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Índice

Prólogo de Carmen Ruiz Barrionuevo

EL COMBATE

SOLEDADES

SOBREVIVIENDO

EL SILENCIO

EL COMBATE

LA CAÍDA

ORFEO

EN LA TABERNA

CAZA

SOBREVIVIENDO

EL SILENCIO

EL COMBATE

LA CAÍDA

ORFEO

EN LA TABERNA

CAZA

UNIONES

LAURA Y LAS COLINAS

AMANECER EN LA TERRAZA

ROSA MÍSTICA

LAURA Y EL ARLEQUÍN

LAS FURIAS

SOMBRAS EN EL AGUA

CARTA DE RELACIÓN

LAURA Y LAS COLINAS

AMANECER EN LA TERRAZA

ROSA MÍSTICA

LAURA Y EL ARLEQUÍN

LAS FURIAS

SOMBRAS EN EL AGUA

CARTA DE RELACIÓN

EL CORAZÓN AJENO

EL SUR

EL OTRO TIGRE

UN ROSTRO EN LA PENUMBRA

NOCTURNO

LA REPETICIÓN

EL CORAZÓN AJENO

ÚLTIMAS HISTORIAS

OJOS DE SERPIENTE

LA HORA DEL ÁNGELUS

UNA PELEA CON EL DEMONIO

UN RAYO DE SOL

OWNER OF A LONELY HEART

Ednodio Quintero

Ednodio Quintero

Ednodio Quintero nació en 1947 en Las Mesitas (Trujillo), en los Andes venezolanos. Desde 1965 reside en Mérida (Venezuela), ciudad a la que llegó para estudiar Ingeniería Forestal y en cuya universidad ha sido, durante muchos años, profesor de Letras y Medios Audiovisuales. Su obra narrativa ha sido reconocida con los más importantes premios literarios que se conceden en su país.

Es autor de los volúmenes de cuentos: La muerte viaje a caballo (1974), Volveré con mis perros (1975), El agresor cotidiano (1978), La línea de la vida (1988), Cabeza de cabra y otros relatos (1993), El combate (1995) y El corazón ajeno (2000). Ha publicado las novelas: La danza del jaguar (1991), La bailarina de Kachgar (1991), El rey de las ratas (1994), El cielo de Ixtab (1995), Lección de física (2000), Mariana y los comanches (Candaya, 2004) y Confesiones de un perro muerto (2006). También ha escrito dos libros de ensayo: De narrativa y narradores (1996) y Visiones de un narrador (1997); y dos guiones cinematográficos: Rosa de los vientos (1975) y Cubagua (1987).

Candaya Narrativa, 13

COMBATES

(1995-2000)

© Ednodio Quintero

Primera edición impresa: julio de 2009

© Editorial Candaya S.L.

Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles

08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

Asdrúbal Colmenárez

BIC: FA

ISBN: 978-84-15934-26-4

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

Para Leda, mi hija

El Combate de Ednodio Quintero

Narradores como Teresa de la Parra (1889-1936) y Rómulo Gallegos (1984-1969) colocaron a la literatura venezolana de la primera parte del siglo XX en un lugar de preeminencia entre las del continente americano, y sin embargo esta misma literatura parece no haber encontrado su continuidad en la denominada época del Boom, a la que apenas se incorporaron los escritores venezolanos con la excepción de Adriano González León (1931), que en 1968 se erigiría como ganador del premio Biblioteca Breve con su novela País portátil (1969). No obstante, las obras de Julio Garmendia (1898-1977), Guillermo Meneses (1911-1979), Oswaldo Trejo (1928), o Salvador Garmendia (1928-2001) vendrían a matizar la crítica y la autocrítica que en los años sesenta y setenta ejercen los intelectuales venezolanos, al destacar el escaso valor de la escritura de su país, con la manifestación de que Venezuela no habría asumido, en general y en la época actual, las renovaciones técnicas que la Nueva Novela incorporó en la mayoría de los países del continente. En efecto, resulta incuestionable que la narrativa venezolana, salvo casos excepcionales, creció apartada del escaparate mundial que supuso el Boom, y en las últimas décadas pocos autores han encontrado respaldo fuera de sus fronteras, entre otros, Arturo Uslar Pietri (1906-2001), Miguel Otero Silva (1908-1985), José Balza (1939), Denzil Romero (1938-1999), Luis Britto García (1940), o dentro de las jóvenes promociones, Juan Carlos Méndez Guédez (1967), residente en España. Aunque al menos, y junto a ellos, la obra de Ednodio Quintero se abre paso desde hace una década al expandir sus publicaciones con eficacia en México, en España y otros países latinoamericanos.

Ednodio Quintero nació en Las Mesitas (Trujillo) en 1947. Él mismo ha ficcionalizado su nacimiento al recordar su entorno y su origen familiar:

Yo nací en un lugar agreste de la alta montaña. Viví hasta una edad irremediable –los seis años– en aquella aldea de los Andes, un sitio olvidado de los cartógrafos de Dios, y cuyo imaginario colectivo se correspondía más con el de alguna región de la España del siglo XVI que con el impreciso del país tropical de mediados del XX: Venezuela. Mis ancestros de origen español, campesinos de Andalucía y Extremadura, se habían asentado en esas tierras altas hacía ya trescientos años. Mis ancestros indígenas, provenientes de la rama norteña de los chibchas, vivían allí desde un tiempo remoto. De los primeros heredé mi vocación mediterránea y la lengua de Cervantes y Quevedo, de los segundos, el cabello rebelde, mis ojos de japonés alucinado y mi conciencia de guerrero.1

Se estableció en Mérida en 1965, donde cursó Ingeniería Forestal y más tarde ejerció como profesor universitario. Fue director y fundador de la revista y editorial Solar, organizador de la I Bienal Nacional de Literatura “Mariano Picón Salas”, así como autor de guiones cinematográficos con Rosa de los vientos (1975) y la adaptación de la novela Cubagua (1931), original de Enrique Bernardo Núñez, en 1987. Pero fundamentalmente ha ido creciendo como narrador en las últimas décadas desde los cuentos iniciales de La muerte viaja a caballo (1974), formada por 36 relatos de corta extensión, a la que luego siguieron Volveré con mis perros (1975), y El agresor cotidiano (1978), entregas que considera su prehistoria narrativa, y cuyos cuentos ha seleccionado y reescrito posteriormente. Luego, las colecciones La línea de la vida (1988) y, muy especialmente, el antológico Cabeza de cabra y otros relatos (1993), sedimentan su producción para alcanzar su máxima dimensión con El combate (1995) y El corazón ajeno (2000), títulos que nos dan prueba de la ambición y congruencia de su manejo de la ficción breve de la que es maestro indiscutible. Pero la obra de Quintero, que se considera fundamentalmente un escritor de vocación, (“No sé cuándo me hice escritor. Creo que fue apenas a los cuarenta años cuando supe –con alegría y horror– que ése era mi único destino”) ha incursionado al pasar del tiempo en textos de mayor envergadura, como lo prueba su novela La danza del jaguar (1991), a la que siguieron varias novelas cortas, entre ellas una especialmente recordada, El rey de las ratas (1994), y las más recientes Mariana y los comanches (2004) y Confesiones de un perro muerto (2006).

El combate, los relatos comunicantes

Sin duda los catorce títulos que comprende El combate2 son los textos más característicos de un estilo consolidado en el que ya se percibe una definitiva personalidad narrativa. Este es un libro en que los relatos no están tan sólo reunidos, sino entrelazados como piezas poéticas para construir un todo, pues ahora se manifiesta la necesidad de presentar un universo propio que dice y expresa. Por eso los dos libros en que se divide El combate tienen en sí mismos una significación incluso numérica y de extensión, son siete los cuentos que se agrupan en cada una de las partes con una dimensión más reducida en la primera. Y cada parte tiene su intencionalidad, su propia poética y aun los propios personajes. Claro que también, siguiendo este planteamiento, los relatos se comunican en múltiples y recurrentes pasadizos, a través de personajes, actos y recurrencias.

El libro primero, bajo el título de “Soledades”, consta de relatos más breves en los que domina el monólogo de varios personajes, masculinos, como es normal en la narrativa de Quintero, que expresan sus obsesiones laberínticas, en itinerarios alucinados y noches en blanco. Gregory Zambrano ha advertido que estos relatos le recuerdan Los sueños de Akira Kurosawa, especialmente el “Sueño de los escaladores de la nieve”, en que la respiración agitada de los personajes se refleja en la del espectador y concreta títulos como “El combate”, “Caza” o “Las furias”, “donde se confunde la lectura con el ritmo agitado de la narración que, trasmutado al espectador-lector, nos deja la sensación de estar viviendo una especie de asfixia simultánea”3, sensaciones que, en efecto, cubren estos ambientes, ya sean inspirados por autores japoneses, especialmente venerados por el autor, o bien procedentes del sesgo existencialista occidental que siempre le marcó. El hecho es que esta atmósfera asfixiante es muy característica de la primera parte, aunque invade también con gran normalidad la segunda, en la que la presencia de un elemento dialogante expande un tanto sus marcos. Por ello no resulta extraño que el primer título, “Sobreviviendo”, sea un retrato poético que identifica al sujeto de la escritura al configurar un narrador que dibuja su destino al emerger a ras de tierra, reptante, alucinado, atemorizado por su propia metamorfosis, lo que le hace emparejarse con animales próximos a la tierra, sapos y caracoles: “Me he arrastrado como un reptil sonámbulo, acumulando puestas de sol, arena en los ojos, retazos de miradas”, para conceder en el párrafo siguiente acciones evanescentes (“Sin embargo, he dibujado hermosos círculos de tiza en el centro de la noche”) que lo mantienen extático en la contemplación de su entorno natural. Un ser que no claudica, que se define por una búsqueda incesante, formado por un cuerpo adaptado para el movimiento y que en algún momento puede recordar al Altazor caído de Vicente Huidobro, sobre todo cuando plantea al mismo tiempo su trayectoria y su visión del mundo con una implicación poética: “En otro tiempo me hablaron de criaturas aladas, ligeras como sombras, que barrían con sus plumas las suciedades del cielo. Y si ahora las nombro, conjurando sus presencias fugitivas, es porque la memoria, desde muy atrás, arrastra imágenes que, de alguna manera, se les parecen”, son imágenes que a duras penas le trazan en el presente una brújula orientadora. Así se inicia la construcción del sujeto de este libro, con el resultado de un ser que nacido de las tinieblas, palpa su rostro en la oscuridad, que acepta su castigo y su no reconocimiento. El cuerpo es aquí metamorfoseado, es un feto que intenta su desarrollo al dar a luz otra condición en la que no se eluden las imágenes feístas y las transformaciones en otros seres: “Cambiados en aletas, mis brazos se mecen en silencio”, entre los cuales la cualidad de reptar resulta extremadamente relevante, enlazando así con el comienzo, hasta permanecer en un “cuerpo de escamas verde y ámbar” que plantea el gusto por la misma metamorfosis que campea en los textos anteriores y que ahora despliega con absoluta maestría al imbricarlo con mayor fuerza en las tramas mismas de estos cuentos.

Este primer cuento ya marca otra de las características de esta colección, la tendencia a evadir la anécdota. Por eso llegó a decir Domingo Miliani que “Hoy la escritura de Ednodio está depurada de todo rastro anecdótico, en apariencia, porque tras la urdimbre de su discurso encabalgado entre la prosa poética y el mito hay una grieta de espacios e imágenes donde el sueño y la nostalgia abstraídos a la memoria remiten siempre al origen ancestral de la aldea perdida entre nieblas, reducto de la infancia. Esa nostalgia está escrita y reescrita muchas veces”4. En efecto, idéntica tendencia se observa en el segundo relato, “El silencio”, que también construye ese sujeto narrativo, y donde la metamorforsis, “Con mirada de pez escrutaba las tinieblas del día”, sigue revistiendo a ese ser que recostado en un árbol, e inmóvil, extrae del aire el jugo amargo de su único alimento con el que fortalece su cuerpo. Seguimos en el territorio de las esencias, “Ahí reposaba, aovillado, envuelto en mi propio calor, bogando hacia el territorio de los sueños”, con imágenes fragmentarias, trazas y chispas que, envolviendo a un cuerpo arcilloso e inaccesible a las voces exteriores, rememora sus dones con especial detenimiento. Su contextura de pez se explica porque los peces son los animales silenciosos por esencia y, basándose en esta imagen, hay un empeño de fundar un reino de lo natural en el que incluso los pensamientos estorban. Si el anterior cuento destaca por el dinamismo, éste lo es de la metamorfosis de lo inmóvil, con una singular asimilación a la piedra aunque existe la misma observación corporal en la que el sujeto reconoce su vulnerabilidad.

El párrafo final de este cuento es especialmente interesante ya que rompe la inmovilidad para asumir la necesaria recuperación de la voz, lo que propicia la plasmación de la memoria y por ello la escritura, y no sólo eso, la última imagen es la del guerrero que recupera la voz, “la misma que resonó en un campo de batalla”, la que “susurraba en tus oídos frases de amor”. Ello nos lleva de modo natural a un pasadizo que enlaza con el siguiente relato, “El combate”, de tal modo que constituye con los dos anteriores un todo que apoya la imagen de un sujeto que prevalecerá en el resto del libro. Y es que la figura del guerrero es una de las imágenes que obsesionan al autor, quizá proveniente, no sólo de la literatura oriental, sino de la lectura de los poemas de José Antonio Ramos Sucre (1890-1930), y que en esta narrativa se presenta como sujeto que asume de forma ambigua cuanto de positivo y negativo tiene el transcurrir del hombre en el mundo, como su emblema, doloroso y sufriente: así en “El combate” ese sujeto avanza apesadumbrado dejando el rastro de sangre de su cuerpo herido, “Yo me había habituado a la derrota, mi destino estaba entretejido por la traición”, y tras haber librado un combate desigual, emprende con entereza el camino como un vía crucis que soporta gracias a su fuerza interior. La imagen del guerrero asume algunos de los tópicos heredados del pasado, como la preparación física y espiritual, casi ascética, para soportar un combate que tiene mucho de incógnito y demoníaco, al enfrentarse, al parecer, a un adolescente revestido de luz y hierro, de fuerza descomunal, cuya visión no está exenta de una masoquista culpabilidad: “Imagino que no le está permitido exhibir su auténtica naturaleza, menos aún su desnudez, quizá teme que yo pueda dañar su delicada piel. Es él quien se protege de mí. Soy el agresor”. De ese modo el tema del agresor y la víctima se invierte y se comparten culpabilidades, claro que el juego circular, tantas veces explotado con acierto en la narrativa del venezolano, hace que la imagen de la tina de agua salada con que termina el relato, y que resulta recurrente en la primera parte del texto, nos desrealice los sucesos al insertar las posibilidades de lo onírico. ¿Se trata de un combate contra un dios poderoso e imaginario? O más bien, ¿tenemos el correlato del escritor como guerrero en pos de la ficción? Esta última idea parecerá cobrar cierta verosimilitud más adelante en su obra, pero nada nos asegura una cosa u otra.

Los cuatro cuentos que completan el apartado expresan momentos y acciones de ese sujeto, en forma directa o alegórica, y todos ellos tienen relación con el paradigma formado anteriormente. Es el guerrero también el que en “La caída” se entrega a la acción de rodar por un terraplén sin conocer el sentido de su gesto, aunque poco a poco se nos descubre al guerrero herido, hundido en la trinchera, ausente de su origen, buscando una salida y un sentido a su vida. Hundido en la zanja sólo elabora imágenes negativas de su cuerpo y de su oficio aunque un impulso lo incita a la salvación: “Insomne, o satisfecho con mi ración de imágenes fugaces, las primeras luces marcarán la señal de mi partida”, aunque al final prevalezca la inmovilidad. Tanto en “Orfeo” como en “En la taberna” nos presenta dos inicios en los que se cumple el homenaje a Ramos Sucre: “Yo había enflaquecido hasta un extremo alarmante” y “Yo había perdido toda esperanza de saborear aquel líquido color ámbar”. En el primero un Orfeo esperpéntico cruza el umbral del infierno creyendo que su música enloquece a las mujeres y amansa a las fieras para sumirse en un mundo ilusorio que los demonios han camuflado en paraíso. La parodia del mito acecha a ese Orfeo despistado, dubitativo e interrogante que ha olvidado su objetivo para convencerse de que todo está en la mente, o en los sueños, para retornar a la intemperie y acogerse al calor del hogar. El humor, entonces, asoma tanto en este texto como en el siguiente, “En la taberna”, en el que el jugador asume su vida miserable y su constante peregrinación observando a las gentes que lo rodean: “Aunque las gentes de estas tierras ignoran el destino que les aguarda, actúan como si no lo supieran, viven y beben aprisa, extraen hasta la última gota el zumo amargo de los días”. La anécdota de este relato, un extraño triángulo amoroso que termina de modo cruel, como la de “Caza”, cuyo centro es la caza de la gitana, se internan en el ámbito de la ambigüedad de lo onírico, “Sin duda estoy dentro de mis predios, lo que sucede es que soy víctima de alguna alucinación”, aunque al final reconocemos uno de los procedimientos circulares más quinterianos al cerrarse el discurso con la amenaza al propio durmiente: “Escucho la risa de la gitana, oigo los ladridos que se acercan a mi puerta, la derribarán antes de que me despierte”.

Como se puede observar encontramos en todos los relatos de la primera parte de El combate unas pautas en común, siempre se trata de un sujeto que interroga, que duda, que se pregunta constantemente por su situación y por sus actos, se trata de un solitario insomne, activo o inactivo, según los casos, pero siempre dentro de un ámbito onírico que le hace moverse por un mundo inestable en el que no encuentra la ayuda de los otros. Sin embargo la conjunción de esos rasgos desaparece en la segunda parte, “Uniones”, donde los personajes ya se presentan al menos en dualidades, como sucede en los cuatro primeros cuentos en los que de diversas formas, son variantes sobre un tema, y construyen esas relaciones, esas “uniones”. “Laura y las colinas” presenta la misma funcionalidad que el primer cuento del libro, armoniza esa dualidad, como en el primer apartado se presentó al sujeto único. En él los dos personajes en sendas colinas se hacen señas y se atraen: “Así, reconociendo en el paisaje líneas, formas y colores entrevistos en las orillas de algún sueño, hombre y mujer acuden al llamado”, y se produce una unión de cuerpos en un paisaje de ensoñación. Lo detenido de la frase y lo pormenorizado de la descripción revierte en cada movimiento y cada deseo, que se describen con lujo de detalles en una mezcla de lo real y lo onírico, como impulsos que van marcando a esos sujetos dialogantes que rompen con el solipsismo del inicio: “Laura quisiera ignorar las leyes de la física: toma impulso y lanza su cuerpo hecho de soles, ámbar, limo y aceites vegetales en dirección al otro cuerpo”. La respuesta no se hace esperar aunque la marca de muerte matiza el final. Al parecer el mismo personaje, ya que se apunta el mismo nombre, Laura, abre “Amanecer en la terraza”, un relato que vuelve a tomar la forma incierta e interrogativa en una relación amorosa que trasgrede el previo compromiso con Laura, en un desarrollo onírico que se detiene en los detalles del placer de la relación amorosa, y en el que realidad y mundo evocado se confunden: “¿O acaso la intensidad de mi pensamiento extrajo de mi memoria la esencia de un recuerdo y lo proyectó en el aire como un holograma perfecto? De cualquier manera, me aguardaste desnuda en la terraza. Pero eras una ilusión, el canto de ese hermoso animal que los antiguos llamaban quimera”, y en otro momento: “Si nunca has venido, puedes irte”. Las construcciones oníricas en este caso permanecen indelebles mediante pequeños nexos fantásticos que producen ambigüedades, como la marca de los dientes en la piel del sujeto narrativo. El mismo canto de amor traspasa también a “Rosa mística” con acentuadas imágenes eróticas, y oníricas percepciones del cuerpo, “En silencio contemplo tu imagen hecha de algas, arcilla quemada, detritus vegetales”, un paisaje fantasmal de restos nerudianos, en el que el vértigo le lleva a la plegaria de la letanía mariana, hasta recalar en la advocación de “Rosa mística” porque “Y tu luz inagotable, luciérnaga maldita, fue absorbida por los seres y las cosas que presenciaron tu paso. Y ahora ellos se vuelven hacia mí, me reconocen como a un cómplice que comparte su secreto”. Ciertos elementos desacralizadores unen este título con “María”, aunque aquí la elaboración es mayor, de tal manera que la anécdota se diluye en una serie de imprecaciones eróticas y blasfemas que se introducen en el ámbito mismo del oficio sagrado. Este acezante y agotador proceso amoroso es asimismo un itinerario tras una mujer imposible como se aprecia en la agónica imagen final en la que se proyecta la unión: “No olvidaré llevar la navaja de hoja curva para cortar tu aliento y así evitar que tu canto de sirena me adormezca”. Más irónico resulta “Laura y el arlequín” que expresa otro costado del amor a través de la misma figura de Laura al penetrar en una confluencia de sueños. El sujeto narrativo retorna a un pasado en que recupera lugares y sucesos de esa relación amorosa confundido con ese arlequín que fue en el comienzo, pero lo fundamental reside en que los recuerdos logran tan alta calidad que no será posible saber qué nivel de credibilidad alcanzan ante un sujeto que se pregunta, que duda, que sabe que pisa un suelo inestable frente al aluvión de la memoria: “No lo sé. Se me ocurre de pronto que el episodio de la foto nunca sucedió. Sí, eso es. Se trata de un falso recuerdo, de una figura extraída del ambiente ominoso que flota esta noche en la Taberna del ahorcado”. Porque, en el fondo, este personaje alcanza el nivel explícito de un “minotauro herido tambaleándose en la arena” sufriendo una situación agónica dentro del laberinto o, por trasposición, en los lugares cerrados como las habitaciones y las trincheras, definidores de una situación en la que siente su condicionamiento espacial. Claro que el cuento vuelve a tornar a su comienzo de forma sorprendente y es Laura la que padece el asalto de los sueños.

Tres cuentos en los que el número de páginas y el desarrollo narrativo es mayor cierran el libro y la segunda parte, es el caso de “Las furias” y de “Sombras en el agua” en los que el sujeto narrativo vuelve a presentar las mismas características, salvo que, si anteriormente desarrollaba imágenes acerca de un tú próximo, ahora el desarrollo será más explícito y ese sujeto recompone pasado y presente de varios personajes con los que arma todo un despliegue personal. En un procedimiento que también era característico de Onetti, siempre veremos a los personajes a través de la conciencia de otro, en este caso a través del sujeto narrativo, y ello es perceptible en este relato, “Las furias”. Los varios apartados permiten ir marcando la presencia y el proceso con que son vistas esas mujeres, Ada, Carla e Irene, en un juego de pasado presente en el que interfieren otros recuerdos y otra relación. La excursión a la laguna y la ofrenda ritual se nos presentan con gran ambigüedad, todo es posible y nada es creíble tras un punto de vista narrativo en extremo sospechoso y cuya fragilidad narrativa reconoce, “Imagino seres de difícil aceptación, quizá inexistentes”, por lo que recompone las situaciones con gran facilidad; y en otro momento: “No debería preocuparme por lo que ahora acontece, pues cada instante niega el anterior, y la ilusión de continuidad es lo que llamamos tiempo” en una creación de imágenes mentales que se aglutinan por medio de asociaciones al invadir también el espacio que aparece tras la muerte desembocando en un estremecedor final. Con el mismo espacio está relacionado “Sombras en el agua” pues el procedimiento es idéntico, al recomponer unas vidas tras el inquieto recuerdo de una frase, “¿Con qué derecho me incluyes en tus aventuras fluviales?”, y tras la cual esas sombras hablan haciendo visibles los sueños, que como se explicita, no se mezclan en el agua, pero involucran a otros, construyen sus vidas y las de los otros, sin ninguna constancia de lo que sea su verdadera vida. Estamos ante un relato que reconstruye una especie de vuelta a los “pasos perdidos” de los orígenes en la selva amazónica, en cuyo seno la reflexión metaficcional se impone como duda: “¿Qué estoy diciendo? Empiezo a delirar. Falsifico mis propios recuerdos”. Sueños dentro de los sueños, una incertidumbre que agobia al que lo sufre hasta llegar a descubrir que lo acontecido ha sido un proceso mental que pudiera definirse como “Sombras en el agua”. Todo ha sido dirigido en relato mediante un lenguaje absorbente que va modelando a los personajes y a través del cual entrevemos un universo onírico recompuesto, aunque por su propia naturaleza, no dominado por su voluntad.

“Carta de relación”, con el que termina el libro, es el único texto que adopta una forma distinta, ya no es la conciencia onírica la que encauza el relato sino el texto escrito, la carta que se constituye en un vínculo de comunicación primaria mediante el que se concitan personajes y sucesos. La historia de la “muñeca de París” resultará ser el centro de la misiva y ella sirve de pivote para tratar otros aspectos: metaficcionales, al aludir a la propia capacidad de escritura: “Desconozco las reglas de composición, el ritmo apropiado y demás trucos del oficio. Vacilo al escoger las palabras, e incluso mi vocabulario es limitado”; sucesos laterales que incluyen a otros personajes, los amigos de antaño; o las vivencias del propio presente que forman la trama activa de la ficción, y cuya habilidad observadora el propio sujeto narrativo reconoce como eje y origen de lo contado:

Me sumerjo en la práctica de mi vicio más acendrado: el voyerismo. Pero no me limito a observar rostros bellos o espiar la apertura de una falda, el abismo de un escote o el contorno de unos hombros desnudos. Soy un mirón omnívoro e imaginativo. Invento relaciones entre los asistentes, creo dramas con su secuela de rupturas, celos, reencuentros, fidelidades y traiciones. Los personajes actúan siguiendo las pautas de un guión que escribo y reescribo constantemente, y yo desde mi mirador muevo los hilos como si este escenario delimitado por paredes de cristal fuese de verdad mi teatro de marionetas.

Atento a cuanto sucede en el presente, ese sujeto que escribe, imagina y recompone, recupera el pasado y lo trasmite desde su punto de vista, sin evitar volver a contar a su amigo aventuras ya conocidas. Y en esos vasos comunicantes que estas historias mantienen, la alusión significativa a ese compañero de aventuras, Andrés, que desaparece en una aventura amazónica (“La sobrina de Drácula lo embarcó en una famosa expedición amazónica, y el pobre tipo fue a dar con sus huesos en un tepuy”), cuyo recuerdo emana del relato titulado “Las furias”, y cuya referencia enlaza con igual frustración del ideal femenino soñado, con lo que se ofrece una modulación más en ese diálogo que conllevan los cantos amorosos de “Laura y las colinas” y “Amanecer en la terraza”. Se puede decir que el círculo se cierra con una variedad de perspectivas de esas “Uniones” que el apartado propone, y que como en el caso anterior, el esfuerzo ficcional quinteriano tiene aquí mucho de ejercicio narrativo personalísimo.

Del cuento a la novela

Estos rasgos y este mundo singular pueden definirse aprovechando las palabras de Julio Miranda cuando habla de una “Narrativa de ecos, de reflejos, de circularidades múltiples”, una narrativa que se esfuerza en las reiteraciones y que en ella construye su singularidad, hasta conformar “un sistema de palabras clave, de imágenes, de metáforas que vuelven una y otra vez, tomadas de la naturaleza e insertadas en un discurso suntuosamente sensual, que pone en juego los cinco sentidos”. En efecto, estas características han ido acentuándose en su narrativa en busca de una mayor y más necesaria complicidad con el lector.

Era lógico que sus cuentos fueran absorbiendo una mayor expansión como lo prueba El corazón ajeno (2000)5, cuyos seis títulos incluyen una variedad de posibilidades, desde el monólogo infantil de “El sur”; pasando por la reescritura de “El otro tigre” que paródicamente reconstruye un episodio de María (1867) de Jorge Isaacs, aportando un costado de estremecedor onirismo; a recuperaciones de la infancia como el que responde al título de la colección. Relato largo y con mayor desarrollo novelesco, entronca con las últimas entregas de El combate,aunque aquí recupera el espacio de los comienzos a través de las varias desapariciones familiares, muy en especial de la prima Águeda. Dos elementos mantienen el relato tal y como declara el sujeto narrativo: “La memoria, que sostiene –a la manera de un espejo retrovisor– ese parapeto llamado realidad; y el deseo, que es la causa primera y principal del movimiento”, y sosteniéndolo un personaje que necesita el diálogo y lo crea, y que reconoce su fracaso metaficcional en el intento de contar: “un relato es algo más que una sucesión de frases azarosas, tal vez coherentes, referidas a un tema escogido de un menú más bien limitado. Un relato es una carrera contra el tiempo, donde cuenta, por encima de cualquier artificio o malabarismo de salón, la velocidad”. Se percibe que en esta recuperación del paisaje de la infancia el texto se depura de onirismos a medida que avanza y va ganando en fluidez. Un imperceptible espacio separa lo real y lo inventado como lo expresa la misma voz narrativa: “la historieta que me vengo inventando –esta de la niebla o la del diálogo virtual con un mocoso danés, o cualquier otra– podría no ser más que un sucedáneo para paliar el insomnio, acaso un juego de sombras chinescas capaz de convocar el sueño”. Recurrencias metaficcionales que inciden y modifican reflexivamente la ficción: “un relato, cuando se propone como tal, va siempre acompañado –al igual que el pájaro y su sombra– de una segunda intención. Las más de las veces desconocida para el autor”, por lo que no extraña que la ficción lo invada todo en una mezcla imposible, fabricando imágenes que rozan el onirismo y el fluir de conciencia, en lo que reconoce como “alocadas fantasías”. La historia incierta del amor de Águeda, muerta o viva en su imaginación, le llevará al fin no sólo a recuperar esos amores anteriores sino a aclarar los temores de su adolescencia en el haz de la historia contada.

Si Julio Miranda destaca como personaje característico de la nueva narrativa venezolana a “ese desgraciado que sufre, a la vez, de un pertinaz insomnio y de multiformes pesadillas”, y presenta como ejemplo un título del autor que nos ocupa, como “autor soñante”, en el que se plantean escisiones “entre el yo que sueña y el yo que vive sabiéndose soñado”, hasta conformar un “mundo a la medida del soñador”6. Ese sería el personaje más emblemático de la narrativa de Quintero, pero con una buscada complejidad que va creando un entramado y que al mismo tiempo le lleva a apoderarse progresivamente de otras adherencias que acaban replegándose en la escritura y en el gesto único de narrar.

Carmen Ruiz Barrionuevo

Universidad de Salamanca

Notas

1. Ednodio Quintero: “Kaïkousé –hacia un ars narrativa–” antecede a El combate (1995). Incluido en Ednodio Quintero, Visiones de un narrador, Maracaibo, Universidad del Zulia, 1997, donde forma parte de “Fragmentos de una autobiografía” p. 43.

2. Ednodio Quintero: >El combate, Caracas, Monte Ávila Eds., 1999.

3. Gregory Zambrano: “El combate de Ednodio Quintero. Una poética del vértigo” en www.eluniversal.com/verbigracia/memoria/N115/libros.htm

4. Domingo Miliani, “Para combatir entre nieblas con Ednodio Quintero” en www.eluniversal.com/verbigracia/memoria/N85/contenido06.htm

5. Ednodio Quintero: El corazón ajeno, Caracas, Ed. Grijalbo de Venezuela, 2000.

6. Julio Miranda (comp.): El gesto de narrar, op. cit., pp. 32 y 38. Miranda se refiere en este caso a “El hermano siamés”.

EL COMBATE

SOLEDADES

SOBREVIVIENDO

Me he arrastrado como un reptil sonámbulo, acumulando puestas de sol, arena en los ojos, retazos de miradas. Humo en la garganta. Polvo y semen en lo profundo de mis huesos. Siempre de espaldas a mí mismo. Ciego y sordo a los llamados de mi sangre. En los momentos de peligro saltando a la manera de los sapos, y dejando tras de mí un rastro efímero –como las pisadas de la brisa en una montaña de rocas y de sal.

Sin embargo, he dibujado hermosos círculos de tiza en el centro de la noche. No he vuelto la mirada, absorto como estoy en la contemplación de una imagen que en apariencia me contiene. Y no he intentado detenerme, pues mis miembros, adheridos al caparazón frágil de mi cuerpo, han sido hechos para el movimiento. Y si a ratos apoyo la mejilla en el filo de las piedras, no se hagan ilusiones, no he claudicado: apenas si he encontrado una posición que me permite contemplar las nubes o la llegada de la lluvia o tal vez escuchar el aleteo de algunos pájaros que vienen de regreso.

Nada sé de la lluvia e ignoro las formas, los colores y los caprichos de los pájaros. En otro tiempo me hablaron de criaturas aladas, ligeras como sombras, que barrían con sus plumas las suciedades del cielo. Y si ahora los nombro, conjurando sus presencias fugitivas, es porque la memoria, desde muy atrás, arrastra imágenes que, de alguna manera, se les parecen. Así, el batir de sus alas –al igual que los golpes acompasados de mi corazón– se ha convertido en una brújula capaz de orientar el sentido de mis pasos en los terrenos pantanosos y en las regiones de la más pura oscuridad.

Tanteando en las tinieblas reconozco los pliegues de mi rostro, y no cambio de máscara, ni siquiera entrego mis sueños a la esperanza. Tampoco tiemblo al escrutar el azogue cruel de los espejos: me asomo a los abismos de la carne y sé que soy el reverso de lo que siempre he sido. Trazo círculos que, al contenerme, se convierten en claves secretas negadoras de mi existencia. Apuro, sin vacilaciones, mi ración de vidrio molido, agua del valle y residuos vegetales. Esbozo una sonrisa geométrica que persiste en mis labios como un tatuaje doloroso y me hace olvidar sogas, venenos y puñales de obsidiana. Me basta el látigo y me azoto.

Sin detenerme voy girando: dando vueltas en torno al eje de mi cuerpo; y en el vórtice del movimiento adopto posiciones propias de un oscuro feto –cordón umbilical atado no al vientre sagrado de una perra sino al corazón lleno de luces de la Vía Láctea–. Mis dientes, mellados y manchados de humo, roen la piel de mis rodillas. Cambiados en aletas, mis brazos se mecen en silencio. (Si me permitiera soñar, no podría deshacerme de la imagen de una dulce muchacha flotando en un lago de leche, abrazada a un furioso pez azul de porcelana.) Esquivo la antesala de un juego de cenizas y con los ojos muy abiertos me dejo llevar por las aguas de un manso remolino; y avanzo a ras de la hierba, entre una tormenta de luces apagadas, devorando raíces y dando rienda suelta a los impulsos de mi pensamiento.

Antiguas heridas, cicatrizadas a su tiempo, se abren como ciertas flores a la salida del sol. Y no me alivia el recuerdo de una canción bajo los árboles, ni la ventisca, ni un puñado de sal. Empuño el látigo y me azoto, y la ilusión del castigo acentúa la sensación de falta de aire, la fatiga amenaza con aniquilarme. Caigo de bruces y no intento levantarme. El suelo cenagoso me recibe con un haz de fragancias para mí desconocidas: humus del valle de la muerte, polvo de huesos... Me voy yendo y saludo desde lejos. Adiós, adiós, reptil humeante, trashumante. Y mientras mi cuerpo de escamas verde y ámbar se enreda en las tinieblas de la luz, me digo que aún hay tiempo para pensar que alguien –no me atrevo siquiera a vislumbrar su rostro pero su aliento perfumado me quema la garganta–, recién llegado del otro lado de la noche, susurra a mis oídos las sílabas enrevesadas de mi nombre.

EL SILENCIO

Recostado a un árbol, viendo pasar las nubes, trazando en el suelo guijarroso las líneas de un laberinto personal: así permanecía. El aire era mi único alimento. Extraía de él un jugo amargo, que apuraba a sorbos como si se tratara de la más deliciosa de las bebidas. Aquel néctar mantenía en forma mis músculos, calentaba mi sangre e impregnaba mis pensamientos de una cierta transparencia cercana al cristal, a la seda o a la niebla.

Las piedras de aristas melladas atesoraban entre sus láminas de sílice las resonancias de mi antigua voz.

Con mirada de pez escrutaba las tinieblas del día. Y al caer el sol buscaba refugio bajo la hojarasca. Ahí reposaba, aovillado, envuelto en mi propio calor, bogando hacia el territorio de los sueños.

Recuerdos no tenía. Sólo imágenes fragmentarias se proyectaban de vez en cuando contra la pared blanca de mi memoria. Trazas de imágenes. Acaso celajes sin relación con alguna forma conocida. Carecían de contorno como si estuvieran fuera de foco; sin embargo, había en ellas colores vivos o apagados, huidizos o persistentes. En algunos casos se trataba sólo de chispas –como una lluvia de teas sobre un lago muerto–. En otros, de verdaderas orgías cromáticas, incesantes explosiones, remolinos de verde alternándose o entrecruzándose con chorros amarillo candela, surtidores rojo sangre, manchas ocre. De alguna manera aquellas figuras me hacían pensar en una infancia de pez en un profundo arrecife.

Los pájaros volaban muy alto. A veces se detenían en la rama de otro árbol para descansar, o bajaban a beber en un hilo de agua que se deslizaba entre las hierbas. Con sólo mirarlo hubiera atrapado al más esquivo, al más hermoso. Pero mi destino, que por lo demás yo mismo ignoraba, no habría de ser el de un cazador. ¿Para qué adornar mi cabellera con la más brillante de las plumas si el viento del sur la agitaba como a una negra bandera, si el sol de los venados ponía en ella reflejos de hollín y de sangre?

Como el rey de un país neblinoso, coronado de hiedra y apoyado en mi bastón de pura carne, me bastaba a mí mismo. Guardaba debajo de la lengua una piedrecita negra –arrancada de la cabeza de una golondrina– que me libraba de la sed. Y mi cuerpo todo, moldeado en arcilla de los manglares, se cerraba al igual que una compacta muralla, inaccesible a las voces, las dulces melodías y la algarabía del mundo exterior. Con mi ojo de pez mantenía a raya al dragón de ojos saltones que se había instalado cerca de mi corazón.

Sordo no estaba, no del todo, tal vez sí demasiado aturdido. Me costaba discernir entre el sonido áspero y retumbante del trueno y el leve crujir de una rama seca. No obstante, aquella dificultad no me impedía disfrutar del canto del ruiseñor. ¿En qué país habita aquel pájaro fabuloso? ¿Existe, tal vez? Nunca lo he visto, y creo que no sobreviviría en este territorio de vientos cruzados y de espesa niebla. ¿A quién le interesa una existencia tan precaria? Pero yo lo escucho, sé que lo escucho. Canta dulcemente –¿expresa así su desconsuelo?– como si presintiera que las fauces oscuras de la muerte se fueran a cerrar sobre él en mitad de su canto. Lejos de perturbarme, aquella dulce melodía me arrebata.

Largos y delgados, de huesos afilados, con ellos pulsaba las fibras frágiles del aire. Ah, mis dedos de oro. Levemente, casi sin moverlos, dejando apenas que las yemas rozaran las finísimas cuerdas hechas de viento, lograba alcanzar vibraciones estremecedoras, registros de una belleza cruda y desolada que cortaba el aliento. Sí, mis manos abiertas, desplegadas como las ramas de un árbol arrasado por la candela. El aire pasaba raudo o perezoso entre mis dedos, aire, airecito, viento de las laderas con aroma de laureles y cabras, aire sin compasión y sin memoria.

¿Y mi voz? Tesoro aprisionado entre las piedras. ¿A qué horrible oquedad habían sido desterradas mis fieles y poderosas aliadas? ¿Qué tirano las mantenía ocultas en un mezquino odre de vejiga de buey? ¿Acaso el silencio me hacía más vulnerable? Cierto que aquí, en mi reino de grillos, guijarros y hojas secas no hacían falta las palabras. Podría incluso afirmar que también los pensamientos estorbaban. Y que la acción, como reflejo de la voluntad, era en aquel ámbito un evento desconocido. Había un flujo, sí, tal vez cierta inercia, un vibrar sereno y acompasado que se correspondía con el latir de mi corazón. Contemplación, espera. Lentas gotas cayendo en la superficie de un pozo. Sí, esto y lo otro y lo de más allá... Pero, ¿a qué velocidad asciende la savia? ¿Por cuántos siglos se prolonga la agonía de una roca? ¿Y el relámpago negro, de dónde extrae su poder?

Sin engaños, muy a mi pesar, reconocía mi vulnerabilidad. Puedo decir que conocía de memoria mis zonas más oscuras, mis flancos débiles, mis tumores. Piel de niña, músculos de Hércules, huesos frágiles como galletas: yo mismo me observaba de reojo. Identificarme con las bestias, los árboles o la niebla sería un acto de humildad, es decir de soberbia. ¡Qué maravilla! Yo estaba hecho de carne como el jaguar, y tenía ramas e incluso un retoño que se erguía contra el cielo sombreando mi vientre, y en mi pecho llovía y relampagueaba y resonaba una avalancha de piedras. ¿Era yo merecedor de tal legado? ¿De qué me servía aquel lastre si todo se resolvía en el más rotundo silencio? ¿Acaso era yo un asno con una flauta? ¿Qué había sido de mi preciado don? ¿Por qué extraño designio se había anudado mi lengua, mi lengua de terciopelo que tantas veces saboreó la miel?

¿Qué hacía yo en aquel paraíso congelado, contemplando las nubes y dejando que los pájaros arrojaran porquerías sobre mi cabeza? Yo, peregrino extraviado en un laberinto de humo, hundido hasta el cuello en un charco salobre mezclado con mis propios orines. Yo, mendigo en los portales, con un puñal herrumbroso escondido entre mis harapos.

Me incorporé como un guerrero dormido sorprendido por un lanzazo, y en esta ocasión sí que se produjo una avalancha, no de piedras sino de maldiciones. Una voz se levantó por encima de los árboles. La reconocí, la acaricié y la sostuve en el cuenco de mi mano. Y bailé con ella una danza salvaje. Era mi voz, quizá un poco empañada –como un espejo guardado en un desván–. Era la misma que alguna vez resonó en el campo de batalla, la que abría puertas y ventanas que daban a la lumbre o al sol, la misma que susurraba en tus oídos frases de amor.

EL COMBATE

El sol se hundía en las lejanísimas montañas coronadas de nieve, veteadas en los flancos por líneas verdosas, rayadas de carbón. Yo avanzaba a través de un sendero pedregoso dejando a mis espaldas un rastro de sangre. Me detenía el tiempo justo para respirar y luego reanudaba mi implacable marcha pues no quería que la noche me sorprendiera a descampado. Abrigadas en las sombras, las fieras o las aves de rapiña me acosarían sin piedad, y en aquel estado de indefensión, ¿qué resistencia les iba a ofrecer? Moverme me causaba daño, ya que, prácticamente, ninguna región de mi cuerpo había escapado al castigo. A decir verdad, mis heridas no eran de muerte, pero este hecho no me consolaba. ¿Qué ventaja se derivaba de aquella circunstancia? Morir no era mi mayor preocupación. Ya habría tiempo para ocuparse del trance final.

Mientras avanzaba apoyándome en alguna raíz enterrada en los salientes rocosos, me invadía una rara sensación, semejante a la desilusión o la tristeza. No obstante, su verdadera naturaleza no era fácil de definir. Yo me había habituado a la derrota, mi destino estaba entretejido por la traición. Entonces, por qué habría de afligirme esta nueva caída siendo que ella no era más que una reiteración, otro eslabón en la cadena. Acaso, por primera vez, tuve conciencia de que aquel sentimiento, el que fuera, rebasaba mis propios límites y se precipitaba en el vacío.

Había librado un combate desigual, y supe desde el primer momento que no tenía la más mínima posibilidad de resultar vencedor. Pude eludir el encuentro pues nada me obligaba a someter mi cuerpo a semejante escarmiento. Sin embargo, una fuerza para mí desconocida sostuvo mi decisión. ¿Acaso me solazaba en el dolor? No lo creo, no ha sido el dolor mi aspiración esencial. Al menos, voluntariamente, no me expongo a la crueldad. Ahora, ante mi piel desollada, de nada servían los pensamientos. Cualquier hipótesis resultaba superflua. Pero no podía dejar de pensar; al contrario, imágenes y voces fluían incontenibles, fustigándome y atormentándome, convirtiendo mi huida en un vía crucis mental.

Escuchaba la risa burlona del enemigo, escudado detrás de la máscara de hierro, y aquella risa endemoniada era preferible al silencio pues opacaba su irritante respiración, silbante y persistente como el zumbido de un moscardón. Y cuando al fin cesaban la risa y el silencio, en algún lugar de mi memoria surgía nítida una figura familiar –cuyos rasgos habría reconocido entre una multitud–. Se incorporaba en su tumba y me increpaba con palabras terribles, que llegaban a mí desfiguradas por la lejanía, astilladas por el viento de la eternidad, y que hacían vibrar mis oídos como una maldición. ¿Estaría yo condenado a oscilar el resto de mis días entre carcajadas de burla y voces muertas? A través de aquel odioso contrapunto se filtraba, débil –e inconfundible–, un sollozo. Yo había traspasado no sé cuántos umbrales del sufrimiento, pero el sonido de mi propio llanto no lo iba a soportar. Arranqué un puñado de hierba seca mezclada con tierra y taponé mi boca para sofocar mi voz. Y reanudé la marcha dispuesto a no dejarme arrebatar por ninguna imagen del pasado, pues sabía que en aquel territorio de cenizas, y no en mi cuerpo desvalido, se centraba mi debilidad.

Llegué a un promontorio desde el cual, los días claros, se alcanzaba a ver, en el fondo del valle, el techo de mi cabaña. Hoy, las nieblas ligeras que ascendían por el cañón como si huyeran de la noche cercana, lo ocultaban. Aceleré el paso. La noche no me alcanzó, tampoco el puma montañés. Mi refugio de paredes encaladas olía a tabaco y laurel. Yo pensaba que al entrar en mis dominios me derrumbaría a causa de la fatiga; más bien, gracias al cielo, sentí un alivio repentino como si me hubieran untado un bálsamo rejuvenecedor. Pero no me hice ilusiones: sabía que el dolor no tardaría en volver, acrecentado por el relente del atardecer. Encendí el fogón, y a toda prisa, aprovechando las últimas luces y mis escasas fuerzas, calenté agua que fui vaciando en una tina y le agregué una libra de sal. Me hundí en aquel caldo salobre y pronto me quedé dormido. Soñé que sobrevolaba un paisaje de altísimos conos de ceniza, convertido en halcón. Aquellos parajes me eran desconocidos, sin embargo, por algún oscuro mecanismo de asociación me recordaban el escenario del combate.