Bibliografía esencial

1. La vida del Buda

Todo el mundo ha oído hablar del Buda (o el Buddha). Es una de esas figuras llamadas “universales”. Y uno de los arquetipos del “sabio” más reconocibles y loados. Aunque el Buda nunca pretendió fundar ningún ismo, nadie pone en duda que sin su personalidad el fenómeno que llamamos “budismo” no existiría.

La primera joya del budismo es, no obstante, más polifacética de lo que aparenta a primera vista. Al menos, tres niveles de significado convergen en ella. En primer lugar, “el Buda” remite a Siddhartha Gautama, un príncipe indio que vivió en las regiones del valle del Ganges hace unos 2.500 años y partió en pos de la sabiduría. En segundo lugar, remite a Shakyamuni, el sabio del clan shakya, desde el momento en que Gautama devino un buddha (“despierto”) tras hallar la senda que conduce a la bodhi (“despertar”). En tercer lugar, el Buda remite –aunque no para todas las corrientes budistas– a la mismísima trama “despierta” de la realidad, a veces referida como budeidad, dharmakaya, Adibuddha, Vairochana… En último término, designa a cualquier ser verdaderamente despierto.

Esta amplitud de significados es común en esta clase de figuras. Recordemos que otro rico símbolo universal como Jesús es para sus seguidores a la vez un hombre (Yehosua), el Mesías (el Christós) y Dios-hecho-hombre (Jesucristo).

La primera joya ha dado lugar a una iconografía exquisita [véanse FIG. 1, FIG. 6, FIG. 16, FIG. 20, etcétera], leyendas admirables y sofisticadas filosofías. Junto a Mahavira (“padre” del jainismo, religión con la que el budismo comparte bastantes trazos), es uno de los primeros nombres históricos de la India. ¡Y vaya que uno! Aun así, existe una bochornosa falta de certitud historiográfica acerca de sus fechas de nacimiento o muerte. Los expertos barajan arcos ¡de más de 200 años!

Ciertamente, la India premoderna no sintió la necesidad de registrar su cronología o escribir de forma acurada su historia. Ocurre que en Asia esto no es muy importante. Más todavía que con el caso de Jesús, quizá no sea tan vital saber lo que pasó “realmente” con la vida del Buda (cosa, por otra parte, harto difícil de conjeturar), sino conocer lo que sus seguidores han oído que pasó durante veinticinco siglos. En Asia, la tensión entre biografía (narrativa histórica) y hagiografía (recuento mítico) no suele –o solía– ser problemática. El devoto puede escoger según el contexto o su preferencia. No hay barrera nítida entre lo humano y lo sobrehumano o entre lo humano y lo divino. En India, quien realiza (quien “hace real”) lo divino es lo Divino. De ahí que el Buda, una vez despertó a la realidad tal-cual-es, fuera equiparado por algunas corrientes con la misma trama o naturaleza de la realidad (que, con lógica, llamaron “búdica”). Para muchos seguidores y practicantes del budismo, el Buda representa más la culminación de un arquetipo que se manifiesta en el mundo en distintas épocas (el último miembro de una cadena intemporal de buddhas), que lleva preparándose incontables eones cósmicos para completar su misión, que no un mero mortal que, gracias a su esfuerzo personal, se elevó hace veinticinco siglos por encima de la contingencia.

La moderna interpretación tiende a proyectar sobre la persona del Buda imágenes, presupuestos e ideas que seguramente dicen más de nosotros y de nuestros particulares puntos de vista que sobre la figura del Despierto. Hoy, por ejemplo, se tiende a devaluar la visión sobrenatural y a considerarlo, en cambio, como un reformador del brahmanismo; o es presentado cual psicólogo existencialista o como un humanista agnóstico, tal vez un místico, o como un pragmático… y hasta un deconstruccionista. Aunque no podemos soslayar los preconceptos y prejuicios con los que nos abrimos al mundo, estimo que podríamos tratar de minimizar los sesgos escuchando los textos, la historiografía y las tradiciones vivas.

Para ajustarnos a la estética moderna (porque es realmente la modernidad la que se ha interesado por el Buda histórico), limpiaremos su relato de muchas hipérboles mitológicas e interpolaremos algunas consideraciones históricas y referencias al contexto social y religioso de su época. No pasemos por alto que su vida y su mensaje no brotan de la nada. Y para muchos seguidores modernos –sobre todo de Occidente–, la dimensión “humana” del Buda, es decir, el maestro compasivo que enseña cómo lidiar con las dificultades en el camino hacia la iluminación, es la que realmente sirve de modelo y patrón con el que identificarse. (Esta es, además, la visión favorecida por los textos más antiguos del budismo, donde los aspectos mitológicos están subordinados a unos protagonistas muy humanos.) Soy consciente, sin embargo, de que con esa estrategia podemos distanciarnos de la religión tal y como la ha vivido y la vive la inmensa mayoría de devotos asiáticos. Por ello no vamos a higienizar al cien por cien el recuento y buscaremos un término medio. De esta forma podemos mantener la potencia narrativa que posee su historia y no caer en la imagen modernista de un budismo estrictamente analítico y pragmático.* Y es que su leyenda es un verdadero compendio de las enseñanzas, los valores, la filosofía y hasta de las prácticas budistas. Las historias asociadas a la vida del Buda no son anecdóticas. Expresan el misterio y asombro de la existencia, el propósito de la vida y la naturaleza de la realidad. Plasman aquello en lo que el Buda llegó a convertirse para sus admiradores. (Conviene tener esto siempre presente: todo lo que sabemos sobre la figura del Despierto proviene de lo que décadas y siglos después sus seguidores escucharon o creyeron saber de él.) Conocer su “vida” es la mejor y la más amena forma de entender su mensaje. La leyenda de cómo el príncipe Siddhartha devino el Buda constituye uno de los más bellos relatos –que nos ha llegado en forma de sutras, hagiografías, cuentos, pinturas, bajorrelieves, esculturas, ritos o festivales– del mundo.

Dicha leyenda se adecua a un patrón muy recurrente en las figuras de santos, yoguis y sabios de la India. Este modelo se basa en doce momentos significativos y auspiciosos, pero que en este libro resumiremos a la mitad.

2. El príncipe Siddhartha

La vida del príncipe Siddhartha Gautama refleja el camino que todo buddha transita en su última existencia. Este aspecto es importante a retener. Porque, a diferencia del relato del Cristo, el del Buda cuenta que ha habido otros buddhas y han transcurrido muchas existencias.

Un buddha es alguien que ha despertado del sueño de la ignorancia y ha recorrido la senda que conduce a la liberación. Es aquel que ha comprendido: un despierto. Algunos incluso afirmarían que es el universo percatándose de sí mismo.

Las tradiciones clásicas entienden que el camino que conduce a ese despertar requiere de infinidad de existencias. En el contexto religioso índico y de la mayor parte de Asia, la presente vida es solamente una dentro de una cadena. Los popularísimos jatakas (“Relatos de los nacimientos previos”), de los que conocemos varios centenares, son textos que se explayan en narrar las historias de las vidas anteriores del Buda. (Muchos son cuentos populares indios debidamente budizados.) Estos recuentos han tenido gran importancia como fuente de entretenimiento y forma de aleccionar sobre los principios esenciales del budismo: el cultivo de la generosidad, la retribución kármica, la amistad, etcétera. Poseen una fuerte carga pedagógica. En muchos países del Sudeste Asiático, por ejemplo, el relato de su existencia bajo la guisa del generoso príncipe Vessantara rivaliza en popularidad con el del propio príncipe Siddhartha [véase FIG. 2].

La “historia” del Buda, pues, suele comenzar mucho antes de nuestra era. Se inicia hace eones, cuando el asceta Sumedha encuentra al buddha Dipamkara, el primero de los buddhas del presente ciclo cósmico. Sumedha se afana en cultivar las grandes “perfecciones” (paramitas): la sabiduría, la generosidad, la paciencia, la contemplación, el esfuerzo y la honestidad. La habilidad y perseverancia en estas perfecciones siembra la semilla del “propósito de despertar” (bodhichitta) para el bien de todos los seres. Esta es la actitud propia de todo bodhisattva, es decir, de “aquel que va a devenir un buddha” (Theravada) o “quien aspira al despertar” (Mahayana).

La maestría de estas perfecciones durante incontables existencias conduce a un penúltimo nacimiento en Tushita, uno de los cielos de la cosmología tradicional budista, justo aquel en el que renacen los futuros buddhas. Según algunas versiones, el bodhisattva toma la “gran resolución” de proclamar una vez más el camino que conduce al despertar a esta humanidad. (Nótese, sin embargo, que no es una proclama de un ser divinamente escogido o enviado de ningún Dios.)

FIGURA 2: Escena de un Vessantara jataka tailandés. Muestra cuando el príncipe Vessantara dona su carruaje. Pintura sobre tela, 1920s-1930s. Baltimore, EE.UU.: Museo Walters Arts. (Foto: Wikimedia Commons).

Nacimiento y juventud

Cuentan las hagiografías que el bodhisattva entra en el embrión de Mahamaya (o Maya), esposa de Shuddhodana, jefe del reino Shakya (o Sakiya), un pequeño principado del valle del Ganges, en lo que hoy sería la frontera entre Nepal y el estado indio de Bihar.

Mahamaya tiene los sueños premonitorios propios de cuando se avecina un nacimiento excepcional. Los consejeros del reino lo confirman. Significativamente, el príncipe Siddhartha nace –tras un plácido embarazo– en la clase de los reyes, nobles y guerreros (kshatriyas) y no en la de los sacerdotes y hombres de sabiduría (brahmanes), si bien su nombre de linaje, Gautama, delata cierto pedigrí brahmánico. Las hagiografías se explayan en las maravillas que acompañan a un nacimiento tan auspicioso y fuera de lo común: el niño sale por su propio pie del flanco derecho de Mahamaya, sin herirla; da siete pasos y proclama:

«He nacido para la sabiduría suprema, para el beneficio del mundo. Este es mi último nacimiento.»1

Y el universo entero se inunda de júbilo.

En tono más prosaico, las fechas de nacimiento y muerte que los historiadores barajan con más frecuencia son el -563 y el -483 respectivamente, dado que existe consenso en que vivió 80 años. Pero cada vez hay más expertos que se aventuran por fechas algo más recientes, quizá entre el -520 y el -440, y hasta el -480 y el -400. Téngase presente, no obstante, la precariedad de la datación en la antigua India. Hay budólogos que barajan una fecha tan antigua como el -624 para su nacimiento (fecha “oficial” para el budismo Theravada), mientras que otros –siguiendo la cronología india y no la cingalesa– lo establecen en el -448.

Siddhartha nace durante la luna llena del mes de vaisakha (mayo) en los jardines de Lumbini, una propiedad de la familia de su madre, donde esta recaló al salir de Kapilavastu, capital del reino Shakya, para dar a luz en su hogar paterno. Hoy, Lumbini –en la inhóspita región del Terai nepalí– es uno de los cuatro lugares sagrados o tirthas asociados a la vida del Buda, destino para peregrinos y turistas de todo el mundo. Ante la falta de certitudes arqueológicas, la paternidad de Kapilavastu se la disputan Tilaurakot en Nepal y Piprahwa en India, separadas por una docena de kilómetros a cada lado de la frontera.

Como debía ser costumbre entre los shakyas, Shuddhodana realiza con el recién nacido los ritos pertinentes ante la diosa Abhaya, la divinidad protectora del clan. Mientras, en las laderas del Himalaya, dícese que el sabio Asita se apercibe de que un nacimiento fuera de lo común ha tenido lugar y decide ir a ver al infante a Kapilavastu. Al alzarlo en brazos comprueba maravillado una a una las 32 marcas de todo “gran hombre” (mahapurusha), aquellas que solo poseen o un monarca universal (chakravartin), que gobierna sobre los cuatro cuadrantes del mundo, o un despierto (buddha): la protuberancia en la cabeza, grandes lóbulos, una complexión luminosa y un cuerpo bien erguido, un mechón de pelo en el entrecejo, largos dedos, unos profundos ojos de color azabache, etcétera. Asita exclama: “¡Es el incomparable!”; y luego llorará al saberse demasiado viejo para escuchar la doctrina que el Bienaventurado predicará. Para infortunio del rey (que se regocijaba con un heredero al trono), Asita certifica que la soberanía que alcanzará Siddhartha no será el poder mundano, sino el conocimiento que es indiferente a los placeres humanos.

Como todo futuro buddha, posee las 37 condiciones para el despertar: la energía heroica, la ecuanimidad, la paz interior, etcétera. Recibió el nombre de Siddhartha (“El que logra su propósito”), al que suele añadirse el de su linaje o gotra, que funciona al modo de un apellido: Gautama. Su madre Mahamaya murió una semana más tarde, dicen que incapaz de soportar la alegría que le causaba haber portado y dado a luz a un ser tal. El niño fue criado por Mahaprajapati, hermana menor de Mahamaya, que al desposar luego al rey Shuddhodana, se convertirá en tía y madrastra del niño.

Aunque históricamente tampoco sabemos nada –absolutamente nada– del período de infancia y juventud, la leyenda del Buda cuenta que Shuddhodana trataba de escurrir la profecía de Asita. Con tal de que su hijo no renunciara al trono –y dejara el reino Shakya a merced de sus enemigos–, lo tenía casi permanentemente recluido en palacio y rodeado de lujos. Los criados eran siempre jóvenes, las flores nunca estaban marchitas, disponía de un harén de doncellas, sabrosos manjares, buena música, etcétera. Se trataba de evitar que el príncipe sintiera la caducidad, la tristeza o la fealdad de la existencia. Metafóricamente, puede considerarse el palacio de Kapilavastu como la prisión de la ignorancia.

Dicen que recibió la educación pertinente a los de su rango: artes marciales, tiro al arco, equitación, música, danza, canto, interpretación de los sueños y hasta ¡el lenguaje de los pájaros! Las hagiografías nos hablan de múltiples anécdotas de juventud, en las que destaca por su valentía e inteligencia, ya fuera por su pericia en la arquería, la maestría en el ajedrez o su conocimiento de los vedas, las enseñanzas sagradas. La imagen que se nos presenta es la de una vida principesca en sus residencias palaciegas de Kapilavastu. Pero, a la vez, se dibuja la imagen de un joven que va mostrando cada vez más aversión por los placeres y lujos que le rodean. Aunque posiblemente el reino Shakya no pasaría de ser una modesta república tribal encabezada por Shuddhodana, los recuentos siempre dibujan una juventud “kshatriya”, esto es, de noble príncipe, rodeado de todo tipo de lujos. El trasfondo queda claro: cuanto más se tiene, más formidable parecerá la renuncia. Como todo hindú de pro a los 16 años fue desposado –o acordado su matrimonio– con la hermosa y discreta Yashodhara. (Otras fuentes sitúan sus nupcias hacia los 27 o 28 años.)

El contexto social y político

Hoy sabemos que, en efecto, el reino Shakya era una pequeña “república” tribal que –como las de Vrijji, Malla, Koliya o Kalama– tomaba su nombre de la etnia y clan que lo componía. A diferencia de los grandes reinos, las pequeñas confederaciones tribales como la de los shakyas –en un talante similar al de las ciudades-Estado de la Grecia antigua– estaban dirigidas por asambleas democráticas (gana-samghas) controladas por algunos linajes nobles, como el de los Gautama. Shakya era un Estado periférico, mucho más insignificante de lo que la literatura budista da a entender, constituido por unas 500 familias, poco impregnado de la ideología y la religiosidad de los brahmanes. Seguramente, los shakyas eran adoradores del sol, los duendes de la vegetación y los espíritus semidivinos (yakshas), que veneraban en pequeñas capillas o santuarios (chaityas), si bien podían recurrir a sacerdotes y astrólogos de casta brahmán para ciertos sacramentos. La “república” Shakya era vasalla del poderoso reino de Kaushala; a su vez, rival del pujante reino de Magadha, situado algo más al este (alrededor de la actual ciudad de Patna), y que, a la postre, se convertiría en el primer gran imperio indio.

Posiblemente, el cargo de “jefe” en estas repúblicas tribales sería electo y no hereditario (lo que pone en cuestión que Siddhartha fuera el heredero al trono). Shuddhodana no pasaría de ser el “jefe” de la asamblea de los shakyas. Como sea, la república Shakya no jugó nunca un papel destacado en la historia india. Algo que atestiguarían los peregrinos chinos, siglos más tarde, decepcionados por la desolación del lugar donde había nacido y crecido el incomparable Shakyamuni. Está claro que las condiciones de vida que disfrutó el joven Siddhartha poco tendrían que ver con los lujos y fastos descritos en la literatura hagiográfica.

Los siglos -VI y -V son de extraordinaria importancia en la historia del Sur de Asia. Nacen los primeros Estados (se habla siempre de dieciséis), en permanente tensión y guerra entre sí [véase FIG. 3]. Es también allí, en el curso medio y bajo del Ganges, donde se transita de la sociedad seminómada y tribal de los clanes védicos a una sociedad urbana, sedentaria, agraria y mercantil. El incremento de la población (y la densidad demográfica) es notorio. La agricultura conoce un auge formidable. El desarrollo de la economía es espectacular, el comercio se expande de forma considerable, aparece la moneda, las comunicaciones mejoran, los ejércitos aumentan, etcétera. Las grandes urbes de la cuenca del Ganges son, además, importantes centros religiosos y de aprendizaje. La complejidad del ritual –dirigido por los sacerdotes de las castas de brahmanes– es impresionante. Las nociones de realeza y del arte de gobernar se sofistican. Aparece –o reaparece, ya que había existido durante la ya olvidada civilización del Indo– la escritura. El desarrollo de la vida urbana, la especialización económica y las nuevas monarquías conllevó una nueva conciencia de la individualidad (y del sentido de aislamiento que comporta). Es importante señalar que el budismo difícilmente habría podido cuajar de no haberse dado estas hondas transformaciones socioeconómicas. Aunque, como es obvio, no podemos reducirlo únicamente a estos factores, sin el superávit de riqueza de la nueva sociedad gangética no habrían podido mantenerse órdenes mendicantes no productivas como la jainista o la budista.

FIGURA 3: Mapa del valle del Ganges en tiempos del Buda con los lugares relevantes asociados a su vida y al budismo antiguo. (Fuente: Agustín Pániker).

De hecho, puede detectarse que el centro de gravedad de la sociedad y la economía india se está desplazando hacia allí, hacia lo que hoy es el este de Uttar Pradesh, el estado de Bihar y parte de Bengala. Fue en este cambiante contexto social, económico y político donde se inscribió la vida del Buda. Aunque en su época esa zona baja del Ganges probablemente sería considerada una “periferia” por el establishment brahmánico, es evidente que era una zona mucho más abierta a la innovación y a un mensaje nuevo para un mundo en rápida transformación. El “centro” de la ortodoxia se sentía todavía en el Punjab, la patria del sánscrito y los vedas, la tierra donde se llevan a cabo los inmemoriales sacrificios a las divinidades, dirigidos por los brahmanes y financiados por los monarcas.