A ti, mami, por darme la vida, por enseñarme a ser valiente y creer siempre en mí; a ti, mami, por ser la mujer más valiente que ha existido nunca. A ti, Josep, amor de mi vida y de todas mis vidas, por cumplir cada palabra dada, por tus besos, por tu paciencia y por la seguridad que me brindas con solo mirarme.
Cierto día recibí una llamada de Lorena, una chica encantadora que había conocido en la organización de un mercado de Sitges. Había tenido la oportunidad de tomar un café con ella y enseguida supe que podía guardarla en la lista de personas transparentes, de las que yo voy coleccionando como amigas. Ese día me llamó para proponerme escribir un libro y automáticamente le pregunté: ¿Escribir un libro? ¿De qué? ¿Qué voy a contar? ¿Por qué yo? ¿Me estás gastando un broma? Lorena pensaba, tal como me contó, que yo tenía algo especial que podía transmitir a mis seguidoras mediante un libro, un medio que permite contar más cosas que en los breves y puntuales formatos de las redes sociales. Aunque inmediatamente le dije que sí, me aclaró que primero debía presentar una propuesta que, como es natural, podía ser aceptada o denegada por el comité editorial. Respondí que sí con la boca pequeña, sin dejarme llevar por el entusiasmo y no quise contarlo a nadie hasta que el proyecto fuera firme.
Todo pasó tan rápido que todavía no puedo creer que ahora esté escribiendo estas líneas introductorias a mi biografía a pesar de mi juventud. Sin embargo, son muchas las cosas que he vivido y creo que merece la pena contarlo desde el comienzo, al menos desde las primeras vivencias que la memoria ha mantenido frescas.
No soy escritora, ni pretendo presentarme como tal. Ni en mis mejores sueños imaginé que iba a escribir un libro y menos contando detalles personales de mi vida. Si os digo la verdad, ahora que ya está escrito, aún no puedo creérmelo. ES MUY FUERTE. Estoy de acuerdo que todos tenemos una historia que contar. Yo vengo a contaros la mía, quiero que conozcáis mi parte más sensible, más loca y más valiente. Seguramente es una historia más como la de tantos colombianos que han dejado su país, como la de muchos extranjeros y muchos locos que volaron para construir mejores sueños. Probablemente hay detalles que no os cuente, porque no quiero herir corazones. Algunos nombres son ficticios, pero mi historia es real. Mi historia no termina cuando se acaben las páginas de este libro, mi historia continua, pero aquí os dejo una gran parte de mí.
Para conseguir esa casa había que trabajar mucho. Mi madre, sin ningún pudor ni prejuicios, se arremangó y en los ratos libres trabajó como cualquier albañil de obra. Recuerdo sus mejillas manchadas, su cara de cansancio después de una larga jornada. Consiguió un trabajo de media jornada en la lavandería del hospital, por las tardes trabajaba de recepcionista de hotel y los fines de semana en la que sería nuestra casa. Muchos días se encontraba tan cansada que buscaba un rincón por el hospital para hacer una pequeña siesta y retomar energía y continuar con su labor. Allí, bajo el sol abrasador, que pocas veces bajaba de los treinta grados, ladrillo a ladrillo, crecía la emoción de ver acabada la dulce morada. Entre semana le ayudaba mi tío Victor que, con el tiempo, llegó a ser un gran maestro de obra y mientras tanto le proporcionó una gran ayuda a mi madre.
Tras tanta carga y responsabilidades, muchas veces pensó que no podría con ellas. Hubo días que el dinero no llegaba para una compra necesaria, en los que la cena consistía en leche y pan; días en que no había trabajo; días en que sus hijas se enfermaban y no había dinero para medicamentos. Muchas veces se vio con el agua en el cuello, días que deseaba quedarse a dormir todo el día, hacer un stop a los problemas, a las responsabilidades, a la difícil situación de educar cuatro hijas sola. Seguramente en algún momento de desesperación quiso salir corriendo o se preguntaría qué habría hecho mal para vivir esa vida. No sé si lo habrá pensado, pero la desesperación le llevó a tomar una de las decisiones más difíciles de su vida. Posiblemente fue más dolorosa aquella decisión que el dolor que sufrió aquel día que su marido decidió olvidarse de los sueños y metas que un día se habían propuesto juntos, en que se olvidó del juntos para siempre.
Mi madre era consciente de que no podía con todo; lo intentó, dio todo de ella y más, pero no tenía porque llevar ella sola estas responsabilidades, no podía mantenerlo todo mientras la otra parte responsable tenía un buen trabajo y mantenía a otra familia que no era la suya. Entonces, tomó la dura decisión de hablar con William, mi padre, que seguía viviendo en el mismo pueblo, aunque nunca le viéramos. Le propuso que le pasara más dinero o se hiciera cargo de dos de sus hijas. Desgraciadamente, la segunda opción fue la acordada. Llegaron al acuerdo de que en cuanto mi madre tuviera un hogar seguro, volveríamos a estar nuevamente juntas. De la noche a la mañana pasamos de ser cinco a ser tres; nos sentíamos incompletas, faltaba la alegría de Nora por todos los rincones, los llantos de Angélica y su risa de bebé. Con el alma fuera y el corazón hecho trizas, Marta hizo las maletas de sus hijas. Ahora, cómo les podría explicar que por la noche tendrían que dormir sin ella y nos veríamos sólo los fines de semana. Muchas lágrimas e incomprensiones nos rodeaban a todas. Los adultos pensarán que éramos demasiado pequeñas para ser conscientes de ello, pero los niños absorbemos tanto la tristeza como la felicidad de nuestros padres.
Eran situaciones difíciles de llevar, pero mi madre experimentó un gran desahogo, a pesar de que le hacía sentirse mala madre, pero también se sintió un poco aliviada al saber que dos de sus hijas vivirían en unas condiciones económicas mucho mejores que las nuestras. La hora del recreo en el colegio era nuestro momento. Mi madre se tomaba unos minutos para prepararnos el desayuno, casi siempre huevos fritos y plátano, nuestro preferido. Oíamos la campana y corríamos a la entrada del colegio, donde unas veces nos esperaba ella y otras nosotras. Se daba la casualidad que el director del colegio había sido en su tiempo profesor de mi madre; nos tenía un cariño especial y nos concedió el permiso para que mi madre cada día, en veinte minutos, desayunara con nosotras. Algunas veces se retrasaba por culpa del trabajo, pero en los últimos cinco minutos, antes de volver a sonar la campana, la veíamos asomarse, corriendo siempre con una sonrisa.
A medida que iba pasando el tiempo y nos íbamos haciendo mayores, empezaron las burlas de algunos compañeros porque mi madre venía al colegio a traernos el desayuno en tuppers, y esto nos fue dando un poco de vergüenza. Hasta llegamos a decirle que no hacía falta que viniera, pero ella estableció un plan B. Ahora, en vez de encontrarnos a la entrada, lo hacíamos en la parte trasera del colegio, en una esquina, en donde la red que rodeaba el perímetro del colegio había cedido unos cuantos centímetros y dejaba espacio suficiente para pasar el tupper del desayuno. Nora y yo íbamos a la misma clase, por lo que siempre estuvimos muy unidas, hasta el día que nos cambiaron de colegio. Ahora los recreos eran diferentes, ya no había desayunos en familia o no nos reunía a las cinco. Mi madre repartió el turno: una vez le tocaba a ellas y otro día a nosotras.
Cada domingo nos encontrábamos en el parque que estaba cerca de la casa de los abuelos. Volvíamos a jugar a las princesas y correr agarradas de la mano. Las despedidas eran tan duras tanto para mi madre como para cada una de nosotras y, a medida que pasaban los días, los fines de semana fueron desapareciendo, los abuelos se negaban a dejarnos ver a mis hermanas. Muchas veces llegamos a tocar la puerta y nunca se abrió, y volvíamos a casa con un fin de semana sin verlas.
La primera vez que celebramos mi cumpleaños con globos, tarta y velas, fue cuando yo tenía diez años. Invité a mis amigas que vivían cerca y a unas cuantas del colegio. Mis hermanas no vinieron, no recuerdo por qué y no quiero preguntarle a mi madre, pero recuerdo que me hicieron mucha falta. Me viene a la memoria mi vestido de color verde manzana suave, con cuello de encaje en forma de Peter Pan. Se abrochaba por la espalda con unos botones que parecían perlas; creo que los zapatos eran de color negro. Ese día mi madre me regaló un conejo de color blanco, y Carolina, toda una señorita, repartió la tarta. Había pasado mucho tiempo, cinco años, y aún no volvíamos a estar juntas. Nos habíamos perdido prácticamente la niñez unas al lado de otras. Una hora juntas los domingos no era suficiente y tenemos la sensación de que se nos robó la posibilidad de compartir juegos y experiencias.
Esta situación debía acabar lo antes posible. Ahora que mi madre no iba tan apurada de dinero, podía pagar a una persona para las tareas de la casa. En cuanto tuviéramos un techo seguro, este fue el pacto entre nosotras, volveríamos a ser un equipo unido. Fue un proceso lento, pero después de cumplir yo diez años llegó el gran día. Por fin teníamos una casa propia, algo que no se nos olvidará a ninguna de las cinco. Era nuestro palacio, como el del jardín de mariposas, aquel que tanto habíamos soñado, aquel que mi madre nos había prometido cinco años atrás y, aunque la espera fue larga, ese día se nos borraron de la mente todos los malos momentos que habíamos pasado.
Nos fuimos las tres a por Nora y Angélica. La felicidad que sentí aquel día con tan solo diez años, no se puede explicar, pero os puedo asegurar que ese día descubrí el vuelo de las mariposas. Nos esperaban en la puerta, en casa de los abuelos, una casa blanca esquinera, con dos entradas, tan bonita, con detalles por todos lados, con dos enormes árboles de los que colgaban una hamaca, en la que descansaba el abuelo todas las tardes, junto a su perro Pilin, un “french poodle” blanco que, por sus andares pausados, se adivinaba que tenía unos cuantos años. Los abuelos por parte de mi padre no se pronunciaron mucho ante la situación de aquella pareja, pero como buenos padres, siempre estaban a favor de su hijo, cometiera errores o no. Era gente muy religiosa y en su casa siempre había una calma absoluta. A Nora y Angélica se les notaba un poco reprimidas a la hora de gritar y correr por los pasillos. Asistían todos los domingos a la iglesia evangélica. Muchas veces cambié nuestra iglesia católica por estar con ellas. La verdad es que me gustaba más aquel ambiente, ver bailar a la gente, cantar en coro, con una alegría que parecía que estuvieran en otro mundo. Además, al finalizar el culto, nos daban pan y chocolate de merienda.
En casa no estábamos tan entregadas a la religión, pero creíamos en Dios y cada noche tocaba irnos a la cama con una oración, dando las gracias por el pan de cada día y por estar vivas. Mi madre decía que la mejor forma de agradecer la vida era haciendo el bien y no decir mentiras, pero la sensación de ser evangélica algún fin de semana, no estaba mal. Mis hermanas estrenaban ropa cada fin de semana gracias a que la tía Nelly era costurera y se le daba muy bien confeccionar ropa para niñas. Ellas eran sus musas. La tía Nelly nunca nos hizo uno de sus vestidos a Carolina ni a mí y creo que mi madre no le caía muy bien o, por lo menos, era lo que se percibía en su actitud; o tal vez se debía simplemente a su carácter; la poca proximidad que hubo entre nosotras no me permitió conocerla bien. Siempre me llamó la atención el parche que llevaba en el ojo derecho debido a un accidente doméstico cuando eran niños. Por lo visto mi padre abrió una lata de sardinas con tan mala fortuna que una esquirla fue a parar al ojo de mi tía. Me atrevería a decir que este accidente la llevó a crearse un escudo de fuerza que la retuvo en casa.
¡Durante cuatro años mis hermanas habían conseguido un buen botín de ropa! Para hacerse una idea, solo hay que sumar casi un modelito ¡Por cada fiesta de culto! Yo estaba superagradecida con la tía Nelly, pues aunque fuera mayor que mis hermanas, yo era de talla más pequeña y podía aprovechar su ropa. La cosa cambió cuando cumplí dieciocho años, cuando “crecí” lateralmente.
En casa de los abuelos no se esperaba que llegara el día que les visitara mi madre diciendo “¡ya tenemos casa!”. No se habían portado muy bien con ella y muchas veces no le dejaron ver a sus hijas y le cerraron la puerta en la cara. Fueron muy pocas las veces que organizaron una comida para todos y solo recuerdo una. Probablemente nos invitaron a varios banquetes, pero no logro recordarlo. Atrás quedaban los portazos y las discusiones de aquellos años. Con maletas y bolsas cargadas de ropa, mis hermanas dijeron adiós a una época que ni con toda la ropa del mundo ni las mejores comodidades, les habría hecho más felices que volver a estar con su madre y sus hermanas.
Teníamos todo lo que necesitábamos en nuestra casa, sencilla, sin lujos, con dos ventanas en cada lado, una más grande que la otra y la puerta de entrada en el medio. Las ventanas no tenían cristales. De momento había que esperar unos cuantos días para ir añadiendo detalles que hacían falta, pero nada que con unas bonitas cortinas no pudiera arreglarse. Tenía tres habitaciones, una cocina pequeña, un salón y un patio de tamaño considerable para tender ropa. Posiblemente no superaba los setenta metros cuadrados, aunque sus dimensiones era lo que menos nos importaba... Aquel día habríamos sido felices en una mansión o bajo un puente.
En el álbum de recuerdos aparecen fotos de aquel día. Nora y Angelica con la melena corta, sosteniendo unos peluches, probablemente de Carolina. Todas llevamos vestidos, seguramente nuestras mejores galas. Nora y yo vamos vestidas iguales, con un vestido rosa de volantes y hombros vaporosos, abrazadas, sonriendo, porque por fin volvíamos a ser una piña. Volvimos a estudiar en el mismo colegio, a tener los mismos amigos, a tener peleas de hermanas, a tener una vida prácticamente normal.
Me gustaba mucho crear, pintar o decorar nuestra habitación. Además siempre tuve rienda suelta para hacer mis primeros pinitos como decoradora con tan solo once años. Entre las cajas de libros encontré papel crepe rosa, seguramente de alguna actividad manual, e hice flores y mariposas. Las pegué haciendo una hilera alrededor de la habitación, enrollé las barandillas de las camas con el papel sobrante. Disponíamos de dos camas que tendríamos que compartir dos de las hermanas, y un armario que compartimos las cuatro. Era una habitación pequeña para todas, pero después de vivir tantos años separadas, nos gustaba estar así juntitas.
Doña Marta, así le llamaban los vecinos, tan buena, tan cariñosa en todo momento, tan sensible y a la vez con tanto carácter, tan guapa y tan joven, nos enseñaba a perseguir nuestros sueños, a no decaer ante las adversidades, a ser agradecidas con lo poco que teníamos, a cuidarnos unas a las otras y más cuando empezábamos a ser pequeñas señoritas. Aunque nos habíamos criado en el mismo ambiente, nuestro carácter y gustos eran diferentes. Éramos como el grupo de las Spice Girls de la misma sangre.
Carolina, la más elegante y prudente, con su nariz respingona; cada vez que sonreía se le pronunciaban dos hoyuelos en las mejillas; su pelo se extendía en ondas, sus ojos eran saltones. Era la mayor de todas y fue la primera en conseguir el permiso para tener novio. Andrés, el más guapo del pueblo, venía a casa a recogerla en una moto, con sus jeans ajustados y su chaqueta vaquera. Estuvieron tan enamorados que fueron la envidia de muchas chicas.
Jhoanna, la rarita, la tímida, la que dijo que jamás se vestiría enseñando el ombligo (no digas nunca jamás); era la segunda de la lista, de ojos achinados, blanca como la nieve, de melena lisa y con miedo a enamorarse después de haberse enamorado del mismo chico que su hermana Nora. Su primer novio lo tuvo a los dieciocho años. No le gustaba discutir, no le gustaba mucho salir de casa, nunca le gustó ir vestida igual que sus hermanas.
Nora era un año menor que Jhoanna, pero a partir de los doce ya era más alta, y la gente se enteró de que no eran gemelas. La alegría de la fiesta. Ese lunar junto a la boca y sus pómulos predominantes la convirtieron en la más guapa del barrio. Todos se enamoraban de ella, y las chicas eran sus enemigas, prefería las clases de baile a las de matemáticas y lenguaje. Lucía una melena envidiable, con ondas que se perdían en tanto pelo castaño. Y su generosa y constante sonrisa dejaba a la vista sus predominantes incisivos de conejita.
Angélica, ojazos verdes y la menor de la casa, disfrutó tanto de su niñez que seguramente la habría querido eterna. De rostro redondo y la más rubia de todas y un hoyuelo en su mejilla derecha, tenía unos labios tan carnosos como los de la mismísima Angelina Jolie. Hacía amigos donde iba; después de su primer amor le costó volver enamorarse y creo que prefería vivir el momento, disfrutar sin ataduras. Era un ángel libre.
Los sermones diarios de mi madre se nos quedaron pulidos en nuestras mentes. Aprendimos que los errores forman parte de la vida, que cometeríamos muchos en el futuro, pero que tendríamos que corregirlos y ser mejores. Aprendimos que la distancia no nos alejaría nunca, que pasara lo que pasara, siempre seríamos hermanas. Aprendimos que tendríamos que ser buenas madres, que no hay nada en este mundo que sea más mágico que una madre. Aprendimos que, aunque en el mundo existen muchas reinas, nosotros tenemos la nuestra, que a pesar de tantas caídas jamás tiró la corona.