1. ¿Qué es la vida?
¿Un frenesí?

«Nada en la vida debe temerse, solo debe ser entendido. Ahora es el momento de comprender más, para que podamos temer menos.»

MARIE SKŁODOWSKA-CURIE

«Esto de la vida es un lío.»

CARLOS LINNEO, en algún momento durante sus clasificaciones

Estamos vivos. No es algo por lo que sentirse orgulloso, no esperes que te dé la enhorabuena, no hemos tenido que hacer nada especial para estarlo, ni una petición ni un registro ni siquiera pedirlo por favor. Es algo que nos viene dado desde el primer día, del que ni tan siquiera nos acordamos. Además, parece que tenemos claro qué es estar vivo, más allá de no estar muerto; cualquiera de nosotros podría diferenciar un ser vivo de un objeto inanimado. Si nos preguntaran por estas diferencias, podríamos comenzar a argumentar que la vida tiene movimiento (macroscópico o en el plano molecular, con millones de moléculas que se chocan para reaccionar entre ellas), se perpetúa, evoluciona, se relaciona, se adapta. Incluso puede llegar a tomar conciencia de sí misma (aquí me tienes, escribiendo sobre la vida misma). Hasta ahí, todo correcto, parece que entendemos «cómo» es la vida. Pero cuando tratamos de entender por qué hay vida, la cosa se complica. Plantéate, ¿por qué vivimos? No me refiero al cometido que tiene cada uno de nosotros en este mundo, me refiero a qué hay en cualquier organismo superviviente para que pueda estarlo. ¿Qué nos impulsa a agarrarnos a la existencia, a perpetuar nuestros genes, a luchar por sobrevivir? Entender por qué «algo está vivo» nos ha traído de cabeza a lo largo de la historia; ese «impulso vital» ha sido casi una obsesión para pensadores de todos los tiempos, los que han inventado teorías rebosantes de una admirable creatividad que hablaban del alma, del élan, de humores corporales…, historias de lo más variopinto para tratar de explicar qué es la vida. El mismísimo René Descartes, el filósofo que definió el pensamiento como la prueba de la existencia, reflexionó mucho sobre la cuestión de la vida y, en concreto, sobre aquello que nos hace humanos. Afirmó que no seríamos muy distintos de una máquina con válvulas y engranajes, pero con una sutil diferencia: la existencia del impulso necesario para operarla a voluntad. Descartes llamó alma a ese impulso; un alma que un ser superior habría colocado en la glándula pineal, una estructura central en nuestro cerebro. Debo decir que «la glándula pineal» me parece un lugar muy prosaico para situar algo tan poético como el alma, señor Descartes.

Al diferenciar la parte corporal de la parte que «trasciende lo corporal» empezamos a complicar la cosa, ya que en ese punto comenzamos a hacernos la siguiente pregunta: ¿cómo medir, tocar, agarrar esa esencia? A lo largo de la historia ha habido toda clase de aproximaciones, teorías y definiciones de lo que muchos han llamado el alma. Una de las más llamativas ocurrió el 10 de abril de 1901, cuando el doctor Duncan MacDougall se propuso demostrar que el alma humana tenía masa y, por lo tanto, era medible. Su experimento consistió en colocar a seis enfermos moribundos en sendas básculas justo en los momentos inmediatamente anteriores a su muerte. En compañía de su equipo de investigación, el doctor MacDougall midió cuidadosamente el peso de su primer paciente antes de su muerte y, una vez que este murió, pudo observar que se había producido una pequeña pérdida de masa. Se determinó, mediante el minucioso pesaje del cadáver, que la pérdida era de tres cuartos de onza. Veintiún gramos. El experimento continuó realizándose con el siguiente paciente con los mismos resultados. Un artículo publicado en el New York Times el 11 de marzo de 1907, del que se transcribe un fragmento, describe el histórico momento:

En el instante en que la vida cesó, el peso descendió con una rapidez sorprendente, como si algo se hubiera levantado repentinamente del cuerpo. Inmediatamente, todas las deducciones habituales se hicieron para la pérdida de peso física y se descubrió que aún quedaban alrededor de tres cuartos de onza de peso total sin identificar.

El doctor MacDougall concluyó, pues, que un alma humana pesaba veintiún gramos. Qué medida tan exacta para algo tan… ¿etéreo?

Por supuesto, esta teoría carece de base científica (actualmente parece aceptado que esos veintiún gramos corresponden a la pérdida del volumen pulmonar residual), pero es una bella historia para ilustrar la casi obsesiva búsqueda de la humanidad por comprender qué es la vida, el impulso vital, y cómo retenerlo. Pero hay muchas más: hace cinco mil años, un rey de Uruk llamado Gilgamesh fue protagonista de la epopeya que narra sus esfuerzos en la lucha eterna del hombre contra el miedo a la muerte y por conseguir la inmortalidad. O las mil historias de pócimas y recursos para conseguir la vida eterna, para huir de la muerte o prolongar indefinidamente la juventud. La maravillosa historia del escritor ruso Dmitry Glukhovsky Futu.re cuenta que en el siglo XXV la humanidad ha alcanzado la inmortalidad gracias al agua viva, el agua que contiene esa esencia vital y que se reparte de manera gratuita entre la población de la Europa Unida. La muerte ya no existe, pero la superpoblación ha convertido en limitados algunos recursos, como el aire y el espacio. En dicho mundo, cuando una persona quiere tener un hijo, debe administrarse una inyección de vejez para morir y dejar lugar a su sucesor. Naturalmente, hay quien intenta tener hijos de manera clandestina y conservar la inmortalidad. Existen miles de historias que han salpicado la imaginación de generaciones fantaseando con el origen y el control de la esencia vital.

En paralelo a todas estas bellas y fantasiosas historias, la ciencia ha recorrido caminos firmes que nos han llevado a comprender cada vez con más precisión nuestra propia esencia. Y lo ha hecho mediante bellas, contrastadas y rigurosas teorías. Durante la historia, miles de personas decididas a entender el mundo (a entendernos) han analizado muy de cerca la dinámica de los tejidos, los órganos y el entramado global que da lugar a un ser vivo pluricelular tan complejo como el ser humano: se han introducido en la estructura de las células, encontrando en su interior verdaderas obras de ingeniería; han analizado con detalle lo más pequeño, el nivel atómico, y con ello hemos podido comprender que la vida no es más que un puñado de moléculas químicas que, de manera muy ordenada, van reaccionando, interaccionando, uniéndose y construyéndonos tal como somos. Moléculas que desafían con cada uno de sus átomos las leyes del universo, que las burlan para reafirmarse en decir que ellas no tienden al desorden, que son demasiado limpias y ordenadas como para hacer caso a la entropía, que saben cómo, dónde y cuándo hacer lo que venían a hacer. Ese es el principio vital: el orden con una finalidad.

Aún hoy, ese orden molecular extremo no deja de sorprender a profanos y expertos en la materia. Addy Pross, distinguido profesor de química orgánica en la Universidad de Ben Gurión, en Néguev (Israel), no tiene problemas en afirmar que a día de hoy se nos hace muy difícil explicar por qué la vida surgió en el planeta Tierra. Los organismos vivos somos algo realmente extraño, y para ilustrar toda esa rareza en muchas ocasiones se ha utilizado esta metáfora: en un terreno desértico totalmente inerte con grandísimas extensiones de arena blanca sin el menor rastro de vegetación o de otro tipo de paisaje, de repente, en el medio de esa «nada», aparece un frigorífico perfectamente funcional, con su interior bien fresquito. ¿Cómo un frigorífico, desconectado de cualquier fuente de alimentación de energía, podría permanecer funcionando en ese lugar? Más problemático aún es saber cómo llegó allí. Cuestiones de dificultad parecida son las que la ciencia trata de esclarecer en cuanto a organismos vivos se refiere: cómo la vida se mantiene y quién la trajo hasta aquí, si es que alguien o algo la trajo de algún sitio, lugar o… Volviendo a la metáfora del frigorífico, la explicación más sencilla, y que se ajusta al mundo que conocemos, podría ser que alguien lo dejó en medio de ese desierto con una batería cargada que le permite mantenerse activo. Esta sencilla explicación, cuando hablamos de formas de vida terrestre, podría traducirse en la suposición de que una forma superior de inteligencia nos dejó colocados en medio de este planeta con el impulso vital que necesitábamos para tirar hacia delante. Pero para llegar a la verdad hemos de investigar más allá de las simples suposiciones: quizá descubramos que el frigorífico tiene una placa solar capaz de suministrarle del medio en que se encuentra la propia energía que necesita para mantenerse activo; tal vez podríamos argumentar que el frigorífico se creó espontáneamente a partir de los elementos presentes en el medio, aunque ahí, por el hecho de que esa suposición iría contra de la imagen que tenemos del funcionamiento de nuestro entorno, tendríamos más problemas para creérnoslo y a priori nos parecería una teoría absurda, porque sabemos que la naturaleza tiende al desorden y al caos, no a la creación de entidades altísimamente ordenadas…, pero ¿es siempre así?

El secreto de la vida es permanecer ordenados

Dice la famosa segunda ley de la termodinámica, una de las más importantes de la física, que en cualquier proceso en el que ocurra una transformación el desorden solo puede aumentar. En este caso, ese «desorden» es llamado entropía y hace referencia a algo más complicado que el desorden de, por ejemplo, una habitación, ya que se refiere al desorden molecular interno de un sistema físico. Tan potente es su formulación que es capaz de distinguir un principio que puede darse de manera natural de otro que nunca podrá ocurrir espontáneamente. Por ejemplo, si añadimos una cucharada de sal a un vaso de agua se disolverá sin problema y aumentará la entropía, el desorden de los átomos. Pero «desdisolver» esa sal será más complicado y requiere de una fuente de energía externa (evaporar el agua con calor o filtrar el agua por presión).

Pero la vida parece desafiar cortante y bruscamente este principio de la termodinámica. Estamos vivos porque estamos ordenados, porque existe una transferencia de energía «antientrópica». Ante esta afirmación, casi parecería que la física y la biología son incompatibles, incluso contradictorias. La vida se autoensambla, se autoajusta, se autoperpetúa, extrayendo energía y materias primas de su entorno, del mismo modo que podría hacerlo una máquina. Así, igual que si desenchufamos un microondas dejará de calentar alimentos, nosotros terminaremos desorganizándonos y, por tanto, muriendo si dejamos de incorporar energía del medio.

Sin embargo, esa aparente transgresión de las leyes más básicas de la naturaleza es ilusoria. Los organismos vivos, entre los que nos encontramos los humanos, estamos continuamente incorporando energía del medio en forma de alimentos, que es utilizada para mantener el orden; en ese proceso, parte de la energía se pierde en forma de calor, lo que globalmente aumenta el desorden. En este aspecto, parece no haber mayor misterio, ya que somos sistemas altamente organizados y tenemos un aporte de energía procedente del exterior que nos mantiene en ese estado. Cuando dejamos de incorporar energía del medio, el sistema falla y es entonces cuando tiende al desorden, lo que desemboca en la pérdida del «estado vivo».

Cómo se consigue el «orden vital»

Si pudiésemos mirar una de nuestras células muy de cerca, con un microscopio tan potente que pudiese discriminar átomos, comprobaríamos la existencia de miles de millones de interacciones químicas que juegan a deshacer moléculas para rehacerlas de nuevo, de reacciones que tienen el claro propósito de perseverar en un orden interno diferente del ambiente que lo rodea. La vida tiene esa asombrosa capacidad, la de jugar con biomoléculas como si fuesen bloques de LEGO para adquirir una forma determinada, ya sea la de una bacteria, la de un oso pardo o la de una secuoya. Siguiendo las instrucciones presentes en el ADN, la vida se autoensambla y se perpetúa, evoluciona y, finalmente, se extingue. Se trata de formas de vida cuya diferencia con lo inanimado es, precisamente, la capacidad de invertir la entropía tomando la energía externa, caótica, para reestructurar las moléculas químicas del entorno convirtiéndolas en estructuras tales como tejidos y órganos tan complejos como nuestros ojos o nuestro cerebro.

Pero el autoensamblaje de la vida requiere materias primas y energía. Materias primas que, a modo de bloques de sustentación, puedan servir de eso precisamente, de sustento físico del organismo. Esas materias primas no son más que un montón de moléculas orgánicas constituidas por átomos de elementos muy específicos, iguales para toda forma de vida: la vida es carbono (C) y agua (H2O), algo de nitrógeno (N), un poco de calcio (Ca), fósforo (P), potasio (K), hierro (Fe) y poca cosa más; fundamentalmente, minerales que se necesitan en bajas concentraciones. También se requiere energía, indispensable para construir y mantener ordenadas las piezas que forman nuestro organismo.

Materias primas y energía se obtienen de la ingesta de alimentos y de la respiración. Para satisfacer los requisitos necesarios para permanecer vivos, una persona consume en toda su vida, en promedio, unas sesenta toneladas de alimentos que están compuestos por las mismas piezas que nos componen y las mismas moléculas que nos constituyen, es decir, comemos vida. Pegarle un par de lametones a una piedra poco va a ayudarnos a satisfacer las necesidades de alimento, ya que no nos aporta la materia prima que constituye nuestro propio organismo, así que necesitamos comer moléculas que puedan transformarse en parte de nosotros. Los átomos de estas moléculas se combinan entre sí para dar estructuras espectaculares que forman figuras, como la doble hélice de ADN, los lípidos, que configuran membranas celulares, las proteínas, capaces de ser sensores de lo que pasa alrededor de nosotros, las estructuras que definen nuestra conciencia y que dan forma a nuestras pasiones y nuestros miedos. Todo ello con una minuciosa estructura de átomos ensamblados en forma de biomoléculas que se organizan cual juego de LEGO para dar forma a la vida.

Este ensamblado ordenado de átomos necesita permanecer a lo largo del tiempo para mantener vivo al ser vivo (valga la redundancia). Sin embargo, la vida es un conjunto de formas químicas que, si por una parte están altísima y perfectamente ordenadas, por otra también se van desgastando, ya que las proteínas, las membranas celulares, el ADN y los pocos carbohidratos que nos dan forma se van deteriorando a medida que el tiempo transcurre, a medida que actuamos y nos relacionamos, a medida que vivimos… El más mínimo fallo en la organización química que nos configura puede desembocar en peligrosas enfermedades; por ello, nuestro aporte de materias primas y energía debe ser constante. De hecho, la práctica totalidad de nuestro cuerpo se renueva por completo a lo largo de nuestra vida y podemos decir que una inmensa mayoría de nuestras células van cambiando y haciendo que nuestros átomos se renueven continuamente, como el agua que mueve un molino. Renovamos todas las células (a excepción de algunas de nuestro cerebro), ya que esas células, con todos sus componentes, van muriendo y dejando descendientes que ocupan exactamente su mismo lugar y llevan a cabo precisamente sus mismas funciones. En nuestro cuerpo existen más de doscientos tipos celulares que se agrupan para formar tejidos, los cuales se combinan para dar lugar a los órganos. Todas estas células, unidades mínimas de vida, trabajan en conjunto para mantener vivo a un organismo pluricelular como el nuestro. Parece lógico que, dependiendo del órgano del que estemos hablando, la renovación celular tenga que ser más o menos rápida. Por ejemplo, la piel tiene una alta tasa de renovación, igual que el epitelio del interior de los intestinos, que suele acabar en la taza del váter cada uno o dos días. Sin embargo, las células óseas o musculares tienen una tasa de renovación mucho más lenta y tardan años en dejar su lugar a las nuevas células. Sea como fuere, es un hecho que nuestros tejidos van muriendo y deben volver a construirse de una manera ordenada y sin fallos.

Nuestro organismo lleva a cabo dos procesos fundamentales y en principio contradictorios con todo aquello que ingiere: por un lado, lo disgrega en sus partes más elementales (átomos o pequeñas moléculas), de las que obtiene energía para poder realizar las funciones celulares; por otro lado, reensambla esas pequeñas moléculas, estos trozos resultantes, para formar productos mayores que finalmente nos dan forma. Todos estos procesos que consiguen obtener energía y formar nuevas unidades celulares constituyen el metabolismo.

Si bien es cierto que todas estas reacciones ocurren en el plano celular, las consecuencias son contrastadamente macroscópicas. Nuestro cuerpo está continuamente reinventándose, reconstruyéndose. Somos enormes maquinarias de reciclaje capaces de transformar unos compuestos en otros, en un ciclo continuado.

La energía que mantiene el orden a raya

La vida, pues, no es una esencia que contiene de manera mágica la capacidad vital, sino una suma de procesos biológicos que se llevan a cabo en nuestras células. Dentro de cada célula tienen lugar los procesos vitales, que, empujados por la glucosa y el oxígeno que esas células consumen, se transforman en la molécula biológica capaz de almacenar energía: el ATP, el trifosfato de adenosina (adenosín trifosfato, del inglés adenosine triphosphate, ATP). Podemos imaginar el ATP como una diminuta batería que almacena una pequeña cantidad de energía. Cada vez que la célula necesita realizar una función, digamos, por ejemplo, copiar el ADN, o almacenar grasas, o reparar tejidos, necesita un suministro de energía que le dé la capacidad de realizar esas funciones. Y esa energía la obtiene del ATP. Y, una vez que la célula ha utilizado esa energía, obviamente, la batería se descarga y queda pululando por la célula hasta que puede volver a cargarse. La carga la consigue de la respiración celular, un proceso en el que se necesitan nutrientes y oxígeno. Esta respiración celular produce, mediante una serie de reacciones químicas, una corriente de electrones (llamada «cadena transportadora de electrones») que servirá para cargar de energía nuestras baterías, dejando de nuevo ATP disponible para todo aquello que haga falta.

Podríamos decir que la energía almacenada en el ATP es el verdadero impulso vital, ya que se utiliza para poner cada parte de la célula, cada orgánulo y cada molécula, donde necesitan estar para llevar a cabo los procesos celulares propios de los organismos vivos. Es decir, que esta energía lucha contra la entropía, contra el desorden y el caos, manteniéndonos como estructuras perfectamente ordenadas y luchando contra el espontáneo fluir de los átomos.

Lo más maravilloso de todo es que el ATP es universal. Es la molécula de intercambio de energía en todos los seres vivos. Su apabullante éxito evolutivo nos da pistas de lo extremadamente eficiente y versátil que es. Puede ser utilizado para llevar a cabo un sinfín de acciones en los seres vivos, algunas tan hermosas como la producción de bioluminiscencia en las luciérnagas, un proceso en el que interviene una proteína llamada luciferasa que produce luz fría y apenas pierde energía en forma de calor, lo que hace que la luciérnaga pueda seguir viviendo (no podría sobrevivir al exceso de calor que, como en una bombilla, generaría la producción de luz), una reacción propiciada por el ATP.

¿Cuál es el sentido de la vida?

Todos los seres vivos que habitamos este planeta moriremos. Esta certeza nos ha llevado y nos lleva a tener grandes quebraderos de cabeza tratando de explicar(nos) qué hemos venido a hacer a este mundo y cuál es el sentido último de nuestra existencia. A lo largo de la historia, muchos han sido los pensadores que se han planteado esta cuestión, y han llegado a conclusiones de lo más variado. Desde Aristóteles a Lamarck, desde los enciclopedistas franceses al filósofo Henri Bergson (autor de la expresión «impulso vital»), la historia del pensamiento está plagada de teorías, sistemas, obras, escuelas filosóficas y todas las religiones que giran en torno a qué pueda ser la vida y el sentido de la existencia. Una de las teorías más conocidas es la del existencialismo, especialmente estructurado por Jean-Paul Sartre, el cual se presenta como una filosofía pesimista, cuya conclusión es la de que la existencia humana carece de sentido, es un absurdo. El ser humano, dice Sartre, es «una pasión inútil», ya que no hay ninguna esencia, ninguna dirección fija en la que deba desarrollarse. Desde un punto de vista biológico, parece que no le falta razón.

La biología más pura defiende que el sentido final de la vida es prevenir nuestra propia extinción, dejando nuevas entidades vivas que consigan perpetuar nuestros genes. En sentido estricto, los organismos vivos somos un montón de compuestos y moléculas orgánicas que se agregan mejor o peor para conseguir formar «recipientes» que atesoren la información más preciada, el ADN. «Somos máquinas de supervivencia, autómatas programados a ciegas con el fin de perpetuar la existencia de los egoístas genes que albergamos en nuestras células.» Así de rotundo es el comienzo del libro El gen egoísta que el etólogo Richard Dawkins publicó en 1976 y, pese a que la ciencia, y más aún la genética, han sufrido una profunda revolución en los cuarenta años desde la publicación de ese libro, aún parece haber consenso dentro de la comunidad científica respecto a la afirmación de Dawkins.

La necesidad de mantener el ADN pululando sobre la faz de la Tierra es tan imperiosa que está presente hasta en entidades que no podemos considerar estrictamente «vivas», como es el caso de los virus, pequeños seres incapaces de reproducirse por sí mismos, ya que para ello necesitan infectar una célula, inyectar en ella su ADN (o su ARN, que hay virus para todo) y conseguir «engañarla» para que, creyendo que es el suyo propio, copie el ADN vírico. Así, el material genético del virus continuará subsistiendo y completando su único cometido: perpetuar sus genes.

«Desvivirse» es desordenarse, morir es dejar de estar ordenados

La vida mantiene las estructuras orgánicas en un orden casi obsesivo. El más mínimo cambio puede llegar a ser letal para el organismo.

Sin embargo, con el paso del tiempo, cuesta más mantener ese orden, se pierde eficiencia a la hora de metabolizar nutrientes, de obtener energía y, en definitiva, de llevar a cabo todos los procesos vitales. Hasta que, de tanto perder eficiencia, se pierde la vida. La pérdida del orden que tiene lugar cuando las células sucumben a la entropía desemboca en la muerte. Este aumento de entropía, este progresivo dominio del caos, hace que el flujo de elementos siga un gradiente que tiende a equilibrar las concentraciones. Las células comienzan a perder las sales y los iones que tenían en su interior, almacenados en elevadas concentraciones, salen al medio exterior; esta es una de las razones del rigor mortis, ya que las células del cuerpo pierden calcio, y este puede llegar a los músculos y activar su contracción, haciendo que el cuerpo permanezca rígido durante horas. Las células, así, terminan por romperse, liberando grandes cantidades de enzimas y proteínas que rompen y deterioran los tejidos. Realmente, desordenarnos es un verdadero problema para nosotros. El orden es vital.

Al margen de fallos metabólicos debidos al envejecimiento o a múltiples enfermedades que pueden desembocar en la muerte de los organismos, existen determinadas sustancias, muy simples, que, al llegar a interaccionar con las reacciones que conforman nuestro metabolismo, pueden desestructurarlo de tal forma que el orden vital se pierda. En muchos casos se trata de simples elementos químicos, pero con unos efectos extremadamente potentes. Por ejemplo, el cianuro, tan simple como la unión de un átomo de carbono y uno de nitrógeno (CN-), que por separado son dos átomos esenciales para la vida, constituyen juntos una de las moléculas más letales que existen. El cianuro, cuando se ingiere, es capaz de llegar a nuestras células y bloquear la cadena transportadora de electrones, esa que genera la corriente de electrones necesaria para cargar nuestras baterías de energía. Como consecuencia, provoca una bajada drástica en los niveles de ATP de la célula, la cual se queda sin energía que pueda mantener el orden. Ante esa falta de energía, la célula sucumbe a la entropía, se desordena y muere. Otro elemento que puede llegar a ser letal es el plomo. «Saturno» era el nombre que los antiguos alquimistas daban al plomo y, por ello, el envenenamiento con plomo recibe el nombre de saturnismo. El mismísimo Goya padeció esta enfermedad debido a las altas concentraciones de plomo con las que en su tiempo se hacían las pinturas. Al entrar en contacto con nuestro cuerpo, el plomo puede llegar a sustituir otros elementos que son esenciales para el funcionamiento correcto del organismo, como el calcio, el hierro o el zinc. Es este sentido, interfiere con la síntesis de hemoglobina, lo que impide que el oxígeno sea transportado correctamente a los órganos. De nuevo, sin oxígeno no hay producción de ATP, no hay orden y la entropía gana de nuevo la batalla.

¿Se puede revertir la muerte?

Vamos viendo que, aunque compleja en cuanto a su funcionamiento, la afirmación es fácil de enunciar: cuando la entropía puede ganar la batalla al orden y a la complejidad estructural, acontece la muerte. Es por esto que los organismos muertos no pueden devolverse a la vida. Podríamos bombear aire a los pulmones de un cadáver, pero esto no serviría de nada si los procesos que se desarrollan en el ciclo de respiración no funcionan. Del mismo modo, un desfibrilador no va a devolver el latido cardíaco perdido, sino que lo que hace es resincronizar el latido cardíaco en un corazón que late de manera anómala; eso puede prevenir la muerte, pero no devolver la vida como si de la creación de Frankenstein se tratase. Los tratamientos médicos pueden prevenir la muerte, retrasarla, ralentizarla o incluso evitarla, pero nunca revertirla.

Habrá que preguntarse llegados aquí: ¿dónde trazamos la línea de no retorno que separa la vida de la muerte? ¿Cuál es la señal, la marca, el dato o la certeza que nos informan de que un ser vivo dejó de estarlo? Existen organismos que parecen jugar al escondite con esa señal, e incluso hay algunos animales capaces de sobrevivir a condiciones extremas «muriéndose durante un tiempo».

Un caso fascinante en este sentido es el de la rana común de los bosques, conocida entre los científicos como Rana sylvatica, capaz de detener su latido cardíaco y su actividad cerebral durante los meses de invierno para «revivir» en la primavera dispuesta nuevamente a seguir con todas sus actividades cotidianas. Este pequeño y casi mágico anfibio congela sus células durante el invierno, paralizando así todas sus funciones vitales; se paraliza, deja de respirar y queda en un estado sólido, y podría romperse en mil pedazos con un solo golpe, igual que un cubito de hielo. Para el resto de los animales, entre los cuales nos incluimos los humanos, la congelación de nuestras células implicaría la inmediata muerte de estas, ya que los cristales de hielo formados rasgarían las membranas celulares y triturarían los orgánulos. La Rana sylvatica, por el contrario, ha desarrollado una majestuosa estrategia para permanecer viva en un estado latente durante su propia congelación. Cuando se acerca el frío invernal, llena sus células de un anticongelante natural, la glucosa, que impide la cristalización del agua congelada, con lo que evita los daños colaterales que pueda ocasionar y que ya hemos visto que suceden a los seres humanos y a otras especies. Las concentraciones de glucosa alcanzadas en su torrente sanguíneo superan más de cincuenta veces las encontradas en una persona diabética (de hecho, el anticongelante comercial que conocemos está hecho de un azúcar muy similar a la glucosa llamado etilenglicol). Con el anticongelante en sus células, una rana puede permanecer en un estado latente durante meses, hasta la primavera, cuando su metabolismo vuelve a la vida, pasando de un estado de «muerte cerebral» a otro en el que poder volver a pensar en sus «asuntos de rana».

Desde un punto de vista utilitarista, podríamos aplicar todos estos conocimientos que tenemos del procedimiento que usa esa especie de ranas para poder criogenizar órganos e incluso seres humanos completos. Más allá del mito de Walt Disney, del que se ha dicho que está criogenizado desde hace décadas, ya existen varias compañías que criopreservan a personas que acaban de morir (se «aconseja» la criopreservación en los quince minutos siguientes al paro cardíaco) a temperaturas que provocan un paro metabólico total, de alrededor de -380 ºC, por lo que los cuerpos pueden permanecer perfectamente intactos durante miles de años, tiempo suficiente para que la ciencia haya encontrado terapias efectivas para devolverlos a la vida. Alcor Life Extension Foundation es un ejemplo de la salida al mercado de este tipo de iniciativas. A día de hoy ningún humano criopreservado ha resucitado y podemos estar casi seguros que no lo hará en los próximos años. Nuestras células no están evolutivamente adaptadas para soportar dosis tan elevadas de anticongelante como lo están las células de nuestras compañeras las ranas.

Pese a las innumerables preguntas que aún nos acompañan sobre qué es y para qué existe la vida, lo cierto es que se presenta como una singularidad fascinante capaz de realizar estructuras y órganos con funciones asombrosas. Ya que hemos llegado hasta aquí, continuemos disfrutando con ellas.