SUMARIO

1. Preámbulo

2. El “milagro griego”

3. Los milesios

4. Nota sobre lo infinito, el caos, la “physis” y la nada

5. El retorno de la religión

6. Una filosofía de la ambivalencia

7. Una filosofía de la identidad

8. La sabiduría arcaica

9. Filosofía y mística

10. El nacimiento del humanismo

11. El alma y la ciudad

12. Filosofía y exorcismo

13. Forcejeos críticos

14. El espíritu de la tragedia y el mito de consolación

15. Una filosofía de la finitud

16. Consideración final

1. PREÁMBULO

Este libro arranca de un antiguo y desmesurado proyecto: la construcción de una Genealogía de la lucidez en varios tomos. El primer tomo tenía que ocuparse, precisamente, de Grecia. La idea de un pensar genealógico viene de Nietzsche, con el precedente historicista de Dilthey, y ha sido glosada por Jean Beaufret. No se trata tanto de hacer historia como de remontarse al origen –y descubrir que todo conocimiento es, de algún modo, reconocimiento. Lo vislumbró Platón, lo ha recordado Heidegger: la filosofía como constante movimiento de regreso al fundamento (Grund), aunque finalmente el fundamento se esfume. (El Grund aboca en el Abgrund, en la misma medida en que la filosofía es una actividad, como diría C.U. Moulines, ilimitadamente recursiva: la filosofía es, por naturaleza, filosofía de la filosofía, o sea, metafilosofía, y luego meta-metafilosofía, etcétera.) Genealogía de la lucidez, o sea, hallazgo y recuperación de algo que jamás habíamos perdido. (En mi terminología: lo místico.) He aquí, en todo caso, el primer tomo de esta hipotética genealogía. (Según se mire, el último tomo lo he publicado ya bajo el título de Aproximación al origen. También tengo allí escrito que todo escritor consume su vida escribiendo un solo libro; un solo libro autoterapéutico.)

Este ensayo, por consiguiente, es un pretexto. El ejercicio filosófico consiste, ante todo, en dialogar con los colegas, vivos o muertos –preferiblemente, muertos: con los vivos siempre hay dimes y diretes, murmuraciones y tiquismiquis. Una excepción a esa costumbre la constituyen Wittgenstein y Descartes: ambos pusieron especial cuidado en disimular sus fuentes. Descartes, por estrategia, y quizá también por humor; Wittgenstein, simplemente, porque «le era indiferente saber si lo que él pensaba lo había pensado otro antes que él». Pero, en general, no puede uno llamarse filósofo si no se ha enfrentado con la tradición –ni que fuere para deconstruirla–, y si no lo ha hecho desde una cierta idea directriz. Hegel, Nietzsche y Heidegger son tres ejemplos eminentes. (Eminentes e indigeribles.) Hegel recoge todo el peso del pasado y proclama que la historia es el despliegue de la misma divinidad que primero se autoenajena en forma de naturaleza material y luego se autorreconquista en forma de Espíritu Absoluto. Nietzsche, por el contrario, piensa que la tradición postsocrática es la historia de un gran malentendido. Heidegger estima que hay que “destruir” la tradición para recuperar la olvidada cuestión del ser. Salvando las distancias, también uno tiene su propio hilo conductor. Transcribo lo que tengo escrito en mi libro Ensayos retroprogresivos:

El Tao de Occidente es esa extraña creatividad que nos devuelve al origen por la vía crítica. Entendiendo por vía crítica la retroacción desde un problema hasta sus condiciones de posibilidad. Cabría escribir una historia de la filosofía occidental desde el punto de vista de cómo, en cada época, el discurso cultural trata de aproximarse críticamente al origen perdido. De alguna manera, en Occidente, filosofía, arte y ciencia regeneran simbólicamente la no-dualidad originaria. Occidente se alimenta de una tensión crítica, retroprogresiva, que a la vez que va sofisticando los lenguajes va poniendo en crisis los supuestos de partida. Es un proceso destructor de realismo ingenuo que aboca, simultáneamente, a la progresiva racionalidad del discurso y al origen místico.

Existe un esquema general. Toda educación, toda socialización de la conciencia, arranca de una fragmentación de la realidad en parcelas separadas, de suerte que sea así posible un posterior (y peculiar) discurso unificador. Toda formalización permite un tratamiento lógico (y mitológico) de las hipotéticas parcelas separadas de la realidad. Toda sintaxis, al disponer las piezas sueltas en un orden (taxis), recupera (substituye) la totalidad perdida bajo forma de significado.

Sucede también que la parcelación/segregación, el espejismo de las dualidades, genera una angustia muy peculiar que nunca queda suficientemente neutralizada por los discursos racionalizadores. De ahí el permanente empuje de retroacción, de desocialización de la conciencia, de recuperación del origen (no-dualidad) perdido. En cualquier caso el dinamismo que subyace es el mismo. Este dinamismo se articula en dos momentos: 1) parcelación de la realidad, 2) simulacro de recuperación de una realidad indivisible. Para decirlo con la terminología empleada en mi libro Aproximación al origen: 1) fisura, 2) cultura.

El Tao de Occidente es inmanente al arte, a la filosofía, a la ciencia. Es un Tao todavía inconsciente pero sin el cual resulta inexplicable el proceso crítico de la cultura occidental. La argucia crítica consiste en demarcar la realidad en parcelas escindidas para recuperar luego la realidad perdida por la vía del lenguaje que unifica lo separado. Así, por debajo de toda la aventura de la filosofía, de la ciencia y del arte late un aliento digamos místico: devolver las cosas a su no-dualidad originaria. Complejidad creciente y aproximación al origen son dos caras de un mismo proceso.

La mística (aunque tal vez hubiera que inventar otro vocablo) no es, por tanto, ninguna cosa irracional. Al contrario. La mística, el Tao, o como quiera decirse, es el impulso mismo de la razón crítica. También su fundamento. Lo presintió Platón: sólo alguien que, en el fondo, sabe puede asombrarse por no saber. Dicho de otro modo: la mística es la lucidez, la conciencia sin símbolo interpuesto. Los anónimos redactores de las Upanishads lo proclamaron hace milenios: el discurso humano es una delicada farsa sobre un trasfondo de lucidez absoluta. Permanentemente, lo que no puede decirse fundamenta lo que se dice.

En el principio jamás fue el verbo.

El advenimiento de la finitud, la construcción de la cultu ra humana, y el sentimiento de lo “problemático”, son así di versas faces de un mismo fenómeno. El budismo descubrió con miles de años de anticipación sobre Wittgenstein, que n existe ningún “problema” de la realidad. Pero la cultura hu mana se constituye, precisamente, a través del circuito problema-solución al problema. La filosofía, en particular, es un mayéutica sin fin, un ejercicio crítico que pone en cuestión la realidad en bloque. Al mismo tiempo, todo planteamient problemático arranca ya de una matriz teórica latente.

«¿Cuál es el problema?» He aquí la pregunta que cada época se hace a sí misma como manifestación de su propia en fermedad cultural, es decir, de su cultura misma. Pues no ha tal problema en sí mismo; lo que hay es una definición pro blemática de cada cultura. Porque lo que llamamos problem –figura secularizada del tabú– es la condición misma de l cultura, es decir, de las demarcaciones que fundamentan l comunicación simbólica. La cultura, en tanto que sistema d comunicación, supone dicotomías, escisiones, demarcacio nes, dualidades que son la condición de posibilidad del dis curso simbólico. Este discurso simbólico es la terapia que au togenera la misma cultura desde su propia enfermedad.

«¿Cuál es el problema?» El problema es, ante todo, la noción misma de problema: lo problemático en sí mismo, la dualidad en que consiste la cultura misma, dualidad que hace posible lo simbólico. El problema se proyecta en una vieja pesadilla metafísica: ¿por qué la realidad es como es y no, más bien, de otra manera? Y, en el límite: ¿por qué hay algo en vez de nada? El problema es el nacimiento de la irrealidad, la escisión entre pensamiento y facticidad, entre necesidad y contingencia, la fisura. El problema es tan antiguo como la conciencia del hombre.

Hay miles de dualidades, y, al final, tenemos que reconsiderar el conjunto global de la cultura. Del malestar de la cultura pasamos a la cultura como malestar. El paciente que va al psicoanalista suele creer que este o aquel síntoma constituye su problema; pero lo que el paciente no comprende es que su problema no es la depresión, el insomnio, el matrimonio o el trabajo: estas quejas diversas son sólo la forma consciente con que la cultura le permite expresar un conflicto mucho más hondo y más remoto. El conflicto general, el problema general, es lo problem ático en sí mismo.

La historia de la filosofía es la historia del problema. El problema y la “solución al problema” es ese ardid crítico que implica los dos movimientos aludidos de: a) parcelación de la realidad, b) formulación de alguna síntesis que regenere la no-dualidad perdida. Esta síntesis es el espacio de lo simbólico. Recordemos que, en griego, symbolon fue el nombre dado a aquel objeto que, partido en dos, sirviese a dos personas separadas para poder reconocerse con el tiempo. Las dos mitades encajarían. Hay una previa separación que lo simbólico reúne. (Symbolon es contraseña, y symballo es juntar.) El ejercicio simbólico es el dinamismo cultural, el eros sublimado, que reúne lo escindido. El mito platónico define a Eros como el deseo que tiene todo ser humano de encontrar su otra mitad, de recuperar la unidad perdida del andrógino. En este amplio contexto, la cultura, el ejercicio simbólico, el eros sublimado, todo incide.

La construcción simbólica, la síntesis latente, bajo forma de teoría, Weltanschauung, ideología, religión, mito, etcétera, es la manera como, en cada época, se tiene en pie el animal humano. Ahora bien, más allá de los meandros de la historia, el proceso de la lucidez hace que se vayan tambaleando las sucesivas maneras de tenerse en pie. (Pero conservando lo esencial: el hecho de tenerse en pie.) El progresivo desarrollo del empirismo crítico (hoy pensamos, por ejemplo, que la inteligencia humana no alcanza a la realidad en sí, sino que funciona, ante todo, como una forma de adaptación a lo real), este empirismo crítico, digo, invalida las coartadas ideológicas totalitarias y exige progresivas dosis de mística inmanente para tenerse en pie. Los agnósticos gozan de tanta o mejor salud que los creyentes. La realidad es demasiado absoluta para tener sentido.

Una pregunta subyace en las páginas que siguen: ¿cómo se tenían en pie los primeros filósofos?, ¿de qué peculiar manera planteaban “el problema"? Y, en general: ¿cómo se tiene en pie, en cada época, el animal humano? La respuesta, a tenor de lo dicho, es siempre una cuestión de mística camuflada. Dicho de otro modo, una cuestión metafísica. Quiere decirse que “tenerse en pie” es una actitud metafísica, es decir, una toma de posición frente al ser y la nada (Camus: el único problema filosófico relevante es el del suicidio), y que, por inauténtica que sea la vida o la actitud de un hombre, hay siempre una metafísica que le subyace, se sea o no consciente de ello. Desde una perspectiva antropológica, y hablando esquemáticamente, existen tres maneras de tenerse en pie: la mística, la neurótica y la trivial.

La manera mística (sigo hablando esquemáticamente) tiene dos vertientes: espiritual e intramundana. En ambos casos, se trata de trascender, se trata de salir de la cárcel del ego, y volcarse en algo que a uno le importe más que sí mismo. Salir de la cárcel del ego equivale a sobrepasar “el problema” y rastrear la no-dualidad última de todas las cosas. No-dualidad que es también infinita diversidad.

Las dos faces de la mística también pueden considerarse desde el punto de vista de los tipos psicológicos, en el sentido de Jung: introversión frente a extraversión. San Agustín, prototipo de animal introvertido, proclama que «en el interior del hombre habita la verdad». Leonardo da Vinci sería un prototipo del místico extravertido plenamente absorbido, a cada momento, en lo que hace.

Ya desde su primera juventud, las absorciones de Leonardo incluían la matemática, la astronomía, la física, la geología, la botánica, la mecánica, la óptica, la acústica, la zoología, la fisiología, la anatomía. Cuando abandonó Florencia, a los treinta años, para ir a Milán, Leonardo era un pintor célebre; no obstante, Lorenzo de Médicis lo recomendó al duque de Milán como un músico que cantaba y tocaba el laúd “divinamente”. El caso es que Leonardo, entre pincelada y pincelada, corría a inventar la máquina voladora, a diseñar el asiento de retrete con bisagras, a imaginar una ciudad modelo, a concebir una ametralladora. La variedad de sus logros sólo era superada por el número de sus proyectos abandonados. Limitación y gloria del hombre extravertido, volcado hacia todo lo demás, olvidado de sí mismo: ésa es, indiscutiblemente, una clase de mística.

Conviene, pues, deshacer el equívoco que relaciona la mística exclusivamente con la meditación ensimismada de algunos sabios orientales. Más aún: la misma distinción entre maya y realidad es también una dualidad a superar. Como ya advirtiera Nietzsche, no hay una “verdadera” realidad por debajo de los fenómenos. Todo es un indivisible inagotable proceso que carece de fundamento, y por esto el misticismo es la contrapartida del nihilismo. Se trasciende en la acción, en la contemplación, en la ciencia, en el arte. Procede, en consecuencia, ampliar el alcance del vocablo “mística”. Y también, ya digo, despojarle de todas sus connotaciones mágico-irracionales. En Aproximación al origen he tratado de mostrar la articulación entre lo místico y lo crítico. Ello es que lo místico (la realidad sin modelos interpuestos), visto desde el lenguaje, es un límite. Ahora bien, la exploración a través del límite es la esencia de lo crítico. Y la apertura a lo místico se produce cuando la razón postula su autoinsuficiencia –su incompletitud. Pero no hay que ver a la mística desde el lenguaje, sino al lenguaje desde la mística. La mística es la previa lucidez que hace reconocible al límite. Lo que ocurre es que filosofar es fingir que no se es místico. Podemos entonces decir que la mística es la culminación de la razón crítica, el último espasmo de la limitación humana, la contrapartida existencial del nihilismo. No olvidemos que incluso la mística más genuina, la que nació en la India en el período védico tardío, fue una reacción contra la religión cultual y la hipertrofia del sacerdocio sacrificial. Todo místico sabe que cualquier cosa que se diga sobre la realidad es, por definición, insuficiente; que la realidad “se muestra” antes o después del lenguaje. En este sentido, la mística –en contra de lo que piensa Popper, y muy de acuerdo con lo que enseñó Bergson– es la verdadera aliada de la “sociedad abierta”. Un místico es exactamente lo contrario de un fanático. No absolutiza ningún lenguaje.

Pero ya digo que tal vez convendría inventar un vocablo menos viciado y enojoso que el vocablo “mística”, algo que nos remitiese sin adherencias ideológicas/teológicas a esa experiencia pura, a esa experiencia no dual, a esa experiencia transpersonal y sin angustia, a ese más allá del lenguaje donde todo se hace repentinamente real. Esta experiencia, propiamente, es transexperiencia: no hay ningún “sujeto” experimentador separado del “objeto” experimentado. Aquí se trata de lo real realizándose a sí mismo. Más aún: esta transexperiencia es el único caso de genuina experiencia. Desde el punto de vista de la ciencia, la realidad no es reflejada ni por la teoría ni por la experiencia (nadie sabe lo que es la experiencia puesto que hay siempre interpuesta alguna teoría). La realidad es únicamente simbolizada. (Tomemos el ejemplo perceptivo por antonomasia, el fenómeno de la visión: la elaboración por la corteza cerebral de los impulsos eléctricos que le transmite el nervio óptico no es ninguna copia de lo real; es sólo una interpretación adaptativa/selectiva.)

Lo que ocurre es que, por muy viciada y equívoca que sea la palabra mística, resulta difícil encontrar otra mejor. Karl Jaspers acuñó un vocablo: das Umgreifende, lo circunvalante, lo envolvente, lo omnicomprensivo, en suma, lo que sobrepasa la separación sujeto-objeto. Cabe recurrir al verbo trascender, sólo que éste es un vocablo también viciado en su origen etimológico, al colocar al hombre como centro y referencia de lo que le trasciende. ¿Qué palabra nos permite ir más allá de sí misma? El hecho es que, enajenados como estamos en el sonambulismo de lo simbólico, ninguna palabra, por paradójica que sea, es suficiente para despertarnos. Pero decimos esto. Decimos con palabras que no es posible despertar mediante palabras. Es como soñar que deseamos despertar. Y ésta es la paradoja esencial del lenguaje, su relación a una realidad por definición inaccesible al lenguaje.1 A partir de aquí cabe, no ya el “salto” (Sprung) de Kierkegaard, sino la gratuita iluminación, la citada experiencia pura, la recuperación de algo que jamás habíamos perdido. En todo caso, y a los efectos de este ensayo, lo primero que procede es saber esto. Saberlo paradójicamente. Y así, una vez sabido, podemos seguir usando el vocablo “mística” un poco como quien guiña el ojo.

También es conveniente no oponer lo místico a lo personal e individualista. La llamada muerte del Sujeto no fue el preámbulo de un nuevo colectivismo sino la puerta de entrada al descubrimiento de que la más profunda identidad personal es, paradójicamente, transpersonal. Pero lo transpersonal no anula lo individual; sólo le da su auténtica y abismática dimensión. Hace falta tener ego para ir más allá del ego. Ciertamente, el empuje a ir más allá del ego puede detenerse en penúltimas coartadas colectivistas: la patria, el partido, la religión, la especie, etcétera. Pero no se trata de esto. Se trata de que el ser humano diseñe su más irreducible individualidad desde su libertad más originaria. Lo que no vale es degradar la no-dualidad originaria a la categoría de totalidad.

En resumen; lo místico es la realidad previa a las fragmentaciones del lenguaje. Es el fundamento sin fundamento que todos presentimos. Ya decía Bradley que «la metafísica es el hallazgo de malas razones para justificar lo que creemos por instinto». Pero más allá de la metafísica está la mística, y la frase de Bradley cobra entonces renovada vigencia. El credo ut intelligam y el fidens quaerens intellectum que la Cristiandad medieval recogió de san Agustín y san Anselmo también deben situarse en este contexto. Todos los fenómenos religiosos, y no religiosos, de fanatismo y “creencia” encuentran aquí su razón y explicación. Si el hombre no sintiera esta previa necesidad de no-dualidad, si el hombre no fuera un animal intrínsecamente “místico”, resultaría inexplicable la tendencia a la creencia y a la fe. Creencia y fe (aparte sus componentes defensivas/ideológicas) resultan ser así aproximaciones a algo mucho más hondo y mucho menos antropocéntrico.

La manera neurótica de tenerse en pie supone una cierta oscilación entre lo místico y lo trivial. Es el caso de quienes sólo persiguen la afirmación de su ego, supeditando todo lo demás a este fin, aunque, a menudo, con una cierta “apertura”, es decir, con un cierto sentimiento de desadaptación y asfixia.

La manera trivial es la que se apoya, esencialmente, en alguna conciencia colectiva y nada más que en esa conciencia colectiva. Lo que Jung llamaba arquetipos. Naturalmente, en la vida real todo viene entremezclado. Puede haber una profunda sabiduría en lo trivial; puede haber neurosis en lo místico, etcétera. Hay un espectro que va desde la pura neurosis hasta una cierta sabiduría, desde el puro automatismo hasta el vivir conforme a profundos arquetipos. Existencia inauténtica, trivialidad, neurosis: las separaciones son sólo esquemáticas. La frontera que separa un mecanismo de defensa de una psiconeurosis es muy tenue. También es tenue la frontera que separa un mecanismo de defensa de una ideología. El denominador común es, precisamente, éste: defenderse. Defenderse con una estrategia de mentira. ¿Defenderse de qué? Algunos dirán: defenderse de una ansiedad profunda. ¿Qué ansiedad?, ¿la del permanente horizonte del noser? Heidegger así lo entendía. Heidegger (en su primera época) consideraba que el tiempo pertenece a la revelación del ser. Heidegger entendía que la existencia auténtica asume el ser-para-la-muerte. En contrapartida, el Man rehúsa la muerte como posibilidad propia. Se muere. Es decir, mueren los demás. Aunque Heidegger advierte que la inautenticidad no es un modo de “ser menos”, resulta obvia su preferencia por el aspecto “auténtico” del Dasein. Aunque escribe que «cotidianidad no es lo mismo que primitividad», parece que se le escapa la sabiduría latente en la existencia inauténtica, en el rechazo de la muerte, en lo arquetípico. Esa sabiduría latente consiste en la vaga intuición de que el tiempo no existe, y que, por tanto, si uno se instala en el presente, la angustia por el tiempo que pasa –en otras palabras: el estatuto ontológico de la finitud– se desvanece. Escribió Spinoza en su Ética que «en nada piensa el hombre libre menos que en la muerte». En el mismo contexto cabría insertar la frase de Wittgenstein advirtiendo que el miedo a la muerte es el síntoma de una vida falsa.

Ello es que toda estrategia de mentira tiene también algo de verdad. Ocultar la faz desagradable de las cosas es una forma caricaturesca de presentir que no existen ni el pasado ni el futuro –pues lo desagradable siempre está o en la memoria de algo pasado o en el temor de algo futuro.

En el contexto de la existencia trivial, la historia de la cultura también puede plantearse como la historia de los mecanismos de defensa puestos en práctica por el desventurado animal humano para tenerse en pie. Mecanismos de defensa, anestesia y protección, reminiscencias del modo de vivir que, durante milenios, han tenido las culturas tradicionales. Escribe Mircea Eliade (El mito del eterno retorno): «¿Qué significaba vivir para un hombre perteneciente a las culturas tradicionales? Ante todo, vivir conforme a los arquetipos». Lo que ocurre es que, para las culturas tradicionales, los arquetipos eran sagrados, en tanto que para las culturas postmodernas, los arquetipos surgen de la publicidad.

Digamos, pues, que en todo ser humano concreto se van entremezclando y oscilando tendencias pertenecientes a esos tres tipos puros. Hay que entender, además, que todo hombre creativo, sin él saberlo, es un místico, es decir, alguien que trasciende las dualidades fondo/forma, medio/fin, autor/obra, sujeto/objeto. «Algo, en mí, crea», decía Mozart. Los caminos son múltiples, y la realidad asoma cuando se traspasan las fronteras ilusorias del ego. Lawrence Le Shan (Cómo meditar) reproduce un cuento hasídico que narra la visita del gran rabino a una pequeña ciudad de Rusia:

La visita suponía un gran acontecimiento para los judíos de la localidad, los cuales se entregaron a largas y prolijas reflexiones sobre las preguntas que deberían formular al sabio. Cuando por fin éste llegó, pudo percibir la gran tensión que flotaba en el ambiente. Durante unos momentos no dijo nada; luego, comenzó a tararear suavemente una melodía hasídica. Al instante, todos la estaban tarareando con él. Comenzó entonces a cantar y, enseguida, los presentes siguieron su ejemplo. Enlazó luego el canto con el ritmo del cuerpo. Pasado un tiempo, cuantos allí se encontraban estaban completamente absortos en la danza, plenamente entregados a ella, tan sólo bailando y nada más. La danza continuó por un tiempo y después el rabino disminuyó gradualmente su ritmo hasta llegar a detenerse; miró entonces al grupo y dijo: «Confío haber respondido a todas vuestras preguntas».

Se lo explicaba un derviche danzante a Nikos Kazantzakis: «porque la danza mata el ego, y cuando el ego ha muerto desaparecen los obstáculos». Por esto el místico no siente la realidad como “problemática”. Al no haber disociación entre sujeto y objeto, al no haber fisura ni dualidad, tampoco hay una “realidad” “enfrente” de uno. La filosofía, en cambio, comienza con un simulacro; comienza con la pérdida del sentido místico. Surge entonces la cuestión: «¿Cuál es el problema?».

Este libro se ocupa del “problema” en la Grecia clásica (siglos VI a IV antes de Cristo). Este libro, ya lo he dicho, es un pretexto. Más que un ensayo sobre los griegos, es un ensayo a propósito de los griegos. Nos conciernen los griegos en la medida en que nos permiten seguir filosofando hoy. Más aún: en la medida en que nosotros mismos –como diría un filósofo hermeneuta– somos angesprochen por una tradición que se inaugura en Grecia. No puede sernos indiferente el origen de una palabra con la cual pensamos y somos pensados. (Hay un círculo: pensamos a través de la cultura; pero es también la cultura quien piensa a través de nosotros. Ahora bien, sabemos esto, tenemos conciencia del círculo, y ahí comienza nuestra posible liberación.) Nos importan los griegos porque ellos fueron los primeros, y, por consiguiente, los que construyeron la base primaria de nuestras propias posibilidades filosóficas. Por esto ha escrito Zubiri que «no es que los griegos sean nuestros clásicos: es que, en cierto modo, los griegos somos nosotros». (La misma idea la encontramos en Th. Gomperz, citado y corroborado por Erwin Schrödinger en La nature et les grecs.) Nos importan los griegos porque nos permiten rastrear los hallazgos y los titubeos del pensamiento racional en su primigenia virginidad. Pero ¿qué se puede decir, sobre los griegos, que no se haya dicho ya? El estudioso dispone de mil flancos para entrar en materia. Da un poco igual. Por un lado, hay que fiarse de los filólogos (los cuales, naturalmente, discrepan entre sí); por otro lado, todo gran autor –como he dicho– es un pretexto para seguir filosofando “hoy”. Quiere decirse que para entender el presente hay que reinventar el pasado, y que si el pasado se reinventa desde el presente, la inversa también es cierta. El esquema es cibernético. El estudio de los textos se inscribe en el paradigma cultural de cada momento. Un gran autor es, precisamente, alguien cuya obra se deja reinventar perpetuamente.

De ahí la ventaja de los lenguajes ambiguos. ¿Cuánta gente lee hoy a George Sand en comparación con la que escucha a Chopin? A Chopin lo podemos reinventar, introducirlo en la estructura tensa de nuestro presente. Cada pianista “interpreta” a Chopin; cada oyente lo reinventa. Es en este mismo contexto, supongo, que Th.W. Adorno hablaba del carácter esencialmente enigmático de la obra de arte, toda vez que su desciframiento definitivo nunca es posible: queda siempre un margen abierto para nuevas interpretaciones. Lo mismo vale para los grandes autores de la historia de la filosofía. Su obra, como digo, se deja “reinventar” perpetuamente.

Por consiguiente, sí se puede decir sobre los griegos algo que no se haya dicho ya. Sobre los griegos y sobre cualquier fragmento solvente de pasado. Porque lo nuevo es el presente, y desde el presente se reinventa el pasado. Porque toda genealogía es retrospectiva. Se parte siempre del final. Como he explicado en otro lugar, Descartes cobra sentido después de Kant. La polémica póstuma entre Leibniz y Descartes se comprende desde la polémica del siglo XX entre la matemática intuicionista y la formalista. La valoración positiva del estilo barroco sólo es posible después del impresionismo del siglo XIX. Y hasta cabe pensar que para entender a Heráclito sea preciso haber leído previamente a Heidegger. Ello es que el punto de partida es siempre el punto de llegada, y de este modo se va reconstruyendo perpetuamente la cultura.

Otrosí. Suele decirse que nuestros prejuicios deforman la realidad; pero se olvida que si no tuviéramos prejuicios jamás conoceríamos nada de la realidad. Son nuestras ideas preconcebidas las que disparan nuestras indagaciones. Son nuestros prejuicios los que procuran esa “precomprensión” sin la cual no hay hermenéutica. Lo importante es el uso heurístico de los prejuicios: tomarlos como hipótesis provisionales para dar una dirección a las indagaciones. Lo importante es que haya algún germen crítico que pueda conducir estas indagaciones hacia resultados imprevistos.

Hechas, pues, las debidas precisiones, podemos comenzar recordando que, a diferencia del pensamiento nacido en India y China, la cultura griega clásica se caracteriza (al menos inicialmente) por su confianza en la capacidad del lenguaje (logos) para comprender la naturaleza última de las cosas; confianza tan ingenua como fértil, pues de ella nacerá la ciencia, un modo insólito de enfrentarse con la realidad.

Esta confianza en el logos tiene un coste, el coste de una cierta enajenación primordial. De pronto, la realidad se hace “problemática”. Pero, simultáneamente, se vislumbra la no-problematicidad del origen. Como lo iremos viendo, el gran racionalismo griego procede de una primitiva vivencia originaria, tan enérgica como confusa. Paulatinamente, la huella y el recuerdo de esta vivencia se amortiguan. Nace entonces la filosofía propiamente dicha. Pero será misión de la filosofía crítica –la que va desde un problema hacia sus condiciones de posibilidad, para decirlo al modo de Kant– la recuperación retroprogresiva de la vivencia originaria perdida. Porque en filosofía, lo mismo que en la vida cotidiana, es indispensable no perder contacto con el origen, con lo que se ve y se hace por primera vez. Pues así entramos en el presente y conseguimos que, perpetuamente, sea “la primera vez”. Y no vivimos (o filosofamos) de prestado, repitiendo una canción ya muerta. Es también el sentido del arte como ruptura del círculo vicioso de la cultura (donde los símbolos son siempre símbolos de otros símbolos). Se trata –parafraseando a Baudrillard– de «remettre les choses á leur point zéro énigmatique».

En mi libro Aproximación al origen me he ocupado del mecanismo crítico/retroprogresivo que hace posible vivir/filosofar “por primera vez”, y no perder contacto con lo real. Explico allí que una filosofía crítica es aquella que consigue desenmascarar lo que nosotros mismos habíamos enmascarado. El enmascaramiento, la autolimitación, la demarcación, la finitud que nos cierra al origen, son condiciones (mecanismos de defensa) para evitar que todo retorne al caos. En este contexto, el enmascaramiento y la autolimitación forman parte esencial de toda cultura en tanto que cultura. (Peter L. Berger, entre otros, ha desarrollado la idea de que todas las sociedades humanas con sus instituciones son, en su raíz, una barrera contra el puro terror, contra la “ansiedad fundamental” del ser humano.) Pero el origen presiona. Hay una dialéctica sui generis entre el deseo transgresivo de saber y el deseo de seguridad intercomunicativa. El problema está en que ambas exigencias se proyectan en un solo instrumento: el lenguaje. A través del lenguaje, el hombre enmascara lo real; a través del lenguaje, el hombre trata de recuperar lo real. No habría manera de rastrear las huellas borradas y, al rastrearlas, de avanzar críticamente hacia el origen, si de algún modo no se conservase la huella de lo borrado. De no ser por esta ambivalencia estaríamos absolutamente enajenados en la cultura.

Pero el lenguaje puede hacerse crítico. Y este hacerse crítico del lenguaje es, precisamente, la filosofía. La filosofía avanza a fuerza de golpes críticos, de autolimitaciones del logos, de incrementos en la escala de la lucidez. Al mismo tiempo, ejercemos el logos dentro de un ámbito cada vez más restringido y más intenso; más ambivalente y más sutil. Existe un axioma psicoanalítico según el cual lo más escondido es lo más significativo. En efecto; hay un exceso de significación que se manifiesta, precisamente, en el exquisito cuidado que ponemos en ocultar su significación. La conciencia de esta ambivalencia es la conciencia crítica. El empuje que nos devuelve al origen por la vía del lenguaje crítico es el empuje retroprogresivo.

En las páginas que siguen haré un recorrido por la gran filosofía griega aplicando el modelo retroprogresivo. Seguiré, sucintamente, el hilo de la cronología (desde los orígenes del llamado “milagro griego” hasta Aristóteles) a través de una sucesión de apuntes breves, incluyendo glosas y digresiones. (Anticipo al lector que, a menudo, las glosas y digresiones habrán de contar tanto o más que la propia historia de los griegos. Ya he dicho repetidamente que este libro es un pretexto.) Se trata de comprendernos, simultáneamente, a los griegos y a nosotros. (A nosotros a través de los griegos, a los griegos a través de nosotros.) Se trata de rastrear la permanente referencia mística a lo largo del primer ciclo de la filosofía. Se trata de elucidar, en general, la relación entre filosofía y mística; su articulación secreta. No pretendo que el ejercicio sea tan original como originario. También mínimamente didáctico.

1. No tenemos palabras para hablar de lo que no se puede hablar, pero tenemos la palabra “no”. En este contexto, el “no” es más que un signo lingüístico. Y la apertura del lenguaje a lo místico es siempre la negación. Véase mi libro Aproximación al origen.

2. EL “MILAGRO GRIEGO”

En su Introducción a la Metafísica pregunta Heidegger: ¿cómo llega a surgir y a predominar (en la filosofía griega) el logos frente al ser? ¿Cómo acontece la decisiva separación entre el ser y el pensar? Pues bien, a tenor de lo dicho aquí resulta que la tal separación es una argucia crítica, la acotación de una dualidad para extraerle el jugo. El jugo será una primera teoría del mundo.

Pero si se miran las cosas con atención, existe ya una argucia crítica en el nacimiento de la cultura mítica. Antes de la aparición del logos, el mecanismo retroprogresivo, el distanciarse del origen para recuperarlo por la vía de algún simbolismo, es ya patente. En Grecia, antes de que surja una teoría del mundo, lo que encontramos es –al igual que en otras tradiciones– una genealogía del mundo. «Todo el discurso sobre el origen de los tiempos, que en los griegos se halla consignado por escrito, es obra de varios autores, pero sobre todo de dos en particular: Hesíodo y Orfeo.»1

La introducción del alfabeto griego, inspirado en el modelo fenicio, hace posible que Hesíodo ponga por escrito poemas procedentes de una remota tradición oral. Hesíodo dice: «en el principio era el caos». O también: «Ante todo, el caos».

Según Jaeger, Hesíodo no dice «en el principio era el caos», sino «primero tuvo origen el caos», E toi men prótista Chaos génet. La antítesis entre caos y cosmos sería inexacta.

En todo caso, la palabra caos se relaciona con el verbo jaino, que significa abrirse la tierra, abrirse una herida, abrir la boca, bostezar. Podríamos, entonces, glosar: «en el principio se hizo la fisura, el vacío de la ambivalencia». Todos los seres provienen de un abismo inicial, un “abismo bostezante”, y van cobrando forma específica a través de un proceso de división. Así, con lenguaje poético y mítico, Hesíodo nos ofrece una primera versión del parto de la finitud. La Tierra concibe a un ser igual a sí misma, capaz de cubrirla toda. Este ser es Urano, el Cielo estrellado. Pero Cronos, hijo de Urano, distiende la fisura entre el Cielo y la Tierra, enfatiza la dualidad Cielo/Tierra y pone en marcha el proceso de fragmentación.

Cronos habrá de simbolizar el tiempo que consume todas las cosas. Cronos al fin hace política: devora a sus hijos para seguir en el centro de la ambivalencia y del poder. Sólo por una estratagema de Rea, queda a salvo el último de sus vástagos, Zeus, quien terminará apoderándose del poder e instaurando un orden nuevo. (Previamente Cronos vomita a los hermanos y hermanas de Zeus, que así vuelven a la vida pudiendo participar en el reparto del universo.)

Lo que era indistinto de sí mismo –y que lo sigue siendo en el último nivel Brahman/Atman– aparece ahora como fragmentado. Vemos así cómo la separación, la fisura, es la condición para un primer conato de orden y finitud.

De hecho, la escisión entre la tierra y el cielo es un mecanismo cosmogónico que emplearon profusamente, mucho antes de Hesíodo, las narraciones mitológicas de Oriente Medio. Hoy sabemos que buena parte del contenido de la Teogonía no tiene origen griego. Hay paralelismo, por ejemplo, entre la versión hesiódica de la sucesión de los dioses más antiguos y la tableta hitita de Kumarbi, de origen hurrita, y que data de la mitad del segundo milenio a.C.

La separación entre Tierra y Cielo tendrá, siglos más tarde, una versión filosófica: la separación entre sujeto y objeto, base de toda teoría del conocimiento. (No existen, todavía, ni el sujeto ni el objeto en el amanecer de la filosofía y de ahí, como veremos, su profunda y fértil inocencia.) Con la fisura se crea el orden y se demarca la finitud; también surge el ilusionismo. El ilusionismo real que acabará siendo la ciencia. Con la fisura se crea, por ejemplo la maya del espacio que es hijo de la “ilusión” de la dualidad entre observador y fenómeno observado. Se inventa la monstruosa idea de un tiempo perpetuo, que es la proyección de la incapacidad humana para vivir el eterno presente. En realidad, todas las categorías filosóficas, comenzando por el espacio y el tiempo, aparecen como hijas de la fisura. La filosofía, el simbolismo racional, se alimentará de esta necesidad de reunificar lo que ha sido escindido. Una ilusión para vencer a otra ilusión.

Pero ya digo que se trata de una ilusión real. Un simbolismo real que, al hacerse crítico, consigue aproximarse al origen perdido. Así, por ejemplo, la misma ciencia nos hace pensar hoy que lo que llamamos realidad surge con el coito reunificador de lo escindido. La mecánica cuántica nos ha familiarizado con la idea de que la realidad no existe por sí misma, disociada del sujeto observador. «Caminante, no hay camino; se hace camino al andar.»

En contraste con la teogonía de Hesíodo, fundada en la división, el orfismo desarrolla una teogonía complementaria, más afín a la filosofía hindú. El esquema esencial lo hallamos en una fórmula atribuida a Museo, discípulo del legendario Orfeo: «Todas las cosas proceden de una y se resuelven en la misma».2 La tradición hizo de Orfeo el primer poeta de la Grecia antigua. Suponiendo que tal personaje haya existido, su antigüedad sería anterior a la de Homero. Contemporáneo de la legendaria expedición de los argonautas, Orfeo habría aprendido en Egipto buena parte de sus ideas. Mircea Eliade ha señalado la sorprendente similitud entre el orfismo y las prácticas chamánicas. Al igual que los chamanes, Orfeo es sanador y músico; encanta y domina a los animales salvajes; desciende a los infiernos; su cabeza cortada se conserva y sirve de oráculo. (Psicólogos transpersonales han señalado la analogía entre la cabeza de Orfeo flotando río abajo hasta desembocar en el océano, y la flotación del feto humano hasta el océano del útero.)

Para lo que aquí nos importa, Orfeo, más que un personaje histórico (Aristóteles no creía en su existencia) es el nombre con que se designa a una mitología complementaria de la de Hesíodo. Es la recuperación del origen, y de un origen pensado como no-dualidad. Es la coincidencia de los contrarios. Pero no hay sólo teogonía en el orfismo; también hay antropogonía. Dioniso es el personaje central de esta antropogonía, el personaje a quien Zeus ha transmitido su poder. A Dioniso lo matan los titanes. Zeus le hace renacer y reduce a los titanes a cenizas. De esas cenizas nacen los hombres. De ahí que los hombres sean en parte divinos (porque los titanes habían devorado previamente a Dioniso, hijo de Zeus) y en parte malvados (por participar en la naturaleza de los titanes).

El contexto mitológico del misterio órfico es, pues, el de la muerte y resurrección; y la finalidad de los iniciados es asegurar su inmortalidad a través de un camino ascendente de liberación. Partiendo de la idea de pecado original y del cuerpo como prisión impura del alma, se introduce así el mecanismo de la transmigración, y un complicado ritual de purificación donde la salvación se encuentra en una identificación sacramental con el dios salvador. Digamos de pasada que los malvados y los que no han recibido iniciación sufrirán eternos tormentos físicos, consumiéndose de sed y hambre, mientras los buitres devoran su hígado.

Pero lo que aquí menos importa del orfismo son los detalles de su mitología. Para ser precisos: su mitología interesa como síntoma. La idea de inmortalidad, por ejemplo, es una degradación antropomórfica de la idea más honda de “retorno al origen”. Lo iremos viendo en distintos contextos: cuando no se alcanza a balbucir la identidad Atman/Brahman, la mística degenera en mitos de consolación tipo inmortalidad, resurrección, transmigración, etcétera. Pero ya digo que, en el orfismo, la mitología importa menos que la orientación general. Como ha señalado Cornford (Antes y después de Sócrates), el orfismo constituía una religión libre. A diferencia de los misterios de Eleusis, el orfismo no se localizaba en ningún santuario. Lo más relevante era el nacimiento de una experiencia religiosa nueva, donde el sentido de la solidaridad (philia) trascendía al grupo de los allegados por la sangre hasta la humanidad entera e, incluso, hasta todos los seres vivos. Más allá de la creencia en la transmigración, y ello lo recogerá Pitágoras, estaba la idea de la unidad de todas las cosas vivas, ese principio vital único (que por esto puede transitar de unos a otros), esa recuperación sui generis de la no-dualidad originaria.

Ciertamente, la antropología órfica era dualista, y el orphikos bios invertía los excesos del dionisismo. Hubo un puritanismo órfico que influyó claramente en Platón. Pero aquí nos importa su componente mística. Se ha señalado que el orfismo era, ante todo, un movimiento de protesta, a nivel religioso, contra la distancia que separa a los hombres de los dioses. A través del mito de Dioniso, el orfismo rechazaba el sacrificio sangriento, el mecanismo expiatorio que según Girard está en el origen de las primeras matrices culturales religiosas. De este modo, el orfismo simboliza, dentro del mundo griego, el momento digamos oriental, el momento hindú. La liberación órfica se produce rechazando el sacrificio expiatorio, y, en consecuencia, por la vía de la abstención de comer alimentos cárnicos. El orfismo quiere invertir el crimen inicial, la violencia “sagrada” sobre la cual se constituyen los estados, los poderes concentrados. Por esto el orfismo es “contestatario”, “contracultural”, underground, antiestatal: se opone a la sociedad “política” y aspira a la comunidad universal. El orfismo es, ya digo, un movimiento de retorno al origen.

A los efectos de esta exposición no es indispensable decidir la cronología de las llamadas teogonías órficas. Según Jaeger la prioridad del orfismo sobre el pensamiento filosófico es una falsa idea heredada de Aristóteles. Pero tampoco esto es seguro. Walter Burkert sitúa documentalmente el culto de Eleusis y los misterios de Dioniso a partir del siglo VI a.C.

Justo antes de la aparición del logos, encontramos, pues, en las primeras cosmogonías clásicas una tensión peculiar entre la unidad y la división, el orden y el desorden, la fragmentación y el retorno al origen. Esta tensión es característica de casi todas las culturas. Uno de los temas más extendidos de la mitología universal es que el mundo surge del desmembramiento sacrificial de un ser divino. En la mitología babilónica, el cielo y la tierra son creados a partir del cuerpo despedazado de Tiamat. En el hinduismo hay el “autosacrificio” de Brahma. incluso el cristianismo se refiere al «cordero inmola do desde la fundación del mundo» (Apocalipsis) y maneja el concepto teológico de kenosis. Ahora bien, el mundo entendido como desmembración de una unidad (o no-dualidad) primordial crea «el deseo y la búsqueda del todo» de que habla Platón en El banquete. Reunir lo disperso. Es el mito egipcio de Isis recomponiendo el cuerpo despedazado de Osiris. Joseph Campbell (The Masks of God) y Alan Watts (Las dos manos de Dios) han señalado que en las mitologías de Occidente, en contraste con las de Oriente, el hombre está más perdido y más solitario, más inconsciente de su primigenia identidad con el origen no-dual. En efecto, el rechazo de todo asomo de panteísmo hace que el “camino de vuelta” sea más confuso, y de ahí la ansiedad crónica del mundo occidental, su característica “inseguridad ontológica” (Laing), su extraño y enloquecido dinamismo.

Naturalmente, a pesar del rechazo oficial, ya se sabe que también Occidente dispone de una tradición subterránea, mística, hermética, salvífica. El propio san Pablo (Corintios, XV) había recurrido a la escatología «para que Dios sea todo en todos». Esas corrientes subterráneas afloran en el romanticismo como negación del humanismo tradicional y se prolongan –pongo por caso– en el llamado arte abstracto. Hölderlin (Hyperion) escribió que «como querella de amantes son las disonancias del mundo», pues «todo lo que se ha separado vuelve a encontrarse». T. S. Eliot: «There is only the fight to recover what has been lost». Y a comienzos del siglo XX el movimiento Dadá asumió explícitamente las especulaciones teosóficas de Jakob Boehme. Etcétera.

En resumen: fragmentación de la “divinidad” y retorno al origen son los dos momentos esenciales que, más o menos vagamente, reproducen las distintas mitologías. (También la idea de la muerte como retorno al domicilio materno es un simbolismo muy universal.) Como ha señalado Mircea Eliade (Mefistófeles y el andrógino), antes de convertirse en conceptos filosóficos, el Uno, la Unidad, la Totalidad constituyen nostalgias que se revelan en los mitos. Hay una semejanza estructural entre el mito cosmogónico y el mito del andrógino, la referencia a una no-dualidad originaria, el paraíso donde nada estaba fragmentado. De ahí los ritos de totalización, la integración de los contrarios, las técnicas yoga (especialmente el yoga tántrico), el regressus ad uterum del taoísmo, la salvación entendida como recuperación de la unidad perfecta.

El caso es que estos dos movimientos esenciales –la unidad y la división, la fragmentación y el retorno al origen– no están disociados en los orígenes del pensamiento griego; pero poco a poco su ambivalencia se irá distendiendo. La historia de la distensión de esta ambivalencia es la historia de la filosofía griega.

Los griegos arcaicos forjaron los grandes términos de la filosofía conservando su ambivalencia. Pero esta ambivalencia fue extrayendo de sí misma todo su potencial. Así, términos que en un principio fueron “pensados” manteniendo siempre la unión tensa de dos contrarios, con el tiempo padecieron la fisura y generaron circuitos lógicos internos. Los grandes conceptos se independizaron del origen y de esta independencia nació un discurso nuevo. Nuevo y más complejo.

Ello es que el famoso “milagro griego” es, ante todo, un fenómeno lingüístico. Luego veremos el papel que en todo ello ha jugado la polis. Pues la polis es, ante todo, la civilización de la palabra. Los griegos llegaron a vivir en una atmósfera de conversación y discusión oral que nosotros apenas podemos imaginar. La gran secularización griega es el resultado de un fenómeno sin precedentes de intercomunicación humana. Pero esa intercomunicación ha sido posible por el desarrollo crítico de la ambivalencia primitiva.

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