Historia secreta
de la Edad Media

Historia secreta
de la Edad Media

TOMÉ MARTÍNEZ RODRÍGUEZ

Colección: Historia Incógnita

www.historiaincognita.com

Título: Historia secreta de la Edad Media

Autor: © Tomé Martínez Rodríguez

Copyright de la presente edición: © 2019 Ediciones Nowtilus, S.L.

Camino de los Vinateros, 40, local 90, 28030 Madrid

www.nowtilus.com

Elaboración de textos: Santos Rodríguez

Diseño y realización de cubierta: Universo Cultura y Ocio

Imagen de portada: Le roi Arthur retire Excalibur du rocher. [Fuente :British library/ Science Photo Library]

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ISBN edición digital: 978-84-1305-0041

Fecha de edición: junio 2019

Depósito legal: M-17102-2019

A Antonio Fernández Argiz y María Núñez González
por el impulso que dieron a mis sueños siendo solo un niño

Introducción

De la Antigüedad a la plena Edad Media

La Edad Media es una época evocadora para la imaginación humana. Grandiosos castillos, imponentes catedrales, caballeros cabalgando hermosos corceles por extensas campiñas en las que se agazapan dragones y otros seres del imaginario medieval. Pero también brujos y brujas, espadas que otorgan el poder de gobernar reinos de ensueño, pócimas mágicas, reliquias sagradas, alquimistas, sabios ermitaños, libros con poderes sobrenaturales, hermosas doncellas esperando a ser rescatadas de poderosos y malvados villanos, heroicas batallas...

Esta es la visión estereotipada y naíf que subyace en la mente de muchos de nosotros cuando hacemos referencia a este momento de la historia. Sin embargo, también existe otra perspectiva menos cautivadora y mítica, según la cual, la Edad Media es uno de los contextos más oscuros de la historia de nuestra especie. Y aunque, en su seno existieron acontecimientos de persecución y muerte no es menos cierto que también fue una época de cierto esplendor, de búsqueda y cimentación del conocimiento científico, que luego comenzaría a florecer sin pausa.

Pero si hemos de definir la Edad Media con una palabra, sería la de transición. En efecto, en su génesis el Medioevo fue el resultado de un cambio de paradigma en el que se dio un importante paso desde la ancestral mirada del mundo pagano, en el que los viejos dioses, las antiguas creencias con sus misteriosas mitologías y cosmologías dejaron paso a un mundo dominado por una nueva religión: el cristianismo. Sin embargo, como tendremos oportunidad de comprobar, el legado espiritual de las viejas cosmologías paganas lograría sobrevivir solapadamente en muchos formalismos vitales y artísticos del Medioevo.

Desde un punto histórico, el tránsito de la Antigüedad a la Edad Media tuvo su reflejo en una configuración de un occidente germánico heterogéneo, lo que propició una profunda transformación política de los antiguos territorios del Imperio romano ocupados por suevos, godos, ostrogodos, visigodos, sajones, anglos, burgundios, etc. Antes de su expansión por Europa, estos pueblos carecían de una organización política compleja, pero al llegar a occidente y una vez asentados en estos territorios se vieron compelidos a someter a su población, mucho más numerosa, conforme a unos parámetros organizativos más exhaustivos. Esta organización política compleja fue el génesis de las monarquías que, con el tiempo, se convertirían en hereditarias.

Las grandes migraciones a Europa occidental iniciaron su marcha desde el sur de Rusia, llevando consigo su cultura que veremos impresa en la Hispania visigoda, los merovingios en Francia o los lombardos en Italia. Estos pueblos entraron en el viejo continente en sucesivas oleadas, asentándose y conquistando territorios. A finales del primer milenio acabarían conformando una mezcla étnica que daría como resultado la Europa actual.

Aquellas migraciones se expandieron y asentaron de formas diferentes en el este del continente; de hecho en esta parte del mundo aquellos pueblos fueron incapaces de avanzar más allá del norte del Danubio. Mientras los pueblos que se adentraron en la Europa central corrieron distinta suerte y avanzaron en oleadas hacia sus definitivos asentamientos en Francia, Italia y la península ibérica. Con el tiempo, los suevos se asentaron en el noroeste de Hispania, los burgundios en el valle del Ródano, los visigodos se expandieron por la península ibérica y el sur de la Galia junto con los francos; los vándalos, tras recorrer los vastos territorios ibéricos, acabarían por llegar al norte de África, los ostrogodos ocuparían Italia y finalmente los anglos y los sajones se asentarían en las islas británicas. Estos acontecimientos, iniciados en el siglo IV, marcaron el devenir histórico que conformaría la civilización medieval con base a una configuración de una nueva Europa.

Para entender adecuadamente las claves de esa transición no debemos olvidar la influencia de Oriente en la Alta Edad Media. Un punto de inflexión a favor de esa transición aconteció a finales del siglo III cuando el emperador romano Valeriano fue derrotado por el Imperio sasánida. Todavía podemos contemplar aquel hito en muchos bajorrelieves persas en los que Valeriano es representado en actitud suplicante a los pies del soberano sasánida Sapor I. Ahora sabemos que bajo el reinado de este último el desarrollo cultural y social fue notable. Esa prosperidad dejó su impronta en diferentes ámbitos de la sociedad persa como el arte, cuyo grado de refinamiento fue tan alto, que acabaría influyendo de manera apreciable en el mundo bizantino y posteriormente en el islam, así como en occidente.

Otro aspecto a tener en cuenta son los contactos comerciales, culturales y científicos que se llevaron a cabo a través de la Ruta de la Seda entre Persia y Europa. Hoy comprendemos la importancia que esta retroalimentación tuvo para la evolución y consolidación de las sociedades medievales. Es más, sabemos que la región conocida en la actualidad como Siria-Palestina y las zonas adyacentes del sur de Asia Menor, tuvieron mayor influencia que Persia en el desarrollo del arte, la cultura y el pensamiento medieval. No debemos olvidar que fue allí donde tuvo su génesis el cristianismo.

Tampoco podemos pasar por alto la influencia del islam en occidente. Todavía resuena en nuestra memoria colectiva la época dorada de al-Ándalus con su floreciente cultura científica, filosófica y técnica. Un momento luminoso que acabaría apagándose en un ocaso de reinos de taifas. Pero aunque la influencia del islam fue importante, no lo fue menos la de Bizancio. Paradójicamente, el Imperio romano de Oriente, formado por Anatolia, Siria, Egipto y Grecia sobrevivió a las invasiones de los pueblos germánicos en gran medida gracias a su potente economía y la ubicación estratégica de su capital, Constantinopla, que fue el centro del mundo en aquella época. Esta ciudad gozaba de gran prestigio y con razón, pues representaba la que por entonces era la civilización más avanzada del momento. Pero su influencia no solo vino por su grado de refinamiento, sino también por el hecho de que allí germinaría la semilla que daría lugar a las prósperas civilizaciones eslavas. El emperador, también conocido como basileus, acumulaba un inmenso poder. Uno de los más relevantes basileus fue Justiniano, cuya ambición le llevó a soñar con restaurar el Imperio romano, dominando en el proceso a todos los países mediterráneos. Y aunque lo intentó, no pudo mantener su yugo por mucho tiempo. El devenir del Imperio sufrió altibajos hasta su definitivo ocaso en 1453.

La Edad Media también representó un tiempo en el que el Imperio romano sobrevivió a este profundo cambio a través de la Iglesia, cuya influencia a partir de entonces en el mundo político, social y espiritual sería determinante en la evolución histórica del continente.

Desde el siglo IV el papel de la Iglesia en el Imperio romano fue notable, lo que explica que tras su caída, con la invasión de los pueblos germánicos, esta fuese la única institución que soportara el envite. Además, muchos de estos pueblos acabaron romanizándose y convirtiéndose al cristianismo, lo que favoreció que durante cerca de mil años el centro de la cultura latino-cristiana estuviera en la Iglesia, que a su vez sirvió como elemento de cohesión entre romanos y germanos. Otros importantes hitos de la Alta Edad Media, a grandes rasgos, fueron el Imperio carolingio, el Imperio Otónida y por supuesto el Califato de Córdoba, que en su conjunto configuraron la denominada Europa feudal. Sin embargo, con el tiempo se gestaría una profunda transformación en cuatro niveles: el agrícola, el urbano, el comercial y el demográfico, lo que provocaría el declive del sistema feudal. Es en este momento cuando entramos en la Baja Edad Media, el momento histórico con el que la mayoría de las personas identifican el Medioevo.

En Historia Secreta de la Edad Media trataremos de mostrar la parte más íntima de este período trascendental de nuestro viaje como especie. Teniendo siempre presente el factor histórico más actual, abordaremos esta perspectiva del mundo medieval a través de algunos de sus protagonistas más relevantes. Dichos protagonistas son personajes individuales como Prisciliano u organizaciones tan sugerentes como los Templarios o los gremios herméticos medievales. Pero también viajaremos por este convulso tiempo a través de hitos históricos, asombrosas reliquias, acontecimientos extraordinarios y numerosos testimonios y claves que nos permitirán conocer las facetas históricas y antropológicas más destacadas de la Edad Media, pero también las más intrigantes.

Tomé Martínez Rodríguez

I

La herencia
del mundo antiguo

Capítulo 1

Los primeros monjes

Desde su advenimiento, el cristianismo fue una religión perseguida en el Imperio romano. Todo esto cambio para siempre con el reinado del emperador Constantino, heredero directo de las sucesivas crisis que durante el siglo III marcaron el posterior declive del Imperio. En el año 312 Constantino promocionó una cultura de tolerancia del cristianismo, pero también de otras confesiones. Esta política favoreció la rápida difusión de esta religión, lo que acabaría por convertir una confesión minoritaria y perseguida en la doctrina oficial del Estado bajo el mandato de Teodosio, allá por el año 392. Con la proclamación del Edicto de Milán no solo se legalizó una fe proscrita, sino que muchos edificios destinados al culto cristiano sufrieron una profunda transformación al ser redecorados de manera suntuosa. A partir de este momento, el cristianismo acabaría difundiéndose más allá del Imperio con el paso de los siglos.

El monacato cristiano fue una figura clave en el éxito de la propagación de aquella nueva religión. En sus orígenes, los monjes de Oriente fueron decisivos al influir notablemente en el desarrollo posterior de los colectivos religiosos y su misión de transmitir la palabra de Cristo al mundo.

Para los historiadores, el desarrollo del monacato es considerado decisivo en la expansión del cristianismo oriental. San Antonio fue la figura clave de este movimiento en Oriente. La Vida de San Antonio, la principal fuente que ha llegado hasta nosotros de él y su aventura espiritual en el desierto, adolece de datos rigurosos: se reseñan supuestos acontecimientos de carácter histórico, evocaciones y fenómenos extraordinarios. Aún así, constituye un precioso referente para los antropólogos interesados en una lectura psicológica y social del individuo. De hecho, esta obra constituye nuestra única referencia documental sobre el personaje. El libro se convirtió en todo un clásico de la espiritualidad hasta el punto de despertar numerosas vocaciones.

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Pintura sobre tabla de san Antonio Abad (Museo Bizantino de Atenas, Grecia)

Todo dio comienzo cuando Antonio decidió vivir durante veinte años aislado de su familia y de su comunidad en un fuerte abandonado en el desierto. Durante todo ese tiempo llevó a la práctica el ascetismo en un ambiente que acabaría por inspirar su propia regla. Su forma de vida sedujo a un nutrido número de anacoretas y cenobitas que quisieron compartir con él la práctica de la autodisciplina y la lucha contra los demonios y espíritus del mal en la más absoluta pobreza material. Sin embargo, san Antonio no fue el pionero de estas prácticas ascéticas, mucho antes que él hubo otros practicantes que renunciaron al mundo. Cuando Antonio era joven supo de un hombre que vivía en una localidad cercarna, y muy probablemente este personaje se convirtió en una inspiración para él a la hora de encaminar su existencia al mundo espiritual. Hubo otros personajes como Palamón o su discípulo Pacomio. Este último, aunque admiraba a san Antonio, acabó institucionalizando otro tipo de monacato inspirado en la vida en común. En el monasterio cada uno de los integrantes de esa comunidad tenía el deber de cumplir ciertas obligaciones diarias aunque su regla no era tan estricta.

Siempre se ha pensado que el origen del monacato estuvo en Egipto, pero ahora sabemos que las fuentes de aquella «revolución espiritual» estuvieron en numerosos lugares desperdigados por Oriente. Esto ha dado lugar a interesantes especulaciones. Puede que los fundadores de este tipo de vida se hubieran inspirado en algún contacto con el budismo, pero también con el paganismo egipcio. Se sabe que los reclusos de los templos de Serapis vivían en régimen de clausura, combatían a los demonios, renunciaban a sus bienes materiales y practicaban la ascesis. De todos modos se admite que Egipto fue la cuna de los monjes más influyentes y famosos del recién nacido movimiento monacal.

Las experiencias «sobrenaturales» de los monjes fueron tomadas al pie de la letra por sus coetáneos. Sin duda muchas de estas tienen su explicación en los estados alterados de conciencia, la mera fantasía o la superstición, pero también en hechos reales. La vida de estos monjes en el desierto les permitía tener una serie de vivencias que, según ellos, les conectaban con lo divino y en última instancia con Dios. Esas experiencias tenían una lectura espiritual que les permitía presentarse ante la comunidad como hombres con capacidades extraordinarias. Por ejemplo, a San Antonio acudían numerosas personas buscando la sanación. Algo parecido a lo que pasa aún en nuestros días en algunas culturas donde existe la figura destacada de un hombre «santo», curandero o chamán.

Las formas de ascesis eran heterogéneas. Para empezar, no existía un solo tipo de monje; por un lado estaban los anacoretas como san Antonio y por otro los cenobitas. Uno de los grandes retos a los que se enfrentaba un religioso era llegar a un estado mental y espiritual conocido como «apatheia». Conseguirla significaba alcanzar la imperturbatio; un peculiar estado anímico a través del cual se lograba experimentar una profunda serenidad que propiciaba la paz espiritual, la realización de milagros y la pérdida de interés por pecar y hacer el mal. La técnica para alcanzar este nivel espiritual fue descrita por Paladio en su obra Historia Lausiaca: «Para alcanzar la apatheia deberemos alejarnos del mundo por medio de la reclusión, superar los vicios del alma y conseguir las virtudes de la obediencia, la castidad, la caridad, y la humildad. También es recomendable llevar a cabo labores manuales e intelectuales así como la cumplimentación de ciertos deberes con la sociedad». Solo el ascetismo más riguroso podía garantizar el cumplimiento de metas tan sublimes para un postulante a la santidad. Todos los días el monje debía enfrentarse a las tentaciones y lo que es más importante, al mismísimo diablo. Por eso los que habían conseguido llegar a la santidad eran constantemente retados por este ser maligno. Era su deber inexcusable enfrentarse a él y estar preparados para la lucha contra el príncipe de las tinieblas en cualquier momento y lugar.

La lucha contra el demonio en el desierto ya la vemos retratada en el Nuevo Testamento cuando Jesús decidió marchar al desierto durante cuarenta días y cuarenta noches, donde sería retado por el maligno en varias ocasiones. Se trata, por lo tanto de una figura esencial en la tradición cristiana. Los monjes que moraban en el desierto creían tener frecuentes encuentros con diferentes demonios a los que se enfrentaban asidua y duramente. Estaban convencidos de conocer la naturaleza de estos espíritus malignos. San Antonio los describió como seres que al principio fueron creados por Dios en el mundo celestial pero acabaron inclinándose hacia el mal, perdiendo su naturaleza celestial; por eso son considerados ángeles caídos: «hacen todo lo que pueden para obstaculizarnos el camino de los cielos y que no ocupemos el lugar que ellos perdieron». De todos esos demonios el más temido era conocido como demonio del mediodía. Juan Casiano (360-435) fue un testigo de excepción que vivió de cerca el auge del monacato. En sus escritos plasmaba la forma en la que el demonio se apoderaba del alma de los monjes y como influía negativamente esta posesión en su estado de ánimo y en definitiva en su proyecto monástico personal.

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Ilustración de san Pacomio (en códice etíope)

Con la persuasión el demonio intenta que el monje abandone su regla monástica. Las fuentes que han llegado hasta nosotros sobre el proceder del demonio nos describen a un ser que agrede a sus víctimas con violencia. Por esa razón los monjes tenían por norma que alguien montase guardia toda la noche mientras ellos dormían. El demonio del mediodía adquiría múltiples aspectos, desde los más monstruosos, hasta los más sensuales. Era común que se manifestara ante los demás con forma de serpiente venenosa o con rasgos humanos deformes; pero también podía mostrarse a sus víctimas como una hermosa mujer desnuda. San Antonio describió algunas batallas espirituales en donde el enemigo encarnaba el apego, el amor o el placer, pero de todas ellas salía victorioso gracias a su determinación y constancia.

Pacomio, al que nos hemos referido antes, fue el promotor de la vida en comunidad, donde la obediencia, la castidad y la pobreza eran los pilares sobre los que pivotaba la vida del cenobita. Dentro de los muros del monasterio pacomiano se admitía hasta un máximo de veinte monjes que oraban en celdas. El interior del recinto lo conformaban varias viviendas, una iglesia, un refectorio, huertos, una biblioteca, una bodega y una cocina. Las labores de sus integrantes estaban regladas, pero a diferencia del ascetismo, como lo hemos acotado, la regla de los cenobitas no era tan rígida en sus preceptos, por lo que primaba el trabajo sobre ciertas obligaciones formales de carácter religioso.

Otra figura fundamental en el monacato oriental fue san Basilio, que reformó el cenobitismo. Para ello se apoyó en «las virtudes y la jerarquía»; dos elementos que le sirvieron de orientación en su pretensión.

Las reformas de san Basilio tendrían a la larga, sin él saberlo, una impronta positiva en la cultura europea. Y es que en lo que respecta a la vida del monje en el monasterio, recomendó el estudio del mundo clásico y de la Biblia. Estos dos aspectos serían el germen del progreso científico y cultural de los siglos venideros, pero también del desarrollo de la cultura y la erudición que más tarde darían prestigio a algunos de los grandes monasterios del occidente cristiano. Es más, ya desde un principio se consideraba esencial estudiar en profundidad el paganismo para saber adaptar mejor la nueva normativa al espíritu helénico. Este precepto obligó a los monasterios a establecer un formalismo en el estudio, así como en la instrucción de los novicios o las técnicas de copiado de los viejos manuscritos.

Siguiendo un criterio cronológico, en el siglo V san Eutimio creó importantes centros monacales en tierras palestinas conocidos como lauras. Mientras en Siria se ejerció un monacato estricto; en Bizancio se manifestó bajo dos formas muy diferentes; una fiel a la normativa de san Basilio y otra ascética de carácter más riguroso.

Posteriormente, con la cristianización de la Rusia de Kiev, en el siglo V comenzarán a visibilizarse movimientos de ermitaños claramente influidos por la cultura espiritual de los anacoretas. En los orígenes del monacato ruso los monjes se especializaban en el estudio del demonio y de la ascesis. El pueblo comenzó a atribuir a los eremitas de esta parte del mundo poderes sobrenaturales que evocaban claramente creencias locales, como la sanación o la profecía pero con una referencia en la cosmología cristiana.

Cada monasterio gozaba de autonomía y una de las obligaciones que debía asumir el aspirante a monje era la de pasar toda su vida en su interior. Dentro del monasterio la máxima autoridad era el abad, que durante un tiempo era elegido por los monjes en unas elecciones libres. La vida cotidiana, así como el cumplimiento del los deberes de los monjes se basaban en el Opus Dei.

Especial mención merece el monacato hispanovisigodo. Aunque su génesis es oscuro por la escasez de fuentes documentales, podemos afirmar que, con respecto a otros movimientos monásticos en occidente, el monacato hispánico mostraba unas peculiaridades distintivas hasta la instauración definitiva del benedictinismo bajo el monarca Fernando I. Una de las figuras que nos llaman más la atención junto a los ascetas son las vírgenes. Sabemos que estas empezaron sus prácticas religiosas al tiempo que el cristianismo comenzaba a difundirse alrededor del siglo III; cien años después la actividad ascética debió ser un hecho. El Concilio de Elvira es clarificador al respecto. Su importancia radica en la institucionalización de la virginidad y el ascetismo. Probablemente estos cánones potenciaron el ascetismo, pues inciden en la abstinencia sexual como uno de los principales objetivos que fundamentarán la vida monástica. Por ejemplo, en el Canon 13 se hace mención expresa a las vírgenes y su consagración a Dios: «si quebrantaren el voto de virginidad y continuaren viviendo en la misma liviandad, sin reparar en el delito que cometen, no recibirán la comunión ni aun al fin de su vida. Pero si tales mujeres [...] hicieran después penitencia todo el tiempo de su vida, y se abstuviesen del acto carnal, recibirán la comunión al final de su vida...». El Canon 33 se refiere a la figura del matrimonio: «Decidimos prohibir totalmente a los obispos, presbíteros, diáconos y a todos los clérigos que ejercen el ministerio sagrado, el uso del matrimonio con esposas y la procreación de hijos. Aquel que lo hiciere será excluido del honor del clericato»1.

En el año 380 se celebró el Concilio I de Zaragoza, el cual volvió a incidir en la virginidad, haciendo hincapié en el límite de edad para imponer la velación virginal en los cuarenta años; hechos que nos hacen sospechar que las primeras prescripciones del Concilio de Elvira no debieron de tener mucho éxito. En el 400, en el Concilio I de Toledo, volvió a tratarse el tema con más severidad. En su canon VI dispone que «la joven consagrada a Dios no tendrá familiaridad con varón religioso, no con cualquier otro seglar, sobre todo si es pariente suyo, ni asista a convites a no ser que se hallen presentes ancianos o personas honradas...».

Desde la crisis del Imperio (en los inicios del siglo V) hasta la invasión musulmana (a comienzos del siglo VIII) existió en Occidente una heterogeneidad monástica por la que cada monasterio era autónomo aunque las aspiraciones perseguidas por sus integrantes fuesen las mismas. Una de esas corrientes distintivas fue la de los monjes celtas, claramente influenciados por la cultura antigua local y el paganismo. Desde el punto de vista de la liturgia, los rituales dichos monjes respondían a criterios distintivos y por lo tanto diferentes a los llevados a cabo en otras partes de Europa; especialmente en lo relativo al bautismo. No sería hasta el año 664 cuando los monjes celtas comenzaron a asumir los preceptos romanos.

Además, en Irlanda se practicaba una ascesis extremista en la que primaban los severos castigos. Aquellos monjes, a diferencia de otros de Occidente, si podían peregrinar, lo que significó la fundación numerosos monasterios al norte de Inglaterra y en diversas zonas de Gales y Escocia. La conquista del continente vendría más tarde bajo la advocación de san Columbano alrededor del año 600.

LA REGLA BENEDICTINA

San Benito de Nursia fue una de las figuras clave en la historia del monacato. A él se debe la regla más popular en el Occidente europeo: la regla benedictina. Cuando san Benito fundó el monasterio de Montecassino se dedicó a organizar la vida monástica entre sus muros. Así desarrollaría su propia regla que con el tiempo se expandiría a otros lugares. La vertebración de la regla se fundamentó en la oración y el culto pero también el famoso dicho Ora et labora.

Uno de los aspectos que más llama la atención de nuestros contemporáneos es la jornada de los monjes. Según las fuentes consultadas, en el año 540 la jornada benedictina comenzaba entre la una o dos de la madrugada, dependiendo del día y acababa por la tarde. Veamos un ejemplo para dos fechas señaladas en la tradición monacal: el 1 de noviembre los monjes se levantaron de la cama, diez minutos más tarde celebraron el Maitienes, luego a las 3:30 se dedicaron a la lectura, a las 5 de las mañana tuvo lugar el Laudes y cuarenta y cinco minutos después volvieron a la lectura. De 8:15 a 14:30 el trabajo se interrumpió por Tercia, Sexta y Nona. A las 14:30 almuerzo, a las 15:15 lectura, a las 16:15 Vísperas y a las 17.15 el regreso a sus respectivas celdas para dormir. El 30 de junio la jornada comenzó a la una de la madrugada y terminó a las 19:30.

La regla también indicaba cómo debían dormir los monjes:

Duerma cada cual en su lecho, reciban el aderezo de la cama en consonancia con su género de vida, según la estimación de su abad. A ser posible, duerman todos en un mismo local; pero, de no permitirlo el número, duerman de diez en diez o de veinte en veinte, con ancianos que velen solícitos sobre ellos. Arda de continuo en la estancia lámpara hasta el amanecer. Duerman vestidos y ceñidos con cintos o cuerdas, de modo que mientras duermen no tengan sus cuchillos al lado, no sea que se hieran entre sueños; y también para que los monjes estén siempre preparados y, hecha la señal, levantándose sin tardanza, se apresuren a anticiparse unos a otros para la obra de Dios, bien que con toda gravedad y modestia. Los hermanos más jóvenes no tengan contiguas las camas, sino entreveradas con las de los ancianos. Y al levantarse estimúlense discretamente unos a otros para la obra de Dios, en gracia a las excusas de los soñolientos.

Regla de san Benito en latín y romance (1829)

Para nuestra mentalidad actual algunos de estos preceptos podrían parecernos exagerados y hasta absurdos, pero no olvidemos que la forma de pensar medieval giraba alrededor de una cosmovisión de la realidad muy diferente a la actual.

En la evolución del monacato surgirían las órdenes mendicantes con su máxima figura: san Francisco. Estos monjes habían desarrollado la vocación del apostolado activo, de ahí que se vieran a menudo en las rutas de peregrinación. San Francisco procedía de una familia de comerciantes, según las crónicas era un joven sensible con una bondad innata, influenciado por las novelas de caballerías. Probablemente estos ingredientes en su personalidad le llevaron a soñar con un mundo ideal que se desmoronó cuando participó en la guerra contra la ciudad de Perusa. Durante un tiempo, esta experiencia hizo tambalear sus ideales y acabó deprimido hasta que un día un leproso que se encontró por casualidad a su salida de la ciudad de Asís le besó y tal como contó él mismo, aquella dulzura provocó que la felicidad volviera a correr por sus entrañas. De este modo recuperó su vocación por viajar y tratar de convertir a los infieles en sus avatares, algo accidentados al principio de sus andares, pues fue víctima de naufragio. Se vio obligado a vivir durante un tiempo en la casa de un habitante de las tierras gallegas bajo el monte Pedroso. Meses antes, mientras oraba ante la tumba del apóstol, tuvo la idea de fundar un convento, cosa que hizo en los terrenos de Val de Deus y Val do Inferno. Finalmente consiguió reanudar su viaje hacia Tierra Santa en compañía de los cruzados. San Francisco vivió su vocación con plenitud y acierto. En una de sus últimas obras, Cántico al Sol, volvemos a percibir el espíritu sensible y la visión ideal que tenía del mundo.

Pero retomemos el astecismo para finalizar. Desde una perspectiva canónica, dicho movimiento pareció ensombrecerse con el ascetismo con la aparición de una figura polémica en la ortodoxia cristiana: Prisciliano, sirviéndose de la teología pagana y con abundantes contribuciones del cristianismo, abogó por una vuelta al génesis doctrinal, lo que conllevó un nuevo estilo de vida religiosa por el que le tildarían de hereje, lo que le conducirá al patíbulo.

LOS MONASTERIOS MEDIEVALES

Cuando abordamos los orígenes del monacato resulta evidente que éste experimentó un gran impulso a partir del siglo III. Como hemos tenido oportunidad de ver en este primer capítulo, existieron esencialmente dos visiones del monacato: la individualista, caracterizada por la práctica en solitario propia de los eremitas y la vida en común, desarrollada por los cenobitas y los monasteriales. Cuando el monacato llegó a Occidente, adquirió suma importancia, lo que llevaría a sus practicantes a ser considerados miembros de una relevante categoría social; lo que se entiende por ordo monachorum u orden de los monjes.

Durante un tiempo estas órdenes estuvieron supeditadas a los pulsos de la vida rural y el feudalismo. Sin embargo, acabaron evolucionando conforme se desarrollaba la sociedad medieval gracias al comercio y el florecimiento de la vida urbana. En este contexto los monasterios tuvieron que enfrentarse a numerosas vicisitudes y convulsiones sociales, especialmente en el siglo X, tiempo en el que además se llevaron a cabo importantes reformas. Desde bien entrado el siglo IX los monasterios vivieron tiempos muy difíciles donde la violencia, los saqueos y las destruciones generalizadas pusieron en serio peligro los fundamentos de la vida monástica y su continuidad en la Europa medieval.

Esto tuvo serias repercusiones en la práctica de la agricultura, pues muchas tierras no podían aprovecharse adecuadamente. Del mismo modo, el comercio basado en la venta de diversos productos básicos y el trueque también se vieron influenciados por estos acontecimientos desestabilizadores. Esta situación de inseguridad también afectó los contactos culturales y comerciales, los viajes y el transporte de mercancías. Para colmo, los monasterios, al ser considerados focos de santidad donde se custodiaban los grandes tesoros de la cristiandad, eran víctimas del saqueo. Estas construcciones carecían de murallas protectoras, lo que facilitaba la incursión de los asaltantes. La persistencia de estas circunstancias motivó que los monjes estuvieran más preocupados por su integridad personal que por cumplir sus respectivos preceptos o reglas. De hecho, estos objetivos quedaron relegados durante un tiempo hasta que los ataques de los normandos cesaron a mediados del siglo X. Fue en ese momento cuando se llevó a cabo la denominada «reforma monástica», que pretendía un retorno a la normalidad. Una de las reformas más importantes fue la de Cluny.

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Ilustración de la Abadía de Cluny (Francia)

El 11 de septiembre de 910 Guillermo de Aquitania fundó el monasterio de Cluny bajo la regla benedictina. Después nacería la orden clunaciense, cuyos integrantes procedían de la aristocracia. Europa se vio claramente influenciada por este monasterio. De hecho, los primeros abades se dedicaron a reformar para todo el continente, e incluso inspiraron reformas similares en otras partes del mundo. En su Romanesque art, George Zarneski comentó al respecto:

El movimiento de reforma iniciado por Cluny adquirirá notable fuerza, y en el siglo XI comprendía toda Europa occidental. Fuera de Francia en ningún otro país la influencia clunaciense tuvo tanta importancia como en España. Durante el siglo XI, algunas abadías españolas importantes se hicieron clunacienses, y se fundaron muchas nuevas como prioratos clunacienses, san Juan de la Peña pasó a depender de Cluny en 1022, y le siguieron san Millán de la Cogolla, Leyre y Sahagún.

En torno al año 1000 la sociedad del momento ya no se sentía tan amenazada y una buena parte de los territorios estaban pacificados. En este momento de la historia Cluny fue gobernada por el abad Odilón, que contempló para los monjes la tarea primordial de salvar las almas de los creyentes a través de la oración y las plegarias de los difuntos. Con el tiempo, estos monjes fueron considerados angelicales por sus contemporáneos. En gran parte, esto se debió a las historias milagrosas que se divulgaron con notable éxito entre la población constatando la clara intercesión clunaciense. Un monje del monasterio de san Benigno en Dijon acopió otras historias similares. En ellas, se informaba a los peregrinos que en su viaje pasaban cerca del «campos de condenados», un lugar habitado por eremitas y también que los clunacienses habían conseguido liberar del infierno numerosas almas gracias a las plegarias a los difuntos. Esos mismos peregrinos se encargarían luego de transmitir este mensaje a lo largo de su viaje a otras personas.

Las plegarias consistían en rezos llevados a cabo por los amigos, allegados y benefactores del difunto en la misa de la mañana el día 2 de noviembre; fecha en la que se realizaba este ritual en todos los monasterios bajo la influencia de Cluny. Este es el origen de la festividad de Todos los Santos en el mundo católico. El nombre del difunto quedaba registrado en el necrologio, un libro que permitía luego volver a rezar por el difunto en su aniversario, tal y como sucede todavía hoy en muchas iglesias; salvo por el hecho de que entonces se invitaba también a comer a un pobre.

El movimiento de reforma promocionado por Cluny acabaría adquiriendo solidez, lo que en el siglo XI favorecería su expansión definitiva por toda Europa.

1 Jesús G. Leiva. El concilio de Elvira. Editorial Almuzara, 2018.