Agradecimientos

A las personas lindas que se han ido sumando en mi aventura literaria, temo olvidar a más de alguien, las mencionaré en orden cronológico para disminuir ese riesgo.

A Viviana Readi y Francisca Vergara, ambas abogadas, por auxiliarme en conceptos técnicos para la presente obra.

A todos los que participaron en la encuesta y sorteo realizados en mis redes sociales. Cada aporte fue directo a mi corazón, ¡el interés es impagable! Entre ellos conté con: Diego Cerón Rojas, Nancy Rojas González, Fernanda Ducret y Roberto Orellana. Mención especial a quien ganó el sorteo del nombre de la calle donde se esconde la protagonista de esta novela: Cristtoff Wolftown.

A mi madre, quien desde un principio me ha brindado un apoyo fundamental.

Y, por último, pero no por eso menos importante, a ti que dedicarás parte de tu valioso tiempo en vivir dentro del mundo que formaron mis letras.

¡¡Gracias infinitas a todos!!

I

Romina llevaba varias semanas durmiendo solo un par de horas tras dejar su turno. Desde que tenía uso de razón nunca consiguió disfrutar de un sueño profundo y reparador, pero aun así mantenía un carácter amable. Sin embargo, su seriedad provocaba que las personas se mantuvieran a cierta distancia, aunque sin provocar aversión. Solo algunos pocos no le tenían simpatía, la envidiaban por ser la detective más lúcida y perspicaz de la Brigada de Homicidios.

Había pedido ser la encargada de guardar en la bodega las evidencias de esa antigua investigación, que, al fin, después de varios años se daba por archivada, pero ahora, mientras lo hacía se arrepentía. Pasó varios segundos mirando el cuaderno envuelto en la bolsa sellada; sentía unas inmensas ganas de abrirlo y leerlo, como si no lo hubiese hecho decenas de veces. Sin embargo, solo suspiró y lo colocó en la caja etiquetada del caso con las demás pruebas. Agobiada por tantos sentimientos, ninguno de ellos positivo, tomó la caja para encintarla y dejarla de una vez en el lugar que le correspondía dentro del estante, mientras su estómago se apretaba a tal punto que temió vomitar. Fue entonces cuando se obligó a retomar su conocida postura práctica y decidió realizar el rito que enterraría para siempre esa historia: un beso a otra bolsa de evidencia que contenía un sobre de papel manila amarillo tamaño carta.

—¡Ahí estás! —exclamó el comisario Herrera al ver que Romina salía de la oficina de evidencias—. Llevo media hora buscándote. No pensé que seguías en la bodega. —le dijo indicando con los ojos la puerta por donde ella había venido. Pero al posar su mirada en ella, se detuvo en seco—. ¿Todo bien?

—Sí. Estoy cansada, nada más. ¿Me buscabas para ir a los tribunales?

—Así es. Por la hora, deberemos ir con las balizas encendidas.

Rodrigo Herrera, durante los primeros minutos del viaje trató de sacar a Romina de su estado evasivo, mucho más exacerbado que de costumbre. Sin embargo, al no lograr resultado positivo, asumió que su mundo interior estaba ocupado en algo más interesante. Ella agradeció mucho la rendición de su compañero, no porque quisiera seguir pensando en el caso recién archivado, sino porque no recordaba con claridad las pruebas que debía explicar en la formalización de cargos contra el imputado. No era un caso muy complejo, al contrario, era tan simple y poco importante que le generaba cada vez menos interés y, para colmo, había dormido poco.

A la vuelta de tribunales se les unió el detective Hernán Martínez, quien había estado en ese mismo juzgado para explicar las pericias de otro caso, un portonazo con causa de muerte, según lo que él mismo les dijo. A Romina le pareció raro, podría haber jurado que lo había visto salir de la sala donde se realizó el juicio sobre el caso de la parvularia, la que fue atacada a la salida de un centro comercial en una tarde de invierno, aprovechando que oscurecía muy temprano y que la iluminación en los estacionamientos era defectuosa. No pudieron seguirle la pista al agresor, un total sicópata, por lo que los abogados buscaban responsabilizar al centro de tiendas por el crimen. Había sido un caso muy bullado debido a los detalles enfermizos de la agresión. La víctima sobrevivió de milagro y describió en la audiencia lo que sintió cuando, luego de resistirse, el desquiciado le sacó un ojo. Relató que sin pensarlo abrió el ojo que todavía tenía en su lugar y vio con dificultad unos colgajos de músculos oculares durante un segundo, ya que volvió a apretar sus párpados del terror. Pero el lunático le abrió el ojo a la fuerza y con la otra mano se empecinó en colocarle de frente el globo ocular que le había arrancado, precisamente para que esa imagen le quedara grabada de por vida. La educadora sufrió muchos vejámenes más, pero ese fue el que Romina no olvidó. También pudo haber jurado que Martínez no había participado en la investigación de ese caso, pero no dijo nada; tenía cosas más importantes en las que pensar.

Se instaló con prisa en los asientos de atrás, así podría ir “más sola” durante el trayecto. Al segundo ya iba con la mirada perdida hacia la ventana, mientras sus compañeros se ponían de acuerdo sobre a dónde irían a almorzar después de dejar el automóvil de servicio en la brigada. De vez en cuando Rodrigo la miraba por el espejo retrovisor, le gustaba ese lunar que tenía por encima del pómulo y su cabello oscuro se tornaba rojizo con la luz del sol, que también intensificaba sus almendrados ojos azules. Quería insistirle para que se sumara al almuerzo, pero sería una labor estéril, ya sabía la respuesta.

Mientras la mesera dejaba la bebida para Hernán y el vino para Herrera, el primero le comentó a su colega:

—Hoy noté a Romi más extraña de lo normal. ¿Te has fijado que las personas muy inteligentes son socialmente erráticas? Y es una pena, porque además es muy bonita. Tiene algo encantador.

Rodrigo le respondió con una mueca nerviosa mientras tomaba unos sorbos de su vaso, evitando con disimulo no solo su mirada, sino hacer algún comentario sobre ella. Su compañero continuó:

—Tiene la típica personalidad de los psicópatas, menos mal que escogió el lado luminoso de la fuerza —terminó de decir jocoso.

—No es para tanto —se atrevió a responder, cuidando que sus verdaderos sentimientos no fueran expuestos—. Es bien analítica y algo solitaria, nada más. Es ideal para este trabajo —agregó, tratando de sonar relajado y bajarle seriedad a un tema que, para él, claramente no tenía asidero—. Como detective es fantástica, incluso me extraña que la plana mayor no la haya puesto a cargo de una unidad o por lo menos como subcomisario.

—Bueno, a estas alturas ya no es por el hecho de ser mujer, como pasaba antiguamente. Eso sí, menos mal que ya no te ascienden solo por los años que llevas en un rango, como era antes; el llevar más o menos tiempo, no significa estar preparado. —Luego de sacar un trozo del pan que se encontraba en la mesa, dijo masticando—: Hay varios que también la miran con resquemor, quizás no la han puesto como jefa por esa desconfianza que genera en algunos.

Rodrigo, al ver que sus opiniones iban en serio, trató de controlar su enojo y le respondió:

—Más bien debe ser por envidia. Andan buscándole alguna falla y tú la estás pintando como si fuera una persona siniestra.

El ambiente se puso algo tenso e incómodo, por lo que Herrera prefirió desviarse del tema:

—Hoy se puso más seria que otras veces después de haber guardado las pruebas del caso Narco 128.

—¿Ese que llegó a la PDI en 2022? —Haciendo caso omiso a la intención de cambiar el tema, comentó—: Yo no estaba en la brigada cuando comenzaron esa investigación, pero he escuchado que mientras la llevabas, ella estaba demasiado pendiente. Al parecer, a varios les llamó la atención no solo los tipos de crímenes, sino también el interés de Romina.

Rodrigo, cansado de ese tipo de opiniones de algunos, sin reales fundamentos, dijo, demostrando abiertamente su desinterés:

—Bueno, igual ella es muy abnegada en el trabajo, se nota que lo disfruta.

La camarera regresó con los platos. Hernán ni esperó a que el suyo tocara la mesa para comenzar a comer, mientras su compañero agradecía que al fin pudieran estar en silencio sin incomodarse.

Por desgracia, a los pocos minutos Martínez volvió a tocar el caso Narco 128, pero, para alivio de Herrera, la atención la focalizó solo en la investigación misma por lo que Rodrigo pudo sentirse libre para darle su apreciación.

—A mí lo único que me afectó de ese caso fue lo del pobre señor Marcos Ortega.

—Oye, sí —exclamó sin dejar de devorar su almuerzo—. Eso sí que es mala pata. Se cambian a una casa para estar más cómodos, y justo encuentran unos cadáveres y, para rematarla, lo meten en el baile. Heavy.

’Igual, valiente él —agregó después, cuando se tomó un respiro en su comida.

Continuaron unos minutos en silencio, hasta que Hernán recibió una llamada:

—Sí, espérame, voy para allá. —Colgó, se limpió con la servilleta y, mientras se ponía de pie, sacó unos billetes de su cartera—. Menos mal me dio por comer rápido. Debo irme. Me pagas con eso después, por favor —terminó de decir al tiempo que dejaba el dinero junto a su plato.

—Sí, claro. Nos vemos.

El detective Hernán Martínez era el más joven y entusiasta de la Brigada de Homicidios. Llamaba mucho la atención que siendo de estatura normal, complexión maciza y cara de niño bueno, sufriera una poderosa transformación las pocas veces que le había tocado enfrentarse a rudos criminales. Daba la sensación de que incluso sus ojos pardos se volvían más oscuros. Por esta razón, aun cuando era evidente su buen desempeño, no lo habían dejado al mando de alguna acción de campo; necesitaba aprender a controlarse si pretendía seguir ascendiendo. Como fuera, todos coincidían en que de ser así tendría una destacada carrera.

II

Unas semanas después, Martínez tuvo sus primeras vacaciones desde que había entrado a la escuela de detectives. Aunque disfrutaba mucho lo que hacía y siempre esperaba con ansias que el siguiente caso fuese adrenalínico, estaba feliz de poder disponer de más tiempo para retomar el contacto con sus amigos, que eran pocos, pero mantenía con ellos una relación intensa.

Era soltero y vivía solo. No tenía hermanos. Su madre, Angélica, había muerto cuando tenía diecisiete años. A su padre nunca lo conoció y en la época que necesitó saber sobre él, su mamá evadió las respuestas, lo que al principio le enojó mucho, pero después comprendió que era un tema doloroso para ella. Entonces entendió que había sido solo un donador de esperma y, si había hecho sufrir a su madre, no merecía que siguiera pensando en él. El amor y gratitud por Angélica eran inmensos, a tal punto que cuando falleció pudo sentir clara y físicamente cómo se le partió el corazón, pero su carácter impetuoso y alegre consiguió encerrar ese dolor, permitiéndose demostrar y llorar su tristeza solo un par de días. Desde entonces, su espíritu vehemente y sonrisa picarona escondían no solo su verdadera fragilidad, sino su soledad y sus demonios.

Vivió en casa de unos vecinos durante su primer año de orfandad, quienes insistieron en cobijarlo por el cariño que le habían tenido a Ángel, como le decían a su madre. Pero esa constante inquietud interna con que acallaba sus tormentos, lo empujó a sentir una imperiosa necesidad de libertad y espacio. El día que logró mudarse solo fue la primera vez desde la muerte de su madre que sintió alivio en su interior, como si al fin, después de un año, sus pulmones recibieran aire.

Al primero que llamó fue a Boris, quien no respondió, como era de esperarse, así es que dejó un mensaje. Boris Mayorca era su más entrañable amigo, no de los más antiguos, pero sí con quien tenía más afinidad desde que llegó a estudiar a su colegio. En esos años Hernán era más reflexivo y receptivo, lo cual le permitió darse cuenta del carácter introvertido de Boris; carácter que a poco andar se había transformado en rebelde y superficial. Hernán, quien era uno de los pocos o quizá el único que conocía muy bien su historia de vida, entendía a la perfección esa forma de enfrentar al mundo. No es que estuviera de acuerdo en responder de esa manera frente a un entorno familiar cargado de indiferencia, pero sabía que en el fondo Boris guardaba un gran corazón y creía que tarde o temprano dejaría salir esa esencia humana. ¿O, tal vez Hernán guardaba ese anhelo hacia sí mismo? Como fuera, había sido testigo de la transformación de su amigo y de lo mucho que este luchó por no convertirse en un ser deprimido. Mayorca contaba con hermanos y ambos padres, pero a ninguno de los dos les quedaba claro si hubiese sido mejor que no figuraran en su vida. Hernán calmaba su soledad al compartir con otro que, aun estando “muy acompañado”, se sentía igual o peor que él. Además, le quedaba el consuelo de que él sí había contado con la mejor mamá del mundo.

La única complicación en esta gran amistad era que en los últimos años Mayorca había estado ahogando sus sentimientos en una ambición desmedida que trasgredía los límites de la legalidad. Ya el último año de colegio se hacía de dinero revendiendo marihuana, lo que en años posteriores “profesionalizó” abarcando también otros tipos de narcóticos. Desde hacía un tiempo había comenzado a recibir distintas mercancías robadas desde los puntos de embarque cuando llegaban al país, las que vendía a muy bajo costo y sin la factura correspondiente, pero el cliente contaba con la certeza de la calidad de los mismos.

Todo esto le estaba generando una gran rentabilidad, incluso era el que mejor situación económica tenía de todos sus conocidos, eso colocaba a Hernán en una situación muy difícil. Sabía que si alguna vez lo agarraban se conocería el nexo que tenían y no solo su carrera llegaría a su fin.

Después de tres días, Boris le devolvió el llamado. No alcanzó a responder “aló”, cuando escuchó:

—Amigo, tienes que venir, por favor.

Hernán al segundo se lo imaginó maltrecho en el suelo, pero a la vez sintió un gran enojo de que ese hubiera sido su primer saludo después de tanto tiempo. Sin ocultar su malestar le preguntó:

—¿En qué te metiste ahora vo?

—Solo ven a buscarme, ¿ya? Por favor. Eres el único de mis amigos que puede portar un arma legalmente. No me puedes dejar solo —le dijo, tratando de apelar a sus sentimientos, ignorando que el único sentimiento que estaba despertando era el de enfado.

—¿Amigo me llamas? De ser así ya te habrías dado cuenta de que cada vez que debo sacarte de tus problemas, me puedes meter a mí en uno y uno muy grande.

—Ay, Hernán, sí sé que lo has hecho muchas veces, ahora no hay tiempo para explicarte. Solo necesito que vengas, nada más. Te prometo que será la última.

El detective sabía que no sería la última, pero tampoco se quedaría tranquilo sin saber qué le estaba pasando a Boris. Refunfuñando, le pidió la dirección de donde tenía que ir a buscarlo; se puso una de sus gorras, tomó una de sus armas y partió.

La primera vez que se vio “obligado” a ayudarlo aprendió a tomar las medidas necesarias para no dejar pistas de su complicidad, pues en esa ocasión tuvo que escapar del lugar donde había matado a dos jóvenes más criminales que su amigo. Aprendió así a dejar apagado su celular y todos los dispositivos donde se encontrara al momento de recibir el pedido de auxilio. Compró un par de gorras de las más comunes y lentes oscuros para ocultar el rostro. Por último, debía tomar la ruta en la que supiera que no había cámaras de control operativas, pues entre otras cosas él sabía qué cámaras tenían revisión constante y cuáles eran consultadas solo en casos puntuales. Claramente, su trabajo le facilitaba mucho las cosas a su amigo y a él mismo en otros menesteres personales, pero esto último era algo que mantenía en absoluto secreto… por el momento.

Mientras manejaba con el cerebro a full para no cometer ningún error, su enojo se convirtió en ira hacia su amigo y hacia sí mismo por permitirle todo esto; si incluso, debía mantener dos automóviles, uno con el GPS que le exigían en la Policía de Investigaciones y el que usaba para ayudarlo. Este último era tan antiguo que no aceptaba incorporar ni el más arcaico rastreador y debía justificar su tenencia dando como excusa un apego emocional.

Al llegar a la casa —solo con unos cuantos tabiques y un techo de fonolas, como la mayoría de las que conformaban ese barrio—, entró sigiloso y con una mano sobre la pistola, listo para desenfundarla pero rogando que no fuese necesario. Se encontró con Boris sentado en el suelo, quien se puso de pie inmediatamente al verlo.

—Al fin llegaste. Eres el mejor. Vámonos. ¿Viste si hay alguien afuera?

Martínez, desilusionado con ese recibimiento, observó la escena que los rodeaba y vio a un tipo tirado de espaldas; no podía creer que una vez más debía dejar un cadáver.

Boris notó su molestia, y en tono relajado le dijo, mientras lo halaba de un brazo para ir a la puerta:

—Tranquilo, hombre, si no me lo pitié. Solo está inconsciente. —Notando que eso no cambió la expresión de Hernán, agregó en un tono que le sonó infantil—: El infeliz me iba a matar si no le pagaba lo que me pedía, ¿qué más podía hacer? No sabes lo abusivo que era, perdón, que es con los intereses. Debe aprender. Ya, muévete. Sale tú primero, dime si hay alguien más.

Hernán respiró hondo varias veces sin querer reaccionar, luego solo se limitó a ir directamente hacia su automóvil para subirse a él. Al verlo Boris salió raudo, reclamándole que por qué no le había dicho si había alguien afuera o no, y resignado también se subió.

La única razón por la que Martínez no explotaba era por remordimiento. Es cierto que su amigo se había visto obligado a defenderse a muerte un par de veces y en una de esas oportunidades él estuvo allí con la intención de ayudarlo. Pero en esa oportunidad a él le nació un nuevo demonio interno que tuvo que mantener oculto hasta de Boris, no porque desconfiara, sino porque temía darle vida a esa parte oscura que él mismo se negaba a reconocer. Estaban metidos en una pelea de esas en las que no sabes cómo ni quién es el que te da golpes, era todo un caos. Hernán estaba ganándole la batalla a uno, era muy claro que su adversario ya no podía dar más disputa, pero aun así sintió la necesidad de seguir agrediéndolo, hasta molerle la cara a golpes. Y eso no fue lo peor. Sintió un regocijo interno, casi o más fuerte que el sexual, el que le provocó una reacción adictiva y lo obligó a tomar a otro hombre que yacía tendido cerca de él, sin importarle que no presentara ninguna amenaza. Le dio muerte de la misma forma que al anterior, y fue tanta la trifulca que ni Boris se dio cuenta de eso.

Mayorca trató de sacarle alguna palabra a su amigo durante todo el viaje, pero no le resultó; salvo por la vez que le preguntó: “¿Dónde diablos te dejo?”.

Cuando llegaron, le dijo mirándolo directamente a los ojos:

—Esta es la última vez que te saco de tus problemas. —Mientras a Boris se le iba borrando la sonrisa, agregó—: Mejor no me llames nunca más, para nada.

La pena que esto provocó en Mayorca fue muy notoria para ambos, pero como en el trayecto este había probado de todo para que se contentaran, no le quedó más remedio que asentir con la cabeza; era evidente que su amigo, o ahora examigo, estaba decidido. Se bajó del auto y antes de cerrar la puerta se agachó para mirarlo a los ojos y decirle:

—Perdón, en serio.

III

Ya habían pasado tres meses en los que Mayorca respetó la petición de su examigo. Al principio, Hernán se sintió muy complicado con el tema, no sabía cómo estaba Boris y era muy probable que se encontrara sufriendo alguna desgracia. Pero había empezado a superarlo desde hacía un par de semanas.

En contra de los reglamentos de la institución, quince días atrás había comenzado a tener una relación con la detective Sofía Ramírez. Siempre le había gustado, pero solo el efecto del alcohol en el pasado cumpleaños de Herrera lo animó a decírselo. Ella le confesó que también se había sentido atraída desde el principio, que los hoyuelos que se le formaban al sonreír la derretían totalmente, como a todas… bueno, casi a todas.

Querían hacer las cosas bien y que el pololeo fuese serio, así es que pasados un par de días hablaron con sus superiores, dispuestos a que uno de los dos fuera transferido a otra unidad. Esto no presentó ningún inconveniente para ellos ya que Sofía se quería ir a delitos sexuales desde hacía tiempo. Sentía que sería más útil ayudar a quienes han sufrido lo peor que puede padecer un ser humano, en vez de “complacer” a un muerto con la captura de su asesino. Sus superiores les informaron que, de ser así, solo podría ir a trabajar a la brigada de Temuco. Para Hernán eso no fue ningún problema y no dudó en pedir la transferencia a la Brigada de Homicidios en la misma ciudad.

Durante la fiesta de despedida que les hicieron a ambos en Santiago, organizada por quienes no tenían turno esa noche, uno de los subcomisarios de la unidad pidió silencio y, levantando su copa, dijo a viva voz:

—¡Se nos va el niño bonito, señores! Seguro varias de las detectives estarán muy tristes. —Después de dar unos segundos para que la audiencia riera, continuó dirigiéndose a Hernán—: También es seguro que allá en el sur continuarás destacándote en tu trabajo, más de algún asesino va a ver su camino truncado. Mucha suerte para ambos. Sofi, te vamos a extrañar —le dijo más quedo, para después volver a levantar la voz—: ¡Salud!

Unos pocos aplaudieron, otros aprovecharon de seguir bebiendo. Romina se acercó a la feliz pareja para desearles lo mejor antes de irse a su departamento, pero no alcanzó a decir palabra, pues el inspector Salazar, quien estaba hablando con ellos en ese momento, exclamó al verla:

—¡Qué bella es la detective Romi Osorio! Mírala. Si tú fueras mayor —le dijo a Hernán—, harían la pareja perfecta. Qué niños más lindos tendrían. Con el respeto de tu polola, obviamente —agregó de manera torpe, cuando una de las pocas neuronas que le quedaban sin alcohol notó la presencia de Sofía a su lado, quien no reaccionó; no tenía sentido ni utilidad ponerlo en su lugar.

Romina se sintió ofendida por haber sido tratada solapadamente de vieja, aun cuando la diferencia con Martínez era tan solo de diez años, así que se limitó a esbozar una sonrisa fingida y, demostrando una total indiferencia hacia el comentario, dirigió su simpatía a los compañeros que se iban. Finalmente, se disculpó por irse temprano, como siempre, y se retiró.

La detective Osorio lamentaba la “pérdida” que implicaba para su brigada la partida de Martínez, aunque al igual que a algunos de sus compañeros le hacía ruido la efusión agresiva que a veces demostraba Hernán. En lo personal, las pocas veces que le había tocado realizar allanamientos con él, llegaban a encrespársele los vellos cuando veía cómo enfrentaba a los ocupantes del lugar.

Por su naturaleza racional, rumbo a casa se entretuvo en encontrar alguna explicación al porqué ella se veía afectada de esa manera, lo que le trajo a la memoria unas imágenes de su infancia, aquellas que mostraban a su tía Memé, como ella le decía, contándole lo nefasto que había sido que su padre hubiera sido narcotraficante. Memé lo hacía para que se le calmara la pena por no tenerlo cerca y para tratar de convencerla de una sola cosa: era mejor que estuviera muerto.

Antes de partir a Temuco, Hernán vendió su viejo auto casi a precio de chatarra, no solo porque prácticamente lo era, sino porque ni registros del vehículo quedaban. Había sido de su mamá, pero él nunca supo cómo lo había conseguido y después, cuando ya fue más grande, aunque pidió los antecedentes por el número de patente, no encontró ningún dato, un hecho afortunado cuando lo tuvo que usar auxiliando a Boris. Esa venta no fue por necesidad de dinero, sino por esa satisfactoria sensación de recuperar su tan apreciada libertad. Se sentía mucho más a gusto cubriendo solo su espalda, en vez de dos. La transacción de aquel viejo automóvil había sido un símbolo concreto de su acertada decisión, y se prometió que esa sería la última vez que se preguntaría por el estado de su examigo.