Al filo de la navaja

Una vida como reportero de guerra

Alfonso Rojo López

A mis hijos Bárbara y Alfonso, por quienes mataría

La figura de mi madre, levemente inclinada sobre la baran-dilla blanca de la terraza, fue lo último que vi cuando aban-doné la casa familiar para descubrir el mundo. Permaneció en silencio, muda, agitando la mano en un gesto que era más una bendición que una despedida.

Al final de la cuesta, donde está el cartel que pone Moli-naseca, miré hacia atrás y seguía allí, enmarcada por la do-rada luz del atardecer. Después pasé la escuela del pueblo, doblé la curva, apreté el acelerador del traqueteante Seat 600 y cerré para siempre esa parte de mi vida.

Hacía calor y partí con la impresión de que era el mo-mento ideal para buscar aventuras. Era un día de septiembre de 1978.

Tras cuarenta y un años de abstinencia electoral, los es-pañoles habían podido elegir de nuevo a sus representantes políticos. Hacía apenas un año que la UCD de Adolfo Suárez se había impuesto por primera vez al PSOE de Felipe Gonzá-lez, y veteranos como Manuel Fraga, Santiago Carrillo, Tier-no Galván y Josep Tarradellas seguían siendo las figuras más descollantes del firmamento político.

Yo tenía veinticinco años, conservaba cierto aire adoles-cente y mucha blandura en el alma, pero en mi interior ali-mentaba ya una confianza ciega en mi buena fortuna.

Llevaba conmigo un par de botas Timberland, dos cá-maras fotográficas, tres objetivos Nikon, un saco de dormir, cuatro camisas de algodón, una cazadora de cuero, una má-quina de escribir portátil, una radio de onda corta y el talón

1

A la conquista del mundo

por valor de cien mil pesetas que mi madre había deslizado en mi bolsillo en el momento de la despedida.

Me sentía eufórico. Era libre y tenía el destino en mis manos. Estaba impulsado por las mismas fuerzas que duran-te siglos han empujado a millones de jóvenes a evadirse y ni siquiera se me pasó por la cabeza que miles de aspirantes a reportero de guerra habían recorrido esa senda antes que yo.

s

El primer empleo

El 27 de agosto de 1792, el Times de Londres publicó el si-guiente anuncio:

«Se necesita inmediatamente caballero capaz de traducir el idioma francés. Para evitar problemas, debe dominar perfectamente el inglés, tener cierto conocimiento de la situación política de Europa y ser competente.

Su empleo será permanente y ocupará una considerable porción de su atención, para lo que se le asignará un salario adecuado. Las solicitudes deben enviarse a la redacción de este periódico entre las cinco y las seis de esta tarde o mañana por la mañana entre las once y las doce».

Hacía tres años que el populacho parisino había asalta-do la Bastilla y faltaban exactamente un año y cincuenta días para que la cuchilla de la guillotina cercenara la delicada ca-beza de la reina María Antonieta.

La Revolución Francesa consumía los módicos recur-sos de los editores británicos y John Walter I, el comerciante de carbones que había fundado The Times en 1785, llegó a la conclusión de que un enviado especial sobre el terreno le ahorraría buena parte de los costes.

Hasta entonces, casi todas las notas procedían de artí-culos publicados previamente en Francia, pero la creciente turbulencia social y la proliferación de incidentes bélicos al otro lado del canal de la Mancha, tan cerca de Londres, esti-mulaban la curiosidad de los ingleses. Y las posibilidades de negocio.

Los lectores dejaron de conformarse con la propagan-da habitual, exigieron verdadera información y a los diarios británicos de la época The Times, The Sun, The Morning Chronicle, The True Briton, The Oracle...no les quedó otro remedio que actuar para satisfacer esa demanda. Fue así como cada gaceta comenzó a crear su propia red de corres-ponsales, mensajeros y traductores y The Times inició su as-censión hacia la cumbre.

Mi ingreso en la restringida cofradía de los periodistas profesionales también ocurrió en un momento de vertigi-noso cambio e igualmente gracias a un anuncio. En la Uni-versidad de Santiago de Compostela, mientras estudiaba la carrera de Derecho, había colado en el Ideal Gallego un par de artículos.

Más adelante hice un mes de prácticas en un informati-vo de Televisión Española, pero en el verano de 1976 me con-sagraba a jugar al tenis y a rematar cansinamente el Derecho Mercantil y el Administrativo, las dos asignaturas que me quedaban pendientes en la Facultad de Derecho.

Hacía escasamente un año que había fallecido en su cama el Generalísimo Francisco Franco, la transición de-mocrática iba viento en popa y Adolfo Suárez dominaba la escena política. El diario El País, que había nacido el 31 de

marzo, progresaba a pasos agigantados, el semanario Cam-bio 16 disfrutaba de una hegemonía innegable y se proyecta-ba el lanzamiento de nuevos periódicos. En contraste con la agitación de los círculos políticos, la capital de España lan-guidecía bajo una ola de calor.

Con otros tres estudiantes de provincias, compañeros de fatigas en Ciencias de la Información, habíamos transfor-mado un descalabrado piso del borde del barrio de Salaman-ca en una jaranera comuna zamorana donde se compartía casi todo, nadie limpiaba y era quimérico estudiar.

Una tarde, cuando estábamos debatiendo arduamente si era preferible refugiarse en el aire acondicionado de un cine o montar una expedición a los colegios mayores –que en verano albergaban a cientos de despistadas alumnas nortea-mericanas–, apareció un conocido aseverando que Juan To-más de Salas, el dueño de Cambio 16, iba a poner en marcha un periódico. En la cabecera llevaría las palabras «Diario 16» y estaban buscando gente.

Con esa osadía que da la ignorancia, uno llamado Juan de Dios y yo decidimos ir a ofrecernos. Él como fotógrafo, porque en Navidades le habían regalado una cámara, y yo, que paseaba regularmente bajo el brazo un ejemplar de Le Monde Diplomatique, chapurreaba el inglés y había leído As I walked out one Midsummer Morning de Laurie Lee, como supuesto experto en política internacional.

Aterrizamos boquiabiertos en la redacción, nos queda-mos extasiados con el físico de alguna secretaria, miramos con envidia a los que pululaban por allí con aspecto de sa-bios, facilitamos nuestros nombres, dejamos el número de teléfono del piso y partimos al cine convencidos de que no te-níamos la menor posibilidad de ser contratados. Una semana después una voz femenina dejó el recado de que telefoneaba de parte de Diario 16.

Como no sabíamos qué querían exactamente, vibrando de emoción nos presentamos los dos y descubrimos que ne-cesitaban un pinche para el laboratorio de fotografía. Ofre-cían un contrato temporal de tres meses y veinticinco mil pesetas de sueldo.

Desde los nueve años de edad, cuando vi en el internado alemán cercano a Aquisgrán una película de Alfred Hitch-cock titulada Foreign Correspondent –en la que el protago-nista iba ataviado con una gabardina cruzada, llevaba en la sobaquera una pistola Luger y besaba hasta hartarse a una espectacular rubia– siempre di por supuesto que el Periodis-mo era una profesión creada por Dios para mí. Quería ser como Joel McCrea, que en la ficción desarticulaba una red de espionaje nazi, sobrevivía a un accidente de avión y conquis-taba el corazón de Laraine Day.

La palabra «reportaje» era para sinónimo de «haza-ña» y el hercúleo Miguel de la Quadra Salcedo cuya pista por el Amazonas había seguido siendo niño en las páginas dominicales a todo color del suplemento del diarioya era en mi mente infantil el equivalente de lo que hoy representa Indiana Jones para millones de muchachos.

Con el tiempo, esas aficiones no hicieron más que acre-centarse. Como les sucede a algunos de los que no van por la vida en pantalones bermudas, los viajes ordinarios y las vacaciones organizadas siempre me han aburrido un poco.

En consecuencia, desde el inicio tuve claro que sería un despilfarro renunciar a echar una ojeada a esos embrollos que pueden hacer de la Tierra un lugar tan asqueroso, y ade-más te pagaban por hacerlo.

En el anuncio del Times se requería un caballero que dominase perfectamente el inglés, tradujera el francés, fue-ra competente y tuviera cierto conocimiento de la situación política.

Los de Diario 16 no exigían dominar perfectamente cosa alguna, así que no lo pensé dos veces y dije que acepta-ba la oferta. Como mi amigo también la quería, tuvimos que dirimir la cuestión tirando una moneda al aire. Gané yo.

a

La fortuna ayuda a los audaces... también en esto

Diario 16 salió por primera vez a la calle el 18 de octubre de 1976. Como la fortuna ayuda a los audaces, a las pocas sema-nas circulaba yo en Vespino por la calle Serrano de Madrid con la cámara en bandolera, en el preciso instante en que una bomba plantada por los saharauis del Frente Polisario reventaba junto a la fachada de la embajada de Marruecos.

Frené en seco y oprimí el disparador como un poseso, haciendo esfuerzos para contener la tos que me provocaba la humareda. Fue la primera vez que mi nombre –aunque en caracteres diminutos– lució en la primera página de un dia-rio.

Recién llegado al periódico, fresco, entusiasta, con las algaradas de la Universidad Complutense todavía recientes y una dilatada experiencia en trotar delante de los antidistur-bios, me brindaba encantado a cubrir manifestaciones, míti-nes ultraderechistas, cargas policiales y protestas callejeras. Los fotógrafos veteranos tendían a eludir esos eventos en los que había elevadas probabilidades de recibir una tanda de porrazos o un seco puñetazo en los morros, y eso me permi-tió ir cultivando cierta fama de intrépido.

Una noche, en plena Gran Vía madrileña y a golpe de flash, capté el momento en que unos musculosos agentes del orden ponían como un ecce homo a Manolo Guedán, diri-gente de la minoritaria y desquiciada Organización Revolu-cionaria de Trabajadores.

La ORT había convocado una manifestación en el cen-tro de la capital y el pro chino Guedán había tenido la osadía de comparecer a bordo de un Dyane 6, retirar la capota de lona del vehículo y asomar medio cuerpo por el hueco.

Armado de un megáfono, prorrumpió en una fogosa arenga instando a la ciudadanía a no participar en el inmi-

nente referéndum constitucional. Sus copiosos cardenales me valieron para obtener un puesto fijo en la plantilla de Diario 16 y una recatada subida salarial.

Era un momento arrebatador en el que todos, desde los que optaron por la política hasta los que elegimos Periodis-mo pasando por los que escogieron la Enseñanza o los Nego-cios, hicimos carrera.

Mi primer verdadero scoop saltó unos meses después, cuando ya llevaba medio año largo en Diario 16 y tuvieron la idea de enviarme de fotógrafo acompañando a Manolo So-riano a seguir la campaña de Manuel Fraga en tierras galle-gas. Fue en Lugo, un 7 de mayo.

A falta de Fuerzas de Orden Público, ese día y personal-mente, el ex-ministro de Información y Turismo de Franco desalojó casi la mitad del pabellón de Deportes y puso en fuga a centenares de alborotadores, que no cesaban de incre-parlo durante un mitin organizado por la ya extinta Alianza Popular.

Al recinto habían acudido unas 3.000 personas, y desde el principio del acto los distintos oradores fueron interrum-pidos continuamente por monumentales broncas, sazonadas con música de silbato, tambor y chapa, al grito reiterado de: «¡Que salga el toro! ¡Que salga el toro! ¡Que salga el toro!»

Y salió. Presentado como «excelentísimo señor Fraga», tomó la palabra, pero ni había llegado al micrófono y trataba de hacerse oír, cuando su voz se vio opacada por un abucheo feroz: «¡Justicia Popular, Fraga asesino!»

La reacción del Secretario General de AP fue inicial-mente cortés: «Deben saber que cada grito que dan son más votos para AP». Gran bronca. Fraga, micrófono en mano, se-rio, casi desconcertado, insistió: «Quiero decirles que se de-jen las muestras de desagrado para el final o tendremos que ir a por vosotros».

Todos los periodistas estábamos en la zona del fondo, separados de la tribuna por medio centenar de filas de sillas de tijera ocupadas por público de mediana edad y aspecto inocuo.

Tuve una corazonada. Intuí que Fraga iba en serio, puse el botón de la velocidad a 1/250 de segundo porque imprevi-soramente no tenía puesto el flash, abrí el obturador al máxi-mo y me precipité como una flecha hacia el estrado. En el instante en que llegaba a la primera fila, el líder derechista empezaba a despojarse teatralmente de la chaqueta.

Después, con voz de trueno, lanzó un estentóreo «¡Va-mos a por ellos!», descendió con ampulosos pisotones, y se encaminó a grandes zancadas hacia el graderío de la izquier-da.

Ni uno solo de sus partidarios lo siguió, si se exceptúa al policía de escolta que balbuceaba asustado, «Don Manuel, que se pierde», y a tres muchachos cuya única intención pa-recía ser arroparlo.

Los quinientos alborotadores de la grada debieron su-frir una alucinación colectiva, porque en menos de medio minuto huyeron en desbandada. En su fuga bloquearon el paso y atropellaron a los fotógrafos que intentaban aproxi-marse. Del incidente solo hubo una secuencia de cuatro foto-gramas válidos, y los cuatro estaban en mi cámara Nikon F2.

Una de las imágenes, la que se publicó a cinco colum-nas en primera página de Diario 16 el 9 de mayo de 1977 y compró la revista alemana Stern, me permitió ganar poste-riormente un premio de fotografía que, además del diploma, incluía un buen fajo de billetes de banco.

Al cambio actual y en euros, suena a miseria porque se-rían unos 600 euros, pero en la España de finales de los 70, la del Seat 600, las cabinas con teléfonos de fichas, las ca-rreteras sinuosas, los váteres apestosos, el aceite a granel y los viajes en tren eternos, 100.000 pesetas eran una fortuna.

Fue mi primer y verdadero golpe de suerte y un impulso de-cisivo a mi carrera.

En cualquier caso hay que subrayar que, además de ca-rrera, algunos hicimos en aquellas fecha amigos magníficos: Étienne Montes, Chris Lafaille, Enrique Cano, Leo Gabriel... y algunos otros, entre ellos varios caídos en acción.

Había expectación colectiva, la gente quería saber, exis-tía una desbordante ilusión y, al igual que en la época en que el Times publicó su primera oferta de empleo, todo cambia-ba.

p

Poco después de que apareciera el anuncio del Times ofre-ciendo un empleo profesional a un «caballero con idiomas», la meteórica escalada de Napoleón Bonaparte y la conmo-ción generada por sus triunfos militares intensificaron la alarma del público británico y el ansia de noticias.

Como ocurriera durante la transición española, la com-petencia se hizo feroz y los corresponsales –igual que en la actualidad– empezaron a arrancarse mutuamente la piel y a dejarse las pestañas o la salud en un intento enfermizo por ser los primeros en llegar a los sitios y publicar un suceso relevante antes que los demás.

2

El factor humano

Por aquel entonces, por no haber no había ni ordenado-res, los supermercados una «castaña», las cámaras de fotos llevaban carrete, se revelaba en el laboratorio, los teléfonos móviles no estaban ni en la imaginación del personal y se es-cribían cartas para enviarlas por correo, porque el email, los WhatsApp, Twitter, Facebook, Facetime, Photoshop y esas zarandajas que tenemos hoy en día ni se vislumbraban.

Cuando arrancamos con Diario 16, en el otoño de 1976, hacía escasamente dos años que se había instalado en Espa-ña el primer cajero automático en una sucursal del Ban-co Popular en Toledo en 1974, las crónicas se dictaban por teléfono a las secretarias, no sabíamos ni que estaba incu-bándose Internet, redactábamos las piezas tecleando como posesos en ruidosas máquinas de escribir, se pimplaba de lo lindo en las redacciones y, al cerrar, enviada la portada a las linotipias y cuando arrancaban las rotativas en los talleres, los había que se quedaban hasta las tantas, en una redacción sucia y sembrada de papeles, jugando al póquer o tonteando.

Ahora todo es diferente y mucho más vertiginoso. Con la ayuda de una tecnología cada día más barata y sencilla de manejar, cualquiera con dos dedos de frente y un mínimo sentido gramatical puede recabar información, jerarquizarla y transmitirla de forma efectiva a grandes masas de público sin necesidad de tener detrás una empresa periodística. Pero todo eso es un asunto que trataremos más adelante, al final.

Antes de que la crónica llegue al ordenador central de la redacción es imprescindible que un hombre con sensibilidad, capacidad de sufrimiento e instinto –además de la resisten-cia de un corredor de fondo y cierta vanidad– se sumerja en el acontecimiento, tome notas y redacte una historia.

El factor humano, como hace dos siglos, sigue mar-cando la diferencia, aunque ahora casi todo es cuestión de segundos y rara vez se saca más de un día de ventaja a los competidores. En los orígenes de la profesión el tiempo pe-riodístico se medía en semanas o meses.

Para hacerse una idea de cómo eran las cosas antaño, basta repasar la forma en que se difundió la información so-bre la batalla de Trafalgar. El combate –en el que perdieron la vida los marinos españoles Churruca y Gravina y donde se cimentó un siglo de supremacía naval británica en el plane-ta– ocurrió el 21 de octubre de 1805.

El despacho oficial, firmado por el vicealmirante Co-llingwood, fue redactado el 22 de octubre y publicado al día siguiente en el Peñón de Gibraltar, pero hasta el 7 de noviem-bre, diecisiete días después de la trascendental y póstuma victoria de Horatio Nelson sobre las flotas francesa y españo-la, no apareció en los periódicos londinenses.

La bella Lady Hamilton no se enteró de que se había quedado viuda hasta que el cadáver del almirante, sumer-gido en ron para que no se pudriera, embocaba el Támesis corriente arriba en un barco de guerra.

Para consuelo de los triunfantes británicos, la nueva so-bre el resultado de la batalla no fue divulgada en los diarios de Francia hasta 1814, cuando Napoleón perdió el poder y fue desterrado a la isla de Santa Elena.

Sin embargo, la forma de trabajar y de recolectar la in-formación ha variado muy poco desde entonces.

Ahora es vertiginosa. Durante dos siglos, hasta hace apenas cuarenta años, era bastante lenta.

En 1976, cuando arrancamos en Diario 16, todavía se imprimía en «caliente», todo era ruidoso y los medios –com-parado con lo que tenemos cuatro décadas después– eran primitivos.

Arrancamos con el veterano Ricardo Utrilla como di-rector y, a los seis meses, a medida que se acumulan las di-ficultades económicas y se hacía evidente que El País nos comía la tostada, nombraron a Miguel Ángel Aguilar, sin que la cosa mejorase un ápice.

Cuando Aguilar fue destituido en mayo de 1980 por el descenso de la tirada y la falta de ingresos publicitarios y ocupó el sillón Justino Sinova, yo estaba ya por Centroamé-rica buscándome la vida como reportero audaz.

Una de las imágenes que más vívidamente grabadas en mi cerebro dejó mi etapa de fotógrafo en la redacción, es la de Carlos Taboada después ejecutivo de la televisión y has-ta jefe de gabinete de algún ministro– con bufanda, gorro de lana y mitones, haciendo el cierre nocturno, sin calefacción ni recursos.

Pululaban por allí tipos geniales, casi todos más rojos que las amapolas, aunque en tiempos de Franco habían sido muy discretos.

Entre aquella fauna, uno de ellos había intentado ser torero y saltó al Periodismo después de hacer una faena de aúpa en el ruedo.

Imaginen una corrida de toros de finales de los 60, con sus gradas plagadas de trajes acartonados de los domingos y su palco de autoridades. El novillero, que ha ofrecido una vistosa faena, se prepara para la suerte de espadas. Templa al toro con la muleta, lo sigue en su querencia hacia las ta-blas y ajusta los últimos pases para acomodarse el estoque. El público está expectante de muerte y algarada; en los bur-laderos se respiran aires de victoria y admiración, cuando, de pronto, el matador arroja la espada al albero, se acerca desarmado al morlaco y le ofrece –ante el estupor de los pre-sentes– una hoja de lechuga para que coma.

Algo así fue lo que debió suceder la tarde en que el ex-tremeño Diego Bardón –para espanto y deleite de los aficio-nados– se cerró las puertas del parnaso taurino y se abrió las del Periodismo.

Uno que me enseñó bastantes cosas fue Paco Pérez Abe-llán, que venía del Diario Pueblo y era un maestro de la cró-nica negra y los sucesos (maestría que ha prolongado en el tiempo y trata de transmitir ahora como profesor en la uni-versidad y como comentarista en los platós televisivos).

Otro que sigue en la brecha y con notable éxito es José Antonio Sánchez, quien arrancó de botones con el alias de «Totoyo», a los dos años estaba en la sección de Economía, a los siete era jefe de sección, a los diez tenía su propia em-presa, a los veinte fue contratado como experto en comuni-cación por la Telefónica de Juan Villalonga y ahora es editor y consejero delegado de Titania Compañía Editorial S.L. y el alma de un online impresionante llamado El Confidencial.com.

q

Los británicos esperaron diecisiete largos días para saber que habían ganado en Trafalgar, mientras las crónicas de los cincuenta españoles que cubrimos in situ y desde distintos frentes la invasión de Iraq en 2003, lo hacíamos en directo, en segundos o en minutos.

Esa es la gran diferencia entre la información de guerra del siglo XIX y a comienzos del siglo XXI. Porque la forma de trabajar y de buscarse la vida han variado muy poco.

3

El cambio en el modo de transmitir

«Hubo un tiempo en el que los corresponsales extranje-ros hablaban el idioma y conocían la historia del país al que eran enviados». –El que escribe eso es Marvin Kalb en The Media and Foreign Policy–. «Eran verdaderos académicos en gabardina. Sus crónicas, elaboradas y documentadas cui-dadosamente, se transmitían por cable o teléfono a través de líneas defectuosas y luego alguien en la redacción las repica-ba. Había tiempo para revisar y cambiar frases o ideas. Todo eso se acabó. Las comunicaciones son instantáneas. Al co-rresponsal se le niega la labor de reflexionar. Forman parte del nuevo y espectacular circuito global de la información».

El cambio se produjo en el mundillo periodístico a gros-so modo con el cambio de milenio.

Cuando se inició la guerra del Golfo, en enero de 1991, y los únicos corresponsales occidentales que permanecimos en Bagdad fuimos Peter Arnett y yo, arropados por Ígor Mi-halev1 y otros ocho corajudos «soviéticos» a los que los sica-

1 Ígor, a quien me une para siempre una amistad de acero, fue quien desde la terraza del hotel Palestina hizo las fotos del primer bombardeo de la capital iraquí, que después se publicaron en medio mundo y que algún des-aprensivo intentó apropiarse. El ruso, a quien la víspera de la guerra ayudé a comprar unas cámaras Nikkon de segunda mano, chalaneando a la espa-ñola con los peristas locales que trataban de dar salida al botín tecnológico

rios de Sadam Hussein no dejaron trabajar porque no tenían dólares para pagar «mordidas», la capital iraquí estaba sin suministro eléctrico.

En el Bagdad de las dos primeras dos semanas de gue-rra, yo tampoco gozaba de conexión telefónica tradicional con parte alguna. Los cazabombarderos norteamericanos habían pulverizado concienzudamente centrales, repetidores y antenas, y tuve que buscarme la vida.

Gracias a que contaba con un pequeño generador y un teléfono portátil adaptado para conectarse al satélite, el co-rresponsal de la CNN fue capaz de enviar cotidianamente, durante los primeros doce días de guerra, crónicas habladas a los estudios de su cadena de televisión en Atlanta, que los televidentes de medio mundo podían escuchar y a los que los espabilados empleados de Ted Turner metían imágenes para que aquello pareciera reportaje en directo.

Yo carecía de un utensilio electrónico análogo. Debido a que el competitivo e implacable Arnett se negó en redondo a permitirme utilizar el suyo –ni siquiera me dejaba arrimar-me al invento–, me veía obligado a teclear los textos en mi ordenador personal, a transcribirlos manualmente en papel de carta, meter el resultado en un sobre y sobornar a un ta-xista iraquí casi siempre el de la CNN, que me salía más barato porque ya había cobrado el viaje para que recorriera los quinientos kilómetros de desierto que hay hasta la fron-tera jordana.

Una vez allí, sobre la raya, el «correo» negociaba con un conductor del otro lado que aceptase acarrear las misivas hasta la embajada española, en Amán. La factura final, siem-

incluidos relojes Brietling y Rolex que los soldados de Saddan se habían traído del saqueado «duty free» de Kuwait unos meses antes, me ayudó como un hermano y eso forjó un lazo que persiste intangible tres décadas después y que se ha ido renovando cuando hemos ido juntos a Bosnia, Kosovo, Che-chenia, Georgia, Kazakstán, Afganistán e incluso Sudáfrica.

pre inflada, me caía a que andaba «canino» y hasta pasé un hambre atroz.

A pesar de todo, de la falta de una impresora, de las ingentes dificultades para recargar periódicamente la bate-ría del ordenador, del pésimo estado de las carreteras, de la pereza congénita de los cocheros locales y de las naturales reticencias burocráticas de los diplomáticos españoles, mis escritos llegaban vía fax al Ministerio de Exteriores en Ma-drid y aparecían a toda página en El Mundo, The Guardian, Observer, Corriere della Sera y en una docena de exóticos rotativos menos de veinticuatro horas después de ser rema-tadas en la semipenumbra del hotel Rachid de Bagdad.

La demora era considerable pero insignificante si se compara con el colosal desfase entre los hechos y su publi-cación que era habitual en los albores de esta seductora pro-fesión.

El asunto se aligeró cuando a las dos semanas de con-flicto, los iraquíes permitieron la entrada de varios equipos de televisión de los que habían huido en desbandada cuan-do comenzó el bombardeo y rumiaban en la vecina Jorda-nia―, pero poco.

El suplicio de tener que despachar las crónicas escritas a mano y en taxi, al estilo Primera Guerra Mundial, fue sus-tituido por el tormento de tener que implorar a los recién lle-gados y, sobre todo al equipo de TVE que encabezaba Ángela Rodicio, unos minutos en sus parrillas, a menudo sin éxito alguno.

m

Havas y Reuters

A finales del siglo XVIII una red de torres cubría buena par-te de la hermosa campiña francesa. En lo alto del torreón, apostado en una plataforma y armado de un telescopio, per-manecía un hombre cuya misión consistía en recibir y trans-ferir mensajes.

Cada plataforma solía estar emplazada en la cima de una colina y se distanciaba de la contigua una docena de ki-lómetros. Como herramientas de comunicación, cada torrero contaba con tres piezas de madera pintadas de negro, con las que se podían componer diferentes signos.

En un día claro, bastaban seis horas para hacer llegar un recado de Estrasburgo a París, ciudades que están a más de cuatrocientos kilómetros de distancia. Durante la noche también era posible enviar misivas, pero en lugar de las ma-deras móviles era necesario recurrir a las linternas y a un laborioso código de señales luminosas.

La primera vez que se empleó esta red de torres para difundir un despacho fue el 14 de junio de 1800, cuando los militares franceses informaron a París de su rutilante triun-fo sobre los austriacos en la batalla de Marengo.

Menos de dos décadas más tarde, en 1812, el «semáforo telégrafo» contaba con 220 estaciones, cubría 500 kilóme-tros y permitía a París platicar con Marsella, Brest o Turín.

En 1830, de una forma más modesta, operaban «semá-foros» similares en Alemania, Italia, los Países Bajos, Rusia, Suecia, Egipto e Inglaterra. Como ocurría en Francia, esta-ban controlados por el gobierno y tenían una finalidad esen-cialmente militar.

No hacía falta ser una eminencia científica para desci-frar el código gubernamental e interceptar los mensajes, y

eso fue lo que comenzó a hacer, con fines puramente perio-dísticos, un joven llamado Charles Havas2.

El emprendedor Havas había instalado su propio siste-ma de transmisión en la trasera de un carruaje de caballos, disponía de palomas mensajeras y se convirtió en el funda-dor de la primera agencia de noticias de la Historia: la agen-cia Havas. Su estreno en el mundillo periodístico fue muy recatado: se dedicaba a repartir entre los diarios parisinos las noticias que le filtraban los asistentes de Napoleón.

Hasta los treinta y un años, Reuter no se hizo notar ex-cesivamente. Era copropietario de una librería en Berlín, es-taba casado con la hija de un banquero y, aunque alimentaba veleidades izquierdistas y era aficionado a tirar panfletos, parecía tener un prometedor futuro.

Tras el estallido revolucionario de 1848, para huir de la represión, Reuter emigró a París, donde otro exiliado polí-tico le consiguió un precario empleo como traductor en la agencia Havas. El diminuto y enérgico germano decidió muy pronto establecerse por su cuenta.

2 La ascendencia y la primera etapa de la vida de Havas son bastante oscuras. Había nacido en Hungría, disipado su adolescencia en Portugal y arribado a Francia resuelto a hacer fortuna.

A los pocos meses, desde su cuarto de estar y con la inestimable ayuda de su coqueta esposa, se dedicaba a tra-ducir recortes de los diarios franceses para abastecer de no-ticias a un rosario de periódicos provinciales alemanes3.

En 1850, cuando las autoridades conectaron telegráfi-camente Berlín y París, el intrépido matrimonio Reuter vio desmoronarse el pequeño negocio y optó por saltar al otro lado del canal de la Mancha y establecerse en Londres.

En 1858 ya contaban entre sus clientes con el Morning Advertiser, y el 7 de febrero de 1859 se apuntaban su prime-ra gran exclusiva mundial: el discurso que Napoleón III iba a pronunciar ante la Asamblea francesa amenazando a los austriacos.

Una de las genialidades de Reuter –que sirvió para ha-cerle universalmente famoso– fue la exigencia de que todos los periódicos incluyeran su nombre al final del texto cada vez que publicasen un artículo servido por la agencia.

Se trataba de algo extraordinariamente meritorio, pero el tiempo de Reuter y el reconocimiento social a su empresa todavía estaban por llegar.

3 Lo que durante muchos años se denominaba coloquialmente «el tra-po», así como el campanilleo de las máquinas de teletipos o la cinta amarilla llena de perforaciones que son cosa del pasado que los jóvenes periodistas ni imaginan pero en aquella época todavía no se habían inventado.

Los portadores de la llama sagrada del Periodismo, los hombres que cosecharon toda la gloria en esa época turbu-lenta eran muy distintos del diminuto alemán y edificaron su fortuna entre el estampido de los cañones, las cargas de la caballería y los tajos de los sables.

g

El impacto de la tecnología

En un mundo de información escasa, como era el de Russell, Clemenceau, Smalley e incluso el de Leguineche, Meneses, De la Quadra Salcedo o el que enfrentamos en nuestros inicios, veinte años más tarde, Pérez Reverte, Julio Fuentes, Gervasio Sánchez o yo, el reportero aportaba valor por tres razones:

Tenía acceso privilegiado a las fuentes de la infor-mación

Contaba los hechos con talento literario, o por lo menos con interés

Controlaba, él o a través de su periódico, la distri-bución de las noticias

Ya no. Para empezar, vivimos en un planeta inundado de información, en el que las fuentes –partidos políticos, empresas, personalidades, científicos, guerreros, terroristas, narcotraficantes y hasta famosillos– han descubierto que pueden llegar directamente al público sin necesidad de utili-zar como intermediario al periodista.

Ahora, un listo con un ordenador y una conexión a In-ternet puede agitar la opinión pública con las imágenes de

una ejecución atroz, como hacen cotidianamente los facine-rosos del Ejército Islámico.

El gran terremoto de Haití de 2010 comenzó el martes 12 de enero de 2010 a las 16:53:09 hora local (21:53:09 UTC) y a las 17:00 h, cuando en Europa las cadenas de televisión y los periódicos comenzaban a barruntar la magnitud del de-sastre que se llevó por delante 200.000 seres humanos, ya había vídeos del temblor y de sus víctimas en YouTube. Los habían subido con sus teléfonos móviles de tarjeta prepago chavales analfabetos del miserable, maloliente y siempre fa-mélico barrio de Le Salines.

Cuando arribaron los primeros reporteros extranjeros a Puerto Príncipe y empezaron a mandar crónicas los equipos de televisión, la Red estaba inundada de testimonios.

Ahora, a mitad de la segunda década del siglo XXI, un enviado especial no puede desplazarse a una zona caliente sin ordenador personal, teléfono móvil, tarjeta de crédito y cámara digital, además de los aperos personales y esas co-sas.

Los pioneros como Russell, Clemenceau o Smalley car-gaban, además de con mucha ropa, con ungüentos varios y frascos de medicinas, recado de escribir, monedas de oro para pagar el telégrafo o los transportes. Fentón, el pionero de la fotografía de guerra, se fue a Crimea cargado de trípo-des, botes de líquidos y planchas. Poco más.

Cuando yo empecé en esto, en la segunda mitad de los 70, todavía no existía el ordenador personal, el pago con tar-jeta de crédito era una frivolidad, y del teléfono móvil, como lo conocemos ahora, no teníamos ni noticia.

El equipo básico del reportero de guerra de entonces so-lía incluir una diminuta Sony ICF-SW 1 capaz de captar los programas en onda corta de la BBC desde cualquier rincón del globo, muchos cables, variedad de enchufes, un des-tornillador para destripar teléfonos, «cocodrilos» metálicos para conectarse a una línea, una pequeña linterna Maglite, un buen cargamento de pilas, un cinturón con cremallera in-terior para esconder los dólares, un saco de dormir ligero y una navaja Victorinox, de esas que fabrican los militares sui-zos y llevan desde sacacorchos hasta lima de uñas.

Los que estaban más en la onda usaban también linter-nas Petzl, que se ajustaban con unas tiras elásticas a la cabe-za y te daban cierta apariencia de minero.

Más adelante, pero ya pasada la primera guerra del Gol-fo, cuando se resquebrajaba el Telón de Acero y comenzaba a desangrarse Yugoslavia, surgieron como gran novedad los «Sat-fax», que pesaban unos seis kilos, tenían el tamaño de una caja de zapatos, se alimentaban eléctricamente del me-chero del coche y te permitían transmitir aunque no tuvieras acceso a una línea terrestre de teléfono.

Cuesta creerlo, pero el término «computadora perso-nal» no apareció en un artículo del New York Times hasta el 3 de noviembre de 1962. Y, en mi caso concreto, no vi lo que debía ser el antecesor del «portátil» hasta el verano de 1979 y fue en manos de algunos enviados especiales norteameri-canos, que escribían en diminutas pantallas con una luz de fuego fatuo y caracteres verdosos donde apenas cabía media docena de líneas.

Por lo que se refiere a Internet, no si andaba muy des-pistado, pero no me hice cargo de la importancia que tendría

para nosotros hasta que descubrí al jovencísimo Joel Brand4, que «freelanceaba» desde Sarajevo para Newsweek, The Ti-mes, The Washington Post y cualquiera que le pagase entrar en 1992 en Compuserve.

m

Ha habido momentos durante los cuales ha dado la impre-sión de que el viejo corresponsal romántico que se abría paso entre las lianas de la jungla, escalaba riscos, atravesaba de-siertos y retornaba con historias palpitantes, estaba a punto de extinguirse, cortocircuitado por los avances técnicos. La realidad es que los viejos corresponsales de guerra nunca mueren; como les ocurre a los rockeros añejos, solo se des-vanecen.

Cuando se pasa revista a los miembros veteranos de la «tribu», a menudo da la impresión de que algunos serían incapaces de acudir a la oficina todos los días como hacen el resto de los mortales. Los más encallecidos parecen tener compulsión hacia la pólvora.

4 Brand no era periodista de formación pero estaba por Centroeuropa en viaje de estudios o algo parecido cuando comenzó la carnicería balcánica y atrapó la ocasión al vuelo.

4

Los «Action Junkies» y el reporterismo de guerra

A todos nos gusta arropar en palabras rimbombantes este trabajo, aunque «trabajo» no sea precisamente la pala-bra más apropiada para describir esta actividad.

Caminar por el filo de la navaja, escapar a la rutina y colocarse periódicamente en situaciones extremas, puede convertirse en un deseo insoportable.

Los periodistas anglosajones –que son unos maestros en el arte de acuñar términos impactantes– se suelen referir a los periodistas consumidos por este vicio como los «action junkies»: los adictos a la acción.

Se trata de un afán común entre los reporteros de gue-rra y, sobre todo, entre los fotógrafos. Como los drogadictos, hay algunos que necesitan incrementar continuamente la dosis para obtener satisfacción, y eso puede tener consecuen-cias catastróficas: te matan o te quemas.

Estos rasgos no son algo nuevo; existían entre los pio-neros del reporterismo de guerra hace ya dos siglos. Im-perceptiblemente, en el barullo de esa era, un puñado de corresponsales comenzó a moldear una forma nueva de Pe-riodismo: el reporterismo de guerra profesional.

En general, y como ocurre ahora, eran tipos problemá-ticos y celosos de su libertad, aventureros fascinados con lo extranjero. Gastaban más dinero del que parecía imprescin-

dible y uno de sus atributos comunes era una mayor preo-cupación por relatar crudamente lo que captaban sus ávidas pupilas que por analizar sosegadamente los acontecimien-tos5.

o

El «primero» y el «más grande» de los corresponsales de guerra

Resulta lógico que no fuera el doctoral Karl Marx quien ahormase esa primera etapa del Periodismo, sino alguien situado fisonómica e intelectualmente en sus antípodas: Wi-lliam Howard Russell.

El reportero del Times tuvo el inmenso mérito de estar allí, en Balaclava, en el instante en que la Brigada de Caba-llería Ligera lanzó su suicida carga contra la artillería rusa durante la guerra de Crimea.

5 Hubo notables excepciones. Uno de los mas célebres escribas del mo-mento fue Karl Marx, quien trabajó para el New York Tribune como corres-ponsal en Londres y para quien el objetivo primordial de la actividad perio-dística era propagar ideas políticas.

Este relato de William Howard Russell fue publicado en el Times londinense el 14 de noviembre de 1854. Si quieres descargártelo puedes hacerlo con la ayuda de este bidi:

Russell –según el epitafio que figura sobre la losa de una tumba existente en la catedral de San Pablo– fue «el pri-mero y el más grande» de los corresponsales de guerra.

Que ha sido «el más grande» es discutible, y que fue «el primero» no se ajusta a la verdad histórica. Dos mil años an-tes de que se inventase la pólvora, en el 400 antes de Cristo, Jenofonte hizo en su Anábasis un relato magistral sobre la retirada de diez mil guerreros griegos de Asia Menor. Y el emperador romano Julio César escribió con detalle sobre los siete años de campaña en las Galias entre el 58 y el 51 an-tes de Cristo―, mucho antes de que se hubiera fundado The Times.

Hasta mediados del siglo XIX, los editores se limitaban a copiar las noticias de periódicos extranjeros o contrataban a precio de saldo los servicios de algún joven oficial que en los intermedios del combate se molestaba en garabatear una carta. Estos corresponsales ocasionales se consideraban mu-cho más soldados que periodistas, tenían una visión forzo-samente escorada de los acontecimientos, y no entendían en absoluto la sutil mecánica interna de los medios de comuni-cación.

La irrupción de Russell supuso un salto gigantesco en la historia del Periodismo y, aunque se ponga en duda lo del «más grande» y lo del «primero», resulta innegable su carác-ter de pionero ejemplar. En sus propias palabras, Russell fue «el miserable antecesor de una tribu desgraciada».

r

William Howard Russell nació en Dublín en 1820, era pro-testante y desde la infancia se sintió atraído por la vida mi-litar.

Siendo todavía un niño, acostumbraba a levantarse al amanecer para observar como desfilaban los soldados de un cuartel cercano y en su adolescencia intentó alistarse varias veces, lo que hubiera conseguido de no oponerse tenazmente su abuelo a ello.

Sopesó la posibilidad de hacerse médico pero abandonó la idea porque no soportaba la visión de los cadáveres hu-manos, una repugnancia que superaría con relativa facilidad posteriormente, cuando comenzó a reportear en los campos de batalla.

Recién cumplidos los diecinueve años y siendo un sim-ple estudiante de Derecho, tuvo la ventura de que un primo suyo –al que The Times había enviado a Dublín a cubrir las tormentosas elecciones irlandesas– lo contratase como ayu-dante.

Hay excepciones, pero son raras.

Russell demostró de inmediato sus dotes de reportero. Ante la imposibilidad material de acudir a todos los mítines y seguir todas las marchas, optó por aposentarse casi perma-nentemente en el hospital local.

Con bastante buen criterio, después de constatar el te-rror de la violencia callejera, el bisoño redactor dedujo que buena parte de los participantes en los comicios iba a reque-rir, más pronto o más tarde, cuidados médicos. Se apostó en la entrada de urgencias y eso le permitió escribir un par de apasionados artículos y llamar la atención de John Delane, el editor del Times. Delane convocó a Russell a Londres y le

ofreció trabajo como freelance6. Lo asignó al equipo destina-do al Parlamento.

No era una ocupación despreciable. El Morning Chroni-cle había tenido como reportero parlamentario al prestigioso Charles Dickens, quien describió esa etapa de su vida de la siguiente manera: «Me desgasté las rodillas escribiendo so-bre sus señorías desde la última fila de la vieja Cámara de los Comunes». A Russell, a diferencia del exquisito Dickens, no le preocupaba desgastarse las rodillas o lo que fuera, y se esforzó al máximo.

En 1843, Delane lo despachó de vuelta a su nativa Irlan-da para cubrir el juicio de Daniel O’Connell, alias el «Liberta-dor de Dublín», un nacionalista católico acusado de sedición por la Corona británica. Ese encargo, y la forma en como lo abordó Russell, permiten hacerse idea del enorme esfuerzo físico que se requería a los reporteros de la época y de lo des-carnada que era ya la competencia entre colegas.

Tras veintitrés días de seguir minuto a minuto el pro-ceso y, antes de la publicación del veredicto, Russell logró hacerse con una copia de la sentencia y, sin pensárselo dos veces, salió pitando hacia Londres.

Pero el exhausto Russell, tras haber informado a Dela-ne y seguro de llevar una insalvable ventaja en tiempo a sus competidores, se echó a dormir. Había pensado publicar la exclusiva en la edición del día siguiente, pero a la mañana, cuando todavía estaba adormilado, oyó golpes en la puerta.

Acudió a abrir y se encontró con uno de los mensaje-ros del periódico que traía una nota de la dirección en la que textualmente se decía: «¡Muy mal! El Morning Herald con-siguió el veredicto»7. Russell, como suele ser normal en esta

6 Periodista independiente que cobra por pieza publicada.

7 Así es como contó el propio Russell lo que pasó: «Tanto The Times como el Morning Herald habían contratado expresamente barcos de vapor para llevar a Londres lo más rápidamente posible los resultados del juicio.

profesión tan apasionante, divertida y desventurada, tenía los días contados en el Morning Chronicle después de seme-jante patinazo.

Pero tenía prestigio, era el mejor, y gracias a las dotes de persuasión, la insistencia y la habilidad de John Delane, terminó volviendo al redil del Times. Para suerte del Perio-dismo, del reporterismo de guerra y de todos los que aman esta profesión.

n

El sábado por la noche, cuando el jurado se retiró a deliberar, era ya muy tarde y el resto de los corresponsales optó por salir a comer algo y descan-sar. Yo permanecí en la puerta del tribunal, y estaba pensando en marchar-me a la cama cuando irrumpió un muchacho y me dijo que se aproximaban los miembros del jurado. Traían un fallo de culpabilidad y, apenas lo oí, salí de los juzgados, me encaramé en un carruaje y partí hacia la estación, donde todo se había organizado para que hubiera un tren especial espe-rándome. Llegue a Kingstown a bordo del Iron Duke y media hora después estaba navegando hacia el mar abierto con la satisfacción suplementaria de ver que el vapor alquilado por el Morning Herald seguía plácidamente anclado en el muelle. Llegue a Holyhead, partí a toda velocidad hacia Lon-dres en tren y traté de dormir. Me apretaban las botas y decidí quitármelas. Al llegar a la capital, el hombre del Times me estaba esperando con un taxi. Por mucho que peleé con mis botas, tenía los pies tan hinchados que solo logré calzarme una de ellas, por lo que llegué a las oficinas del Times con una bota bajo el brazo. En el momento en que enfilaba hacia la puerta, un individuo en mangas de camisa, que yo tomé por uno de los tipógrafos del Times, me abordó y dijo: Encantado de verlo bien, señor; así que los han encontrado culpables. Sí, culpables, mi amigo, pero en diferentes grados contesté. Desafortunadamente resultó ser un hombre del Morning Herald, un emisario del enemigo, como descubrí al día siguiente al leer los diarios. Estaba en los periódicos de la competencia la noticia y había hasta carica-turas burlescas del sentenciado O’Conell, dibujado como si fuera el rey de Irlanda y con los campesinos postrados a sus pies».