Rocanegras
 
FEDOSY SANTAELLA
@Fedosy

I

El Ávila, magnánimo y sereno, despedía un aroma de inmensidad traslúcida. A sus pies, Caracas comenzaba a respirar una magnífica fragancia de mundo que despertaba y, en un bostezo prolongado, se libraba de la noche, de los efluvios galantes del tabaco y del brandy, y de las fragancias suspendidas a ras de las baldosas de la Plaza Bolívar.

La ciudad, pequeña, discreta, olía a sol tibio, al rocío que emanaba de los ríos aledaños, a ropa de beata impregnada de cera y naftalina, a mano ferrosa de amolador, a mecánica grasosa de tranvía, bicicleta y Ford T, a entrecortado aliento de caballo de coche, y a fiesta sensual de carrito de frutas.

En las esquinas más fascinantes de la capital, de Gradillas a San Jacinto, reposaban las fragancias de las tiendas lujosas entre muebles estilo Luis XV, espejos labrados, alfombras persas, telas de damasco, manteles de hilo de Venecia y cristalería de Bohemia. Más allá en los linderos de la ciudad, era el aroma de la casa que bosteza y se estira, el fogón, el carbón, el gas, la madera. Olía a cancha de tenis en el Este y a jardín belle époque en el Paraíso.

La exigua capital hacía esfuerzos por transpirar esencias de mundo. Entre sus vahos de monte y estiércol vacuno, entre sus espacios chatos, angostos e insuficientes, la ciudad anhelaba aromas de metrópolis.

Cualquiera diría que esta Caracas era una ciudad de efluvios inocentes, pero ni el provincianismo, ni sus aires de gran ciudad que no era, la eximía de que otra emanación, rastrera y fétida, la recorriera.

No era el hedor de El Silencio, barrio que apestaba a perro descompuesto, a fondo de botella agonizante, a semen y a vagina cansada. Se trataba de algo más.

Las hojas de los chaguaramos, las ceibas, los sauces y las trinitarias se estremecían con la oculta pestilencia, y el campanario de la catedral exhumaba inciensos que intentaban disimular aquella fetidez sobre unos techos que chillaban su rojo intenso, como si aquel hálito los hubiera hecho sudar un barniz brillante.

Un perro aulló y comenzó a seguir el rastro junto con otros perros. Cada vez eran más y más. Excitados, nerviosos, se detuvieron frente a Miraflores, el palacio vicepresidencial.

Adentro, una puerta se abrió. El zarpazo de luz dejó ver unas sábanas ensangrentadas. Tarazona, indio de sombra ladina en los ojos, iba por los pasillos entre soldados temerosos que imaginaban sus cuellos degollados y vueltos a degollar en las repeticiones de un infierno interminable.

Minutos después se abrió la misma puerta y entró el Amo, el Dueño, el Benemérito, el Brujo, el Bagre, el Tirano.

Entonces reventó una onda invisible, potente y nefasta. El olor se intensificó. Volvieron a aullar los perros en la ciudad y se alborotaron las serpientes en el campo. Los gatos lamieron el rojo sangre de los techos, y los espías olfatearon en las esquinas. Los agentes de La Sagrada penetraron su furia en la inocencia de algunas casas. Los hombres fueron arrastrados.

El trabajador que compraba café y rosquitas no quiso ver cuando alguien fue llevado a punta de empujones por los implacables “chácharos” del régimen.

Se vivía en dos dimensiones que se entrecruzaban pero que apenas parecían percibirse entre ellas. Una, era la mole abrupta del poder; la otra, el cotidiano daguerrotipo del hombre que se levantaba con sus rutinas en mente y, sin pensar en los grandores, le daba la cara al sol.

Sin embargo, esa mañana del domingo primero de julio de mil novecientos veintitrés, una dimensión había caído sobre la otra con todo su peso.

El general Juan Crisóstomo Gómez, Primer Vicepresidente de la República y Gobernador de Caracas, hombre serio, sosegado, amadísimo hermano del Benemérito, había sido asesinado en sus aposentos de palacio, y esa muerte, esa descarada burla a los poderes, rompía con toda frontera, rasgaba todas las cortinas y diluía toda urdimbre.

Contenido
I
II
III
IV
V
VI
VII
VIII
IX
X
XI
XII
XIII
XIV
XV
XVI
XVII
XVIII
XIX
XX
XXI
XXII
XXIII
XXIV
XXV
XXVI
XXVII
Créditos

II

Víctor Modesto Franklin, también conocido como Vito Modesto Franklin, Padre Franklin, Doctor Franklin, y en los últimos años, duque de Rocanegras y príncipe de Austrasia, apenas tuvo tiempo para el asombro. Petipuá, apresurado de emoción, le soltó la noticia de golpe mientras corría las cortinas.

Enceguecido por la luz y amodorrado aún por el sueño, Rocanegras no terminaba de caer en cuenta de lo que el sirviente le decía.

Se puso de pie y alzó los brazos como hacía todas las mañanas para que el zambito con cara de bulldog le ayudara a quitarse el pijama. Petipuá le preguntó si había entendido y él volvió a pensar en las primeras palabras del criado. Entonces comprendió y, cuando el pijama terminó de pasar por su cabeza, ya mostraba una cara de estupor inefable.

–Pero si apenas anoche lo vi en el Olimpia, y me regaló un bastón. Sacudió la cabeza, como terminando de despertar, y se dirigió a la cesta donde estaba colocado, entre otros, el bastón que le había regalado Juan Crisóstomo Gómez. Tomó el adminículo y volteó hacia Petipuá:

–Este bastón.

Petipuá miraba con ojos saltones, la pijama del amo apretada contra su pecho. De pronto, Rocanegras apuntó con el elegante palo a su valet.

–Petipuá, te tardas demasiado en acicalarme –dijo molesto–. Recuerda que hoy es domingo y debo lucir aún más elegante elegantorum que el resto de los días. Hoy sólo soy el duque de Rocanegras y príncipe de Austrasia. Hoy que no me hablen de hipotecas, hoy no soy abogado. Mi línea de la elegancia, como ya es costumbre, será la medida de todos los hombres y no debe caber duda de que yo soy el más puro y perfecto espécimen de este planeta.

El zambito, ahora relajado, mostraba todos sus dientes y encías en su más amplia sonrisa.

–¡Ah, su excelencia, éste es sin duda el mejor papel que usted jamás haya representado!

Rocanegras agradeció el halago con una breve inclinación de cabeza, y dijo:

–¿Recuerdas cuando fui seminarista en mis primeros tiempos, oculto en un lamentable conventillo eclesiástico de provincia? Sin duda aquella fue una idea atroz y radical, pero me sentía a salvo, y necesitaba el retiro para pensar, para poner en orden el mundo.

–Pero también lo supo hacer a la perfección

–Mejor en la capital y de Doctor Franklin.

–Eximio abogado.

–¡Ah, sí pero aún mejor como duque de Rocanegras!

–Su rol máximo.

Al duque se le iluminó el rostro, los ojos en el vacío o hacia las imágenes de sus personajes anteriores. Sin mudanza de semblante estuvo por unos momentos, a lo que le siguió un espasmo teatral, como de haber despertado de pronto, y su cara volvió a ser tan solemne y severa como un busto de emperador romano. Entonces alzó el bastón y con el mango propinó un golpecito en la cabeza del lacayo.

–¡Ya basta, sigamos con el acicalamiento y otros menesteres! –ordenó.

Bastón en mano, Rocanegras se dirigió al baño, cerrando la puerta al pasar. Petipuá esperó en silencio.

Transcurrido unos minutos se escuchó el sonido del bajante del escusado. La puerta se abrió y el valet entró para continuar con el aderezo de su amo e informarlo debidamente del acontecer nacional, pues tenía como oficio leer todos los periódicos matutinos para luego darle noticia a su señor. No dignarse a tocar el “barato papel del diario” era una de las tantas extravagancias que Rocanegras se había inventado.

Así que Petipuá fue diciendo lo que había leído en la medida que enjabonaba, lavaba, secaba, vestía y maquillaba.

Contó que los diarios tenían en primera página la trágica noticia, pero no daban mayores detalles. Apenas se nombraba el horrendo crimen, se reiteraba que los traidores a la Patria serían capturados y luego se pasaba a los datos del sepelio y del entierro. Nada más.

Seguramente nunca saldría mayor cosa, pensó Rocanegras. Sólo notas de pésame de todas las personalidades del país, y hasta allí. Pero siempre estaban los susurros de la calle, a los que prestaba detallada atención simulando, por supuesto, cierta indiferencia, pues como hombre noble y nimbado, debía aparentar aburrimiento y hasta desprecio por el cotilleo.

Sin embargo, bien sabía que la calle era una fuente de información vital, sobre todo en aquella Venezuela donde la prensa se hallaba bajo constante vigilancia. Lo que no decían los diarios, la calle lo completaba. Por tal motivo, Petipuá también debía estar al tanto de todo comentario callejero y llevarlo a su señor. Y por estos lados andaba el zambito, que oídos afilados había prestado a los rumores y ahora pasaba el parte de guerra.

El cotilleo, decía Petipuá, se había convertido ya en la voz de un pregonero que informaba con poderosa voz que el general Juancho Gómez había aparecido asesinado en Miraflores, en su habitación, en su lecho. Lo habían apuñalado, cien, doscientas, mil veces. Decían que el asesino había sido alguien de palacio, porque sino cómo, con lo vigilado que estaba Miraflores, sobre todo por aquellos días que se encontraba el Benemérito en Caracas.

Los criados más cercanos habían sido apresados y se andaba a la búsqueda del capitán Barrientos, quien por su ausencia se convertía en el principal sospechoso, cosa que era inconcebible, tomando en cuenta la amistad del capitán con el Vicepresidente.

Por su parte, los hombres del General de la Revolución Rehabilitadora ya se habían llevado a los sospechosos de siempre, entre ellos varios de sus amigos poetas como Job Pim y Leoncio Martínez.

El duque echó una última mirada al espejo. Alto y macizo, morado arzobispo desde el paltó levita hasta lo delicados guantes que rodeaban aquel bastón aurifulgente, regalo de Juan Crisóstomo Gómez.

Admiraba las guetas que protegían sus enormes zapatillas impecables, el pantalón, la corbata de plastró, la larga bufanda dorada, los espejuelos abicicletados, el rostro empolvado e impecable, el bisoñé bituminoso y el sombrero de copa.

Sonrió satisfecho al ver lo bien que calaba su cuerpo dentro del traje.

Durante años se había entrenado con el fin de someterse a las duras pruebas físicas que su antiguo oficio requería. Ahora que la comedia del refinamiento era el centro de su vida, hacía encajar aquel esplendor físico a través de la fantasía de una línea matemática que descendía directamente de los dioses, tal como él mismo lo había declarado. Sí, su línea curva, su línea recta, su línea piramidal, cuya única e inigualable belleza comenzaba por su ombligo nacarado, aquel non ombilucus raíz, sello venusino, marca de su ascendente, la impávida diosa del amor, Afrodita inasible de carnes nacaradas.

Dio medio vuelta y comenzó a caminar. De ese punto a la puerta de la calle, fue recitando en voz baja a todos sus ancestros: Jove, Venus, Neptuno, Soroastro, Nabucodonosor, Sardanápolo, Fausto, Aída, Amnéris, la pobre Lucía, Pelayo, Rodrigo, Atanagilda, Don Hernán Tigifredo, Sigisberta, Bruneguilda, Chilperico, Clotario, Dagoberto, los Merovingios, los Carolovingios, los godos, los visigodos, los ostrogodos, los nogodos y los sigodos: reyes de Francia, Austrasia, Neustracia, Lutecia, Fenecia, Eusia y Sinogeusia.

En la calle, el zambo lo esperaba junto a un Panhard y Levassor. Saliendo de la esquina de La Glorieta, el automóvil tomó rumbo hacia la plaza Bolívar. En los asientos traseros del vehículo, hierático y soberbio, iba el duque de Rocanegras, luz y faro de la elegancia, mannequin vivant, arbiter elegantiarum de la ciudad.

Eran las once de la mañana.

III

En la plaza, el duque cumplió el rito de dar dos o tres vueltas a la redonda. Desfilaba con donaire, mostrando su pulido bastón, y paraba aquí y allá, en cada grupito de gente de a pie o sentada en sillas alquiladas. Todos comentaban en bajo tono la muerte del Vicepresidente, de “Juanchito”, lo llamaban, como si en confianza hubieran tratado al poderoso difunto.

Había sido el preferido del Benemérito. Quizá por tratarse de un hombre serio, formal, comedido y poco dado al arrebato de la violencia, como muchos de la familia Gómez. Hasta humanitario aseguraban que fue el hermano predilecto, pues se contaba que intercedió en más de una ocasión por los presos del régimen. Sí, había sido un hombre de buen corazón; quizá demasiado humano para encajar en el clan. Pero ya esto último lo decían en voz baja, casi imperceptible.

Rocanegras bostezaba su aparente indiferencia sobre los comentarios, se excusaba y se dirigía hacia otro lugar de la plaza. En realidad, fue poco lo que logró sacar de aquellas palabrerías timoratas y poco informadas.

Pasados unos minutos después de las doce se acercó a la botillería La India. Aún en penumbras y a esas horas, el lujoso salón exhibía el aire fantasmal de los sitios que comúnmente sobrepasan su aforo.

Cercana a la barra, una mesa se hallaba ocupada. Encorvados sobre ella, protegidos por una cortina de humo de cigarrillos se encontraban cinco bohemios, admiradores suyos y de sus maravillosas historias; tan sólo una parte de aquellos que hacía tres años y durante la fiesta de Momo, imitando su atuendo y maquillaje, lo sacaron en un rico landaux por las calles más representativas de la ciudad, para darle con su excelsa presencia lustre y línea a la comparsa de las carnestolendas. Hasta en hombros fue cargado, y los homenajes femeninos se extendieron copiosos.

Por aquellos días, la celebridad se le antojó un sumiso cocodrilo, rendido ante su magnífica estampa. Había alcanzado su cometido y estaba exultante. Su juego, su máscara, su línea de la belleza resplandecía como enorme astro sobre el linaje humano. Se había convertido en la luz, en el faro de la elegancia.

Aquel día de Carnaval, en la apoteosis de su gloria, sobre las tablas del teatro Olimpia, el público pidió los sonidos armoniosos de su voz, la realización de su verbo incomparable. Hubo exclamaciones, hubo fascinación, locura, chanza. Sí, la gente lo amaba, pero también lo subestimaba, y él se dejaba, porque aquella era la hora de llevar aún más lejos su oculto anhelo: ser el opa más famoso en la multitud, el más fútil, absurdo e inofensivo de la ciudad.

Entonces allí, ante su público estático, Vito Modesto Franklin comprendió que se encontraba en un momento culminante en su carrera hacia la tontería absoluta, y así dijo, desde su ocultamiento, desde su soterrada maldad, desde los disfraces frente al espejo de su audiencia, la oración más pusilánime y enigmática jamás escuchada:

–Me veo y no me miro.

El maremoto de la aclamación casi hace naufragar los cimientos del teatro Olimpia, y Vito Modesto, allí, erguido sobre el pedestal de su gloria en el medio de los cimientos, ya no fue Víctor, ya no Vito, ya no Padre Franklin ni Doctor Franklin, sino duque de Rocanegras y príncipe de Austrasia.

Luego, sería el pergamino fabulado y confabulado por aquellos que mordieron el anzuelo y jugaron a la chanza. Un pergamino apócrifo hasta donde el Rey de España daba cuenta de sus títulos nobiliarios. Y tras aquel documento vendría un séquito de pajes y gonfalonieros, y las caravanas de lujosos coches a cabasset bajo en ruta diaria hacia la bucólica y elegante urbanización del Paraíso o hacia el restaurante de El Calvario.

Fue un duque y un príncipe, y también el juguete humano de humoristas como Leoncio Martínez, ahora preso, ahora sospechoso. Leo, como todo humorista, atacaba desde la atalaya camuflada de la sorna. Pero en aquel gobierno, hasta las sutilezas resultaban culpables, y su pasquín “Fantoches” había sido objeto de censuras en más de una ocasión.

Desde el principio, Leoncio Martínez y otro gran humorista como Job Pim, mordaces, ingeniosos, resultaron perfectos para sus planes.

Se dejó manipular, fungió de bufón para ellos con gusto y callado regocijo. Y por fin, al cabo de un tiempo, llegó a sentirse lejos de sus temores, y vivo, concreto y seguro dentro de aquella oprobiosa marca de memoria colectiva, que al mismo tiempo lo alejaba de sus temores y resultaba una estupenda cortina que ocultaba su pasado.

Sí, aquel era un olvido deseable, inoculado por adelantado en la mente de los hombres. Un ejemplo digno era aquella camarilla.

¡Ah, sus admiradores, sus oficiantes en el festín de la burla, los mamadores de gallo, los jodedores, los preclaros! No eran más que títeres de su jarana secreta, monigotes que mientras más se enconaban en la burla, más satisfacían sus deseos.

Lo saludaron con la cordialidad de siempre, pero esta vez no le dedicaron la atención acostumbrada. Volvieron los cinco a inclinarse sobre la mesa y a hablar a media voz. El duque no se extrañó ante tal actitud. Sabía que estaban ocupados en la nueva fatídica.

Tomó asiento y se mantuvo recto, hierático, supremo. Con distancia aristocrática y desdeñosa casmodia de bostezos atrincherados tras la seda de sus guantes, Rocanegras escuchó las especulaciones de sus contertulios.

La muerte de Juancho Gómez, decían, no era más que el saldo fatal de la lucha por el poder entre los “vicentistas”, seguidores de José Vicente, hijo mayor del tirano, y los “juanchistas”, seguidores de Juan Crisóstomo Gómez, el occiso.

El asesinato, según ellos, era el resultado de una guerra solapada y muda, surgida hacía dos años, cuando el viejo caudillo había terminado en cama sufriendo de una larga y delirante agonía de uretra totalmente sellada. La posibilidad de su muerte les había abierto el apetito a los militares. En los cuarteles se cuadraron fidelidades: unos se agruparon en torno al hijo mayor, Inspector General del Ejército y segundo Vicepresidente; otros se adhirieron al gobernador de Caracas y primer Vicepresidente, hermano segundón, que sin embargo, era amado profundamente por el Bagre, como se le apodaba en tono de burla y en baja voz a Gómez.

En cada bando también se acomodaron grupos económicos importantes. Del lado de José Vicente se encontraban los círculos burgueses y los inversionistas británicos, irritados por las preferencias del patriarca hacia los alemanes y los americanos de Estados Unidos. En torno a Juan Crisóstomo se encontraban los viejos guerreros y la añeja parentela, tachirenses en su mayoría, que acompañaron a Gómez en las aventuras bélicas que los llevaron a Caracas; ahora convertidos en grandes dueños de tierras o en supremos comerciantes asociados con grandes contratistas norteamericanas.

Cada quien había enterrado sus pendones en los respectivos campos; sólo quedaba jugar las cartas finales para instalarse en el poder una vez muerto el hombre de La Mulera; pero éste resultó más fuerte que el odio del mismo Lucifer. Un día los sorprendió ya perfecto de salud, de pie y haciendo cumplir su voluntad desde su inquebrantable parquedad de andino resabido.

Una oscura inquietud, entre la decepción y la desesperación, habría terminado por acelerar la tragedia. La acción vino entonces de mano de los “vicentistas”. La muerte del hermano segundón aseguraba la sucesión del hijo y además, el dolor de la misma en el alma del viejo dictador, adelantaría su muerte.