El viaje del arcangel

KOLIMA BOOKS

Título original: El viaje del arcángel

Primera edición: Abril 2015

© 2015 Editorial Kolima, Madrid

www.editorialkolima.com

Autor: Luis Ángel Pernía Rodríguez

Diseño de cubierta: Patricia Fuentes

Revisión del texto: Marta Prieto Asirón

Maquetación: Rocío Aguilar / Carolina Hernández

ISBN: 978-84-943264-8-6

A ella,

a su complicidad, sus silencios,

su incredulidad

Segunda parte

I

Hace dos meses

Zimbabue, plantación africana del Programa Edere

–Míster Zan, mister Zan... –repetía de modo apresurado y urgente un muchacho de color, mientras se acercaba corriendo por la plantación con un teléfono móvil en la mano.

–Eizan, querido Juma, se dice Eizan; supongo que es más fácil abreviarlo, ¿verdad? –puntualizó con voz comprensiva un hombre de rasgos caucásicos, piel blanca y pelo castaño, volviéndose hacia el chico.

–Akia le llama, míster.

–¿Sí...? –preguntó expectante el aludido a través del móvil, mientras acariciaba con gesto tierno la cabeza del muchacho.

–Debes venir lo antes posible a la oficina.

–¿Problemas?

–Todo lo contrario. Te van a felicitar por el trabajo.

–¿El presidente?

–No, Eizan, él jamás reconocería mérito alguno a un extranjero, pero ha permitido al Secretario de Estado que te transmita su reconocimiento. Y, créeme, eso no es muy habitual.

–De acuerdo, voy hacia allí. No nos vendrá nada mal un poco de apoyo gubernamental. Necesitamos más financiación.

–¿Bromeas? Yo no esperaría demasiado, simplemente se trata de una felicitación.

–La gente se muere de hambre, Akia; no imagino otra prioridad más necesaria y vital que ésta para vuestra gente.

–Sigues siendo un soñador, Eizan. Un iluso.

Eizan no permitió que las amargas palabras de su ayudante influyeran en su estado de ánimo. Tenía una sonrisa cuando colgó el móvil. Por fin valoraban la importancia del esfuerzo que venían realizando desde hacía casi año y medio. Confiaba ahora en poder contar con los suficientes recursos para paliar la hambruna que azotaba aquella parte de África. Aún conservaba, muy fresco en su memoria, el recuerdo del primer día, de lo que se encontró cuando llegó a un país del que apenas conocía nada, salvo los interminables informes que sobre su economía y situación tuvo que aprenderse antes de ser elegido para el proyecto. Mientras viajaba mentalmente al pasado, iba camino de la oficina a través de las grandes extensiones de cultivo de maíz que conformaban la plantación.

Una de las bases principales de la alimentación del país era la harina de maíz, con la que preparaban dos de sus más importantes platos: la bota, que se ingería en el desayuno, y la sadza, que se consumía en el almuerzo y en la cena.

Observaba las caras de la gente, rostros agrietados y curtidos por el sol, pero agradecidos de poder desempeñar una labor de «dignificación del ser humano». Era un trabajo duro que realizaban de manera manual, sin prácticamente maquinaria agrícola, a lo largo de muchos meses, y que por fin tendría su reconocimiento. Quizá no consiguiera nada pero estaba decidido a solicitar ayuda financiera al Secretario de Estado. Ya había demostrado la viabilidad económica de su modelo de plantación por lo que era el momento de hacerlo extensivo a otras regiones del país. Estaba convencido de que era posible acabar con el hambre.

Zimbabue, junto con Zambia, compartía una de las maravillas de la Naturaleza, el Parque Nacional de Mosi-oa-Tunya, «el humo que truena», siendo así como llamaban sus gentes a las cataratas Victoria, Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO desde 1989. La economía del país africano se había deteriorado enormemente en la última década. Fue precisamente en este escenario cuando la visita del alto representante de la Iglesia para el continente africano sirvió para negociar la puesta en marcha del programa Edere[2] bajo la tutoría y responsabilidad de las autoridades de la comunidad cristiana de Zimbabue, ya que la Iglesia gozaba de una significativa influencia en el país africano; no en vano entre el 40 y el 45 % de los zimbabuenses eran cristianos.

En este contexto de hambruna, provocada por la reducción significativa de la superficie cultivada e incentivada por una crisis económica global y feroz, el Vaticano decidió responder a las constantes llamadas de auxilio de las autoridades eclesiásticas del país africano con la puesta en marcha de un programa subvencionado para instaurar un sistema productivo sostenible que garantizase el abastecimiento de alimentos de primera necesidad a la población.

Y eso fue lo que se encontró Eizan ese día al llegar: hambre y pobreza. En los días posteriores, se añadió otro elemento del que se nutre el infradesarrollo de los países tercermundistas: la incultura y el analfabetismo generalizado y voraz. En ese entorno se iba fraguando un triste caldo de cultivo, de desesperanza, de mendicidad, de ayuda externa de los países del mal llamado «primer mundo». En este periodo de escasas expectativas en el futuro, creció toda una generación de personas como Akia, cuyo carácter se moldeó desde la dependencia y gratitud a terceros países, pero también desde la codicia, la corrupción, las guerras... elementos que destruyen todo aquello que millones de almas trabajan por sacar adelante. Algunos de esos proyectos, por caprichos del destino, conseguían salir adelante, como era el que estaba desarrollando Akia.

Muchos meses habían transcurrido desde aquel ofrecimiento que le hiciera el padre Vincent Chassier, primo segundo por parte de madre, para que dedicara al menos una parte de su tiempo a ayudar a los demás, consciente como era del vacío interior que sentía.

Ciertamente, a esas alturas no se podía calificar la vida de Eizan como de exitosa, si por éxito se entiende conseguir un empleo estable, casarse y formar una familia y disfrutar de una jubilación entregada al cuidado de los nietos; o si ese término significa tener un trabajo fabulosamente remunerado o preocuparse por conocer el local de moda de la ciudad. La verdad era que, sin saber muy bien por qué, ni los motivos o circunstancias que le llevaron a ello, la existencia de Eizan se separó muy pronto de los cánones que rodean y envuelven, prácticamente desde el nacimiento, a la inmensa mayoría de los mortales. En efecto, su vida era inquieta, muy activa, reflejo de una de sus principales características: el inconformismo.

Se le podría definir como un tipo absolutamente normal: 1,70 de estatura, perteneciente a la explosión demográfica de finales de la década de 1.960 y principios de los 70. Hijo de familia humilde, logró estudiar Ciencias Empresariales gracias a las becas que fue obteniendo, así como al esfuerzo ímprobo de su familia. Una persona, como otras muchas, para las que el peor enemigo era la monotonía, tanto profesional como personal. Divorciado y sin hijos, había desfilado por varias empresas. En todas ellas exhibió el mismo patrón de comportamiento: éxito fulgurante en los comienzos para, a medida que transcurrían los años, ceder en su desempeño; entonces la rutina, que siempre lleva de la mano a la desidia, se abría paso para no abandonarle ya. Y Eizan lo sabía; se le reconocía muy bien. Entonces sólo le quedaba la opción de cambiar de empleo antes de que la decisión la tomaran sus jefes, lo cual había sucedido ya en alguna ocasión. Pero aunque él lo desconociera, poseía tres cualidades, dos profesionales y una personal, que le harían acreedor de la atención de las altas instancias eclesiásticas. El éxito de cada actividad que emprendía se fundamentaba en dos aspectos: su alta autoestima y una incansable constancia. Pero no menos importante era su tercera característica; de hecho, fue la determinante para su elección: su lealtad fuera de toda duda, en el sentido más amplio de la palabra y llevado a todos los ámbitos de la vida. Si Eizan se comprometía moral y personalmente con algo o alguien, entonces no hacía falta firmar ningún contrato de confidencialidad o permanencia… Él era así. Una persona en la que se podía confiar plenamente, que nunca traicionaría a las personas que hubiesen contado con él. La vinculación personal era una cuestión importante para él.

Y hacía bastante tiempo que Eizan no se sentía involucrado con nada ni con nadie.

Fue precisamente en ese periodo vacío y carente de sentido cuando ocurrió algo que cambiaría para siempre su vida. Sucedió en Navidad. Su madre había invitado a comer a un primo suyo al que no veía desde su juventud y que había decidido dedicar su vida al servicio de Dios. Durante el transcurso de esa comida, fray Vincent pudo comprobar el enorme y desaprovechado potencial de Eizan, así como su falta de dirección, lo que le hizo proponerle participar en el proyecto africano en el que actualmente se encontraba inmerso.

Un tremendo bache en el camino de tierra hizo crujir al Toyota, que aunque acostumbrado, no dejaba de quejarse cada vez que sus ruedas se hundían más de lo normal, haciendo regresar a Eizan del mundo de los recuerdos. Sonreía, consciente de que el giro que había dado su vida dos años antes con aquella decisión tenía una contraprestación impagable: mirar los rostros de aquellas personas, mezcla de agradecimiento y dignidad, era suficiente. No se dirigió directamente a la oficina. Antes tenía que hacer una parada y comunicar la noticia a la persona con quien había compartido sudores y lágrimas en aquel proyecto durante ese último año y medio; a decir verdad, el mérito era en mayor medida suyo. El todoterreno enfiló una pronunciada cuesta coronada por una docena de árboles, que se podían apreciar prácticamente desde cualquier punto de la plantación. Desde arriba era posible otear la gran extensión de terreno cultivado. Siempre que tenía un rato se retiraba a reflexionar allí; le agradaba sobremanera observar los amaneceres y las puestas de sol. En ambos momentos, y durante apenas veinte minutos, se producía lo que él definía como la «hora mágica», aquélla en la que todo parece fundirse, en la que los colores se difuminan, se mezclan, y el mundo adquiere una tonalidad maravillosa, semireal. Son instantes, fracciones de tiempo que uno debería aprovechar para reflexionar y admirar el milagro de la vida. Eizan debía disfrutarlo mientras pudiese pues en su convencimiento estaba que, en cuanto las autoridades descubrieran el placer y satisfacción que producían, sería cuestión de plazos burocráticos que fiscalizaran tales eventos naturales.

Y las puestas de sol son preciosas en África.

Desde arriba, y prácticamente en el centro de toda la extensión cultivada, podía apreciarse nítidamente una pequeña ermita, sencilla, humilde y acogedora, con las paredes pintadas en tono crema. Su estructura, sustentada sobre travesaños de madera y adobe, le confería un aire misionero que no dejaba lugar a dudas sobre su función. Estaba rodeada de grandes y frondosos árboles y su campanario albergaba la llamada que se producía todos los domingos por la mañana para convocar al acto de curación de las almas. Ciertamente, en aquella región del planeta alejada de la mano de Dios, era tremendamente reconfortante oír el sonido de las campanadas por toda la planicie. Siempre que el tiempo y los quehaceres se lo permitían, Eizan asistía a misa. Pero aquel día no era domingo y el ruido del motor del Toyota al traspasar las puertas de la ermita alertó a su morador circunstancial, el padre Gabrielle Allegri, el misionero italiano con el que Eizan compartía la responsabilidad del programa Edere.

–¡Padre, Padre...!

–¡Detrás, Eizan, estamos en el jardín! –contestó el clérigo, mientras continuaba con sus explicaciones a un numeroso grupo de hombres y mujeres sobre cómo funcionaba el sistema de riego por goteo.

Eizan atravesó la iglesia prácticamente corriendo, mucho más rápido de lo que el decoro y el culto en lugar sagrado demandan, pero la alegría y el entusiasmo se habían apoderado de él y quería compartirlos lo antes posible con su compañero de fatigas.

–Lo conseguimos, Gabrielle, lo conseguimos –dijo mientras cruzaba la salida exterior al pequeño jardín que había en la parte trasera de la ermita.

–¿A qué te refieres, Eizan?

–A nuestro trabajo, a nuestro esfuerzo, a todo esto...
–continuó de manera irreflexiva observado por las personas que asistían a las clases de Gabrielle–. A toda esta gente...

–Creo que no te sigo.

–Me acaba de llamar Akia. Parece que el gobierno nos va a felicitar por la plantación. ¿Sabes lo que eso significa? Por fin hemos dejado de ser invisibles, Gabrielle.

–Me alegro por ti, hijo mío, ya te dije que la satisfacción que encontrarías entre estas personas no te la ofrecería el mundo civilizado.

–¿Tienes la menor idea de las implicaciones de esto? Podremos exportar este modelo a otras regiones, a otras zonas... Todo se reduce ahora a que nos acepten la petición de financiación.

–¿De verdad crees que ahora nos la darán...? –Un esperanzado Gabrielle temió terminar la frase

–Lo solicitaré de nuevo, Gabrielle. Quizá ahora me escuchen; supongo que soy tan estúpido como para seguir creyendo en la bondad del ser humano.

–Con eso siempre hay que contar hijo mío, siempre.

–Perdóneme, Padre, pero no soy tan optimista como usted. Me cuesta creer que existan personas que prefieren destinar ingentes fondos, que ni siquiera poseen, a emprender guerras que nunca ganarán. ¿Por qué anteponen su enriquecimiento personal al bienestar de sus pueblos?

–Inescrutables son los caminos del Señor, Eizan. ¿Quién te dice que esto no es necesario para que personas como tú estén aquí?

–Gabrielle, espero que Dios no sea tan irónico como para que para salvar unas pocas almas, condene no sólo las de muchos gobiernos corruptos ansiosos de poder, sino también las de tantos inocentes a vivir en la pobreza y el analfabetismo y a morir en el olvido.

–¿Por qué eres incapaz de ver la esperanza?

–Hay tantas cosas que cambiaría... –sentenció Eizan, mientras se giraba y emprendía el camino de vuelta a la oficina.

II

Ciudad del Vaticano

Oficina para la Alta Representación de la Iglesia Católica con la ONU

El despacho era enorme. Todo estaba prácticamente forrado en roble envejecido. Era obvio que se pretendía dar majestuosidad al entorno, lo que sin duda genera pleitesía y subordinación en el visitante y el peticionario. Esta forma de proceder es históricamente tan característica como el origen de la diplomacia o las negociaciones comerciales, donde cierto tipo de personas desean mantener una posición de fuerza que abrume al invitado desde el momento mismo de acceso a la estancia. Es el lenguaje no verbal de la intimidación, del vasallaje.

–Buenos días, monseñor –saludó formalmente mientras se ponía de pie la secretaria personal del prelado de honor, Nicolás Dasso.

El ya casi sexagenario monseñor era un hombre de oratoria diplomática, como es costumbre en quienes adquieren un determinado estatus en la carrera eclesiástica. Tenía abundante cabello moreno y un cuerpo atlético que guardaba una forma excepcional para su edad y oficio. Para mantenerlo realizaba pequeñas carreras a primera hora de la mañana, siempre que sus ocupaciones se lo permitían.

De costumbres distraídas, gustaba de los placeres de la vida, sin renunciar a ninguno.

–De buenos nada, Erika. ¡Malditos dirigentes comunistas! –espetó indignado el clérigo–. No pensarán que la Iglesia se cruzará de brazos y renunciará a semejante mercado por temor a sus tiranos responsables. ¿No quieren liderar el mundo? ¡Pues eso tiene un precio! –exclamaba mientras se dirigía hacia su despacho.

Era obvio que la reunión del día anterior con el embajador chino no había resultado todo lo satisfactoria que hubiese deseado. Las autoridades del inmenso país asiático no iban a facilitar en absoluto el adoctrinamiento que monseñor Dasso pretendía.

–¿Algo digno de mención? –preguntó con soberbia el insigne clérigo.

–Nada, monseñor –respondió ella de manera sumamente insinuante–. Excepto por la insistencia de Sarah.

–¿Quién?

–La secretaria del señor Da Silva.

–¿Y qué deseaba?

–No quiso indicármelo.

–¿Y qué tiene de extraño?

–Ha intentado localizarle tres veces.

–Póngame con ella, por favor –ordenó intrigado Nicolás.

Mientras esperaba la comunicación, Erika sacó un pequeño espejo del cajón de su mesa, con ayuda del cual se acicalaba una y otra vez su larga melena castaña, casi negra, y se dispuso a repasar el carmín de sus carnosos labios. Aquel entorno se caracterizaba por la sobriedad en el vestir: trajes de chaqueta de falda o pantalón. Sin embargo, la secretaria dominaba a la perfección la técnica de convertir una falda austera y burocrática en una prenda sexy y mucho más corta que lo requerido por el decoro del lugar. Le gustaba ser una mujer coqueta y tenía muy claros sus objetivos en la vida. Procedente de una acomodada familia burguesa, siempre soñó con llegar más lejos que su padre. Y no se le ocurría mejor modo para ello que explotar los atributos con que la Naturaleza la había dotado. Su experiencia con algún que otro alto representante eclesiástico de moral relajada lo avalaba. Y ahora, por fin, tenía un buen puesto, fruto de la discreción con la que disfrutaba de los favores de monseñor.

El sonido del teléfono la rescató de tan servil pensamiento. Habían establecido conexión con Sarah, por lo que procedió de inmediato a transferírsela al prelado.

–Buenas tardes, señorita –saludó el clérigo.

Durante apenas dos minutos monseñor no hizo otra cosa que escuchar las indicaciones que le transmitían por teléfono, algo a lo que no estaba realmente habituado, pues lo normal era que él hablara y los demás asintieran.

–Entiendo. Dígale que allí estaré.

A continuación se abrió la puerta de acceso al despacho de Erika quien, de manera acostumbrada y protocolaria, se puso inmediatamente en pie.

–Por favor, encuéntreme un pasaje para Río de Janeiro lo antes posible.

–¿Para esta misma semana, monseñor?

–Para esta misma tarde, Erika. Y por cierto, bonito traje. Reserve mejor dos pasajes, tal vez la necesite.

Si hay algo que denota que los humanos apenas hemos cambiado en miles de años de evolución es nuestra torpeza para desvincularnos del poder y la atracción de nuestros más bajos instintos. Seguimos siendo animales, y eso era algo que tenía muy claro Erika. Debajo de la sotana negra y del fajín rosa del prelado se escondía, como en la inmensa mayoría de los mortales, una baja pasión. Fuera como fuese, Erika había comprobado que cuanto más alto era el puesto alcanzado por su dueño, menor era su voluntad por reprimir dicho sentimiento, y ella se encargaba de favorecer la exteriorización de tan carnales deseos.

III

Río de Janeiro

Eran las 21.00 horas cuando el jet privado del Secretario General de la ONU aterrizó en el aeropuerto de Santos Dumont. El equipo de seguridad se había decantado por éste en vez del aeropuerto internacional de Galeão, ya que las instrucciones de Nelson habían sido muy claras: discreción absoluta, nada de prensa y ningún recibimiento político.

A decir verdad, se trataba de una visita privada, nada oficial, pues el motivo del viaje era una entrevista que no debía despertar la más mínima sospecha. El Santos Dumont era perfecto ya que su función principal era operar viajes domésticos, por lo que el avión pasaría desapercibido entre los numerosos vuelos privados que se realizaban en el devenir diario del aeródromo.

Según sus propias indicaciones sólo le acompañarían dos guardaespaldas, el equipo mínimo e imprescindible que el jefe de seguridad estaría dispuesto a aceptar, ya que desde un principio se descartó la posibilidad de que el alto mandatario viajara solo, como si se tratara de un turista más por la ciudad. Su valor y representatividad en el mundo diplomático eran demasiado relevantes como para permitir que un atraco o una reyerta pusiese fin por azar a un destino diferente para el mundo.

Al pie del avión les esperaba un vehículo blindado con lunas tintadas, el más disimulado que pudieron encontrar. Los dos guardaespaldas se sentaron en la parte delantera, de paisano, sin trajes, corbatas o gafas delatoras de la importancia del pasajero. En la parte trasera, Nelson recibía la confirmación de su secretaria de que Nicolás esperaba en el lugar convenido.

Eran las 21.50 horas cuando Nelson cruzó la puerta de la catedral de Petrópolis. Al igual que hacía siempre que entraba en un recinto sagrado, se santiguó. Recordó lo que muchas veces le había impresionado de pequeño: la belleza del edificio. Era un gran amante de la arquitectura, sobre todo de la clásica. No podía dejar de preguntarse cómo era posible que, con las limitaciones técnicas y humanas que tenían antaño, se pudiesen haber construido maravillas como aquélla. De repente, el sonido de unos pasos que avanzaban le rescataron de sus inquietudes arquitectónicas. Era Nicolás Dasso que venía a recibirle.

–Buenas noches, señor Secretario.

–Buenas noches, monseñor –contestó él haciendo una reverencia.

–Llámeme Nicolás, por favor. Evitemos los formulismos. ¿De acuerdo, Nelson?

El aludido prefirió no contestar, no queriendo ofender con una respuesta negativa, por lo que simplemente ignoró la apreciación.

–Espero no haberos causado demasiados problemas teniendo que abrir la catedral a estas horas –se apresuró a excusarse.

–En absoluto, quedaos tranquilo. No tuve más que telefonear al responsable de la diócesis. En ocasiones viene bien residir en el Vaticano.

–¿Os gusta la catedral?

–Sí, es bonita y con más capacidad de lo que pensaba. Que no sea por falta de sitio no poder salvar el máximo número de almas.

–¿Su Ilustrísima no la conocía? –preguntó extrañado Nelson.

–En absoluto. ¿Acaso creéis que debo conocer las diócesis de toda Sudamérica? –dijo con petulancia monseñor–. A decir verdad, salvo las de mi querida Argentina, sólo conozco con cierto detalle las nuestras del Vaticano.

Al secretario de Naciones Unidas no le gustó cómo sonó aquel «nuestras». Era un término demasiado posesivo para referirse a las casas de Dios. Prefirió no seguir divagando sobre tales dilemas y centrarse en el objetivo que le había llevado hasta allí. Agarró por el brazo a Nicolás y le invitó a sentarse en la primera fila de bancos, justo delante del altar.

–Necesito que me hagáis un favor: quiero que me pongáis en contacto con alguien.

–¿Quién?

–¿Recordáis esas dotaciones que me venís solicitando cada vez que tenéis ocasión?

–Y que me habéis prometido estudiar con cariño. Pero no veo dónde queréis ir a...

–En cierta ocasión me comentasteis, como ejemplo de la obra y milagros de nuestro Señor, los resultados del trabajo desarrollado por el familiar de un fraile de vuestra congregación. Me hablásteis entonces de cómo se puede llegar a salvar el alma...

–¿Necesitáis salvar la vuestra, señor Secretario?

–Sí, monseñor –dijo convencido Nelson.

–¿Qué habéis hecho, hijo mío? –preguntó intrigado el prelado–. ¿Deseáis hablar en confesión?

–No es ese tipo de salvación a la que me refiero, monseñor. Necesito que me presentéis a ese joven que está obrando maravillas sin apenas recursos por esas misiones vuestras.

–¿Cómo? ¿Quién decís?

–Vincent, creo que se llamaba. Francés, ¿verdad?

Monseñor Nicolás no salía de su asombro. ¿Cómo era posible que Nelson recordase las conversaciones que habían tenido durante las cenas en las escasas ocasiones en las que habían tenido oportunidad de estar juntos?

–Vincent Chassier procede de nuestra congregación en Francia; ahora trabaja para mí en el Vaticano –contestó con la mirada perdida por el asombro–. Os referís a su sobrino...

–¿No recordáis su nombre?

–No pretenderéis, señor Da Silva, que recuerde todos y cada uno de los nombres del personal a mi cargo, ¿verdad?

–¿Dónde se encuentra ahora?

–Supongo que en la misión de África. ¿Me explicaréis el motivo de tal petición o pensáis acaso que debo adivinarlo por influencia divina?

–Tengo intención de preparar una comisión de trabajo para la ONU y quiero a ese joven en el equipo.

–¿Y para eso es necesario que nos hayamos reunido clandestinamente? Hubiera bastado con que me lo hubieseis solicitado por teléfono o en nuestra próxima reunión de trabajo prevista para el...

–Dicha comisión no existe. ¿Entendéis ahora, prelado? Debe mantenerse en el más estricto de los secretos. La comisión es idea mía; el chico trabajará en un proyecto especial que le encargaré para la institución pero que no figurará bajo el amparo de las Naciones Unidas.

–¿Ah no? –inquirió monseñor, más por cotillear que por otra cosa, mirando hacia atrás para cerciorarse de que no había nadie en la catedral que pudiese escucharles.

–Su Ilustrísima puede estar tranquilo, nadie puede oírnos; mis hombres están fuera. No me preguntéis si no queréis obtener una negativa por respuesta. No os puedo indicar el contenido ni el objetivo de dicha comisión. Pero os diré algo: si realmente sois creyente, os pido que recéis porque ese joven tenga éxito.

Nelson recibió la confirmación de Nicolás, le pondría en contacto con Eizan. Se despidieron con un simple apretón de manos y monseñor abandonó el lugar. Él se quedó un rato más.

Se arrodilló y rezó.

Camino del Vaticano, el prelado Di Masso no hacía otra cosa más que repasar mentalmente la conversación que acababa de mantener con el Secretario General. Además de generarle una gran incertidumbre e interés, había cuestiones que no le cuadraban. Sabía que Nelson no le había contado todo.

¿Cómo era posible que le citase con tanta urgencia para que le presentase a un insignificante integrante de una misión cuyo único mérito había sido servir de tema de conversación en la sobremesa de uno de sus convites? No lo podía creer. Tenía que haber algo más. Necesitaba introducir en esa comisión a alguien que le mantuviese informado de primera mano. Pero, ¿a quién? En ese preciso momento, su secretaria, enfundada en un traje dos tallas más pequeño del que realmente le correspondía, pasó por delante de su cara. La estrechez del pasillo del jet privado, junto con la malicia de Erika, hicieron que su trasero desfilara a escasos centímetros de la cara de monseñor. Ella se dirigió hacia unas cortinas que colgaban de un riel del techo para correrlas y hacer más íntimo el habitáculo, ocultando de la vista de los pilotos el espectáculo que sin duda iba a producirse durante el trayecto Roma y que Erika confiaba que contase con «varias representaciones». Encandilado, monseñor Nicolás alejó sus pensamientos para abandonarse al placer de la carne.

Bien distinto era el transcurrir del viaje de Nelson hacia Nueva York. Su cabeza divagaba sobre su proceder. ¿Estaría obrando bien? ¿La gente entendería su modo de actuar? O, cuando todo se hiciese público, pensarían que su objetivo había sido perpetuar su nombre… Pero eso lo tendría que decidir la Historia, él debía centrarse en seguir el plan de la mejor manera posible. En un mundo con tanta tecnología y personal burocrático, era difícil mantener nada en secreto. Los espías y las personas que se dedican a contar, confabular y tergiversar lo que ocurría abundan en organismos como la ONU. Nelson debía jugar de manera maestra sus cartas y aun así, no tenía garantías de éxito. Aunque podía haber pedido la información sobre Eizan por teléfono, necesitaba una puesta en escena que centrase las futuras filtraciones en la comisión de trabajo. Porque si de algo estaba completamente seguro, era de que tanto las grandes potencias como la Iglesia no iban a mantenerse al margen de lo que estaba planificando.

Y él no iba a permitir injerencias de nadie. Ni de políticos de potencias denostadas y ancladas a una historia y a un proceder anacrónicos, ni tampoco de una Iglesia que era lo más alejado de la idea que tenía él de la fe, la religión, la caridad y la ayuda a los más necesitados. ¿Quién podía sentirse representado por esos “ilustres clérigos” que vivían en residencias de lujo con personal para las labores domésticas? ¿Dónde se encontraban la austeridad y el amor al prójimo? Desde el mismo momento en que la Iglesia se politizó, dejó de ser religión; dejó de ser representante de los valores que hacen digna la memoria de Jesús. Nelson pensaba que el ser creyente y buen católico se demostraba día a día, siendo buena persona, pero de corazón, no sólo de palabra, intentando construir un mundo mejor no únicamente para los que lo habitamos, sino para los que están por venir. No, decididamente Nelson no creía en la Iglesia actual; no sentía apego ni sentía orgullo por el modo de proceder de sus representantes.

Y qué decir de los políticos. Estaba convencido, (igual que una gran cantidad de ciudadanos de todo el mundo), de que los organismos internacionales, siendo la ONU su mayor exponente, no funcionaban pues estaban demasiado sometidos al ansia lucrativa del ser humano, a la gigantesca rueda de los favores debidos y de los intereses creados; de que había demasiado poder en manos de lobbies, encargados de contratar a los políticos a los que previamente han presionado, y que por su parte manipularán a los que les sucedan.

Lejos de proporcionarnos una mayor calidad de vida, el sistema que rige el mundo actual incrementa la presión que sentimos, lo que desemboca en un estado de ansiedad y estrés que nada tienen que ver con el grado de felicidad y bienestar al que todo ser humano tiene derecho.

Pero, a los dirigentes mundiales y a los políticos, no les interesa tener a la masa alterada buscando una autorrealización que ponga en riesgo su particular estado de bienestar. Es mejor tener a todas las ovejas a buen recaudo en el redil de un endeudamiento que no pueden permitirse en artículos que no necesitan.

Endeudamiento. Las argollas de la esclavitud del siglo xxi.

¿Cómo se comprende sino que haya una crisis económica de dimensiones inimaginables, no declaradas en su totalidad, provocadas por un ineficiente, insolidario y egoísta sistema sin que ello haya provocado una revolución social de consecuencias proporcionales?

Llegados a este punto uno el alto funcionario se cuestionaba la viabilidad de algún sistema diferente de funcionamiento, un engranaje distinto de la realidad, que representara un cambio total de la escala de valores personales y, por añadidura, colectivos.

Sin duda alguna, el trayecto de Nelson era muy diferente del de monseñor Nicolás Dasso.

IV

Manhattan, Nueva York

Sede de la ONU. Despacho norteamericano.

Allan Milton trataba de mantener la compostura mientras ponía al corriente al Secretario de Estado, John Stanford, de los últimos acontecimientos. En la dependencia se encontraban también su secretaria y su colaborador más cercano. En la pared central del despacho, un enorme cuadro con la foto del presidente de Estados Unidos. Sobre la mesa, dos banderas pequeñas flanqueaban el portafolios que dejaba a diario su asistente para que Allan firmase los documentos que contenía. A su espalda, y como queriendo ondear en cualquier momento, dos enormes estandartes colgaban de sendos soportes dorados, el norteamericana y el de Naciones Unidas.

Antes de sentarse en su silla, siempre dedicaba a su emblema nacional una mirada de varios segundos. Era como una especie de rito diario, un tributo mental a la nación que tanto le había dado y que servía no sólo a los intereses de sus compatriotas sino también, en su opinión, al mantenimiento del orden mundial. Este experimentado político había dedicado toda su vida al servicio de la nación, la tierra de los sueños y las oportunidades, sacrificando en no pocas ocasiones su vida personal.

Los sofás que decoraban la estancia alrededor de una mesa amplia y bajita eran del más puro estilo norteamericano, grandes y amplios, con acabados en piel de tono oscuro. En ellos, alrededor de cafés servidos, se había negociado y decidido el destino de no pocos países aspirantes a democracias incipientes y también de otros de mayor recorrido constitucional.

–Sí, señor Secretario, lo sé. Pero cada uno debe hacerse responsable de su trabajo y... sí, señor, espero –contestó de manera inusualmente paciente Allan. Y mientras aguardaba el retorno del Secretario Stanford se dirigió a los miembros de su equipo diplomático–: ¿Qué tal estaba el campo ayer, Peter?

–Excepcional, dos bajo par. Pero hubo un momento en que no sabía si estaba jugando al golf o a punto de tomar el metro en el Rockefeller Center en plena hora punta.

–¿Dos bajo par? ¿Acaso has estado practicando a mis espaldas?

–Deberían hacer algo respecto a este deporte. Se está masificando demasiado. Tal vez ha llegado el momento de establecer algún tipo de restricción, de dificultar su acceso.

–¡No seas elitista! Con tu edad suspirábamos porque construyesen campos. Ahora los tenemos hasta municipales.

–¡Mejor aún, ya sé! Incrementar las cuotas de acceso hasta despoblarlo. ¿Crees que podría proponerse a la Asamblea? Pues nos volvemos a reunir en un par de semanas –afirmó irónicamente Peter.

–¿Tan pronto?

–Quieren negociar las sanciones a Corea del Norte.

–Hijos de... Se lo advertimos, les dijimos que no la construyeran. ¿Para qué necesitan una nueva planta nuclear? ¿Acaso no tienen ya suficiente respaldo de los rusos?

–Intentaremos no negociar una rebaja –dijo ya serio Peter, dejando aparte las bromas.

–Deberíamos dar ejemplo al mundo entero; ya hay demasiadas armas para destruirnos mil veces. ¡Joder! Llegará un momento en que nos resultará imposible tenerlas todas controladas. ¿Es que nadie más es consciente de ello? ¡No se negocia, Peter! –advirtió Allan, mientras le señalaba con el dedo–. Quiero las máximas sanciones para esos enanos de ojos rasgados. ¡Debemos atar en corto las aspiraciones de los rusos!

Aunque hacía ya más de dos décadas de la caída del bloque soviético, Allan seguía siendo de la vieja escuela, por lo que la reminiscencia al Telón de Acero seguía constituyendo para él un regusto amargo en el recuerdo; y no se acostumbraba a la nueva realidad rusa.

–Sí, señor Secretario, sigo aquí... de acuerdo... John. Le comentaba que esos ineptos de la CIA la han vuelto a cagar. ¿Cómo podemos pretender que no nos salpiquen sus errores si no supieron tan siquiera evaluar correctamente a un candidato?

Por el serio cariz que estaba tomando la conversación, el diplomático prefirió que ninguno de sus dos empleados escuchase ni una palabra más; no deseaba ponerles en una situación comprometida, por lo que a un gesto suyo abandonaron el despacho, mientras él continuó conversando con el Secretario de Estado.

–No creo que vaya más allá, pero su actitud no es la más afín. Sí, John, lo sé... no podemos permitirlo.

De repente, silencio.

Allan escuchaba estupefacto las indicaciones que le estaban dando. Incrédulo, intentó buscar una confirmación sobre la comprensión correcta del mensaje.

–¿Le estoy entendiendo bien? Si se entera la prensa va a ser un auténtico escándalo. Esto nos puede estallar en la cara, John. Si algo sale mal... No puede ser ninguno de nuestros hombres, tendremos que utilizar al ruso...

La conversación apenas duró un par de minutos más. Una vez hubo terminado, Allan pidió por teléfono a su secretaria que le organizase una reunión con carácter de urgencia con los representantes de Reino Unido y Francia, los señores James Doyle y Étienne Betancourt.

El semblante circunspecto y pensativo del diplomático no hacía presagiar nada bueno. No le estaba agradando en absoluto el rumbo que estaban tomando los acontecimientos. Una vez que interviniese Washington, sería muy complicado controlar, y mucho menos prever, una solución «doméstica» al asunto.

Si había algo que adoraba con el transcurso de los años, era poder actuar con cierta autonomía. El tener cierto margen de maniobra era algo que se había ganado a pulso a lo largo de su dilatada carrera diplomática. Sin embargo, en aquella ocasión no se estaba hablando de trabajos menores; no se trataba de realizar acciones de espionaje a miembros de algún cuerpo diplomático, o de negociar la instauración de un gobierno títere en una determinada región de creciente interés para los objetivos estratégicos nacionales.

Ahora se estaba hablando de una auténtica revolución institucional, promovida por un iluso enajenado, ni más ni menos que un visionario con deseos de modificar el mundo. Si había algo que Allan no soportaba eran los irresponsables.

Soñadores...

¡Qué sencillo resultaba desatar la tormenta! Pero, una vez desencadenada, ¿quién arreglaría los destrozos? ¿Quién se encargaría de asumir la organización de la reconstrucción? ¿Los soñadores? No. Ellos siempre encienden la mecha de las revoluciones, pero son otros los que se quedan para recoger los pedazos que provocan sus explosiones.

Él siempre había temido a individuos como aquél, de ideales elevados y sentido de la justicia desenfrenado, que no pensaban en las consecuencias de sus actos porque siempre daban por hecho que sus objetivos justificaban unas actuaciones cuyas reacciones eran impredecibles y que desembocaban, en la mayoría de las ocasiones, en sistemas de gobierno más autoritarios y rígidos que los que pretendían derrocar.

Su amplio bagaje político le servía para poder reconocer que muchos años habían transcurrido desde la última confrontación mundial. Estaba convencido de que el actual «sistema» era el menos malo, o al menos el más indicado, para conservar el actual statu quo de las cosas.

No estaba dispuesto a que un charlatán terminara con siete décadas de paz y tranquilidad.

V

Zimbabue

Plantación africana del programa Edere

Era el día. Habían transcurrido un par de jornadas desde que Akia le dio la noticia. Faltaban apenas unos minutos para que el Secretario de Estado llegase a la plantación. Por la mañana había estado redactando el informe mensual que mandaba a fray Vincent al Vaticano, anticipándole sus intenciones. Cuando le dio al botón de enviar sintió una enorme satisfacción; por fin su tío recibiría noticias agradables, acostumbrado siempre a que le llegaran peticiones.

Era mucho lo que se jugaban, el esfuerzo de tantos meses, de tantas personas anónimas, de tantos brazos partidos por el trabajo y dorados por el sol.

Por fin las autoridades parecían darse cuenta de los resultados obtenidos. Cambiar el destino de miles, tal vez millones, de personas. Lograr su autonomía e independencia alimentaria era el objetivo principal del proyecto, y responsabilidad de Eizan el que lo lograran.

¿Se habría vuelto permeable esa capa corrupta e injusta de la que se rodean los aparatos del Estado de todas las democracias en vías de desarrollo? Era pronto para saberlo, pero parecía que el gobierno tenía buenas intenciones.

Las oficinas del programa Edere estaban constituidas por un pequeño despacho que se encontraba en una larga cabaña de madera dividida en varias secciones. Tanto Eizan como el padre Gabrielle habían tenido claro desde el principio del proyecto que no sólo sería suficiente con alimentar a aquellas personas.

No bastaba con nutrirles, querían dotarles de orgullo y dignidad. Deseaban ofrecerles esperanza y un futuro creíble y sostenible.

Antes de iniciar la construcción, decidieron cuáles serían los servicios y actividades con las que deseaban contar. Se decantaron por una sola planta, alargada, con una longitud de quinientos metros, una altura media de siete y una anchura de diez metros. Según los constructores, con esa estructura el coste se reduciría considerablemente y se acortarían significativamente los plazos de ejecución, ya que se evitaría la tediosa tarea de construir pilares. De inmediato, quedaron definidas las secciones. Debía contener un pequeño hospital para las curas más urgentes, no sólo de los trabajadores de la plantación, sino también de sus familias. Con el transcurso de los meses, y conociendo poco a poco la infraestructura sanitaria del país, Eizan comprendió que el hospital no podía limitarse a dar cobertura al grupo inicialmente previsto, sino que debería abrir sus puertas a la población circundante, carente de cualquier servicio sanitario elemental. La gente hacía cola a diario durante varias horas para ser atendida, trabajase o no en la plantación. Familias enteras se desplazaban durante largos trayectos para ser tratados por el único equipo médico que existía en aquella región; en ocasiones, con el brote de alguna epidemia, la cola desbordaba por completo la sala de espera y llegaba a rodear todo el edificio. El hospital enseguida se quedó pequeño y escaso de medios, por lo que tuvieron que destinar a su ampliación y equipamiento parte de los recursos que necesitaban otras partidas presupuestarias, como eran las oficinas o la renovación del parque automovilístico, que quedaron limitados a una pequeña estancia con los servicios mínimos para operar: fax, teléfono, un antiguo ordenador de sobremesa y un portátil, con conexión a Internet siempre que el satélite lo permitiera, lo cual no siempre estaba garantizado. La flota de vehículos quedó reducida a un más que amortizado tractor John Deere, transportado desde Europa por una ONG, un viejo Toyota todoterreno con marcas de haber estado en mil y una batallas, y una pequeña furgoneta que hacía las veces de ambulancia.

Detrás del hospital se habían habilitado un par de aulas. Eizan y el Padre Allegri se encontraron al llegar analfabetismo en su grado más extenso. El objetivo original era que una de las clases se destinase a la formación de los trabajadores y la otra a la educación de los niños, a modo de escuela. Pero al igual que sucedió con el hospital, pronto se vio que las necesidades de aquella región eran superiores a lo previsto, por lo que hubo que destinar ambas estancias a la prioritaria tarea de educar a niños y jóvenes, de modo que la formación de trabajadores tuvo que trasladarse al patio trasero de la ermita de fray Gabrielle.

Contiguos a las aulas, se encontraban las oficinas y la zona dedicada a la producción de la propia plantación, es decir, el área dedicada a recogida, manipulado, envasado y etiquetado, tanto para distribuir a otras zonas del país como para el consumo propio de todas aquellas familias que dependían, directa o indirectamente, del proyecto humanitario. Eizan quiso dar un paso más allá y reservó un pequeño espacio para lo que él definió como el embrión de la investigación y desarrollo de esa retrasada y olvidada tierra de Dios: un pequeño laboratorio cuyo objetivo original era poder combatir las plagas que, de manera regular, amenazaban las cosechas. Ya tenía bastante avanzadas conversaciones para iniciar un convenio de colaboración con la universidad de la capital del pequeño país africano, de tal modo que sus estudiantes tuviesen un laboratorio donde poner en práctica sus conocimientos sobre nuevos tipos de cultivo que mejorasen no sólo la calidad de las cosechas, sino también la productividad de los campos, con el objetivo de poder erradicar de manera definitiva el hambre en esa parte del país.

Efectivamente, mucho habían trabajado el Padre Allegri y Eizan, pero infinitamente mayor era la recompensa de ver cómo crecía un modelo de desarrollo sostenible que requería apenas un pequeño capital inicial. Ambos deseaban con todas sus fuerzas que las autoridades se hubiesen percatado del enorme potencial de aquel sistema.

Sí, la visita del Secretario de Estado debía ser el espaldarazo definitivo a un modelo que podía ser exportado.

Eizan, fray Gabrielle y una pequeña representación del resto de integrantes del equipo que conformaba el proyecto –entre ellos Akia, como responsable del laboratorio, el médico a cuyo cargo estaba el hospital y la maestra– se encontraban de pie, delante del edificio, esperando en fila india. Así de claras fueron las instrucciones del responsable de protocolo, quien junto con los miembros de la avanzadilla de seguridad, también aguardaba al alto representante del gobierno.

Quince minutos más tuvieron que pasar para que el polvo que levantaban los coches anunciase la inminente llegada de la comitiva. Eran cuatro los todoterreno que la componían, nuevos y con las lunas tintadas en su totalidad.

Se detuvieron a la altura de quienes les estaban esperando. Del segundo vehículo salió el Secretario, que fue directo a saludar al primero de la fila.

–¡Felicidades! mi querido amigo. Por fin tengo el placer de conocerle.

–Muchas gracias, señor Secretario –agradeció Eizan, mientras extendía la mano para saludarle.

–De camino he podido comprobar el excelente estado de la plantación. Estoy realmente impresionado.

–En realidad, todo esto es mérito de centenares de personas que cada día se levantan con el ánimo de exprimir la vida a esta tierra.

–No sea humilde, señor Eizan, cada uno tiene su responsabilidad en este éxito –respondió agradecido el político mientras se dirigía a saludar al siguiente de la fila.

–El Padre Gabrielle Allegri, señor –presentó Eizan, al tiempo que ambos se daban la mano.

–Por fin ha conseguido que me desplace hasta aquí, ¿verdad, Padre? Supongo que debemos estar agradecidos a las altas jerarquías eclesiásticas por haberles enviado a ambos a...

No pudo decir nada más. Su cabeza reventó a la vez que sonaba el disparo de un fusil. La mezcla de sangre y sesos desparramados salpicó la camisa de lino blanco de Eizan y alcanzó igualmente el hábito de Gabrielle. El cuerpo sin vida del Secretario cayó al suelo como un saco de patatas. Inmediatamente, empezaron a oírse tiros.

Gritos y más gritos.

Todo el mundo huía despavorido en todas direcciones pues nadie sabía con exactitud de dónde procedían los disparos. Los miembros de seguridad respondían con sus armas mientras se parapetaban detrás de los vehículos.

Uno de los guardaespaldas fue a ver cómo se encontraba el Secretario.

–¡Joder! –gritó el hombre mirando la cabeza abierta del diplomático.