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RIPIAS I

 

EL NACIMIENTO DE UNA ALDEA

 

 

 

 

Pedro Montoya García

 

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© Pedro Montoya García

© Ripias I. El nacimiento de una aldea

 

 

ISBN papel: 978-84-686-9396-5

ISBN digital: 978-84-686-9524-2

 

Impreso en España

Editado por Bubok Publishing S.L.

 

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A mi familia: Ying, Coral, Marina y Pedro

Al campo, a sus hombres y sus mujeres

A Paquito

Desde donde vivo, a poniente a don Antonio Machado Ruiz, a levante a don Vicente Blasco Ibáñez

 

 

 

 

 

A lo largo de los últimos veinticinco años, he coleccionado las anécdotas y sucesos que he tenido la suerte de escuchar a los mayores en diferentes comarcas. La mayor parte de los capítulos de esta novela se conciben a partir de alguno de esos relatos guardados; ahora bien, acontecieron a hombres y mujeres de épocas y lugares diferentes.

Los personajes propios de la novela son ficticios, así como sus nombres, apellidos y cometidos;  los cuales han sido asignados a mi albedrío. En ningún caso guardan ninguna relación, de forma directa o indirecta, con personas, familias o profesiones pasadas y presentes de las comarcas por donde transcurre la novela.

 

 

 

 

 

CAPÍTULO I
LA TISIS

 

 

Durante las últimas mañanas, Eolo me ha despertado con golpes secos meciendo la madera del único ventanuco de mi estancia. El resto de los días, cuando la luz comienza tenue a colarse por esa sonora tronera de mi habitación, suelo abrir los ojos por mí mismo al alba; incluso tras noches sufridas, en las que mi enfermedad me mantiene en desvelo hasta bien echada la oscuridad.

Cada despertar, preciso de mí mismo un mayor esfuerzo para llevar aire a mis adentros. La tisis me castiga con vómitos constantes. Me mata, a más y más, con una firmeza asesina. Gusto sentarme en un lado de la cama unos instantes, con calma; mientras trago aire con la poca fuerza que me va quedando. Procuro no pensar que, tal vez, no haya otra mañana con la fortaleza suficiente para alzarme fuera de la cama. Entorno la puerta del cuarto por la noche, casi cerrada, por si preciso moverme a tientas por la estrecha habitación hasta la entrada; lo suficiente para no precisar el candil y ventilar; pero, sobre todo, para dejar colarse un frágil hilo de luz y saber que todavía no he sido llamado por el Padre. Soy el Sacerdote Amadeo, escribo en el año del Señor 1920.

Algo más de un año atrás, manché por primera vez la manga de mi sotana con sangre. Tan pronto como se me sugirió, atendí la recomendación de un feligrés de visitar al doctor Jaime Ferrán. Por entonces, sobrada y merecida era su fama contra la enfermedad, y, para mi suerte (me animaba en ese momento), practicaba cercano a mi antigua parroquia; hasta él me llevó mi borrica, sin precisar parada ninguna de descanso, ni para el animal ni para mí mismo.

El sanatorio improvisado para pobres agonizantes, donde el santo doctor en ese momento practicaba, quedaba pequeño frente a la pena tan grande que abarcaba la amplia sala. Camas cubiertas con sábanas blancas se extendían en forma de frías lápidas; sobre ellas, colgaban las notas los sanitarios, a modo de epitafios. Desde el instante me encontré ante aquella imagen, un remordimiento por pensar únicamente en mi bienestar me cruzó el corazón. No tardé, en cuanto me permitieron, pasé de egoísta enfermo a dedicado enfermero; en especial para con las pequeñas criaturas con las que compartía enfermedad y, junto a alguna de ellas, pronto escucharíamos la voz de nuestro Padre. A esos pequeños, primero que nada, dediqué mis preocupaciones y cuidados.

El buen médico, agradecido por mis desvelos, en un empuje de sinceridad, primero me recomendó; luego con insistencia me convenció de la razón para pasar en calma mis últimos momentos en la vida. Ni la vacuna en proceso de ensayo, ni la tuberculina, ni cirugía en mis costillas ni la presión de aire para comprimir mi pulmón… ninguno de los medios terapéuticos conocidos me reportarían mejores beneficios que un sanatorio. Los pronósticos del médico sobre cómo transcurriría mi vida, predichos junto al río Júcar, cercano ya a su desembocadura, los escuchaba con el recuerdo de la comparación de Fernández de Andrada. «Como los ríos que en veloz corrida / se llevan a la mar, tal soy llevado / al último suspiro de mi vida.» Los consejos me los recetaba el señor médico con tal franqueza, amén de estar tan bien sujetos a una indudable sabiduría médica, no permitían ni imaginar la más pequeña duda sobre la conveniencia de atenerme a su indicación. De tan buen juicio me parecieron decidí pasar los últimos días en una aldea tranquila a mitad de camino entre las nieves de la sierra y la humedad del mar. Donde el invierno no fuera duro en exceso y durante aquellos veranos me alcanzara el respirar, donde pudiera, al frescor de las noches, descansar sin padecer calor.

Río arriba, la aldea elegida para mi retiro quedaba con paso raudo a un suspiro del curso medio del Júcar. Era la única batalla, aunque fuera poética, que en mi imaginación podía ganar al bacilo; la contienda transcurría ajustada a los pronósticos acertados del señor médico, pues tal como anticipó, mi vida así transcurría hacia la mar.

Sin embargo, no se me entienda mal: no tengo miedo a la muerte. Antes de mi enfermedad lo afirmé muchas veces; ahora, lo siento de verdad. Las dudas ya ni tan siquiera me turban; las rebato con ternura por medio de mis largas horas de rezo; mis conversaciones con el Padre; mi compromiso por cumplir su voluntad… y no sería justo reconocerlo, no solo por la confianza en Él; cualquier pensamiento sobre la vida eterna se disipa al poco de disfrutar de la compañía de mi entrañable casero, Pedro. Un hombre mayor, anciano podría decirse, pero todavía con un vigor y una fuerza envidiables.

Otro de los feligreses de mi parroquia que me deparó gran cariño de siempre, me trajo hasta esta pequeña aldea llamada Ripias. A la casa propiedad de un quinto suyo a quien apreciaba como un hermano. Combatieron en la guerra de Cuba, juntos despidieron el puerto de Cartagena y juntos divisaron la catedral de la Santa Cruz de Cádiz. Ya con el papel de la licencia mantuvieron la amistad de por vida. Además, como sus pueblos distaban a menos de un día en mulo compartieron la comida de Navidad durante muchos años; nunca precisaron buscar excusa válida ni poderosa para escapar de la reunión, pues, al contrario, era el momento más esperado del año. Así la cita sobrevino año tras año, hasta cuando la salud envejecida de ambos consintió.

Ocupo, de balde, la alcoba más pequeña de la casa. Estancia como el resto de la casa de decorado propio de milicia romana, nada más que lo necesario: cama, palancana con jabón para el aseo y una lámpara de aceite sobre una pequeña mesa. Pedro, el dueño, fue junto a su familia uno de los primeros pobladores de esta pequeña y desordenada agrupación de casas y cuadras; levantada en el centro de un valle peculiar; apartado lugar en el linde de Valencia con Castilla. Ellos pusieron el nombre Ripias: nadie me ha explicado ni el porqué, ni quién lo bautizó de esta manera.

Pedro no es dado a acompañarme en mis oraciones. Al parecer (algo sobre lo que no quiero discernir), siempre le ha sido indiferente la religión, digo al parecer porque, por lo contrario, el cariño me dispensa bien serviría para definir la gloriosa Caridad Cristiana. Él es casi con la única persona con quien me relaciono; ningún miedo le tiene a mi tisis, según dice: «Muchas enfermedades he conocido, las que me visitaron no supieron matarme y para lo que me queda en la vida, a ninguna le será menester…».

A pesar de nuestra diferencia de edad (yo no llego por poco a los treinta años y él como si nada habrá dejado atrás los setenta), la convivencia conforme al paso de los días es cada vez más amistosa y entrañable. Somos tan diferentes también en los físicos: Pedro es menudo, de complexión muy fuerte, mano, brazos y pecho anchos formados tras mucho trabajo de fuerza, bajo una cabeza redondeada con ojos y nariz pequeños; yo soy más alto, chupado, de porcelana comparado con su robustez; con la cara y sobre todo la nariz aguileña.

Muy madrugador, Pedro me espera levantado fuera de la casa, enredado en alguna tarea. De buena mañana, sin faltar, bajo un cuidado y hermoso olmo, portero de la casa, desayuno un trocito de queso cortado con pan me dispensa mi casero. Siempre el trocito más tierno… con la opción de un trago de vino o el agua dentro del cántaro, recién subida de la fuente. Me decanto por el agua, no me acostumbro al sabor del vino toman en esta tierra, con el tiempo se avinagra…

Mi primera mirada de la jornada es siempre al sur; gracias a Dios, teníamos año de lluvias, desde el mismo olmo hasta la fuente, ladera cuesta abajo, cientos de rucas: flores egoístas y bellas toman toda la extensión hasta donde la siembra de cebada las consiente; sus pétalos resplandecen tan blancos en la claridad del amanecer, tal si fueran un espejo tumbado donde se reflejan las estrellas.

¡Ese momento del día al sentarme junto al olmo! Como menciono, desde días atrás Eolo abanica con fuerza, desde el norte; el frío me eriza la piel y me hacía inspirar un nuevo soplo de vida. Para mi fortuna, también disfruto con mis oídos, nuestro olmo ha tomado las aguas del cielo; agradecido, con vigor, verdea sus ramas con multitud de hojas frescas y sanas; estas, cuando sacudidas por el viento, nos regalan soplidos intermitentes sintiéndolos tan puros en mis pulmones como celestiales en mis oídos.

Nunca antes me reparé a pensar en la música de los árboles, el sonsonete vespertino del ventanuco es mucho más que compensado por estas melodías; pues nada me regala más reposo, más tranquilidad que las diferentes sonoridades de los árboles de esta tierra: pinos, cipreses, sauces, olmos, almendros, oliveras, castaños, alcornoques… cada uno diferente en su ramaje. Unos se doblan para volver a su posición cuando el viento para el baile, otros como nuestro olmo lo disputan firmes sin moverse, solo sus ramas se turban. Cada árbol propala por el viento una música diferente. Para mí, todos juntos suenan como una magnífica orquesta. Mi amigo el viento no cuesta un real y me regala un tesoro llamado paz. Por todas estas bondades doy gracias al Señor: por el aire montero, el agua rocosa, los manjares tiernos. Tal vez ya me encuentre en las «Sextas Moradas», ya «tierno de amor» como escribía Santa Teresa, al recibo de tales gracias sobrenaturales.

 

 

 

 

 

CAPÍTULO II
LA HISTORIA DE UNA ALDEA

 

 

Vivimos alejados escasos pies del resto de nuestros vecinos, sobre todo, cuido todas las medidas a mi alcance para no tener contacto ni poner en peligro a ninguno de los aldeanos. Desde la casa podemos ver casi toda la aldea, en cuanto el momento le otorga la ocasión Pedro se gusta al recordar: «Fui el primero en venir y levantar esta aldea con mi familia»; junto a padres, sus dos hermanos y la niña (así nombra a su hermana). Ellos fueron los primeros pobladores. Cenando una de las primeras noches, me contó cómo vinieron a parar a esta tierra. «Dejamos una vida de hortelanos, para empezar otra de serranos. Mi infancia son los recuerdos de una tierra generosa, blanda y llana, donde a ese trozo de la huerta del Levante le llaman Patraix; el resto de mi vida, por los riscos de cerros, montañas, serranías…».

Pedro gusta repetirse como si maestro de escuela se hiciese por unos segundos hablando cara a los mozalbetes: «Me parieron con la sabiduría dels llauradors, junto al mar; para trabajarla con la fuerza de los labradores de Castilla». Esa frase, ¡le gusta tanto repetirla!, ya cada día la espero, y reconozco: a mí no me molesta escucharla.

Con paciencia comía el queso con pan acompañado de traguitos de vino aguado. Tal como cualquier otra de las mañanas, acostumbrado al pasar de los días en la aldea; mas sentados bajo nuestro olmo, gansear y mirar a los montes frente a nosotros pensaba sería el quehacer… tanta era la tranquilidad que mi cuerpo pide cerrar los ojos, dejar la mente con el único pensamiento de la tonadilla compuesta por viento en las hojas…

—Padre, necesito me acompañe al cementerio.

Abrí los ojos con sobresalto, me despertaron las palabras de Pedro de mi ligero sueño. Me hablaba con la cabeza agachada y ojos cerrados, una mano sobre la otra y las dos sobre la garrota. Eran sus primeras palabras del día.

—Pedro, aún respiro, ¿tan pronto te apetece llevarme al cementerio?, ¡¿no puedes esperar una miaja?! Déjame disfrutar algunas noches más tu hervido tan rico. ¿O te has cansado de mi compañía? —le contestaba, mientras reíamos los dos.

No me encontraba con mucho ánimo esta mañana, pero tampoco pecaba al bromear con alguna chanza de poco gusto.

—¡Vaya, el señor cura se ha levantado con ganas de gracias! —Levantaba Pedro la cabeza, fruncía el ceño, de nuevo con seriedad—. Tie usted que regalarme un servicio. Con esa escritura suya, tan derecha, ni escrita por los ángeles.

—¿Cuál es la urgencia? —Sin entender la relación entre el cementerio y mi escritura.

—Arree camino al cementerio o le suelto con la garrota. —Dándome la orden se levantaba al mismo tiempo.

Cuando mentó mis letras, lo primero que me vino a la cabeza fue la idea de ser su albacea, o tal vez escribir alguna carta a persona en estima… pero no atinaba a entender la necesidad de caminar al cementerio. No suponía mucho pesar recorrer los escasos pies de separación entre nuestra casa, de la casa de los unos pocos muertos de la aldea, y como la faena del día ya… Despacio calle arriba, caminamos hasta llegar a la valla rectangular de medio metro de altura y unos veinte metros de largo por cada lado, donde en su interior enterraron a sus primeros; aquellos de este poblado el Señor ha tenido a bien llamar.

La pulcritud de la valla del cementerio contrastaba con la triste visión del interior. Sobresaliendo de la tierra languidecían once lápidas: cruces formadas por dos hierros pequeños, enmohecidas y teñidas de gris ocre. Los túmulos vestidos por malas hierbas denotaban el tiempo que estaban sin asear. Los nombres de los difuntos no estaban tallados de forma ninguna. No se podía conocer la onomástica del cementerio; en cualquier caso no sería de mucha utilidad. Con la excepción de Pedro, no creo que nadie en la aldea supiera leer y al ser tan pocas tumbas, los aldeanos conocerían a cada uno de los difuntos. No quise preguntar la curiosa sincronía de ver todas las cruces y sus cúmulos apuntando al norte. Pensaba en la coincidencia de las despensas de las casas de esta aldea, donde se guardan las conservas de las comidas; también, esas habitaciones están orientadas al norte y cerradas de la luz a cal y canto, para la mejor conservación de los alimentos; como si hubiera alguna relación en caso de haberla, quise intuir: ¿pensarán de esta forma conservar los cuerpos durante más tiempo? En cualquier caso, olvidé esos pensamientos necrófilos y nocivos, me traía más impaciencia el motivo por el cual estábamos allí.

—¿Cuántas lápidas cuenta usted? —Me miró Pedro, me preguntaba conforme ladeaba la cabeza señalando dentro del cementerio.

—Once —contesté rápido… las tenía contadas.

—Ahora mire a la aldea.

Me pidió, mientras se daba la vuelta y con su garrota señalaba dirección de la aldea. El cementerio yace en una elevación, así permitía ver todas las casas. Una vez los dos mirábamos al mismo sitio:

—Padre, todos esos hogares los podemos ver gracias a los muertos de este cementerio. Quiero contar su historia. El siguiente en morir voy a ser yo, ¡seguro! Padre, los apóstoles, ¿no dicen que eran doce…? ¡Ea!, pues yo el último y usted quien cuente nuestra historia.

—¡Blasfemo! —alcé la voz sin gritar, riendo, con cariño.

Aunque no quería ofender, no me agradaban esas bromas. La actitud de mi viejo labrador de pasarse por un hombre culto empezaba a excederse. Apenas me exalté, pero lo suficiente para alterar los nervios y llevarme el pañuelo a la boca para toser con molestias.

—¿Vas a comparar a esos señores y señoras enterradas con los primeros pastores de nuestra religión? ¿La propagación del Evangelio con cuatro cuadras mal levantadas? —De esta forma le reñía, aunque reñir sería excesivo, pues lo decía con tono cariñoso. Pero a las claras: poca gana tenía de pasarme el resto de mi existencia de escrituras.

Mientas, Pedro reía:

—Padre, le aseguro con esas tumbas se enterraron muchas aventuras, peleas, pasiones, padecimientos, gracias… Esta aldea se ha levantado con mucho esfuerzo.

No le contesté, quería entendiera que no echaba ninguna cuenta de ponerme a escribir. Él continuaba:

—Le pido escriba nuestra historia. No pretendo escriba usted uno de esos libros para plantar en las librerías de la capital. No, simplemente pido que dentro de cien, doscientos años, alguien; aunque sea uno, nada más que uno de nuestra sangre o de algún otro lugar venga a parar a estas tierras, sienta quiénes fuimos los primeros por estos lindes y todas las calamidades sufridas para levantar nuestro pequeño pueblo.

En mi mente pensaba: «¡Esta vez hablas tan convencido!».

—Pedro, hijo mío, entiendo los sentimientos de amor te mueven hacia ella, pero hay cientos de aldeas como esta por todos los lugares de España. Cientos de hombres han trabajado tanto o más habéis trabajado vosotros, como cientos de labriegos de nuestro país. Los españoles del grano, de las pámpanas y del aceite han pasado necesidades de siempre. Rezo a nuestro señor nos regale alivio, pero seguirá así por mucho tiempo —le hablaba con ternura tras haberle levantado la voz—. Muchos libros se han escrito…

—Padre —me interrumpió—, escriba unos cuantos días. Si sus vómitos no le permiten, nos olvidaremos de los escritos para volver a nuestra vida normal.

—Me pides pasar mis últimos días dedicado a la escritura —le paré, no quería dejarle hablar más, con la palidez de su voz empezaba a convencerme—. Pedro, necesito rezar, disfrutar de muchas horas de oración.

—Mi joven cura, le pido escuche nuestra historia y mis memorias, viva una nueva vida al escuchar la nuestra pasada.

Me hablaba con la ternura de un moribundo, yo le escuchaba con la misma ternura, de otro, igual de moribundo o quizá más. Sin saber cuál de los dos sería enterrado antes bajo la lápida número doce de la aldea.

Con el cariño de un sacerdote se debe a un feligrés apreciado, le supliqué:

—Pedro, hijo mío, yo solo quiero descansar mientras espero se me lleve el Señor. Eso sí, mientras al disfrute de tu cocina tan rica.

—Padre, al menos un librico pequeño como nuestra aldea.

—Bien… bien… daré lo mejor de mí, hasta mi cuerpo respire… Necesitaré tinta, papel para el escrito. —Pensaba que tal vez se cansaría pronto, o mi enfermedad le convencería de mi imposibilidad de escribir.

—Padre, tranquilo, todo dispuesto. Mi hijo lo traerá al caer la tarde, de mañana salió a comprar hierros para los mulos, ya sabe bien que…

—¡¿Cómo?! —con una sonrisa, le espeté. El perillán sabía me iba a convencer para escribir su libro.

—Coma usted, padre, coma… Vayamos a la sombra de nuestro olmo, comamos alguna fruta para ganar fuerza con la que empezar nuestro libro. —Esta vez su sonrisa era socarrona.

—Escribiremos vuestra historia. Hoy déjame descansar, mañana de mañana empezaremos.

Del brazo le invité a volver a la casa… No pude negar ese favor a persona tan buena.

De esta forma ha transcurrido el día de hoy, de tal guisa se han sucedido las conversaciones con las que Pedro me ha convencido para ser su escribiente. Dadas las explicaciones sobre cómo hemos llegado hasta el empiezo, sin esperar más, mañana de mañana traeremos a la vida a un librico.

Eso sí, entenderá el lector (ese lector a quien Pedro espera llegar con la historia), mi hábito me obliga a suavizar y omitir la mayor parte de blasfemias y palabras pecaminosas tan dadas en el mal hablar de estos pueblos (Pedro como el que más, aunque nunca en mi presencia). Bajo mi albedrío, tales improperios deberán ser cambiados por aquellas correcciones considero más adecuadas. A fe de buscar la misma justicia: corregiré los palabros y dichos mal formados o alterados de mil diversas maneras, propios de esta comarca (a los que Pedro tampoco escapa), hasta donde considero para la correcta comprensión de los hablantes del román paladino. Una vez conocidas por el lector estas censuras imprescindibles, así escribiré la historia tal como Pedro la cuente en primera persona.