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TRAPISONDAS DE UN
FILÓSOFO INSOLENTE

 

 

 

Javier Muro

 

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© Javier Muro

© Trapisondas de un filósofo insolente

 

 

ISBN digital: 978-84-686-4676-3

 

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L.

 

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Ha hecho mucho daño aquella frase de

Gide de que con buenos sentimientos no se

hace buena li­teratura.

JULIÁN MARÍAS

 

 

 

 

 

 

PRÓLOGO

 

 

 

 

 

 

Lector/a:

Aprecio tu tiempo en todo lo que vale, que cada día es más porque nuestros sistemas sociales, con sus trasgos y fantasmas del progreso, nos están pri­vando poco a poco del honesto disfrute de esa di­mensión. Porque lo aprecio, me permito la libertad, algo anacrónica, de hacerte la presentación de esta obra para que te decidas a leerla si se acomoda a tus gustos o para que la rechaces si sus aires no son de tu predilección.

Podría haber ido tras alguna personalidad de las letras con el ruego de que me prologara el libro, pero mi pereza no me deja ver la razón del esfuerzo de pedir a un intermediario que haga lo que soy capaz de hacer yo, ni la tranquilidad me habría de acompañar ante el temor de que no se sincerara con­tigo con la llaneza y brevedad con que deseo hacerlo.

Te presento una novela de las llamadas moder­nas por su trasfondo de índole participativa que obliga al lector en todo momento a tomar posición propia. Ese efecto lo logra un curioso personaje —el protagonista— que cuenta su vida a un ocasional acompañante sin permitirle proferir palabra o, más exactamente, sin consentir que su voz se deje oír para, mediante ese artificio, arrogarse un alto porte cínico y dominador. Así se presenta, como el hom­bre que está a la vuelta de todo y, por tanto, como un ser quizá inteligente, aunque no más que intri­gante, pero desde luego insufrible.

No obstante, este hombre posee corazón además de cerebro, con lo cual da forma al asunto de la no­vela. Porque ése es el argumento del relato: una competición entre los sentimientos y las ideas. Ni que decir tiene, pues, que es una novela de tipo psi­cológico.

Pero habría yo de ser poco prudente y, sin lugar a dudas, indigno padre del protagonista, si hubiera confiado el interés de la obra a esa competición ex­clusivamente. Supondría sobrestimarme como escri­tor e ignorar que existen seguros y reaseguros muy aconsejables para autores próvidos.

De ahí que pueda decirte también que es una no­vela de aventuras, de amor, estudiantil y hasta libre, pues en ella hallarás un Robinsón, un Romeo, una casa de la Troya y..., un desenfado escandalizador para tratar las cuestiones del sexo sin atentar —eso lo he cuidado— contra la delicadeza a la que todos estamos obligados por elegancia.

Cabria afirmar, además, que es una novela de in­triga, pero ese aspecto podrá ser captado o pasar desapercibido, dependiendo del interés que despier­te la obra. Y mi deseo es no entrar aquí en mayor detalle.

Si decides adentrarte en su lectura, mi ruego es que lo hagas prevenido, con afán critico, sin dejarte sorprender por las teorías del protagonista, some­tiéndolas a examen para dictaminar después, sin que seas arrastrado por ese hombre en apariencia presuntuoso que, no obstante, puede atraer y suges­tionar cuando se interna en lo debatible y en lo trascendente. Te diría, además, si me lo permitieras, que te entretengas en la lectura de cuanto ameno y divertido encuentres en ella y veas lo restante simplemente como los rasgos que dan forma a al personalidad de este ser singular. Mejor aún, figúrate que eres médico psicoasalista y que a tu lado tienes tendido a un paciente filósofo y socarrón que te narra su vida según le llegan los recuerdos.

EL AUTOR

 

 

 

 

 

 

ADVERTENCIA

Los personajes y el contenido todo de la
novela han surgido de la fantasía del autor.

 

 

 

 

 

 

I

 

 

¿De veras esperaba oír, amable señor, el fiel re­lato de mi vida? ¿Creyó que le haría mi confidente, que me mostraría ingenuamente ante usted tal cual soy? Eso es tanto como desconocer la naturaleza hu­mana, querido amigo.

Cuando, de niño, me preparaba para recibir el sacramento de la Penitencia y hablaba a Jesús Dios, prometiéndole no volver a pecar, yo era profunda­mente sincero, pero cuando me hallaba ante el con­fesor, ante aquel tercero que nada sabía de mi re­ciente diálogo con el Niño Dios, me preocupaba más de estar vigilante para no incurrir en omisión que de rememorar mi contrición y, sin embargo, mi voz era de tono artificialmente condolido, respetuosa y sumisa en demasía, forzada, como para hacerle com­prender que estaba arrepentido de mis actos. Ante el sacerdote, pues, mi conducta era fingida. Yo le engañaba. Cierto que era para transmitirle un sen­timiento verdadero, pero, como todos sabemos, los medios no pueden ser justificados por el fin. Así que, por aquellas fechas, ya era un pequeño hipócrita, quizá como correspondía a un niño apocado que apenas había salido de las faldas de su madre.

Mas no le demos a este hecho mayor importancia de la que tiene. La formación ortodoxa no se ad­quiere desde el origen, sino tras un delicado proceso de remodelación y suavizamiento. ¿Quién sería ca­paz de culpar a aquel pequeño ángel de siete, ocho, nueve y hasta diez años en cuyo corazón inmaculado únicamente había cabida para el amor, el temor y el dolor? ¿Que el egoísmo sería también un huésped suyo? Sin duda, amigo mío; todos los niños arrastran esa carga que se les dona cuando están en el seno de su madre, y solo los privilegiados nos podemos des­hacer de ella al llegar a adultos. Pero, ¿y su candor e inocencia casi infinitos? Bástele saber que dejó admi­rado y perplejo a un experto conductor de almas cuando se le mostró como un muchacho de trece años que ignoraba las diferencias anatómicas de la pareja humana. ¡Oh!, no se escandalice. Tuvo mu­cho tacto el buen cura al descubrirme el secreto. No me produjo trauma alguno. Sencillamente, me pre­guntó si no había visto siquiera una vez a alguna niña pequeña desnuda de cintura para abajo. Lo me­dité y le contesté que sí, pero que aquellas contextu­ras sin acabar las había atribuido a simples irregu­laridades de formación. Y, de esta manera, caí en que las irregularidades de formación eran las educa­tivas mías. Con todo, ¿no es maravilloso encontrar un ejemplar humano de trece años, alto como un álamo, de tan esplendorosa ingenuidad? Unos hay que desconocen las guerras; yo ignoraba el sexo.

Ahora, sitúeme en aquellos años infantiles Como a un crío de fantasía amplia y de imaginación fecun­da, perfectamente abonadas para atraer a los inquie­tos genes del amor que habrían de crear en mi cerebro exaltadas y sentimentales aventuras, propias de caballero andante, unas veces, y de tierno enamora­do que solo piensa en su amada, a la que ve siempre transfigurada y radiante, otras. Cuántas noches, sentado en el umbral de mi casa, en el silencio y en la intimidad de su pequeño y agostado jardín, con la vista en las estrellas y en la luna, y el pensamiento no más cerca, con los ojos húmedos por la emoción, fui tejiendo historias inverosímiles que cruzaban por mi cerebro a un ritmo similar al de la marcha de las grises y bajas nubes que veía pasar por el cielo in­menso. Eran imaginarias esas vivencias, no tenían cuerpo donde sustentarse porque solo eran producto de mi alocada fantasía y, no obstante, ahora, si acu­do a los recuerdos y pretendo revivir los aconteci­mientos pasados, fluyen a mi mente de manera más diáfana esos pasajes exultantes que construía que mu­chos de aquellos otros en los que intervine realmen­te.

Le veo pensativo. Como si su mente se hubiera alejado por un momento a algún lugar distante. ¿Me pide que prosiga? Continuaré en tal caso. Pero, an­tes, déjeme que le prevenga contra una inclinación muy propia de todos nosotros cuando nos encontra­mos en situaciones como la actual suya. En seguida pretendemos enjuiciar y calificar a nuestro interlo­cutor. Un impulso condicionado pone en marcha cierto mecanismo mental nuestro y comienza el auto procesal que ha de dar en dictamen. Se le observa con minuciosidad, se le oye para examinarle, se le mide y se le tasa para catalogarle con objeto de que quede dispuesto para la clasificación definitiva. Y emitimos veredicto. Siempre emitimos veredicto. Nunca dejamos una causa sobreseída.

Esta vez le corresponde hacerlo a usted. Yo voy a ser el procesado. Lo estoy siendo ya ahora. Pero advierta_ que, si quiere hacer justicia, deberá defender­me tantas cuantas veces me inculpe, a tenor de lo establecido. Además, precisará alejar de sí todo jui­cio inmoderadamente subjetivo, lo cual no le será fácil, dado que enjuiciar a una persona no es otra cosa que establecer parangón entre sus determinan­tes cualitativos y los nuestros. Su veredicto, enton­ces, necesariamente será distinto del que pronuncia­ría su padre, su hijo o una de sus amistades. Así que, al final, habrá más motivos para asegurar que una persona se ha definido que para afirmar que otra se­gunda ha sido juzgada. Es decir, habrá quedado cla­sificado usted, no yo.

¿Que esto es alterar el orden de las cosas, pien­sa? No lo crea. Lo que ocurre es que, en ocasiones, cuando señalamos el curso de la corriente, nos equi­vocamos de sentido. No corren las aguas del manso río hacia ese lado, sino hacia el opuesto. Claro que tales resultados nos contrarían, pero admita que la realidad nada tiene que ver con nuestro grado de conformismo. Ya conoce usted a esas madres de con­dición humilde que se sacrifican celosamente y ha­llan gusto en las privaciones para que su adorada hija única curse estudios y adquiera distinción y bue­nas maneras. El resultado frecuente suele ser que, al transcurrir el tiempo, la exquisita damisela se avergüenza de la ignorancia de su progenitora. ¿Es ello justo? Permítame que no le dé yo la respuesta. Siempre rehuyo la formulación de un juicio hacia cualquier semejante. Por respeto hacia él y por con­sideración hacia mí. Y, si me veo obligado a ello, ja­más condeno, no solo por la repugnancia que me causa, sino porque un medido interés me detiene. Pues yo podré ignorar dónde está la suprema verdad, si usted quiere, mas de lo que no tengo duda es del lado en el que están los generosos. No busco la justi­cia nunca porque es arriesgado hacerlo. Se puede errar y, si marramos, la justicia se revolverá contra nosotros, no en vano se la llama implacable. Da esca­lofríos este calificativo, ¿verdad? ¿No es sinónimo de despiadado y cruel?

Bien, ya veo que no está muy de acuerdo. Su ros­tro es asaz expresivo. Pero convendrá conmigo en que la justicia no se concibe sin la existencia del mal. Y ese requisito ya en sí es deprimente. El justo no es sino un afiliado a un determinado partido, mientras que el inocente posee su investidura por legado de la naturaleza. Por lo demás, la generosidad siempre será una importante póliza de seguro: “Bienaventu­rados los misericordiosos porque ellos alcanzarán mi­sericordia.” ¿Lo recuerda? ¿Que es un pasaje del Ser­món de la Montaña, dice? Sí, efectivamente. Sigo. A mí no me podrán condenar nunca. No me refiero a que no lo haga un irascible justo. A ése le discul­paré aunque se me eche encima, pues habrá sido ca­tapultado por los estatutos. No se le puede responsa­bilizar porque, en cierto modo, no es libre. Aludía a los poderes superiores, a los seres que no tienen ley ni principios, a los que poseen libertad. A ellos les presentaría mi tarjeta de visita en la que anotaría: “Proceded conmigo como yo lo he hecho con los de­más.” ¿Detecta algún fallo en la teoría? No lo tiene; es divina. ¿Que solamente es una estratagema inge­niosa para eludir la responsabilidad sin posible efec­tividad, me dice? Es usted muy libre de pensar lo que desee, mas permítame anunciarle que yo, encon­trándome entre los que creen que al final del mundo no solo se podrá perdonar sino incluso justificar todo lo que ha ocurrido a los hombres, no hago otra cosa que adelantarme algunos cuerpos en la carrera de los sentimientos. Considere usted, además, que la inocencia subsistirá mientras haya hombres que crean que el mundo es inocente.

De modo que yo no voy a pronunciarme sobre si esa jovencita es o no una hija ingrata. Me limito, como siempre, a observar. Veo a una madre dando protección y cuidados a su retoño. Y eso a ninguno de nosotros nos produce sorpresa, si bien nos enter­necemos cuando lo observamos en el zoológico. Por otra parte, hay quien dice que los hijos, para los pa­dres, no son sino una prolongación de su propia per­sonalidad. Así se materializan los efectos de la ley natural. ¡Lástima que esa ley no sea rigurosamente bilateral y vitalicia! ¡Cuántos esfuerzos ahorraría y qué de ingratitudes evitaría! Aunque, quizá, al precio de restarle interés a la vida. En fin, era única­mente una teoría más.

Disculpe mi desorden expositivo. Nunca he sido hombre metódico, probablemente porque siempre he creído que toda norma disciplinaria tiene algo de humillante dado que nos conduce, pero no cometa la ligereza de encasillarme debido a ello entre los se­res que rehuyen las cuestiones sustantivas para re­fugiarse en lo accesorio porque sería grande descon­sideración por su parte. Le decía antes que de mu­chacho fui tímido e imaginativo como lo son todos los introvertidos. El desarrollo de la imaginación se produce siempre en grado inversamente proporcio­nal al de la audacia. Quien no es resuelto suele ser poco sociable y precisa de su imaginación para ob­tener la compañía en ella. Así se cumple la ley uni­versal del equilibrio. Ahora, todavía sigo siendo tí­mido, si bien puse mucho empeño al remodelar mi carácter en aprovechar ese defecto mío para hacer­lo útil. Los pésames y las condolencias sé darlos con un recogimiento propio de verdadero deudo. En las reuniones o visitas molestas a las que asisto por compromiso, mi inhibición es tan natural que ha llegado a merecer frecuentemente la calificación de encantadora por parte de las señoras y me ha per­mitido acortar el tiempo de permanencia en ellas. En el amor, me ha evitado muchas etapas interme­dias. Cuando una mujer me gustaba, esperaba a te­nerla cerca de mí para mirarla fijamente con cui­dado de que en mi rostro se reflejara de forma exa­gerada la sorpresa que me causaba su belleza hasta tanto ella se percataba de que era observada. Ese era el momento en el que retiraba mi vista como sobrecogido de que hubiera advertido la atención que le prestaba. Para qué le voy a decir los resulta­dos que me dio este ardid; usted ya conoce a las mujeres.

Claro que pudieron haber sido mejores de no ha­berlos iniciado tan tarde. He llegado con retraso a casi todas las citas que nos depara el destino. Hasta los cinco años usé melena, una melena abundante y dorada, cuando ya hacía muchos años que todos los niños llevaban el pelo corto. Mi primera entrada en un colegio, en el de los Hermanos de la Salle, la hice a los ocho años, si bien para esa edad mi hermano mayor me había enseñado casi todas las materias que se cursaban para el ingreso en el bachillerato. A los diez, supe que los Reyes Magos que veía en la cabalgata a su paso por las calles no eran los legíti­mos; que los verdaderos eran espíritus puros y de ahí que tuvieran poder para penetrar en las casas a dejar los juguetes. A los trece, como ya le he con­tado, un cura me hizo ver las diferencias de configu­ración entre el hombre y la mujer. A los veintidós, la hija de mi patrona se empeñó en enseñarme a bailar y hasta se me insinuó veladamente. El resultado to­tal fue que conocí los secretos de la danza. Por lo demás, rechacé con hidalguía cualquier pensamiento deshonesto, prometiéndome no abusar ni un ápice de aquella criatura que con tanta amabilidad y ape­go se avenía a dirigir mis torpes pasos. Me comporté así por deferencia hacia ella, de verdad. Yo, por aquellas fechas, creía que acostarse con una mujer era cometer una felonía. No se extrañe; pensaba que las mujeres se quedaban mancilladas a perpetuidad. Fíjese si lo echaba largo.

Cuando me paro a pensar en el entorno extorsio­nado en que me moví, comprendo lo cerca que debí estar de caer en la sodomía. Mi naturaleza viril me salvó, a ciencia cierta. O mejor digamos que mi na­tural inclinación hacia la inocencia, de la que aún conservo parte, como habrá podido observar. Por ello no me perjudicó en absoluto a mis doce años de edad el extraño comportamiento del padre José Antonio, prior de una orden religiosa. Me sentaba en sus ro­dillas y me besaba en la boca. Después de besarme, me limpiaba los labios con la mano, no sé si para borrar la imaginaria mancha de su culpa o simple­mente por miramiento. Lo peor era cuando me pal­paba por encima de los pantalones y me apretaba el pene. Me hacía daño entonces. Mas, así y todo, yo iba a visitarle con frecuencia porque él me lo pedía, porque era un sacerdote amigo y porque me mimaba con todo género de solicitudes. ¡Cuánto me complacía que desistiera de recibir las visitas importantes cuando estaba conmigo!

No le guardo rencor, créame. Siendo, como era, un pederasta, no cometió conmigo otros excesos. Es lo que le tengo que agradecer, porque ocasiones le so­braron para ello. Me imagino el esfuerzo de voluntad que necesitaría hacer. Aunque, quizá no. Probable­mente fuera solo aquello lo que deseaba en su des­vío, pues, si no, ¿cómo obraba con tanta torpeza y no evitaba el daño que me causaba? Creo que nunca me excitó porque no se lo propuso nunca tampoco. No me provocó más sensaciones que las de dolores leves y las de halago. Vaya lo uno por lo otro.

Yo, en cierto modo, comprendo a los invertidos. Entiendo que no necesariamente debo hacer exten­sivo a los demás mi gusto por las mujeres bonitas. Puede haber otros individuos a quienes les atraigan los hombres guapos. En concreto, a mí, la repugnan­cia que me puede causar el hacer el amor a un hom­bre no proviene de la suciedad del procedimiento, ya que el acto sexual realizado con mujer no lleva me­nor carga, pues la cópula carnal es una acción in­munda que viene acompañada, además, de abun­dantes secreciones no menos inmundas. Sin contar, por supuesto, con las caricias introductorias de que tanto suelen gustar las mujeres, y mucho menos con esas otras prácticas impropias de cualquier persona de mediana delicadeza, de las cuales habrá oído ha­blar sin duda. El motivo de nuestra repugnancia, en consecuencia, no está ahí ; proviene del instinto. Bastaría con tenerlo modificado para que entre us­ted y yo pudiera nacer un idilio, pongamos por caso. No se ofenda; lo digo sin malicia. Sinceramente, porque lo creo así. Por otra parte, estoy convencido de que esos señores están capacitados para ser res­petables en el mismo grado que los demás y no me uno a quienes les compadecen como si fueran dismi­nuidos. El afán de tenerlos postergados es una va­riante del racismo, muy comprensible en una sociedad de costumbres espartanas, cuyos hombres de­ban dedicarse al arte de la guerra, pero ya no tanto si esa sociedad no es de fornidos guerreros de lo que está necesitada, sino de una élite de científicos con la que formar una avanzadilla para alcanzar posi­ciones de vanguardia en la carrera de la civilización hacia el progreso. Ahí, es totalmente inexplicable, pues, ¿sabe usted cuántos sabios fueron homosexua­les? Le sorprendería conocer su número, pero más chocante es todavía que, siendo el nuestro un país en el que más de la tercera parte de la población ac­tiva pertenece al sector de servicios, los homosexua­les estén marginados. ¿Pero, cómo es posible que tal cosa ocurra con la exquisita sensibilidad que po­seen para ser serviciales? Son insustituibles, se lo aseguro. Yo, por ejemplo, tardaré mucho tiempo en cambiar de peluquero, de sastre y de camarero en el restaurante Lecio.

No, por favor, no es necesario que usted me aper­ciba. Sé que está deseoso de arrancarme de mis di­gresiones para trasladarme al tema central que he abandonado. Pensaba hacerlo; no crea lo contrario. Le estaba hablando de mi retraso a las citas con el destino y le decía... Ya veo que no es eso lo que pre­tende saber. ¡Ah, claro! ; le han desconcertado mis primeras palabras al comunicarle que no debía ver en mi narración autobiográfica un fiel relato de mi vida, y ahora me pide explicaciones sobre ello. No, si no me molesta, no se inquiete. Comprendo que tiene derecho a exigírmelo. Además, no deseo que se crea engañado. Se lo aclararé con sumo gusto.

Convenga conmigo en que solo un hombre inge­nuo, veraz y sin doblez puede apellidarse sincero, y ello hasta tanto no hable de sí mismo. Por lo demás, ¿se imagina una autobiografía sincera? ¡Qué poco lirismo denotaría! Inevitablemente, habría de ser repugnante o insulsa, pues, ¿qué nos importa a nos­otros, por ejemplo, que aquellos afamados caballe­ros o señoras fueran o no practicantes declarados del onanismo o que su pregonado “taedium vitae” no fuera otra cosa que un aburrimiento supino, pro­pio de cualquier persona indolente? Perdóneme; han sido unas citas desafortunadas por demás, con las que reconozco haber incurrido en falta de delicadeza. Las he deslizado por descuido. Deseaba decirle que si los héroes de la Historia se nos hubieran mostra­do destapados, no habría otra historia que la de la piratería. ¿Se sonríe? Bien, admito la posibilidad de que mi criterio esté algo deformado por el sustrato decisivo de las influencias clericales de mis precep­tores. Sin embargo, no se le pase por alto, mi queri­do amigo, que todos tenemos motivos para sonrojar­nos. Cuanta mayor sea nuestra inteligencia, más numerosas y refinadas serán nuestras iniquidades. Ahora mismo, de mostrarme usted una relación de sus deseos más inconfesables a mí, que soy compren­sivo y evidentemente mundano y, en consecuencia, poco asustadizo, me haría pasar un rato muy des­agradable. La sinceridad sin paliativos es reproba­ble, denota ausencia de civismo y solo puede darse en seres necios sin imaginación o de probada falta de ética.

Mas prescindamos de esos ingratos compromisos que contrae el hombre cuando pretende ser sincero, porque la falta de doblez y la ingenuidad son atribu­tos de la intención y, por tanto, alcanzables en algu­na medida. La dificultad está en ser veraz. Ser ve­raz; hacer uso de la verdad; estar en posesión de ella. Resulta un poco petulante afirmarlo, ¿no cree? Y, a pesar de ello, se nos viene exigiendo incondi­cional y aparatosamente. Hasta se idean fórmulas conminatorias proclives al anatema apocalíptico: “¿Jura usted decir la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad?” Y en seguida viene el recorte: “ ¡Limítese a los hechos!” En los hechos quieren en­contrar la verdad, figúrese qué filosofía la suya. La nuestra, mejor dicho. ¿Que esas fórmulas son ex­clusivas del procedimiento curialesco, me dice? No me haga reír, amigo mío. Aquí todos somos jueces y nos embelesa emplear sus expeditivos métodos. Y, además, con severidad. Curiosamente, tenemos muy arraigado el criterio de que el justo debe ser severo y, de ahí, sin solución de continuidad, concluimos que es preciso enjuiciar con dureza. Y, como todos nos creemos justos, condenamos al universo entero. ¿Cuándo nuestra conversación no versa sobre perso­na en particular? ¡Ah!, entonces; los alegatos sur­gen airosos de ese furor nuestro por conocer la ver­dad sin rodeos. De ahí que no vayamos en su bús­queda, como hacían y siguen haciendo los sabios. Tomamos por el atajo para plantarnos ante ella por sorpresa. Tal es el motivo de que menospreciemos todo reflexivo examen para progresar en su conoci­miento. Esa verdad parcial, denominada exactitud científica, que nos aproxima sin dejarnos llegar, no es la que nos interesa. Es la otra, la llamada clarivi­dencia, y hacemos prácticas con ella dejándonos lle­var de la ligereza propia del escarceo, aunque dotán­dola de grave titularidad.

Estamos obsesionados por lo tangible, por lo físi­co. y desearíamos poseer la verdad como se posee a una hermosa mujer: oyendo con halago sus volup­tuosos quejidos de entrega. Claro que ni usted ni yo pensamos así. Esos halagos y esas entregas queda­ron muy atrás para nosotros. A cambio, hemos evolu­cionado de manera inteligente. Ambos sabemos que cuando una ilusionada estudiante pregunta a su pa­reja “¿me quieres?”, el muchacho únicamente le po­drá contestar en términos de apreciación o de prin­cipio, pero nunca de certidumbre porque la verdad ahí no existe. Mas, ¿qué consideración le merecería el jovenzuelo a usted si él, comprendiéndolo como nosotros, se lo pretendiera explicar así a su dulce acompañante por el deseo de proceder con objetivi­dad y de no dañar la verdad? ¿Que sería un estúpi­do, me dice? Bien, me parece un poco riguroso el ca­lificativo, pero lo encuentro acertado. Es usted un radical, mas un radical de atinados juicios, hay tam­bién que decirlo.

Quedamos, pues, en que esa febril inquietud es dañosa e incluso equivocada en ocasiones, valga el contrasentido. Por esta vez, ambos comulgamos con la misma idea. Y ya que hablo de comulgar, tenemos a Cristo con nosotros, ¿sabe? El se definió con mu­cha claridad al respecto: “Enseñadme una moneda”, dijo cuando los doctores le preguntaron si era o no lícito pagar el tributo al César. ¿Iba acaso en busca de la verdad con ello? ¡Qué va! ; la verdad no impor­taba. Es más, el deseo de conocerla era insano en sí mismo y así se lo hizo saber: “¿Por qué me tentáis, hipócritas?” Sin embargo, nuestros hermanos no han sabido recoger la enseñanza. Más aún; no han entendido al Maestro en absoluto, pues, en su insen­satez, se preguntan todavía con machaconería si se­ria lícito o no pagar el tributo al César. Pobrecillos; cuán a menudo van en busca de la verdad cuando lo que desean es el convencimiento, que es indepen­diente de ella.

Creo que estoy consiguiendo moverle hacia una mayor tolerancia, e incluso puedo tomar casi por seguro que no me va a exigir una despiadada confe­sión que, por otro lado, no estaba en mi ánimo ofre­cerle, pues tal debilidad solo serviría para que me despreciara al punto. Le relataré los principales y más interesantes lances de mi vida y el modo en que incidieron en mi ánimo, así como en la formación de mi personalidad, pero en lo relativo a esas fuer­zas íntimas que llamamos instintos y que son las que dan cuerpo a la percepción del ego, significándonos ante nosotros mismos en ese diálogo absurdo y misterioso que sintetiza a la naturaleza, enfren­tando al yo y al no-yo en lucha continua, sin que sepamos en realidad de dónde proceden y si nos per­tenecen o nos son prestadas, en lo concerniente a mi mundo interior, digo, seré parco y discreto. La per­fección y la perversión son duendes que habitan al otro lado de las tapias del silencio y es poco cívico irles con algaradas y atolondramientos. ¿No le pa­rece? Aquí, me atendré a los hechos, según se acos­tumbra a exigir. ¡Ah!, le estoy muy agradecido por su amable comprensión. Además, ese convenio será ganancioso para ambos. Pues, ¿durante cuánto tiem­po sería usted capaz de soportar la charla de un in­genuo que se esforzara en referirle puntillosamente los reveses y los éxitos de su vida monótona? Durante poco, con absoluta certeza. Es lógico, con lo tediosa que debe de ser. Por lo demás, si yo dispongo de una vida aventurera y, por tanto, de amena mención; si he vivido unos acontecimientos singulares, como en seguida podrá apreciar, ¿cómo voy a describirlos asépticamente, desprovistos de esos matices de apre­ciación personal que los distinguieron? Ni me pare­ce consecuente ni lo encuentro apetecible. De ahí que prefiera ofrecerle, y voy a hacerlo, una realidad de­corosa sin ínfulas nudistas. Así, usted alcanzará a conocerme mejor a través de mis vicisitudes y de mis opiniones, y yo lograré, interesándole con las primeras, ganarle para las segundas, de modo que no sepa en algunos momentos quién se encuentra en el escenario: si usted mismo, este servidor suyo o los universales.

 

 

 

 

 

 

II

 

 

Remontémonos al verano de 1949. Volvamos la vista atrás a aquellas fechas, concretamente al déci­mo año triunfal de la guerra fratricida que mantu­vieron nuestro padres, cuando la renta “per capita” del español era de ciento sesenta dólares y el índice de analfabetismo alcanzaba a cubrir al 30 por 100 de la población española. ¿Se sitúa? Pero, centré­monos en nosotros mismos, en aquellos muchachos que éramos los dos. ¿Qué era de su vida, dilecto ca­marada? En fin, no se esfuerce en rememorar; el lugar de su residencia y la tarea a la que estuviera usted dedicado son de fácil deducción para mí a juzgar por su aspecto de hoy. Con toda seguridad, se encontraba en su provincia, disfrutando a su ma­nera de las vacaciones en espera de la iniciación del nuevo curso académico, como otro verano más de aquellos muchos. Su rostro me dice que he dado en la diana, mas no me conceda mérito alguno por el acierto, pues no es sino una simple apelación a la palpable evidencia que de usted se desprende. Para mí, en cambio, fue un verano muy especial y de di­fícil olvido. Sin más proyecto que el que pude im­provisar en dos días y con más miedo del que cabe presumir en la conciencia atemorizada de un mu­chacho, trémulamente envarado, pero con una fir­meza de la que nunca más volví a saber, dispuesto no sé bien si a hacer o deshacer futuro, inicié mi etapa colombina. Que me escapé de casa, vaya.

No me pregunte a qué fue debida mi huida. Ese secreto prefiero mantenerlo; no es imprescindible airearlo. Además, la verdadera razón de mi marcha la conocí bastantes años después, cuando leí algu­nos libros sobre el psicoanálisis. Bástele saber, pues, que mi decisión de huir sin admitir la posibilidad del retorno era inquebrantable y fue cumplida con en­tero rigor.

Allí, en la estación de ferrocarril de Burgos, me tuvo usted la tarde del 28 de junio de 1949, con un billete de tren de tercera clase en el bolsillo, espe­rando el correo Bilbao-Madrid, en compañía de dos amigos que me aconsejaban desistiera de tamaña locura, pronosticándome que antes de una semana estaría de regreso. Tenía diecisiete años.

¿Que cómo pudo germinar en mí tal idea, siendo como era un muchacho corto y apagado como nin­guno? Pues puede ser que por ello mismo; es difícil explicarlo. Fíjese que yo por aquellas fechas era un mozalbete débil que sentía temor por la menor irre­gularidad observada en mi entorno, pero era tam­bién un ser curtido en toda suerte de privaciones. Debido a esto último, estaba preparado y tenía poco que perder, como se acostumbra a decir. De ahí que el aparente motivo actuase de revulsivo para colocar todo en orden. El efecto conseguido fue el buscado por los políticos cuando se deciden por una revolu­ción, solo que más apasionante si cabe.

El tren necesitó de diez horas para llegar a Ma­drid. Desde las nueve de la tarde del día 28 a las siete de la mañana del día siguiente. Antes, los via­jes de los pobres eran así. Ahora, ese recorrido, aun en tren correo, precisa de menos horas, entre otras razones porque el trayecto es directo al no rodear por Valladolid. Ha sido, en este caso concreto, el re­sultado de la caridad política cristalizada en el in­dulto. Sí, ¿no sabía que la actual línea férrea Madrid-Burgos estuvo largos años castigada? Le ocu­rrió lo que a tantas obras más que la República nos legó sin finalizar. No se asombre de ello y no formu­le un juicio que habría de ser prematuro. Porque el Gobierno hacía bien en no proseguir esas obras, pues conocía que había causa oculta en alguna de ellas, aunque ignoraba en cuál. Después, se mostró cle­mente y fue objeto de la más despiadada burla que imaginarse pueda. Ahí, en La Castellana, donde co­mienza la hasta hace poco llamada precisamente Avenida del Generalísimo, tiene usted el mayor edi­ficio de España, los Nuevos Ministerios, cuya cons­trucción reanudó el Gobierno en los años sesenta se­gún el antiguo proyecto de la República, el cual re­presenta en su trazado una hoz y un martillo unidos por las empuñaduras. No lo comente, sea discreto; compruébelo usted. Diríjase allí algún día y notará al aproximarse al lugar cómo el mismo aire se le hace pesado y agobiante. Son los efectos maléficos del histórico adulterio cometido contra el régimen del General Franco.

Aquel viaje fue distinto a todos. Me parece estar en el tren ahora, tan bien lo recuerdo. Antes de subir al vagón, me compré, por primera vez en mi vida, un paquete completo de cigarrillos rubios americanos para celebrar mi libertad o más bien para distraer mi nerviosismo, al modo como lo había visto hacer a los mayores. En mi compartimento viajaban otras siete personas, pero solo una de ellas se trasladaba a la capital de España. Era un representante con ideas fijas. Durante gran parte de la noche, me estuvo di­ciendo una y otra vez:

—Cuando haya pasado el revisor, nos cambiare­mos a un coche de primera o de segunda.

¡Para llamar la atención con ese u otro fraude estaba yo!

Los restantes pasajeros solo nos acompañaban por breve tiempo, pues entraban en una estación y se apeaban en otra próxima, renovándose sin inter­misión.

Recorridos los primeros kilómetros, una imagen mental imprecisa comenzó a desasosegarme. Era, sin duda, el miedo que quería encarnarse y tomaba for­mas de alucinación similares a los efectos produci­dos en las discotecas por sus luces blancas en inter­mitencia. Al pronto, tuve el anhelo de forzar a que la visión se hiciera más clara, pero en seguida varié y deseé borrarla para evitar inquietarme más. Para ello, me esforcé en pensar en mi pasado.

Los primeros recuerdos databan de nuestra lle­gada a Tarragona a la edad de cuatro años. Mis pa­dres estaban contratando el alquiler de la vivienda con el casero. Yo estaba agarrado a las faldas de mi madre; más o menos como casi siempre. Después, la guerra. Y, con ella, las bombas. No una ni dos, sino muchas. Tantas, que a corta distancia de mi casa cayeron siete u ocho a lo largo de la contienda. Las sirenas ululaban una y otra vez para advertirnos del próximo bombardeo. En la Rambla, parapetados en la Casa del Pueblo, algunos de sus asociados tirotea­ban a no recuerdo qué clase le oponentes. De cuan­do en cuando, en la calle se veían hogueras alimen­tadas con imágenes extraídas de los templos. En ocasiones, eran los aviones del enemigo los que arro­jaban bombas incendiarias y prendían los conventos y las iglesias.

—Lo hacen para que los milicianos no las profa­nen —me explicaba mi madre.

En la ciudad había profusión de refugios contra los bombardeos aéreos. Casi todos tenían enmarcada su entrada con sacos terreros, como en las edifica­ciones de campaña. Algunos eran profundos y, así y todo, retemblaban peligrosamente cuando alguna bomba hacía explosión en sus cercanías.

—Reza —me decía mi madre—, reza.

Y yo rezaba.

Más adelante, la comida comenzó a escasear. El hambre y la miseria hicieron su aparición. Las tien­das de comestibles y los mercados de abastos empe­zaron a no abrir sus puertas, con lo que se hacía muy difícil el aprovisionamiento diario de alimentos. Casi toda la población dormía ya en los refugios y únicamente durante el día hacían escapadas al ex­terior. La higiene personal se descuidó, y los piojos y la sarna los padecimos casi todos. A mí me curaban la sarna de las manos con un ungüento de aceite y azufre, pero no debía de ser muy eficaz a juzgar por el prolongado tiempo que la padecí. Aunque, a decir verdad, mi única preocupación eran las bombas y el hambre, pues lo otro no me movía a repulsión debi­do a la falta de conocimiento para producirla. Como todavía no había visto fotografiado en aumento al arador de la sarna, mi única molestia residía en el ligero picor producido por el mal.

Cuando en un ataque aéreo, la onda expansiva de una bomba nos derrumbó los tabiques de la vi­vienda y nos arrancó de cuajo la puerta de entrada, tuvimos que buscar amparo en una masía apartada para pernoctar. Con ello, las noches las pasábamos con mayor tranquilidad al estar más alejados de los posibles objetivos del enemigo.

Aunque, ¿quiénes eran los enemigos? En este punto tenía una confusión enorme. Oía cómo se les llamaba asesinos y fascistas a quienes nos bombar­deaban y, más por el acento iracundo con que lo de­cían que por la significación de uno o de otros términos, intuía que no eran buenos. Sin embargo, algo me decía que mi madre no pensaba así. Me convencí de ello la mañana en que, al regresar a casa desde la masía, caía al suelo una mujer que pasaba por allí alcanzada por las balas disparadas en una reyerta entre afiliados a dos partidos políticos enfrentados. Tuvimos que guarecernos con rapidez en un portal y, desde su interior, distinguí cómo le manaba san­gre a aquella mujer que yacía inmóvil en tierra. Mi madre lloraba y yo hice otro tanto. Y mis dudas se disiparon; lo comprendí todo.

El día que ocuparon Tarragona los nacionales fue festivo para nosotros. La gente salía de los refugios, y los hombres forzaban las puertas de las tiendas de comestibles pertenecientes a quienes habían huido. Detrás, entrábamos nosotros y podíamos apoderar­nos de toda clase de alimentos. ¡La de cajas de ga­lletas y latas de conserva que había! ¡Y en la tras­tienda muchas más! Hicimos varios viajes para aprovisionamos de manera cumplida y yo en todos ayudé con una alegría que no era sino felicidad.

Pan era de lo que se carecía, pero se corrió en seguida la voz de que los soldados recién llegados cambiaban chuscos por cigarrillos. Mi madre se echó a la calle con tabaco de mi pobre padre, que había perecido ya, y se dirigió a la Rambla donde acampa­ban los soldados.

—Toma, ofrece tabaco tú también.

Me lo dijo más para contentarme que para otra cosa. Pero no fue menester el tabaco. No lo querían. ¡Me daban el pan sin aceptar el cambio! Cuando se lo entregué a mi madre y le conté que me lo habían regalado, yo rebosaba de dicha.

Por esos días, oí también decir:

— ¡Ha muerto el Papa!

Y al pronto pensé: “Sí, como aquella mujer de la Rambla o quizá haya sido a consecuencia de algún bombardeo.”

El primer lugar donde alterné socialmente en almuerzos y cenas fue en los comedores de Auxilio Social. ¿Cuántos meses fueron? ¿Tres o seis? Más o menos. No se me hicieron largos. La comida era abun­dante y ya no pasaba hambre. Además, no le costa­ba dinero a mi madre. Después, me afilié en Falange, con lo cual tuve calzado gratis, e iba a excursiones en las que nos daban bocadillos y meriendas. Incluso estuve un par de veces en campamentos de montaña, en La Riba. Qué imagen tan clara poseo aún del día en que el jefe de mi tienda de campaña me forzó a participar en las representaciones festivas que se llevaban a cabo por las noches, durante el llamado “fuego de campamento”. Como yo no sabía hacer cosa alguna que resultase entretenida o graciosa, me mandó recitar una corta poesía que me entregó con la orden de que me la aprendiera. Cuando por la no­che me llegó el turno de recitarla, y me puse de pie, y me dio en el rostro el resplandor del fuego, y ob­servé todos los ojos puestos en mí en un silencio ex­pectante, supe que mi actuación no iba a ser afor­tunada:

A un panal de rica miel

dos mil moscas acudieron...

Fue todo lo que dije, pues lo restante se me había olvidado totalmente y no fui capaz de hacerme con ello por más veces que repetía los dos versos como ayuda para rememorar. El “pater” resolvió la vio­lenta situación, pidiéndome que la próxima vez pre­parara mejor mi intervención. Fue mi primera ver­güenza pública. Esas cosas no se olvidan.

Mas mentiría si dijera que mi niñez había sido calamitosa. Yo era feliz y no desgraciado. Cierto que casi todo eran privaciones, pero no hubo cosa vital que echase en falta. ¿Qué me importaba a mí que varios fabricantes de pan de maíz fueran procesados por haber amasado con un buen porcentaje de se­rrín? A mí la borona me gustaba y era lo que con­taba. Vivía, por así decirlo, en un mundo muy peque­ño, aunque, como no conocía otro, me bastaba. Tan solo noté a faltar una cosa importante: los juguetes. Eso, sí. Veía en la cabalgata de Reyes los camellos y los mulos cargados de juguetes y, a su paso, rezaba pidiendo que me dejaran alguno por la noche. Y, a la mañana siguiente, la desilusión: mi plegaria ha­bía sido desoída. ¿Cómo consentirá la Iglesia en Es­paña que al engaño de los Reyes Magos se le dé ca­rácter religioso y aun milagroso con el evidente riesgo que entraña de pasar a ser una peligrosa frustra­ción para la fe de los niños?

Mi Primera Comunión la hice en la iglesia de San Francisco. Fue mi primera comunión porque ninguna otra le había precedido. Por lo demás, en nada se diferenció de las posteriores, dado que co­mulgué perdido entre los restantes fieles de la pa­rroquia. Bueno, en realidad, sí tuvo ciertas peculia­ridades respecto a las demás. Pues la primera vez que ingerí el Cuerpo Divino recibí una impresión imponente, con más carga de temor que de alegría. Recibí el sacramento por obligación, en cumplimien­to a un deber que me era impuesto por haber so­brepasado la edad de siete años, pero sobrecogido por la responsabilidad que se me exigía a partir de ese día, conociendo que me ganaría el cielo o el in­fierno según mi proceder, en un cotidiano rendir de cuentas, con la añoranza de los días pasados en que había disfrutado de santa libertad para mis ac­ciones. A partir de esa fecha, ya habían dejado de ser impunes mis actos, pues atrás quedaba yo como persona a la que no se considera responsable por no alcanzar el llamado “uso de razón”. Pero lo más gra­ve, con todo, no era aquello, sino el hecho de que Dios se iba a alojar en mi interior. El temor a lo des­conocido adquirió en mí proporciones indescriptibles. Posteriormente, en las sucesivas aproximaciones al comulgatorio, el pánico fue cediendo y hasta conse­guí familiarizarme con Jesús. Me ayudó mucho cier­to relato de mi confesor en el cual me decía que no sé qué santo ponía de cara a la pared la imagen de Jesús en castigo hasta tanto no le concedía lo soli­citado por él.

Mi entrada en el colegio a los dos años de haber finalizado la guerra revistió caracteres excepciona­les. Los hermanos de La Salle me miraban con ex­trañeza. No comprendían que hasta esa edad no hu­biera ido a escuela alguna. Y lo que entendían toda­vía menos es que supiera leer, escribir al dictado, resolver ciertos problemas y hasta extraer la raíz cua­drada de cualquier número.

¿Qué otros recuerdos más de mi estancia en Ta­rragona acudieron a mi mente? ¡Ah!, sí, la ocasión aquella en la que me eligieron para formar parte del coro del colegio y la manera brutal corno el profe­sor dijo nada más comenzar el ensayo:

—Aquí hay alguien que, en vez de cantar, berrea. Vamos a comenzar de nuevo.

Hasta que me localizó y me expulsó del grupo sin ningún miramiento.

Y el día en que un compañero de clase, a quien yo temía mucho, me prometió dar una paliza a la salida del colegio, comunicándomelo enfurecido a más no poder. Cuando terminó la clase, en vez de salir a la calle, me fui a la capilla y, allí, de rodillas, en solitario, le pedí al Niño Jesús con lágrimas en los ojos que mi amigo no me pegara. Lo que ocurrió después fue algo realmente curioso. Abandoné la ca­pilla, y en la calle, junto a la puerta de salida, esta­ba esperándome mi temido rival, el cual me tomó amigablemente del brazo y me preguntó:

—¿Por qué has tardado tanto? No te pensaba pe­gar. Vamos a mi casa a jugar.