Jhoanna Rola
Mi locura más cuerda
© 2019 Jhoanna Rola
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Foto portada: Jhoanna Rola
ISBN:  978-84-948349-9-8
Depósito legal: B 28300-2018 

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 Jhoanna Rola

Mi locura más cuerda









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 A ti, mami, por darme la vida, por enseñarme a ser valiente y creer siempre en mí; a ti, mami, por ser la mujer más valiente que ha existido nunca. A ti, Josep, amor de mi vida y de todas mis vidas, por cumplir cada palabra dada, por tus besos, por tu paciencia y por la seguridad que me brindas con solo mirarme.

Agradecimientos

Nada de esto sería posible si JM no hubiera venido a mi mundo. Ha sido mi mayor fuerza e inspiración, el motivo por el que mi vida ahora tiene un sentido.
Querido hijo, sé que ahora no sabes leer y que no puedes imaginar lo feliz que estoy de haber escrito este libro, pero guardaré un ejemplar para ti. Gracias por elegirme como madre y por sacar lo mejor de mí.
A Lorena Baño por creer en mí desde el minuto cero, por brindarme esta oportunidad, que no pude dejar pasar. 
A Joan Estapé por su paciencia y profesionalidad. 
A mis hermanas por quererme igual a pesar de la distancia, por sentirse orgullosas de mí como yo de ellas.
Y un agradecimiento especial a todos los que estáis leyendo este libro, por interesaros en conocerme más a fondo, por acompañarme en @jhoannarola cada día, por ayudarme a perseguir mi sueño... Si no lo sabéis, sois una base muy importante en  MI LOCURA MÁS CUERDA. 

Prólogo

Cierto día recibí una llamada de Lorena, una chica encantadora que había conocido en la organización de un mercado de Sitges. Había tenido la oportunidad de tomar un café con ella y enseguida supe que podía guardarla en la lista de personas transparentes, de las que yo voy coleccionando como amigas. Ese día me llamó para proponerme escribir un libro y automáticamente le pregunté: ¿Escribir un libro? ¿De qué? ¿Qué voy a contar? ¿Por qué yo? ¿Me estás gastando un broma? Lorena pensaba, tal como me contó, que yo tenía algo especial que podía transmitir a mis seguidoras mediante un libro, un medio que permite contar más cosas que en los breves y puntuales formatos de las redes sociales. Aunque inmediatamente le dije que sí, me aclaró que primero debía presentar una propuesta que, como es natural, podía ser aceptada o denegada por el comité editorial. Respondí que sí con la boca pequeña, sin dejarme llevar por el entusiasmo y no quise contarlo a nadie hasta que el proyecto fuera firme. 

Todo pasó tan rápido que todavía no puedo creer que ahora esté escribiendo estas líneas introductorias a mi biografía a pesar de mi juventud. Sin embargo, son muchas las cosas que he vivido y creo que merece la pena contarlo desde el comienzo, al menos desde las primeras vivencias que la memoria ha mantenido frescas.

No soy escritora, ni pretendo presentarme como tal. Ni en mis mejores sueños imaginé que iba a escribir un libro y menos contando detalles personales de mi vida. Si os digo la verdad, ahora que ya está escrito, aún no puedo creérmelo. ES MUY FUERTE. Estoy de acuerdo que todos tenemos una historia que contar. Yo vengo a contaros la mía, quiero que conozcáis mi parte más sensible, más loca y más valiente. Seguramente es una historia más como la de tantos colombianos que han dejado su país, como la de muchos extranjeros y muchos locos que volaron para construir mejores sueños. Probablemente hay detalles que no os cuente, porque no quiero herir corazones. Algunos nombres son ficticios, pero mi historia es real. Mi historia no termina cuando se acaben las páginas de este libro, mi historia continua, pero aquí os dejo una gran parte de mí.

 

Mis primeros años 


Si la memoria no me falla, mis primeros recuerdos se remontan a cuando tenía cinco años. En aquella época entraba en la ducha con los pantis puestos y tapándome los pechos con las manos. En mi infantil inocencia, pensaba que mi vida se mostraba en la tele como en una película,  y yo, tan pudorosa, no quería mostrar mis partes íntimas. Creo, pues, que mi libro de recuerdos, que ahora abro para vosotras, comenzó a escribirse entonces. Hay momentos que, mirando hacia atrás, veo que habría preferido ahorrarme algunas experiencias, pero, si lo pienso bien, toda vivencia, buena o mala, me ha llevado a ser la mujer que soy en la actualidad.
Os cuento. Crecí en una familia humilde, en un pueblo muy pequeño de Colombia llamado Yopal donde la gente vive principalmente de la ganadería y el cultivo de arroz. Todavía hoy conservo muy fresco el recuerdo de la casa de mi abuela. No era muy grande, no disponía de luz eléctrica, pero tenía un jardín precioso lleno de flores y mariposas que daban luz y alegría a toda la hacienda. Era nuestro lugar preferido en el mundo. Con mis hermanas nos inventábamos historias de princesas y nuestra imaginación nos llevaba a una mansión llena de lujos, de aquellas comodidades que veíamos en las telenovelas; otras veces viajábamos por carruseles a diferentes partes del mundo y otras, simplemente, nos echábamos al suelo a contemplar el cielo. Allí estábamos las cinco: mi madre, mis tres hermanas y yo. Seguramente, en aquellos días lo que más preocupaba a nuestra matriarca era el futuro de sus cuatro retoños o, más cierto todavía, se centraba en el presente, aquel duro presente del que no podía escapar. El pasado inmediato de mamá había sido especialmente duro y cruel, pues como me contó, estremeciendo mi ser, dejándome tiritando como una hoja en otoño, con dieciocho años había tenido a su hijo Ricardo que acabó perdiendo simplemente porque se lo robaron. Cuando mi mamá pensaba que iba a labrarse una vida con el padre del niño se presentó de malas maneras otra mujer embarazada. Mi madre se quedó con el pequeño Ricardo y sin pareja. Los abuelos maternos de mi hermano se hicieron cargo de él y de mi madre, hasta que un día desaparecieron del mapa y mi madre se quedó sin su querido hijito. Lo buscó desesperadamente, pero no pudo dar con él. Así eran las cosas entonces.
Recuerdo un árbol grandioso que sobresalía del techo de la casa y que, en las noches de tormenta, sus ramas susurraban a los cristales y daban vida a monstruos gigantes o al hombre con pata de palo que cada tarde se paseaba por delante de casa en bici. En un costado de una pared de la casa sobresalían unos cuantos bloques que hacían de escalera, algunas veces cuando la abuela se distraía pelando las conchas de los frijoles o cocinando, me subía allí a coger ramas de los árboles para crear castillos en el jardín. Cómo olvidar aquella mañana en la que iba con Nora (un año menor que yo) al colegio, agarradas de la mano, con nuestras mochilas, el uniforme de cuadros escoceses y unos zapatos que me recordaban a cada paso que me iban pequeños. Recuerdo esa tormenta que se cruzó repentinamente a mitad de nuestro camino; Nora y yo nos quitamos los zapatos y comenzamos a saltar charcos en calcetines. El tiempo se detuvo, nada nos importaba, ni volver a casa ni ir corriendo al cole. Éramos niñas y si la tormenta hubiera durado treinta años, todavía estaríamos allí saltando charcos al estilo Peppa Pig.
Una mañana mi madre y mi padre discutían, los gritos eran cada vez más fuertes y se oía a mi madre llorar desconsolada. Era un llanto lleno de rabia y corrimos a la puerta cuando vimos que mi padre se marchaba de casa. Llevaba en sus brazos nuestro televisor que funcionaba con batería. Nora se le colgó a una de sus piernas, no sé muy bien qué le llevó a tomar esa reacción, quizás para evitar que se marchara o para que no se llevara nuestro televisor. Carolina cargaba a Angélica en los brazos y yo me agarraba de las faldas de mi madre acompañándola en su llanto. Sabíamos que algo malo estaba pasando, ya que mis padres no solían tener ese tipo de enfrentamientos o al menos no que yo recuerde; se le oyó un grito y un rechazo con la pierna, quitándose a Nora de encima, quien a su corta edad ya empezaba a demostrar su carácter; se marchó sin que al parecer le importaran nuestras lágrimas o el dolor de mi madre, simplemente desapareció sin mirar atrás... Quizás es uno de esos días que muchos no quieren recordar, uno de esos días que cambian el futuro para siempre y que tal vez si no hubiera pasado ese suceso las líneas de esta historia probablemente no existirían o probablemente fueran diferentes. A partir de ese día todo se volvió más difícil.
Esperamos muchas tardes en el jardín a que papá volviera con el televisor y que solo hubiera ido a arreglarla, ya que, a decir verdad, la resolución no era muy buena; quizás llegaría con la sorpresa de que traía una nueva. Entre lágrimas diarias, mi madre sabía que esa sorpresa no iba a llegar. Él había decidido que tendría un nuevo hogar, al lado de la mejor amiga de mi madre, tan buena ella que, cada tarde, mientras mi madre trabajaba, nos preparaba la merienda; tan buena ella que nos cambió un pan por un padre. Puedo imaginar el dolor de la doble traición que tuvo mi madre, pero seguramente sea más de lo que pueda llegar a imaginarme. Era su amiga, la que nos cuidaba, la que nos traía galletas, era buena amiga, ¿Qué le había pasado a aquel hombre que llegaba cada tarde a jugar con sus hijas? ¿Qué le había pasado a aquel papá que corría tras sus hijas? ¿Qué le había pasado a aquel marido ejemplar? Simplemente, había volado. 
Había que afrontar un mundo nuevo, con menos dinero, con menos alegrías y sin un televisor. Ya no estaba el hombre de la casa, el que nos protegería de los monstruos y del hombre de la pata de palo. Debíamos convertirnos en guerreras y salir del jardín de mariposas. Al poco tiempo, como era de esperar, el dinero no alcanzaba a cubrir los gastos, aunque mi madre se multiplicaba por cinco para trabajar aquí y allá; no era suficiente, pero como buenas guerreras supimos ajustarnos a las verdaderas necesidades. 
Carolina, cuatro años mayor que yo, cuidaba de nosotras junto con la abuela; desempeñó su papel de hermana mayor tan bien que con solo diez años cocinaba casi mejor que yo ahora con treinta. Dentro de la escasez de alimentos, trataba de innovar siempre con el arroz. Siempre tan pendiente de nosotras, con una responsabilidad que no le correspondía y que muchas veces se tomaba tan en serio que algún tortazo nos caía. 

El tiempo todo lo cura


No hay mal que dure cien años ni cuerpo que lo resista. Al final te tienes que armar de valor y seguir adelante. Fue lo que aprendí de mi madre; tanto tiene ella que contar que, probablemente, su biografía sería un bestseller y el señor Steven Spielberg no tardaría en sacarle una película. Ella aprendió que tenía que ser valiente, era la reina de cuatro princesas que seguirían sus pasos y a quienes les llegaría el momento en que tendrían que afrontar su vida. Por ello tuvo que aceptar su presente, aunque muchas veces se le oyera llorar o su almohada estuviera cansada de oír sus atribulados pensamientos. Se hizo la idea de que sería madre y padre a la vez y que nada ni nadie le volvería a hacer daño, ni a ella ni a sus hijas. 
Mi madre tuvo claro que a sus hijas no les faltaría de nada, especialmente aquella noche que el fuego de una vela, que iluminaba nuestra oscuridad, quemó gran parte de nuestra habitación. Dormíamos las cuatro juntas después de contarnos un cuento. Milagrosamente, el fuego solo quemó álbumes de fotos que nos recordaban nuestra vida anterior en la que había un padre en casa. Ya no tendríamos nada que nos recordara que una vez habíamos sido una familia completa, ni los embarazos de mi madre de cada una de nosotras ni nuestra primera vez. ¿Y qué más daba? A decir verdad, lo que importaba en aquel momento no era la ropa que pudimos perder ni el papel que se hizo ceniza: habíamos salido ilesas y era lo que importaba; total había un recuerdo que nada ni nadie podría eliminar: una madre y sus hijas.  
Parecía que los planetas no giraban en nuestro sentido. La pareja de mi abuela murió por un cáncer de pulmón fulminante; quizás hacía tiempo que conocía el daño que infringía el tabaco, pero él era de ese tipo de hombres que sólo había ido dos veces el hospital: el día que abrió por primera vez sus ojos y el día que los cerró para siempre. Murió agonizando de dolor, ardía por dentro. Pedía ayuda a mi madre, pero ni un milagro podría haberlo salvado. Don Marcos siempre iba descalzo, era un hombre muy silencioso; nunca se le oía discutir, se sentaba en el jardín sobre una piedra a contemplar la vida acompañado de su tabaco. Vivió toda su vida al lado de mi abuela, después de que el abuelo fuera arrebatado por un ataque del corazón cuando mi madre tenía cinco años. Parecía que fuese el destino que se empeñaba en arrebatar a padres a esa edad. Con la muerte de don Marcos, se agravaron los problemas económicos. La abuela no estaba casada, por lo que no tenía ninguna pensión. Necesitaba la casa para alquilarla y con ello un problema más se le sumaba a mi madre. 
¿Quién le iba a alquilar un piso con cuatro hijas y sin un trabajo? Caminó horas y horas, esperando que alguien entendiera su situación, rezando para que la próxima puerta la abriera un ángel. La mayoría de las puertas se las cerraron en la cara, pero no se dio por vencida, tenía que convencer a alguien de que ella saldría de esa situación, era una guerrera y solo necesitaba un voto de confianza. He aquí que la persistencia, el interés y los milagros acaban bien. 
Llegada la oscuridad, mi madre tocó aquella puerta, una familia la escuchó y nos abrieron las puertas de su casa. Fue tanta su generosidad que nos ayudaron a hacer la mudanza. Por fin, desde hacía un tiempo, la vida le sonreía un poco a mi madre. Era una mujer de objetivos. El día que su marido nos dijo adiós, le pasaron dos cosas: el corazón se le rompió en mil pedazos, quiso retroceder en el tiempo y corregir el error para no tener que vivir aquel momento, pero también le recordó a la chica que con dieciséis años se quedó embarazada, que muchos le aconsejaron que abortara y ella, con valentía, decidió ser madre. ¿Quién era ella para acabar con una vida? ¿Qué culpa tendría Carolina? Era valiente y nunca recorrió un camino de flores, así que podría sacar a sus cuatro hijas adelante, pagarles un colegio, comprarles algún capricho y, claro que sí, ¡les daría una casa!
Ahora solo había que crear un mundo nuevo, ampliar los horizontes, centrarse en el presente: no había tiempo para llantos y maldiciones; no había tiempo para hacerse la víctima, el tiempo corría en contra y había que ser ágil e inteligente. En Colombia, a causa del machismo que impera desde hace muchos años, la infidelidad de los hombres es muchas veces tolerada por sus esposas. Quizás tienen miedo de afrontar toda esta avalancha de consecuencias y no permitir que se les infravalore. Aún así hay muchas madres que deciden desempeñar el rol de padre y madre a la vez. El ayuntamiento del pueblo no las desampara y desarrolla programas de ayuda para familias monoparentales. Las casas subvencionadas eran una de esas ayudas del municipio y mi madre fue seleccionada para optar a una de ellas. Para ella representó una gran alegría saber que algún día no tendría que preocuparse por no poder pagar el alquiler y por fin poder dar un techo seguro a sus hijas.   

 La ilusión de una casa propia

Para conseguir esa casa había que trabajar mucho. Mi madre, sin ningún pudor ni prejuicios, se arremangó y en los ratos libres trabajó como cualquier albañil de obra. Recuerdo sus mejillas manchadas, su cara de cansancio después de una larga jornada. Consiguió un trabajo de media jornada en la lavandería del hospital, por las tardes trabajaba de recepcionista de hotel y los fines de semana en la que sería nuestra casa. Muchos días se encontraba tan cansada que buscaba  un rincón por el hospital para hacer una pequeña siesta y retomar energía y continuar con su labor. Allí, bajo el sol abrasador, que pocas veces bajaba de los treinta grados, ladrillo a ladrillo, crecía la emoción de ver acabada la dulce morada. Entre semana le ayudaba mi tío Victor que, con el tiempo, llegó a ser un gran maestro de obra y mientras tanto le proporcionó una gran ayuda a mi madre.

Tras tanta carga y responsabilidades, muchas veces pensó que no podría con ellas. Hubo días que el dinero no llegaba para una compra necesaria, en los que la cena consistía en leche y pan; días en que no había trabajo; días en que sus hijas se enfermaban y no había dinero para medicamentos. Muchas veces se vio con el agua en el cuello, días que deseaba quedarse a dormir todo el día, hacer un stop a los problemas, a las responsabilidades, a la difícil situación de educar cuatro hijas sola. Seguramente en algún momento de desesperación quiso salir corriendo o se preguntaría qué habría hecho mal para vivir esa vida. No sé si lo habrá pensado, pero la desesperación le llevó a tomar una de las decisiones más difíciles de su vida. Posiblemente fue más dolorosa aquella decisión que el dolor que sufrió aquel día que su marido decidió olvidarse de los sueños y metas que un día se habían propuesto juntos, en que se olvidó del juntos para siempre. 

Mi madre era consciente de que no podía con todo; lo intentó, dio todo de ella y más, pero  no tenía porque llevar ella sola estas responsabilidades, no podía mantenerlo todo mientras la otra parte responsable tenía un buen trabajo y mantenía a otra familia que no era la suya. Entonces, tomó la dura decisión de hablar con William, mi padre, que seguía viviendo en el mismo pueblo, aunque nunca le viéramos. Le propuso que le pasara más dinero o se hiciera cargo de dos de sus hijas. Desgraciadamente, la segunda opción fue la acordada. Llegaron al acuerdo de que en cuanto mi madre tuviera un hogar seguro, volveríamos a estar nuevamente juntas. De la noche a la mañana pasamos de ser cinco a ser tres; nos sentíamos incompletas, faltaba la alegría de Nora por todos los rincones, los llantos de Angélica y su risa de bebé. Con el alma fuera y el corazón hecho trizas, Marta hizo las maletas de sus hijas. Ahora, cómo les podría explicar que por la noche tendrían que dormir sin ella y nos veríamos sólo los fines de semana. Muchas lágrimas e incomprensiones nos rodeaban a todas. Los adultos pensarán que éramos demasiado pequeñas para ser conscientes de ello, pero los niños absorbemos tanto la tristeza como la felicidad de nuestros padres. 

Eran situaciones difíciles de llevar, pero mi madre experimentó un gran desahogo, a pesar de que le hacía sentirse mala madre, pero también se sintió un poco aliviada al saber que dos de sus hijas vivirían en unas condiciones económicas mucho mejores que las nuestras. La hora del recreo en el colegio era nuestro momento. Mi madre se tomaba unos minutos para prepararnos el desayuno, casi siempre huevos fritos y plátano, nuestro preferido. Oíamos la campana y corríamos a la entrada del colegio, donde unas veces nos esperaba ella y otras nosotras. Se daba la casualidad que el director del colegio había sido en su tiempo profesor de mi madre; nos tenía un cariño especial y nos concedió el permiso para que mi madre cada día, en veinte minutos, desayunara con nosotras. Algunas veces se retrasaba por culpa del trabajo, pero en los últimos cinco minutos, antes de volver a sonar la campana, la veíamos asomarse, corriendo siempre con una sonrisa. 

A medida que iba pasando el tiempo y nos íbamos haciendo mayores, empezaron las burlas de algunos compañeros porque mi madre venía al colegio a traernos el desayuno en tuppers, y esto nos fue dando un poco de vergüenza. Hasta llegamos a decirle que no hacía falta que viniera, pero ella estableció un plan B. Ahora, en vez de encontrarnos a la entrada, lo hacíamos en la parte trasera del colegio, en una esquina, en donde la red que rodeaba el perímetro del colegio había cedido unos cuantos centímetros y dejaba espacio suficiente para pasar el tupper del desayuno. Nora y yo íbamos a la misma clase, por lo que siempre estuvimos muy unidas, hasta el día que nos cambiaron de colegio. Ahora los recreos eran diferentes, ya no había desayunos en familia o no nos reunía a las cinco. Mi madre repartió el turno: una vez le tocaba a ellas y otro día a nosotras. 

Cada domingo nos encontrábamos en el parque que estaba cerca de la casa de los abuelos. Volvíamos a jugar a las princesas y correr agarradas de la mano. Las despedidas eran tan duras tanto para mi madre como para cada una de nosotras y, a medida que pasaban los días, los fines de semana fueron desapareciendo, los abuelos se negaban a dejarnos ver a mis hermanas. Muchas veces llegamos  a tocar la puerta y nunca se abrió, y volvíamos a casa con un fin de semana sin verlas.

La primera vez que celebramos mi cumpleaños con globos, tarta y velas, fue cuando yo tenía diez años. Invité a mis amigas que vivían cerca y a unas cuantas del colegio. Mis hermanas no vinieron, no recuerdo por qué y no quiero preguntarle a mi madre, pero recuerdo que me hicieron mucha falta. Me viene a la memoria mi vestido de color verde manzana suave, con cuello de encaje en forma de Peter Pan. Se abrochaba por la espalda con unos botones que parecían perlas; creo que los zapatos eran de color negro. Ese día mi madre me regaló un conejo de color blanco, y Carolina, toda una señorita, repartió la tarta. Había pasado mucho tiempo, cinco años, y aún no volvíamos a estar juntas. Nos habíamos perdido prácticamente la niñez unas al lado de otras. Una hora juntas los domingos no era suficiente y tenemos la sensación de que se nos robó la posibilidad de compartir juegos y experiencias.

Esta situación debía acabar lo antes posible. Ahora que mi madre no iba tan apurada de dinero, podía pagar a una persona para las tareas de la casa. En cuanto tuviéramos un techo seguro, este fue el pacto entre nosotras, volveríamos a ser un equipo unido. Fue un proceso lento, pero después de cumplir yo diez años llegó el gran día. Por fin teníamos una casa propia, algo que no se nos olvidará a ninguna de las cinco. Era nuestro palacio, como el del jardín de mariposas, aquel que tanto habíamos soñado, aquel que mi madre nos había prometido cinco años atrás y, aunque la espera fue larga, ese día se nos borraron de la mente todos los malos momentos que habíamos pasado.

Nos fuimos las tres a por Nora y Angélica. La felicidad que sentí aquel día con tan solo diez años, no se puede explicar, pero os puedo asegurar que ese día descubrí el vuelo de las mariposas. Nos esperaban en la puerta, en casa de los abuelos, una casa blanca esquinera, con dos entradas, tan bonita, con detalles por todos lados, con dos enormes árboles de los que colgaban una hamaca, en la que descansaba el abuelo todas las tardes, junto a su perro Pilin, un “french poodle” blanco que, por sus andares pausados, se adivinaba que tenía unos cuantos años. Los abuelos por parte de mi padre no se pronunciaron mucho ante la situación de aquella pareja, pero como buenos padres, siempre estaban a favor de su hijo, cometiera errores o no. Era gente muy religiosa y en su casa siempre había una calma absoluta. A Nora y Angélica se les notaba un poco reprimidas a la hora de gritar y correr por los pasillos. Asistían todos los domingos a la iglesia evangélica. Muchas veces cambié nuestra iglesia católica por estar con ellas. La verdad es que me gustaba más aquel ambiente, ver bailar a la gente, cantar en coro, con una alegría que parecía que estuvieran en otro mundo. Además, al finalizar el culto, nos daban pan y chocolate de merienda. 

En casa no estábamos tan entregadas a la religión, pero creíamos en Dios y cada noche tocaba irnos a la cama con una oración, dando las gracias por el pan de cada día y por estar vivas. Mi madre decía que la mejor forma de agradecer la vida era haciendo el bien y no decir mentiras, pero la sensación de ser evangélica algún fin de semana, no estaba mal. Mis hermanas estrenaban ropa cada fin de semana gracias a que la tía Nelly era costurera y se le daba muy bien confeccionar ropa para niñas. Ellas eran sus musas. La tía Nelly nunca nos hizo uno de sus vestidos a Carolina ni a mí y creo que mi madre no le caía muy bien o, por lo menos, era lo que se percibía en su actitud; o tal vez se debía simplemente a su carácter; la poca proximidad que hubo entre nosotras no me permitió conocerla bien. Siempre me llamó la atención el parche que llevaba en el ojo derecho debido a un accidente doméstico cuando eran niños. Por lo visto mi padre abrió una lata de sardinas con tan mala fortuna que una esquirla fue a parar al ojo de mi tía. Me atrevería a decir que este accidente la llevó a crearse un escudo de fuerza que la retuvo en casa. 

¡Durante cuatro años mis hermanas habían conseguido un buen botín de ropa! Para hacerse una idea, solo hay que sumar casi un modelito ¡Por cada fiesta de culto! Yo estaba superagradecida con la tía Nelly, pues aunque fuera mayor que mis hermanas, yo era de talla más pequeña y podía aprovechar su ropa. La cosa cambió cuando cumplí dieciocho años, cuando “crecí” lateralmente.

En casa de los abuelos no se esperaba que llegara el día que les visitara mi madre diciendo “¡ya tenemos casa!”. No se habían portado muy bien con ella y muchas veces no le dejaron ver a sus hijas y le cerraron la puerta en la cara. Fueron muy pocas las veces que organizaron una comida para todos y solo recuerdo una. Probablemente nos invitaron a varios banquetes, pero no logro recordarlo. Atrás quedaban los portazos y las discusiones de aquellos años. Con maletas y bolsas cargadas de ropa, mis hermanas dijeron adiós a una época que ni con toda la ropa del mundo ni las mejores comodidades, les habría hecho más felices que volver a estar con su madre y sus hermanas.

Teníamos todo lo que necesitábamos en nuestra casa, sencilla, sin lujos, con dos ventanas en cada lado, una más grande que la otra y la puerta de entrada en el medio. Las ventanas no tenían cristales. De momento había que esperar unos cuantos días para ir añadiendo detalles que hacían falta, pero nada que con unas bonitas cortinas no pudiera arreglarse. Tenía tres habitaciones, una cocina pequeña, un salón y un patio de tamaño considerable para tender ropa. Posiblemente no superaba los setenta metros cuadrados, aunque sus dimensiones era lo que menos nos importaba... Aquel día habríamos sido felices en una mansión o bajo un puente.

En el álbum de recuerdos aparecen fotos de aquel día. Nora y Angelica con la melena corta, sosteniendo unos peluches, probablemente de Carolina. Todas llevamos vestidos, seguramente nuestras mejores galas. Nora y yo vamos vestidas iguales, con un vestido rosa de volantes y hombros vaporosos, abrazadas, sonriendo, porque por fin volvíamos a ser una piña. Volvimos a estudiar en el mismo colegio, a tener los mismos amigos, a tener peleas de hermanas, a tener una vida prácticamente normal.  

Me gustaba mucho crear, pintar o decorar nuestra habitación. Además siempre tuve rienda suelta para hacer mis primeros pinitos como decoradora con tan solo once años. Entre las cajas de libros encontré papel crepe rosa, seguramente de alguna actividad manual, e hice flores y mariposas. Las pegué haciendo una hilera alrededor de la habitación, enrollé las barandillas de las camas con el papel sobrante. Disponíamos de dos camas que tendríamos que compartir dos de las hermanas, y un armario que compartimos las cuatro. Era una habitación pequeña para todas, pero después de vivir tantos años separadas, nos gustaba estar así juntitas.  


Una familia de mujeres

Doña Marta, así le llamaban los vecinos, tan buena, tan cariñosa en todo momento, tan sensible y a la vez con tanto carácter, tan guapa y tan joven, nos enseñaba a perseguir nuestros sueños, a no decaer ante las adversidades, a ser agradecidas con lo poco que teníamos, a cuidarnos unas a las otras y más cuando empezábamos a ser pequeñas señoritas. Aunque nos habíamos criado en el mismo ambiente, nuestro carácter y gustos eran diferentes. Éramos como el grupo de las Spice Girls de la misma sangre. 

Carolina, la más elegante y prudente, con su nariz respingona; cada vez que sonreía se le pronunciaban dos hoyuelos en las mejillas; su pelo se extendía en  ondas, sus ojos eran saltones. Era la mayor de todas y fue la primera en conseguir el permiso para tener novio. Andrés, el más guapo del pueblo, venía a casa a recogerla en una moto, con sus jeans ajustados y su chaqueta vaquera. Estuvieron tan enamorados que fueron la envidia de muchas chicas.

Jhoanna, la rarita, la tímida, la que dijo que jamás se vestiría enseñando el ombligo (no digas nunca jamás); era la segunda de la lista, de ojos achinados, blanca como la nieve, de melena lisa y con miedo a enamorarse después de haberse enamorado del mismo chico que su hermana Nora. Su primer novio lo tuvo a los dieciocho años. No le gustaba discutir, no le gustaba mucho salir de casa, nunca le gustó ir vestida igual que sus hermanas.

Nora era un año menor que Jhoanna, pero a partir de los doce ya era más alta, y la gente se enteró de que no eran gemelas. La alegría de la fiesta. Ese lunar junto a la boca y sus pómulos predominantes la convirtieron en la más guapa del barrio. Todos se enamoraban de ella, y las chicas eran sus enemigas, prefería las clases de baile a las de matemáticas y lenguaje. Lucía una melena envidiable, con ondas que se perdían en tanto pelo castaño. Y su generosa y constante sonrisa dejaba a la vista sus predominantes incisivos de conejita. 

Angélica, ojazos verdes y la menor de la casa, disfrutó tanto de su niñez que seguramente la habría querido eterna. De rostro redondo y la más rubia de todas y un hoyuelo en su mejilla derecha, tenía unos labios tan carnosos como los de la mismísima Angelina Jolie. Hacía amigos donde iba; después de su primer amor le costó volver enamorarse y creo que prefería vivir el momento, disfrutar sin ataduras. Era un ángel libre. 

Los sermones diarios de mi madre se nos quedaron pulidos en nuestras mentes. Aprendimos que los errores forman parte de la vida, que cometeríamos muchos en el futuro, pero que tendríamos que corregirlos y ser mejores. Aprendimos que la distancia no nos alejaría nunca, que pasara lo que pasara, siempre seríamos hermanas. Aprendimos que tendríamos que ser buenas madres, que no hay nada en este mundo que sea más mágico que una madre. Aprendimos que, aunque en el mundo existen muchas reinas, nosotros tenemos la nuestra, que a pesar de tantas caídas jamás tiró la corona. 


 

Primeros amores


La adolescencia en una casa con cinco mujeres es un problema bastante serio y más cuando se tiene prácticamente la misma edad. Pasamos al mismo tiempo la pubertad. Cuando Nora y yo nos enamoramos del mismo chico, estuvimos días sin hablarnos. En la casa de al lado se había instalado hacía poco una familia con dos hermanos, uno más alto que otro y uno de ellos más sociable y coqueto. Este último se hizo muy pronto amigo de Nora, quien también era muy sociable y se le daba muy bien el trato con la gente, más que a todas nosotras. Nora no conocía la palabra vergüenza de lo lanzada que era. Yo no había cruzado palabra con ese chico y de él solo sabía lo que me contaba mi hermana. A decir verdad, era de lo más guaperas del barrio y probablemente muchas chicas estaban enamoradas de él como yo misma. Como Nora aseguraba que no le gustaba y que eran solo amigos, yo me permitía emocionarme al verlo cada mañana. Esto se acabó el día que Angélica me comentó que Nora estaba en la planta superior de nuestra casa con el vecino. Me imaginé que su primer beso, con trece años, habría sido con el chico que me gustaba. De nada habían servido los tops que exponían mi ombligo y que había prometido no usar nunca porque no se adecuaban a mi estilo. Me los puse porque era una forma de llamar la atención de nuestro vecino alto, de color canela, con labios carnosos y boca pequeña. Se llamaba Alex, era un poco tímido y lucía una sonrisa coqueta. 
Alex pidió permiso a mi madre para llevar a Nora a la feria de al lado de casa. Irían con su madre y su hermano y pensé que tendrían su primera cita. A mi hermana se le permitió pasar fuera de casa dos horas, un permiso que debía cumplir a rajatabla si no quería recibir un tirón de pelo delante del chico. Nuestro vecino me preguntó si quería ir con ellos, pero por orgullo no acepté la invitación, pues pensaba que no sería una buena idea verlos sonreír y hacer el tonto con un peluche gigante que él habría ganado en alguna caseta de tiro al blanco.
Nora contó que a la cita había ido también el hermano de Alex. No recuerdo el nombre del chico, pero sí su cara angelical y su cabello rubio. Parece ser que esa noche mi hermana se dio cuenta de que le gustaban más los rubios que los de piel canela. Me comentó que el hermano era más agradable  y que, para mi sorpresa, Alexander le había preguntado por mí, por aquella chica tímida que pocas veces salía de casa, aquella que parecía enfadada con el mundo, de pocos amigos y siempre haciendo deberes y limpiando la casa. La noticia me emocionó mucho, aunque no quise que Nora viera mi media sonrisa.