; un rostro que le parecía extrañamente hermoso, una cara que, desde su punto de vista, poseía las principales virtudes de la masculinidad: fuerza, competencia y logros. Y descubrió en sus ojos algo bastante extraordinario, tan inesperado que casi hizo que emitiera un grito ahogado: reciprocidad. Él la deseaba casi tanto como ella lo deseaba él. 

Era obvio. ¿Cómo no se había dado cuenta antes? Cuando él trató de apartarse, Megan apretó su mano un poco más fuerte. Pareció avergonzarse: por supuesto, era lógico. No podía demostrar sus sentimientos, no allí, delante de las enfermeras. ¿Cómo iba a declarar su amor en una sala de recuperación? Tenía que proteger su reputación, era un profesional. A Megan le divirtió ligeramente su actuación, sus torpes intentos de ocultar la verdad. Soltó sus dedos; sabía con absoluta certeza que el amor que sentían el uno por el otro era tan fuerte, tan absolutamente arrollador, que iban a pasar el resto de sus vidas juntos y, muy probablemente, también morirían juntos. 



Una princesa se despierta de un mágico sueño profundo y mira a los ojos a su príncipe azul. Esta escena aparece en el famoso cuento de los hermanos Grimm, pero, cien años antes que ellos, Charles Perrault escribió La Bella Durmiente, la primera versión de la historia.

¿Es posible enamorarse tan profunda y rápidamente o es algo que solo sucede en los cuentos de hadas? Las decisiones sobre el atractivo de una persona se toman en cuestión de una fracción de segundo, y, si son positivas, vienen seguidas de inferencias congruentes. Es decir, suponemos que la gente guapa es más agradable, simpatía e interesante que los demás. Es un fenómeno muy bien documentado que los psicólogos llaman el «efecto halo». Sin embargo, Megan había experimentado algo mucho más profundo. Parece improbable que dos desconocidos puedan establecer una relación instantánea, importante y duradera en cuestión de segundos. ¿Cómo va a funcionar eso? No se conocen en absoluto. Y, sin embargo, una elevada proporción de la gente afirma que ha experimentado el amor a primera vista y muchas parejas que se enamoran así permanecen juntas. Algunos psicólogos sugieren que la atracción instantánea confiere una cierta ventaja evolutiva. Por ejemplo, acelera el contacto y la relación sexual, de modo que no se pierden oportunidades para la reproducción. Esto incrementa la probabilidad de que los genes se transfieran a la próxima generación, lo cual es bueno para el individuo (o, al menos, para sus genes) y, en última instancia, es bueno para la especie. Así que la disposición a enamorarse a primera vista quizá sea una predisposición biológica muy importante.

El hecho de que Megan empezara a enamorarse de Verma en el momento en que lo conoció quizá no sea muy raro; sin embargo, su insistencia en que sus sentimientos eran correspondidos era algo muy distinto, al igual que su tajante certeza. La gente habla a menudo de cómo está conectada con la otra persona, o en la misma onda mental, y afirma que ambos saben lo que el otro sabe. Pero pocos dirían que están absolutamente seguros de lo que piensa y siente otra persona, sobre todo después de haberla conocido durante tan poco tiempo.



—¿Cómo sabía que Daman Verma se había enamorado de usted?

—Simplemente, lo sabía.

—Sí, pero ¿cómo?

—Lo sabía.

La repetición de esta frase dio lugar a una obligada tregua en la conversación. Me detuve para reflexionar cómo podría negociar el impasse de la mejor manera. Desde la época de Freud hasta nuestros días, los psicoterapeutas han utilizado con frecuencia una técnica conocida como el interrogatorio socrático. Se utiliza para cuestionar las hipótesis y ayudar a los pacientes a pensar críticamente. El interrogatorio socrático suele funcionar mejor cuando no es un interrogatorio, sino una aproximación sutil y lateral. Este enfoque encaja con un principio muy valioso de la sabiduría oriental que aconseja fluir como el agua alrededor de los obstáculos en lugar de confrontarlos.

—¿Por qué —pregunté— creemos en algunas cosas y no en otras?

Megan entrecerró los ojos como si acabara de desdibujarme.

—Porque tenemos razones para ello…

—¿Y cuáles fueron sus razones para creer que Daman Verma se había enamorado de usted?

—No es algo que se pueda analizar.

—Quizá tenga razón. Pero, aun así, me gustaría hablar de ello, solo para ver si podemos descubrir algo.

Megan se quedó callada. A veces, durante la terapia, se producen silencios que parecen detener el paso del tiempo. Todo se queda inmóvil, tanto que hasta formular una pregunta parece torpe y coactivo. Cambié de posición. Ese simple gesto rompió el hechizo y el tiempo empezó a fluir de nuevo.

—Lo vi en sus ojos.

—¿Qué vio?

—Su necesidad. Vemos las cosas en los ojos de la gente, ¿no es cierto?

Su voz, a la defensiva, se quebró ligeramente.

—Interpretamos las expresiones de los demás todo el tiempo. Pero ¿es posible saber lo que piensa alguien solo por el aspecto que tienen o por la expresión de su cara?

—No siempre.

—Usted era paciente de Daman Verma y había pedido verlo. ¿Es posible que malinterpretara su expresión? ¿Que lo que viera fuera solamente preocupación por usted y nada más? 

—Lo que vi significaba más que eso. Dicen que hay una mirada, ¿sabe? La mirada del amor…

Es verdad que la gente habla de la mirada del amor. Se refieren, en realidad, a algo que los científicos llaman la mirada copulatoria: la vista se mantiene fija en los ojos del otro antes de apartarse. Sucede cuando los amantes potenciales se encuentran por primera vez, y esa mirada intensa e inquisitiva denota interés sexual. Los simios hacen lo mismo. 

—Está usted segura.

—Sí.

—¿No hay ninguna explicación alternativa?

—No, lo cierto es que no…

—Lo vio en su mirada.

—Sé lo que vi.

Levantó las manos, me mostró las palmas y me ofreció una sonrisa de disculpa. ¿Qué se suponía que debía decir?

En realidad, los ojos de Verma no habían mostrado nada excepcional. Ni siquiera el menor atisbo de deseo. Megan era solo otra paciente para él. Era un dentista muy ocupado, trabajaba con varias mutuas sanitarias y tenía una consulta privada muy activa. En lo que a él se refería, se habían conocido, la había operado y ahora iban a separarse. Cuando Verma salió de la sala de recuperación, era razonable suponer que, aparte de algunas visitas de seguimiento, jamás volvería a verla. Pero, si eso era lo que suponía, estaba muy equivocado, cómo se vería al cabo de un tiempo. Muy muy equivocado.



—No podía dejar de pensar en él. Y sentía que él pensaba en mí.

—¿Qué quiere decir con «sentía»?

Megan ignoró mi pregunta.

—Era muy injusto. Los dos queríamos estar juntos, pero él no podía solucionar su situación.

—Si realmente hubiera querido estar con usted, ¿no habría dejado a su esposa?

—No. Es bueno, una persona verdaderamente buena. No quería hacerle daño.

—¿Le dijo eso alguna vez?

—No hacía falta.

Me miró con expresión de cansancio. Era obvio que no quería justificarse de nuevo. Hasta los interrogatorios socráticos pueden ser tediosos.

Después de su operación, Megan se obsesionó con Verma. Pensaba en él día y noche. No podía dormir y, cuando volvió al trabajo, no se concentraba. Ansiaba estar con él.

—¿Era una atracción puramente sexual?

—No —protestó. Luego suspiró—. Bueno, sí. En parte. Pero solo era una pequeña parte. El sexo es engañoso. Quiero decir que, si hubiera sido posible que estuviésemos juntos, aunque fuera sin mantener relaciones, no habría importado, la verdad. A pesar de eso, habríamos estado juntos. 

Su marido se había dado cuenta de que cada vez estaba más malhumorada sin causa aparente. Trató de hablar con ella, pero Megan se mostró distante y retraída. 

Pasaron semanas. 

El deseo de Megan de contactar con Verma crecía con cada día que pasaba. La separación se había vuelto intolerable, una especie de tormento. Finalmente reunió el valor suficiente para llamarlo.

—Fue una conversación extraña. Le di la oportunidad de decirme lo que sentía, pero era evidente que tenía miedo de hacerlo. Fue una experiencia abrumadora para él. 

—¿De qué hablaron?

—Al principio, de cómo iba mi posoperatorio. Luego tuve que ser más directa. Le propuse ir a tomar un café para hablar de lo que íbamos a hacer. Temple no está lejos de la calle Harley, donde él tiene su consulta. Dije que podía ir en taxi.

—¿Y cómo reaccionó él?

—Fingió que no me entendía. Insistí, pero me contestó con evasivas. Me dio una excusa cualquiera y colgó.

—Tenía miedo de sus propios sentimientos y tuvo que poner fin a la llamada.

—Exacto.

—¿Es esa la única interpretación posible?

Se encogió de hombros.

Megan no se dio por vencida. Telefoneó a Verma repetidamente, en ocasiones, varias veces al día. Las secretarias de la consulta contestaban con voz gélida y le pidieron que dejara de hacerlo. Después de hacer algunas averiguaciones, consiguió su número de teléfono personal. Cuando la esposa de Verma, Angee, contestó un día, Megan hizo lo posible por explicarle la situación con el mayor tacto posible, porque eso es lo que Daman habría querido, pero la mujer se enfadó mucho.

—Me dijo que necesitaba ayuda.

—¿Qué pensó cuando le dijo eso?

—Lo esperaba.

—¿Así que era consciente de la manera en que los demás veían su comportamiento?

—¿Quiere decir como si estuviera loca?

—No he dicho eso.

Pero no era sincero. Era exactamente eso lo que quería decir. 

—Sí —asintió—. Lo veía. 

—¿Eso no la hizo reflexionar? ¿Pensar acerca de lo que hacía?

—No me importaba lo que pensaran los demás.

—¿Y ahora? ¿Le importa?

Nos miramos, frente a frente, con la mesita entre los dos.

Megan le escribió cartas a Verma cada día; largas y detalladas misivas en las que sugería posibles soluciones a su situación y en las que le suplicaba que reconociera su amor, que no lo negara. Verma jamás sería feliz hasta que aceptara la verdad: ¿qué sentido tenía fingir? Él no tenía la culpa, ninguno de los dos era culpable de nada. ¿Cómo iban a serlo? Había sucedido algo inaudito, algo maravilloso y milagroso, y no había vuelta atrás. Debían ser valientes y aceptar su futuro juntos. Sus vidas nunca serían las mismas y, si trataban de vivir separados, serían como sombras desgraciadas e incompletas. Y no solo era su futuro lo que se jugaban: también tenían que pensar sobre el futuro de sus esposos. No estaba bien engañar a Philip y a Angee y perpetuar una mentira. Eran buenas personas y se merecían algo mejor que una farsa de matrimonio. 

—Esperé frente a su consulta durante horas. Y, cuando salió, corrí hacia él.

Hizo una pausa y se mordió el labio inferior.

—¿Qué pasó?

—No quería hablar. Le dije que lo entendía, que todo había sucedido demasiado rápido y que tal vez necesitaba más tiempo. Pero, al final, le dije que tendría que aceptar que lo que sentíamos era real.

Verma contactó con el médico de familia de Megan, quien, a su vez, se puso en contacto con su marido ese mismo día. 

—¿Qué dijo Philip cuando descubrió lo que había hecho?

Megan miró al techo y se llevó los dedos a la boca. Con voz apagada pero inteligible, dijo:

—No le gustó. 



¿Qué le pasaba a Megan? Antes de conocer a Daman Verma, llevaba una vida bastante rutinaria: tenía un trabajo estable, vacaciones, pasatiempos y la compañía de su marido. Y todo eso había cambiado de repente.

Megan padecía una enfermedad mental muy rara pero bien documentada, conocida como el síndrome de Clérambault, pues la describió por primera vez en detalle el psiquiatra francés Gaëtan de Clérambault en 1921. Por lo general, el individuo afectado, normalmente una mujer, se enamora de un hombre con el que ha tenido un contacto casi nulo o muy escaso y llega a convencerse de que él también está locamente enamorado de ella. En muchos casos, el enfermo alega que fue el hombre quien se enamoró primero. Esta percepción surge en ausencia total de cualquier estímulo o señal por parte del otro. El hombre, al que a veces nos referimos como la víctima o el objeto, a menudo es mayor, posee un estatus social más elevado o es famoso. Es decir, su inaccesibilidad puede actuar como un detonante. Entonces se produce una persecución desafortunada y no deseada que la víctima experimenta como si fuera un caso de acoso extremo. Los hombres también pueden sufrir el síndrome de Clérambault, aunque las mujeres son mucho más propensas. Se desconoce la proporción exacta, pero se cree que es de tres a uno.

El síndrome de Clérambault (o algo muy parecido) se ha descrito desde hace siglos y es posible encontrar ejemplos en obras que se remontan a la Antigüedad. Así que, cuando escribió sobre este tema en 1921, De Clérambault no descubrió nada nuevo, sino que se limitó a revisar una afección que anteriormente se denominaba erotomanía. Sin embargo, su nombre se asoció para siempre con lo que indudablemente es la principal aflicción entre las enfermedades vinculadas al amor, especialmente en la segunda mitad del siglo xx. Quizá sea porque su descripción es más completa, pues hizo hincapié en los aspectos emocionales de la enfermedad, además de en los sexuales. En el siglo xviii, por ejemplo, los erotómanos se definían como «aquellos que se entregan a la búsqueda desesperada de la lujuria ilícita y errante».

Hoy en día, los términos «síndrome de Clérambault» y «erotomanía» son intercambiables. Hubo un tiempo en que también se designó la enfermedad con la apelación ligeramente cruel de «locura de la solterona». En los sistemas de diagnóstico moderno, es el trastorno delirante de tipo erotomaníaco. Aun así, De Clérambault aparece con frecuencia en las notas al margen de la psiquiatría y muchos siguen empleando el término «síndrome de Clérambault» en lugar de la alternativa contemporánea más correcta, probablemente porque suena mejor y tiene un ligero tono dramático. Recuerda una etapa más emocionante del pasado, cuando la mente era un continente oscuro y en gran parte inexplorado.

El caso más famoso descrito por De Clérambault fue el de una costurera francesa de cincuenta y tres años que creía que el rey Jorge V estaba enamorado de ella. Viajó varias veces a Inglaterra para perseguirlo y esperaba a las puertas del palacio de Buckingham. Cuando veía una cortina que se movía, pensaba que era el rey, que le mandaba señales. El hecho de que el rey no se mostrara precisamente sociable con ella no alteraba la convicción de la costurera. Llegó a la conclusión de que el monarca no aceptaba la verdad: «Tal vez me odie, pero jamás podrá olvidarme. Nunca le resultaré indiferente, ni él a mí».

La costurera también padecía una enfermedad secundaria: la psicosis paranoide. Creía, por ejemplo, que a veces el rey interfería en sus asuntos. El síndrome de Clérambault a menudo se asocia con enfermedades como la esquizofrenia o el trastorno bipolar. Lo que hacía que Megan fuera tan interesante, precisamente, era su naturaleza común. No había nada en su vida, en su carácter o en su pasado que apuntara hacia lo que iba a suceder. Era la prueba de que, en lo que a salud mental se refiere, todos caminamos por la cuerda floja, y no hace falta demasiado para que perdamos el equilibrio y nos precipitemos al vacío.

Además de las medallas que le concedieron por sus servicios durante la Primera Guerra Mundial, De Clérambault también fue celebrado como un importante artista. Algunas de sus pinturas se exhiben hoy en museos franceses. Su trabajo más original es una serie de estudios fotográficos de mujeres cubiertas con velos. Durante el tiempo que lo destinaron a un hospital militar en el norte de África, descubrió la vestimenta marroquí tradicional y las sábanas y paños como tema artístico lo fascinaron. Un freudiano tradicional encontraría en ello múltiples implicaciones simbólicas: ocultación, tentación, descubrimiento y la promesa de revelación. Son imágenes extrañas e insólitas, que recuerdan vagamente a las fotografías de espíritus victorianas y que los historiadores culturales han pasado por alto hasta hace poco.

En 1934, tras dos operaciones de cataratas sin éxito, De Clérambault se sentó frente a un espejo y se pegó un tiro con su viejo revólver de servicio. Había enfocado la cámara hacia su propio reflejo.

Redactó una nota de suicidio en la que se esforzaba por explicar su comportamiento. Lo habían informado de que una pintura que quería legar al Louvre había sido comprada de forma fraudulenta. Lo habían deshonrado y sufría un episodio de melancolía. En realidad, lo más probable es que el factor más importante fuera la perspectiva de quedarse ciego. Durante años había estudiado a las personas desde dos perspectivas simultáneas: con los ojos de un artista y con los de un psiquiatra. Había registrado cada huella, pliegue y arruga del tejido social y había sido capaz de determinar lo que ocultaba. La vida sin esa perspicaz capacidad de observación no merecía ser vivida. Debió de estudiar su reflejo atentamente en el espejo antes de apretar el gatillo. Me pregunto qué vio.



—¿Cómo reaccionó Philip?