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Segundas Personas

 

 

 

 

Félix Chacón

 

 

VIII Premio Bubok de Creación Literaria

 

 

 

 

 

www.bubok.es

www.lenguadetrapo.com

 

 

 

 

 

 

 

Diseño de colección: Departamento de Diseño LdT

Diseño de cubierta: Eduardo Cobo Jurado

 

El 10 de marzo de 2016, un jurado compuesto por los escritores Cristina Cerrada, José María Mijango y Jimina Sabadú, y el editor Fernando Varela, decidió otorgar a la novela Segundas personas el VIII Premio Bubok de Creación Literaria.

 

© Félix Chacón, 2016

© Lengua de Trapo SL y Bubok, 2016

 

ISBN papel: 978-84-8381-221-1

ISBN digital : 978-84-686-8379-9

Depósito legal: M-11473-2016

Imprime: Service Point

Impreso en España

 

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Cielo abierto

 

 

El cielo abierto y diáfano. El olor del campo. Olor de la incipiente primavera. El canto de los grillos. El cielo abierto. La cúpula celeste sin una sola nube. Si se callan los grillos, el absoluto silencio. Aguzas el oído por si acaso. Pero no escuchas nada. Vuelven los grillos y miras de nuevo al cielo. De repente todo es tan absurdo que no puedes creértelo. No sabes si en los Guiness te pondrán delante o detrás del imbécil que se electrocutó meando en una valla eléctrica o del capullo que murió aplastado bajo un muro que se vino abajo en el mismo momento que se cepillaba a una gallina. No, no puede ser. Te encontrarán. Y saldrás probablemente en la prensa local, incluso en la televisión local y quedarás como el idiota más grande de todos los tiempos. Puede que incluso te manden a la cárcel una temporada. Vas a ser el hazmerreír del trullo. Aunque eso no sería tan malo. Estarías vivo. Seguirías vivo. No puedes morir de una forma tan absurda ni por tan poco. Al fin y al cabo nunca le has hecho daño a nadie. Has robado a los ricos solamente. Siempre sin sustos y sin violencia. Nunca has entrado a una casa habitada. Además, todos los ricos han conseguido su dinero con trampas. Donde las dan las toman. Simplemente.

El cielo azul. Los grillos. El olor de la hierba. Huele a hierba cortada. Es posible que haya alguien cerca cortando el césped. Prueba a gritar. Una vez más. Debes hacerlo mientras puedas. Lo haces con todas tus fuerzas y te queda la duda de si el grito ha sido fuerte o apagado. No lo sabes. La cúpula celeste es tan inmensa que no tiene nada de eco. ¿Cuánto tiempo queda de luz? ¿Qué harás si se hace de noche? ¿Podrás dormir? Escuchas. Crees que viene un coche. Escuchas. Ahora no oyes nada. ¿Estás alucinando? Por si acaso gritas socorro con todas tus fuerzas. Tres veces. Luego te callas y esperas en silencio. Ni siquiera has hecho que se callen esta vez los grillos. Los grillos se están acostumbrando a tus gritos. Te duelen todas las articulaciones. Sientes un cosquilleo frenético en los brazos. El asfixiante calor hará que pierdas el conocimiento. Solo puedes ver el cielo. El cielo inmenso. Tus manos se dirigen al cielo como implorando piedad. Las manos son lo único que te impide ver la inmensidad del cielo. ¿Cómo es posible haber cometido un error tan grande? Tal vez te confiaste. Sí, fue eso. Era la tercera chimenea de este tipo por la que entrabas. Entraste sin tomar precauciones. ¿Cómo es posible que un mismo arquitecto haya construido chalés totalmente iguales y en uno de ellos la chimenea sea más pequeña? No tiene sentido. Ya no hay profesionales como los de antes. Quizá has entrado mal. Te sobran los hombros. Las piernas puedes moverlas perfectamente. Cuelgan en el vacío. Vuelve a intentar empujarte con ellas. Apoya los pies en las paredes del conducto y trata de avanzar. Imposible. No pasas por culpa de los hombros. En los otros chalés te atascaste un poco, pero entraste sin problemas. Nadie vendrá por aquí. Por eso elegiste este lugar. El dueño de esta casa y los de las otras dos que están más cerca vienen solo en verano. Faltan aún dos o tres meses. ¿Cuánto se puede aguantar sin beber agua? No estás seguro. ¿Tres días? ¿Cuatro? ¿Una semana? Sin comer se puede estar más tiempo, eso seguro. Bien, no morirás de hambre. Morirás deshidratado. En tres días o en siete o en catorce. Morirás. También te dará tiempo a pasar hambre. De hecho, ya tienes hambre. No te has dado cuenta hasta ahora porque el miedo es muy absorbente. El miedo lo ocupa todo. Como un tripi. El LSD se impone al alcohol, a la coca, a cualquier droga. ¿Te acuerdas de cuando pasabas farlopa y tripis? Aquellos sí eran buenos tiempos. Durante muchos años llevaste una vida despreocupada. Luego la policía te fichó y te forzaron a volverte malo. Tú no le hacías daño a nadie con las drogas. Tú no obligabas a nadie a consumir. Deberías haberte ido a Madrid. ¿Por qué no lo hiciste? El miedo a empezar de cero. Para vivir del tráfico de drogas hay que ser conocido. No querías terminar como uno de esos pringaos que venden droga a los desconocidos hasta que un día llega un secreta y los trinca. Si quieres pasar drogas sin riesgos, tienes que hacerlo con gente de confianza. Y luego estaban las crías y la Mari. No hubieran querido irse a ningún sitio. Y tú todo lo haces por las niñas. Son lo único que tienes que te gusta. Es lo único bueno que has hecho en esta vida. Si de algo puedes presumir, es de ser un buen padre. La Mari les dirá que te has ido al cielo y lo mirarán como lo miras tú ahora. Realmente te da lo mismo si piensan que has muerto como un gilipollas, atorado en el conducto de una chimenea. Te jode por las crías. Porque es probable que se rían de ellas en la escuela. También te jode por la Mari, pero menos. Será la primera que se reirá de ti. Y dirá otra vez lo de «en mala hora me casé con un inútil como tú». Se lo tendrá que decir a tu cadáver. Porque es seguro que de esta no te salvas. Lo sabes, ¿no? Acéptalo y asimila la idea. Tendrás una muerte horrible. Como si te hubieran enterrado en vida, como si te hubieran emparedado o encerrado en un armario para siempre. Tal vez te salves si adelgazas un poco y antes de morir deshidratado consigues atravesar el túnel de la muerte. O de la vida. Según salgas de él podrás darle uno u otro nombre. No pienses tonterías ni te hagas ilusiones. No creas que vas a adelgazar mucho de los hombros. Son los hombros los que no te permiten pasar. Y la extraña postura que has cogido antes de quedarte inmovilizado. No puedes usar las manos, que han quedado sobre tu cabeza. Ni los pies, que cuelgan sobre el vacío. Te decía lo contrario. Que te hicieras a la idea de que vas a morir aquí. Mirando el cielo. Escuchando los grillos. Oliendo el césped recién cortado en los jardines de los pijos de mierda. La hierba cortada. Piénsalo. La hierba no se corta sola. Seguro que hay un jardinero que se encarga de toda esta comunidad. Probablemente venga por las mañanas. Debes dormir esta noche para tener tu oportunidad mañana. Está anocheciendo. Escuchas ahora ruido de muchos pájaros. Luego ves cómo el manto negro de la noche te deja a oscuras. Los grillos continúan. Son incombustibles. Odias el chirrido de los grillos. Es como una lenta tortura. Te encantaría poder pisotearlos uno a uno. Cierra los ojos y piensa que estás en otro sitio. Pero no pienses que estás enterrado. Es un mal pensamiento. Estás arrebujado bajo unas mantas porque es invierno y hace mucho frío. Por eso te agrada pasar tanto calor. El manto de la noche es tu refugio. El ruido de los grillos es el tictac del reloj. Un sonido monocorde que marca el paso del tiempo.

 

 

Abres los ojos. Otra vez el cielo abierto sobre ti. Debe de ser pronto. La luz es cenital. Está amaneciendo. Pueden ser las siete y media o las ocho, aunque no estás seguro. Lo tuyo nunca ha sido madrugar. Te voy a dar un dato: una persona en condiciones normales tarda en morir entre tres y cinco días. ¿Tú piensas que estás en condiciones normales? Te duele todo el cuerpo como si una máquina de tortura estuviera tirando de tus extremidades. Apenas tienes fuerzas para patalear como ayer. Los brazos siguen dormidos. Te miras las manos y las ves moradas, aunque no estás seguro de si es el color que les da la luz del amanecer. La cabeza te duele como si anoche hubieras bebido. Estás totalmente sudoroso. Te voy a dar otro dato: el sudor acelera la deshidratación. Incluso más que orinar. También necesitas hacerlo. Sientes un dolor fuerte en el estómago de llevar tanto tiempo controlando tus esfínteres. Tu cuerpo parece algo ajeno. Una cárcel de huesos y pellejo. Te concentras. Las sienes te palpitan como cuando has bebido mucho tequila la noche anterior. Sonríes por fin porque sientes algo. Sientes un líquido caliente chorreando por tus piernas. Sonríes. Te alegras de sentir tus piernas. Tienes ganas de cagar, pero puedes aguantarte. No quieres morir asfixiado por el hedor de tu propia mierda. Probablemente los efluvios subirían por el conducto como una fétida e invisible columna gaseosa. Tienes que intentar algo. Es pronto para gritar. Debes intentar moverte. Debes intentar desatascarte. Al menos tienes que conseguir que circule la sangre. Miras tus manos y empiezas a hacer giros de muñeca. Parece que están siendo devoradas por un escuadrón de hormigas. Sigues tus movimientos con atención y los ojos empiezan a cerrarse. Te estás hipnotizando tú solo y caes en trance.

Cuando abres los ojos no puedes saber cuánto tiempo ha pasado. La buena noticia es que sientes las piernas. La mala es que tus manos están totalmente moradas. Te apoyas en la pared con los pies e intentas subir. Ayer lo intentaste hacia abajo y no funcionó. Hacia arriba entonces. No tienes fuerzas. No puedes afianzar tus pies en ninguna parte. En las paredes de la chimenea no hay ninguna hendidura, ninguna rugosidad, ningún punto de apoyo. Nada. Lo único que consigues es revolverte el estómago. Sientes unas náuseas terribles. Otra posibilidad de muerte grotesca: podrías acabar ahogado en tu propio vómito. Apenas puedes mover el cuello. Sientes un desamparo ontológico aunque un tipo cómo tú ni siquiera sospecha qué puede ser eso. Sientes algo muy profundo. La inmensidad de la nada. La angustia y el absurdo de la existencia. Lloras desconsoladamente. Ya no te importa que se rían de ti. Ahora lo único que quieres es morirte para acabar cuanto antes con el sufrimiento. No podrás resistirlo. Tienes demasiado miedo al sufrimiento. Te acuerdas de una película: Seven. Un hombre atado a la cama durante muchísimos meses convertido en un muerto viviente, un esqueleto rodeado de pellejo con los ojos fuera de sus órbitas. Vomitas. De forma virulenta. Tu cuerpo experimenta terribles convulsiones. Y se mueve, se mueve un poco y por un momento piensas que te vas a desatascar. Sientes cómo el vómito intenta escurrirse entre tu cuerpo y las paredes del conducto, e imaginas que va a hacer la función de un lubricante y te vas a poder resbalar por las paredes cubiertas de hollín. Lo que te reirás cuando caigas al hogar. Ni siquiera robarás la casa. Esta vida se acabó. Beberás un poco de agua para saciar tu sed, te lavarás y saldrás a la calle convertido en un hombre nuevo. Te sacudes con todas tus fuerzas. Sientes que puedes moverte, que avanzas lentamente. Hasta que pierdes la consciencia. Afortunadamente. Porque no has salido del conducto. Has avanzado unos centímetros. Lo justo para atascarte un poco más. El tubo se estrecha. No demasiado. Lo justo para convertirse en un ataúd vertical.

Despiertas una hora más tarde. Apenas puedes respirar. El cielo abierto está más lejos aún. Y las manos ni siquiera alcanzan el final del conducto. Ahora sí estás emparedado en vida. Entre cuatro paredes que te envuelven totalmente. Sin suelo y sin techo. Te duele tanto todo que apenas sientes tu cuerpo. Escuchas el canto de los grillos a lo lejos. Es un sonido sordo. No sabes si suena de verdad o lo imagina tu cabeza. Vas a gritar solo para saber que estás vivo, pero te paras a tiempo. Exhalas un quejido. Te voy a dar un dato: cuando hayas perdido entre el diez y el quince por ciento del agua de tu cuerpo, tu vista se volverá turbia y sentirás la piel seca. Sorprendentemente ya no tienes hambre. Acabas de vomitar y hace muchas horas que comiste por última vez, pero apenas tienes hambre. Tu boca está seca y agrietada. Tienes sed, una sed espantosa. Y te acuerdas de un chiste, no lo recuerdas bien, pero había un hombre que iba por el desierto, muerto de sed tras varios días, ¿cuántos días puedes vivir sin beber agua?, cuando contabas el chiste decías que dos o tres semanas, pero es solo un chiste, ya sabes que no es verdad, y la cuestión es que alguien le ofrecía un polvorón o él decía que lo que más le apetecía era un puto polvorón, y ahí estaba la gracia del chiste, en que lo último que comería una persona con sed es un polvorón. No tiene ni puta gracia. No tiene ni puta gracia. No tiene ni puta gracia. Otro dato: la deshidratación produce somnolencia.

Cuando despiertas después de un buen rato lo ves todo borroso. Cierras los ojos, esta vez a propósito. Será mejor morir estando dormido. No sabes si podrás soportar los dolores de la muerte dormido, pero deseas con todas tus fuerzas que sea así. Todo se desvanece y estás dormido. La próxima vez que vuelvas a abrir los ojos no verás nada. No sabrás si te has quedado ciego o es que es de noche. Y no te importará. Al menos no verás tus manos amoratadas ni ese cielo que siempre ha estado tan alto.

 

 

Abres los ojos. Tu mirada sigue estando turbia. Ves una claridad artificial. Tubos fluorescentes. Ruido de trasiego humano. El hospital. Oyes voces a lo lejos. Es la Mari. Y las niñas, que están a los pies de la cama. Y aunque las oyes lejos puedes ver que están cerca. Y te llaman por tu nombre. Sí, sí os oigo. Sí, estoy aquí. Os veo. Quieres hablar y no puedes. Tienes que concentrarte, como cuando estabas en la chimenea e intentabas controlar tus pies o tu vejiga. Te concentras e intentas mandar órdenes desde tu cerebro a tu boca.

—Hola, Mari. Niñas...

La Mari se echa a llorar y te pregunta cómo estás.

—No lo sé. ¿Cómo estoy? —le preguntas tú a ella.

—Estás bien. Tenías los hombros dislocados y síntomas de deshidratación avanzada, pero te vas a poner bien. Vaya susto nos has dado. Eres un idiota. Yo tengo que saber siempre dónde estás por si pasa algo, que te lo he dicho miles de millones de veces.

Asientes con la cabeza. Las niñas no dicen nada. Solo te miran y sonríen.

—¿Está la policía? —preguntas.

—No. Se fueron. Parece que no se puede considerar delito entrar en una chimenea. Por lo visto no se considera que estuvieras dentro de la casa. Por lo tanto no te pueden acusar de allanamiento de morada. Ni de robo ni de na.

—¿Cuándo me podré ir?

—En cuanto sea de día.

—¿Es de noche?

—Sí. Llevas aquí veinte días y las niñas y yo te hemos estado acompañando.

Las niñas te inquietan. No se mueven. Mantienen la misma sonrisa boba de hace un rato. Miras hacia la ventana que tienes enfrente. Entra una luz espléndida. Como de mediodía.

—La luz —dices.

Tu mujer pone cara de preocupación. Las niñas ya no sonríen. Tu mujer empieza a llamar a gritos al doctor.

—Doctor, doctor, venga, otra vez. Otra vez, doctor.

—¿Qué pasa, Mari? No me asustes.

—¿Dónde estás? —te pregunta tu mujer.

—En el hospital, ¿no?

—¿En el hospital? ¿Es de día o de noche?

—Tú dices que es de noche, pero yo veo la luz del día. Puedo ver el cielo a través de esa ventana. Entra la luz del sol.

Tu mujer se echa a llorar. ¿Es posible que estés alucinando? Cierras los ojos con todas tus fuerzas y los vuelves a abrir. No ves nada. Oscuridad total. Los vuelves a cerrar. Los abres de nuevo. Nada. Los vuelves a cerrar. Pasan unos segundos. Abres los ojos y esperas a que tu vista se adapte a la oscuridad. Es de noche. Estás atrapado. Casi no puedes respirar. Sigues en la chimenea. Tus manos están sobre tu cabeza y sobre ellas el cielo estrellado.

—Cree que sigue en la chimenea, doctor —dice la Mari—. Anoche creía que era de día y ahora dice que está en la chimenea y que ve las estrellas.

—Es normal, señora. Tiene una conmoción terrible. Necesitará tiempo y la asistencia de profesionales. Hablaré con la policía. Querían llevárselo mañana, pero no va a ser posible.

Cierras los ojos fuerte y los vuelves a abrir.

—Mari —la tienes delante—, ¿qué me pasa?

—Has perdido mucha sangre y estás muy débil.

—¿Sangre?

Entonces eres consciente de que han desaparecido tus extremidades superiores. Tienes los hombros vendados. ¿Dónde están tus brazos? Miras incrédulo a la Mari. Ella asiente conmovida y se echa a llorar.

—Es que eres un idiota —dice—. Haces las cosas sin pensar en nadie. Seguro que no pensaste en tus hijas cuando te metiste allí. Seguro que no pensaste en nadie. No sé por qué me casé con un inútil como tú. Qué vamos a hacer ahora.

—A lo mejor me dan una paga.

—¿Y con una paga vas a criar a dos niñas?

Te quedas en silencio. Sin brazos no podrás dedicarte a robar ni a vender droga. Aunque a lo mejor te pueden poner unos brazos ortopédicos y puedes volver al trapicheo. Te llamarán el Manco y serás famoso en el barrio. Todo el mundo sabrá quién eres y tu popularidad te hará rico. Andas por la calle con la seguridad de ser alguien, con un negocio rentable y exclusivo. Es posible que la droga se pueda esconder en un compartimento secreto de los brazos ortopédicos. Y entonces la policía nunca podrá cogerte porque seguro que hay una ley que les prohíbe quitarle los brazos ortopédicos a un lisiado.

 

 

Abres los ojos. El cielo abierto. Los grillos. El cielo abierto, lejos, muy lejos. Lo puedes ver a través de un estrecho conducto lleno de hollín y de la celosía de unas manos amoratadas que no puedes sentir. Escuchas el ruido de un motor. Es un ruido fuerte. Tal vez un cortacésped. Ya no hueles la hierba. Gritas con todas tus fuerzas. ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro! ¡Socorro! El motor deja de sonar. Te desgañitas. Te va la vida en ello. ¡En la chimenea! ¡En la chimenea! ¡En la chimenea! ¡En la chimenea! Escuchas que alguien grita algo, pero no puedes entenderlo. ¡Estoy atrapado en la chimenea! ¡Estoy atrapado en la chimenea! Media hora más tarde escuchas golpes. Quieres imaginar que están subiendo al tejado. Tienen que haber visto la escalera que dejaste apoyada en el muro. Tienen que ser los pasos de los bomberos sobre las tejas. La cabeza te va a reventar. Sientes un dolor terrible. La peor resaca de tu vida. No volverás a beber, te dices a ti mismo. Después de esto no volverás a beber. No volverás a pasar por este calvario. Se asoma una cabeza por el hueco del cielo.

—Hay un hombre aquí —grita—. ¿Me escucha? —se dirige ahora a ti—. ¿No puede engancharse a la cuerda?

Es evidente que no, piensas. Pero no te atreves a ser impertinente y solo dices que no con un hilo de voz. El hombre estira la mano y comprueba que puede tocarte, aunque no sientes su mano cuando toca una de las tuyas.

—Le sacaremos de ahí —te dice, y luego desaparece.

Estás llorando. No puedes controlar el llanto. Las lágrimas resbalan por tu cara hasta llegar a tu boca y sientes su sabor salado. Tienes una sed espantosa.

—Tengo sed —dices, y al abrir los ojos ves a la Mari.

Estás en el hospital.

—Te acabo de dar agua —dice—. Ha dicho el médico que no es bueno que bebas tanto. Tu cuerpo se tiene que ir recuperando lentamente.

—¿No pudieron salvar los brazos? —preguntas.

Ella se echa a llorar.

—Saldremos de esta —le dices—. La ciencia ha avanzado mucho. He tenido una idea además. Para sacar dinero. Aunque me dé vergüenza esta situación, creo que debo tragarme el orgullo e intentar sacar provecho. Iré a la televisión y les venderé mi historia. Probablemente me contraten. Aunque solo sea para reírse de mí. No me importa que se rían de mí. Lo haré por las niñas.

—Es mejor que lo sepas ahora —dice ella poniéndose muy seria.

—¿Qué pasa?

—Las niñas y yo te vamos a dejar. ¿Qué vida podemos tener junto a un lisiado? A ti te quedará una paga, pero qué nos quedará a nosotras. ¿La indigencia? Una mujer necesita a un hombre que la proteja... He conocido a alguien.

—¿A quién?

—A un médico. Él dará a tus hijas lo que tú no has podido darles. Alégrate por ellas.

En ese momento llega un médico viejo, calvo, bajito y sabes que es él porque le lanza una mirada de complicidad a la Mari. Luego se la lleva aparte. Intentas escuchar lo que le dice. Intentas incluso leerle los labios. Es inútil, pero te lo puedes imaginar. Le dice que no se preocupe, que pronto acabará contigo y que parecerá una muerte natural. El médico te mira como se mira a un desecho. Cierras los ojos porque no quieres saber más. Estás en sus manos.

—Eh, oiga, ¿me escucha? Oiga, ¿me escucha?

Le escuchas, pero no tienes fuerzas para contestar. Ya solo quieres morirte en paz sin que nadie te moleste.

—Ha perdido el conocimiento —dice el bombero.

Es el que vino antes. Probablemente haya ido a por las herramientas necesarias para sacarte de aquí. Y debe de haber venido con refuerzos.

Podrías abrir los ojos, pero no quieres ver cómo te sacan. Es mejor que piensen que estás inconsciente. Aunque a lo mejor lo que sucede es que no tienes fuerzas para abrir los ojos y estás intentando convencerte a ti mismo de que los tienes cerrados porque quieres. Para demostrarte que sigues teniendo control sobre tu cuerpo, decides abrir un poco los ojos, solo una ranurita para ver qué está sucediendo.

Ves la habitación del hospital. La Mari no está. Ni las niñas. No hay nadie. Miras hacia la cama que tienes a tu derecha. En la cama está un tipo que conoces. No has hablado nunca con él, pero toma café por las mañanas en el mismo bar que tú. Es el hombre que te ha sacado de la chimenea. El héroe. Tiene que haber sido una operación complicada para que haya terminado ocupando una cama a tu lado.

—No sabía que eras bombero —le dices.

—Ni yo que tú fueras idiota.

—Lo siento. ¿Qué te ha pasado?

—El tren descarriló. No vas a salir de aquí. Lo sabes, ¿verdad?

—¿Voy a morir en el hospital?

—En la chimenea. No hemos podido sacarte. ¿Cómo coño has conseguido atorarte de esa manera? Habrá que picar la chimenea. O la casa entera. Destrozaremos lo que haga falta.

—¿Crees que me pondré bien?

—Sí, serás un cadáver envidiable. Eres ya un cadáver envidiable.

No quieres seguir escuchando. Ni viendo. Vuelves a cerrar los ojos. No quieres enterarte de nada. Si tienes que morir que sea cuanto antes. De pronto sientes que alguien te coge de las manos. No puedes creer que tengas sensibilidad todavía. Probablemente las manos ya estén gangrenadas, listas para la amputación, pero esta sensibilidad recobrada te da ánimos y vuelves a abrir los ojos. El bombero se ha metido por el conducto. Estira sus brazos para agarrar los tuyos.

—Vamos, hombre de dios, que le vamos a sacar de aquí.

—A lo mejor hay que picar —le recuerdas.

—No podemos picar. Este chalé es propiedad privada. No pueden pagar los platos rotos los dueños del chalé. Ellos no tienen la culpa de nada. Habrá que cortar. Pero no cortaremos más de lo necesario. El problema son sus hombros. Bastará con cortar uno, supongo. El otro brazo nos servirá para izarle y sacarle por el agujero.

Si tuvieras fuerza para hacerlo, le dirías que te dejara en paz. Aunque, de cualquier forma, no te harían caso. Sientes la sierra cortando uno de tus brazos a la altura del hombro. No te lo puedes creer. Al rato escuchas al bombero otra vez:

—Lo tengo, pero no lo vamos a poder sacar. Sigue muy encajado. Vamos a tener que cortar el otro. A lo mejor es más fácil sacarlo por abajo. Entramos dentro del chalé y tiramos de él hacia abajo. Se va a poner todo perdido de sangre. Que luego le pasen la factura a este tipo. Se lo merece por gilipollas. Lo que nos vamos a reír contando esta historia en el bar. ¿Os he dicho ya que vive en mi barrio?

De repente todo se queda en silencio. Abres los ojos, extrañado. Estás en el hospital. No tienes brazos. Es posible que hayas perdido el conocimiento en el momento que te sacaban. Deberían haber roto la pared antes de cortarte los brazos. Estás seguro de que los podrás demandar. Les vas a meter un puro que se van a cagar. La enfermera entra por la puerta y, al ver que estás despierto, se da media vuelta y sale. A los pocos minutos regresa con el doctor.

—¿Qué tal está usted? —te pregunta.

No es el doctor que lanzaba miradas cómplices a la Mari. Es un hombre de mediana edad que parece muy amable.

—Bien, si no fuera por todo esto, claro. —Y te miras los hombros amputados.

—¿Sabe dónde está?

—¿Quién? ¿La Mari?

—No, usted. La segunda persona del singular de cortesía se conjuga como la tercera del singular.

No comprendes qué quiere decirte. Te daré un dato: está hablando de gramática. Una deducción: no puedes estar soñando esto porque tu mente no puede hablar de algo que no sabe. Aunque claro, también cabe la posibilidad de que lo que ha dicho el médico sea un disparate sin pies ni cabeza. O que sea algo que guardas en tu subconsciente desde los tiempos escolares. Ah, que tampoco sabes qué es el subconsciente. Contigo siempre hay que empezar de cero.

—¿Sabe dónde está usted?

—En el hospital.

El médico pone cara de preocupación.

—Está usted grave —dice—. Mire a su alrededor. ¿Es de día o de noche?

Miras por la ventana. Es una ventana pequeña y muy alta, pero te permite ver perfectamente que es de día.

—Es de día.

—Bien —dice el buen hombre con alivio—. ¿Dónde está?

—En el hospital.

—Sigue viendo borroso —dice el doctor dirigiéndose a la enfermera—. Lávale los ojos.

La enfermera coge un paño húmedo y te pide que cierres los ojos. Luego te seca la humedad de la cara y te limpia los lagrimales.

—Sabe salado —dices.

—Eso es el sudor —te explica el médico—. Está sudando mucho. Y eso no ayuda. El sudor acelera la deshidratación más que la orina.

—Se ha cagado otra vez —dice la enfermera.

—Deje eso ahora. Lo importante es que recupere la noción de la realidad. ¿Dónde está usted? Abra los ojos.

Abres los ojos. Estás en el agujero. Sigues en el agujero.

No hay nadie. Ni médicos ni bomberos ni nadie. Es de día. Puedes ver la claridad del cielo abierto por la abertura del conducto. El dolor no te deja pensar con claridad. Te duelen todas las articulaciones y la cabeza te va a reventar. Si cierras los ojos no sabrás dónde vas a aparecer. Ahora mismo no sabes si estás en el hospital soñando que sigues en el agujero o en el agujero soñando que estás en el hospital. También puede ser que estés a punto de ser rescatado. Gritaste para que te oyeran. El ruido del motor fue verdad. Probablemente están buscando ayuda. También puede ser que los bomberos te estén rescatando en este mismo instante. Puede que estés inconsciente. Puede que estés soñando que sigues en el agujero. También puede ser que esa sea la única verdad. La cruda realidad: que nadie te ha encontrado, que nadie sabe dónde estás porque ni siquiera le dijiste a la Mari adónde ibas.

Cierras los ojos. Intentas averiguar cuál de las tres situaciones es la más probable: el rescate, el hospital o la agonía en la chimenea. Tienes que descartar el hospital porque no te parece un sitio real. Tienes que descartar el rescate porque un bombero nunca te cortaría los brazos de una forma tan brutal. Solo te queda la tercera posibilidad, aunque es igual de absurda que las otras. Vas a morir en el conducto de una chimenea porque unos albañiles la hicieron más pequeña de lo debido. Si hubiera sido tu primera chimenea en esta urbanización habrías ido con más cuidado. El hospital. El rescate. La agonía en soledad. Es posible que sean tres momentos de una misma realidad: estas a punto de morir, te rescatan y luego te llevan al hospital. Solo que tu cerebro lo está mezclando todo. Vive tres momentos de forma simultánea porque está alterado. A lo mejor ahora estás inconsciente en un hospital, en coma. Por eso tu cabeza funciona así de mal. Algo de verdad tiene que haber en todo esto. ¿Cómo se hace para salir del coma?

Incluso puede ser que nada de esto haya sucedido. Todo debería ser un sueño, hasta lo de haber ido a robar a esa casa. Ahora deberías despertar y descubrir que estás en la cama y que todo es una puta pesadilla. Te sentirías el ser más afortunado del mundo. Despertar y ya está. Pero nadie puede engañarte en una cosa: fuiste a ese chalé y te metiste en la chimenea. Es posible que nunca te enteres de qué ha pasado realmente. Si estás en coma, puede que sigas para siempre dentro de este agujero. Si no te han rescatado, probablemente no te descubran hasta que algún día los dueños del chalé enciendan la chimenea, el humo les inunde el salón y tengan que llamar a un deshollinador. También pudiera ser que cayeras antes de que lleguen. Tu cadáver se irá consumiendo lentamente hasta perder volumen. Puede que un día caiga por su propio peso. Serás como el imbécil del chiste de Lepe que desapareció un día jugando al escondite y nadie fue capaz de encontrarlo. Hasta que apareció muerto en un armario después de un par de años.

Pero no, no pueden ser tan inútiles. Te niegas a aceptarlo. Descubrirán tu coche y llamarán a la Mari. Ella atará cabos. Dirá que tienen que buscarte en la zona donde se encontró el vehículo. La Mari sabe que te metes en las casas por las chimeneas.

Cierras los ojos. Odias seguir viendo el cielo abierto. Es curioso. Ya no sientes dolor. Ni hambre. Ni náuseas. Ni ganas de cagar ni nada de nada. Estás bien. Te sientes muy bien. Es maravilloso sentirse tan bien de repente.

Debes de estar muerto.