El inspector que ordeñaba vacas

 

Luis J. Esteban Lezáun

 

 

Primera edición en esta colección:
 marzo de
2013

© Luis J. Esteban Lezáun, 2013

© de la presente edición: Plataforma Editorial, 2013

Plataforma Editorial
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Diseño de cubierta:
 Lola Rodríguez

 

Depósito Legal:  B. 10.128-2013

ISBN Digital:  978-84-15880-13-4

 

 

 

 

 

Todos los personajes citados en este libro (a excepción de David Jurado, Mimosa y Morena) son ficticios. Asimismo, todos los eventos relatados son fruto de mi imaginación y no se corresponden en modo alguno con la realidad.

 

 

 

 

 

A Fátima, por lo que hemos llegado a ser.

Contenido

Portadilla

Créditos

Nota del autor

Dedicatoria

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Nota del autor

La opinión del lector

Otros títulos de la colección

Deseando amar

La casa y el mundo

1

 

En algún lugar del sur de Brasil. Noviembre de 2011

ME LLAMO IGNACIO AZCONA. Tengo cuarenta y cuatro años. Nací y crecí en Pamplona. Fui inspector jefe del Cuerpo Nacional de Policía, responsable de la Sección de Estupefacientes de la Brigada Judicial de Barcelona. Ahora vivo semiescondido en una granja, en plena selva atlántica del sur de Brasil, a unos pocos kilómetros de la costa. Disfruto de una apacible calma interior y de una razonable felicidad. No siempre fue así.

Barcelona. Octubre de 2009

La historia que voy a relatarles comenzó un lunes de otoño. Me desperté un tanto irritado tras haber pasado la noche prácticamente insomne. Hacía tres años que no dormía a pierna suelta. En concreto, desde que me nombraron jefe de sección y mi vida comenzó a circunscribirse, casi en exclusiva, al trabajo. Apenas había amanecido y llovía sobre la ciudad. A pesar de eso, me puse ropa de deporte y salí a correr por el cercano parque de la Ciudadela, acabando la sesión física con algunas series de flexiones de brazos y abdominales. De vuelta a casa, me duché, me vestí, desayuné algo ligero y me despedí con un beso de mi novia, Lucía, que seguía durmiendo en la cama. No logré despertarla de su profundo letargo. Guarecido bajo un paraguas, me dirigí a pie hasta Vía Layetana y tomé un café en el Doble Vía antes de subir a mi despacho de la Jefatura Superior de Policía. Varios compañeros hacían lo propio para sacudirse el inesperado frío otoñal y espabilarse antes del inicio de la jornada. A las nueve en punto me encontraba sentado ante mi mesa. Sonó el teléfono móvil. Una llamada desde un número fijo desconocido.

—¿Ignacio? Soy el Guti. —El Guti, como perro viejo que era, siempre llamaba desde cabinas públicas—. Tengo una cosita para ti. No es de tu palo, pero es un bombazo. Te paso el asunto y tú verás qué haces con él, ¿te parece?

El Guti era uno de los mejores confidentes con los que contábamos en la Sección de Estupefacientes. Tengo que aclarar que los confidentes («confites», en la jerga policial) son personales e intransferibles. Y son delincuentes, claro. Por lo general, pasan sus informaciones a un solo policía, en quien confían ciegamente, a cambio de unos exiguos emolumentos del fondo de reptiles o, con mayor frecuencia, de una etérea e improbable ayuda en el caso de que el futuro les reparta malas cartas. En ocasiones, entre el policía y el «confite» se crea una relación que, sin llegar a la amistad, sobrepasa lo profesional, estableciéndose ciertos vínculos de respeto y fidelidad. El Guti era mi «confite» y, de vez en cuando, me transmitía valiosas informaciones sobre cargamentos de droga sin exigir nada a cambio. Al principio lo hacía para «despejar su horizonte comercial» (para eliminar a la competencia, vamos). Con el tiempo, el Guti, que tenía un sentido de la lealtad firme y carcelario, me tomó afecto y se sintió en la obligación moral de seguir colaborando, en la falsa creencia de que, obrando así, contribuía a mi promoción profesional. El pobre diablo desconocía los entresijos del sistema de ascensos en la función pública, en el que predominan abrumadoramente el nepotismo y el pago de favores, y donde la eficacia, el mérito y la capacidad constituyen un obstáculo por lo que tienen de amenaza para las altas instancias.

—Está bien, Guti —respondí—. Te veo donde siempre. ¿A las once te va bien?

—Fenómeno. Ya sé que siempre lo haces, pero ven solo. El asunto tiene miga, miga fea. Y no le digas a nadie que has quedado conmigo.

—No te preocupes. Iré solo.

Solía quedar con el Guti en un pequeño tugurio de la Barceloneta, sucio pero discreto, llamado La Cucaracha. El típico sitio en el que puedes charlar con tranquilidad y, si sabes ubicarte de forma conveniente, vigilar en todo momento quién entra y sale del local. Un cuchitril en el que jamás pedirías matrimonio a tu novia, pero óptimo para la planificación de actividades ilegales o inmorales. Y el chivatazo a la policía no es ilegal, pero puedo asegurarles que en el mundo del hampa se considera como actividad altamente deshonesta.

Desde la Jefatura Superior hasta La Cucaracha tenía unos veinte minutos a pie. Despaché algunos documentos y le dije a mi secretaria que tenía que ir al banco a realizar ciertas gestiones. Bajé al trote los escalones y, al llegar al zaguán de la planta baja, me di de bruces con el jefe superior de Policía, el comisario principal Roberto Tomeo, quien en esos momentos hacía su mayestática entrada en las instalaciones vestido con un uniforme de gala en el que resplandecían numerosas medallas ganadas en sabe Dios qué oscuras batallas de oficina.

—A sus órdenes, jefe.

—¡Coño, Azcona! ¿Dónde va usted con tanta prisa? ¿A incautar el alijo del siglo?

—Qué más quisiera —contesté—. Al banco, que me han pasado un cargo indebido.

—Pues nada, Azcona, vaya con Dios. Y recuerde que a la una tenemos reunión de control.

Joder. Reunión de control, la había olvidado. En teoría, la reunión de control servía para elevar a la superioridad las novedades relativas a las investigaciones en curso. En la práctica, era una válvula de escape para el estrés acumulado por los altos mandos, quienes, en beneficio de su salud, daban rienda suelta a su despotismo, ultrajando a sus subordinados e iluminándolos con la luz de sus tardías vocaciones policiales. Era curioso ver cómo comisarios que no habían detenido a un malo en su vida ni habían dirigido jamás un asunto de mediano calibre, ilustraban a los presentes con gloriosas ocurrencias propias de la Loca Academia de Policía, al tiempo que trataban de poner en ridículo al honesto funcionario encargado de las pesquisas. La única forma de eludir las reprimendas era saberse al pie de la letra los pormenores más irrelevantes de cada uno de los casos investigados, por lo que, después de hablar con el Guti, volvería al despacho y me reuniría con los jefes de los cinco grupos de mi sección para que me pusieran al corriente del estado de los expedientes.

Fui bajando a buen paso por Vía Layetana hasta llegar a la Barceloneta. Al entrar en La Cucaracha, vi que el Guti estaba sentado en una mesita al fondo del garito, vigilando a través del cristal mientras paladeaba un cortado. Yo pedí mi segundo café de la mañana, que fue rápidamente despachado por el camarero.

—¿Qué tal, Guti? ¿Cómo van los negocios?

—Tirando, Ignacio, tirando. —El Guti no apartaba la vista del ventanal—. Ya no te puedes fiar de nadie. Está el mercado lleno de fuleros, gente que compra de fiado y después no paga, estafadores que te dan talco por liebre... En fin, qué te voy a contar que tú no sepas.

—A ver cuándo te retiras —dije con sorna—. Que cualquier día te veo metido en el Hotel Rejas. O en el Barrio de los Callados, que es peor.

—Sí que es peor, que de la cárcel se sale, pero del cementerio, no. Últimamente pienso que echo más horas en este negocio que las que se hacen en un trabajo legal. Y entre impagados, estafas y palos a mano armada, casi no me queda ni para un sueldo mediocre. A veces me da la tentación de meterme a currar en la obra. Lo que pasa es que me jodería fallar a mis principios.

—¿Principios? —pregunté extrañado.

—Sí, principios. Mis propias leyes. La primera de las cuales dice que sólo los gilipollas trabajan y pagan impuestos.

—Gracias por la parte que me toca.

—A ti te toca poca parte —dijo el Guti—, porque pagar impuestos, pagarás, pero trabajar, lo que se dice trabajar... La policía no trabaja. Trabajar es picar piedra, recoger fruta, descargar camiones. Eso es trabajar. Lo vuestro es matar el tiempo jugando a ser los buenos de la película. ¡Si os lo pasáis de puta madre!

—En ocasiones, sólo en ocasiones —me defendí—. Este trabajo se está volviendo cada vez más burocrático. Firmo más documentos que el ministro de Sanidad. Que esa parte no sale en las películas, Guti. Si me diesen un euro por cada papel que tengo que leer, te aseguro que sería millonario.

—No te quejes tanto. Si tu curro fuera tan duro, no tendrías el aspecto que tienes. Estás hecho un pincel: alto, en forma y sin arrugas. Mira la pinta que tiene un minero y me dices cuál de los dos trabajos es más duro.

—Oye, que la altura es por genética —protesté—. A ver si te crees que uno crece por tocarse los cojones. Y lo de estar en forma es porque me machaco a flexiones y corriendo. Y si tan fantástico te parece ser policía, ya sabes: hay oposiciones cada año.

—Estaría cojonudo. Yo, de pasma...

—Bueno, Guti. —Decidí entrar en materia—. Tengo un poco de prisa. ¿Qué tenías que contarme?

—Tengo una información acojonante.

—Dispara.

—Un cliente rumano al que suelo proveer de polvos de la risa anda escaso de fondos, así que me ha propuesto financiar sus vicios nasales mediante el pago en carne juvenil.

—Sigue —le conminé.

—Este pájaro suele acudir a orgías sexuales en las que participan (obligadas, claro) chicas menores de edad, de entre diez y quince años. El tipo me debe una pasta gansa. Como el muy cabrón colabora con los proxenetas de las niñas, participa en las bacanales de forma gratuita y tiene la posibilidad de traerse a algún invitado de confianza. Por eso ha pensado que puede reducir la deuda invitándome a follar con las menores.

—¿Tienes los datos del tío o del lugar donde se celebran las fiestas?

—Tengo su teléfono móvil, la matrícula de su coche y su nombre, aunque supongo que será falso. Lo que no sé es la dirección del lugar de las orgías, pero imagino que irán cambiando de ubicación.

—Bueno, no es un mal comienzo —dije—. La intervención del teléfono móvil nos permitiría ir recopilando datos.

—Me parece que va a ser un poco más complicado, Ignacio.

—¿Por qué?

El Guti, delgado y fibroso como un boxeador del peso pluma, apretaba los dientes con fuerza, lo que hacía que sus poderosas mandíbulas se perfilasen afiladas bajo la piel. Tras una rápida mirada en derredor, me clavó los ojos:

—¿Necesitas autorización de tus mandos para pinchar un teléfono?

—Sí.

—Pues no creo que te la vayan a dar. Más que nada porque el jefe superior y el segundo mando de la Jefatura participan habitualmente en el jolgorio.

—Guti, no me jodas. —El corazón comenzó a latirme con fuerza—. ¿Qué credibilidad le das a ese rumano?

—¿Qué credibilidad le concederías tú a un cocainómano que dice ser cómplice en un negocio de prostitución infantil? Yo qué sé, Ignacio. Creo que lo de los abusos es cierto, porque, si no, para qué me va a proponer cancelar la deuda por esta vía. Lo de que participen tus mandos... Tal vez sólo me lo dijo para que acuda tranquilo, sin miedo a caer en una redada policial. Pero hay más.

—¿También asiste el rey? —pregunté con sarcasmo.

—Pues no. Ni el rey ni la duquesa de Alba. Pero, según el rumano, va el subdelegado del Gobierno, algún juez, algún fiscal... En fin, que lo tienen bien montado para que aquellos que podrían joder el negocio estén calladitos y contentos, dando rienda suelta a su pederastia.

—¿Ha habido muchas orgías de éstas?

—Unas cuantas —respondió el Guti—. En cada festival traen a las niñas nuevas, las que acaban de introducir en el país. Abusan de ellas y, después de la juerga, las distribuyen por pisos de prostitución de toda España, principalmente en Cataluña, Aragón y Valencia. Parece que cruzan la frontera por La Junquera, con las crías drogadas y escondidas en dobles fondos de furgonetas y camiones.

—Y las autoridades, ¿participan del beneficio económico o se limitan a beneficiarse a las menores? —pregunté.

—No lo sé. Qué más da, ¿no?

—Es verdad, qué más da.

El Guti aprovechó una pausa en la conversación para entregarme un papel en el que constaba el supuesto nombre del rumano (Dimitri), la matrícula del vehículo que conducía y su número de móvil.

—A ver si con la matrícula podemos sacar algún dato del fulano —comenté.

—No creo. Me parece que el coche es robado.

—Joder, Guti. Menudo regalito me estás endiñando.

—¿No puedes ir a los superiores de tus superiores o al fiscal anticorrupción? —preguntó mi «confite».

—¿Saltándome el conducto reglamentario y sin ninguna prueba? Nadie va a querer abrir una investigación de un tema tan feo y con tanto pez gordo por medio sin pruebas fiables o, al menos, indicios serios. No puedo jugarme mi carrera fiándome de las habladurías de un rumano cocainómano, pederasta y proxeneta.

—Lo siento, te he contado todo lo que sé.

Sopesé en silencio la información que me acababa de ofrecer el Guti. Necesitaría tiempo y más datos para poder tomar una decisión.

—Bueno, Guti, tengo que irme; ya te diré algo. —Acabé el café de un sorbo—. ¡Menudo marrón!

—Pero alguna comprobación harás, ¿no? Son niñas, joder.

—Algo haré —respondí—. Pero ahora mismo no se me ocurre nada. Por cierto, ¿tú que contestaste a la propuesta del rumano?

—Le dije que nanay, que me gustan la pasta y las tías de mi edad. Que la deuda sigue vigente y que si no paga, no suministro.

—Eso está bien. Estate atento al teléfono. Necesitaré que me amplíes los datos.

Salí de La Cucaracha y me encaminé hacia la Jefatura cavilando acerca de la reciente conversación. ¿Qué fiabilidad podía otorgar al chivatazo del Guti? Siempre había sido un confidente certero, pero eso no garantizaba que el rumano no le hubiese mentido o, al menos, no hubiese exagerado la realidad. ¿Cómo averiguar si todo aquello era cierto? Obviamente, no podía acudir a mis inmediatos superiores. ¿Comparecer ante Asuntos Internos o ante altos mandos de Madrid, saltándome el conducto reglamentario? ¿Ir a la Guardia Civil? Supondría poner en entredicho a cargos públicos de relevancia sin más prueba que el testimonio informal de un delincuente. Supondría, en definitiva, acabar con mi propia carrera en el caso más que probable de que la información no fuese correcta. Lo mismo ocurriría si optaba por poner los hechos en conocimiento de la fiscalía o de instancias judiciales.

La lluvia y el frío iban calando mi cuerpo y mi mente al tiempo que me aproximaba a la Jefatura. No había muchas opciones y, desde luego, tenía la obligación moral y profesional de esclarecer el asunto, dada la gravedad de los hechos. Debía encontrar una vía que permitiese probar o desmentir la información del Guti y tenía que lograr esa evidencia de forma discreta.

Restaba menos de media hora para la reunión de control. Convoqué en mi despacho a los jefes de grupo de la Sección de Estupefacientes para que me explicaran las novedades de las distintas investigaciones en marcha. Puesto al día, y con las manecillas del reloj pinchándome los bajos, me dirigí a la sala de juntas. Todos los mandos policiales (de jefe de sección hacia arriba) estaban ya sentados en torno a la gran mesa que ocupaba el centro de la estancia. Presidiendo la reunión, en el puesto de honor, se encontraba el jefe superior.

—¡Estamos de enhorabuena! —exclamó con su habitual tono burlón—. ¡D. Ignacio Azcona ha decidido obsequiarnos con su presencia!

—Perdone por el retraso, jefe, he estado ocupado.

Roberto Tomeo, jefe superior del Cuerpo Nacional de Policía en Cataluña, me dirigió una mirada guasona.

—¿Ocupado con algún «confite»? Hace tiempo que no nos trae noticias de sus informantes. No se habrán metido a cartujos, ¿no? —El sentido del humor del jefe superior no era una de sus más destacadas cualidades.

—No creo, jefe. Ya sabe, las cabras siempre tiran al monte.

La sesión dio comienzo con el repaso de las investigaciones de la Brigada de Policía Judicial, en la que se encuadraba mi sección. Fue una reunión bastante apacible, con menos sobresaltos de los acostumbrados. Se habló de los asuntos corrientes y no hubo voces altas ni broncas sonoras. No obstante, yo me encontraba incómodo. Notaba cómo el malestar invadía a oleadas mi cuerpo, al principio de forma suave, casi imperceptible, para ir creciendo de manera paulatina hasta convertirse en una desagradable sensación de nerviosismo. Desde mi designación como jefe de sección, estos episodios de tensión se sucedían con relativa frecuencia. Aquel día, el desasosiego me estaba resultando especialmente enojoso. Para calmarme, traté de convencerme de que lo más probable era que la información aportada por el Guti no se correspondiera con la realidad. No obstante, sentía hormigueo en las manos, taquicardia y sudoración, mientras un cúmulo de difusos pensamientos negativos pasaba por mi mente. La reunión concluyó sin que nadie pudiese percibir el pequeño ataque de ansiedad que estaba padeciendo. Nunca antes había experimentado una zozobra tan fuerte, y eso que había tomado parte en investigaciones muy complicadas y en múltiples servicios de notable riesgo físico. Pero el asunto que me había contado el Guti era distinto a todos los anteriores en los que había participado. Salí disparado de la Jefatura y fui a pie hasta mi piso. La caminata y el frío de la calle me tranquilizaron.

Una vez en casa, mi novia, Lucía, percibió que alguna preocupación rondaba por mi cabeza. Lucía trabajaba como azafata de vuelo. Sus horarios eran un tanto irregulares, lo que le permitía pasar bastante tiempo en nuestro hogar. Disfrutaba despertándose tarde y encargándose de las tareas domésticas: limpiar el piso, ir a la compra y cocinar eran para ella agradables pasatiempos. No permitía que me inmiscuyera en tales menesteres. Yo, por supuesto, nunca pretendí llevarle la contraria.

Ese lunes Lucía había preparado un estofado de ternera. Yo no tenía mucho apetito, por lo que apenas probé bocado. Acabada la comida, me dirigí al dormitorio para echar una cabezadita, como siempre, antes de regresar a mi despacho en la Jefatura Superior. Lucía me acompañó a la cama y se acostó a mi lado, acariciándome con ternura. Comenzó a besarme en la boca y a desabrocharme los botones de la camisa, pero notó que mi mente estaba lejos de aquella habitación.

—¿Qué te ocurre, Ignacio? ¿Estás cansado?

—No me encuentro muy bien —respondí—. Cosas del trabajo.

Éramos una pareja fogosa. Hacíamos el amor casi todos los días. El hecho de que apenas hubiese probado la comida, unido a mi falta de apetito sexual, suscitó las sospechas de Lucía: algo no iba bien.

—¿Quieres que hablemos?

—Ahora, no, Lucía. Necesito relajarme. Son asuntos laborales, nada por lo que debas alarmarte.

—Está bien —murmuró preocupada—. Descansa.

Lucía abandonó el lecho y se marchó al comedor a ver la televisión. Yo permanecí en la cama, pero no pude pegar ojo. La inquietud no me dejaba descansar, así que, obsesionado con la información que acababa de recibir de boca del Guti, me levanté y regresé a la Jefatura un poco antes de lo ordinario, despidiéndome de Lucía con un beso en los labios y un «no te preocupes» susurrado sin mucho convencimiento.

El día continuaba frío y húmedo, pero me apetecía ir a pie hasta el trabajo. Por lo general, los paseos a buen ritmo contribuían a aclararme las ideas o, al menos, a apaciguar mi estado de ánimo. Aquella tarde no fue una excepción. Lentamente, abriéndose paso entre las ansiosas tinieblas de mi cerebro, un plan fue saliendo a la luz. Al llegar a las proximidades de la Jefatura, sentí la necesidad de tomar un cortado que me calentase la garganta y me diese algo de energía, por lo que entré en el Doble Vía, a la sazón poco concurrido. Ninguno de los escasos parroquianos era policía, lo que se debía al hecho de que me había adelantado a nuestro habitual horario vespertino. Tomé el cortado y salí del bar camino del despacho. En la puerta principal de la Jefatura se encontraba el jefe superior acompañado por su subalterno, el comisario González, charlando animadamente. Debían de venir de alguna comilona, a juzgar por sus voces jubilosas y el brillo de sus ojos, que delataban una generosa ingesta alcohólica.

—Hombre, Azcona, ¿ya está por aquí? Es usted un currante impenitente. Debería relajarse un poco y disfrutar más de los placeres de la vida.

Al jefe superior le olía el aliento a güisqui. Esto, unido al concepto que pudiera tener sobre los placeres de la vida, me revolvió el estómago. El comisario González, perro fiel de Roberto Tomeo, le acompañaba las gracias con una sonrisa bobalicona. Nunca me había fiado de aquella pareja. Era vox populi que gustaban de frecuentar prostíbulos haciendo ostentación de su condición policial, por lo que disfrutaban de los placeres de la vida sin tener que pagar peaje. También se rumoreaba que consumían con asiduidad una sustancia blanca, pulverulenta y de ilícito comercio que alegra y desinhibe a quien la esnifa. O sea, cocaína. Yo no podía aseverar de modo fehaciente que los dos comisarios tuviesen los mencionados vicios, pero mi instinto policial me invitaba a pensar que sí.

—Ya ve, jefe —contesté—. Si al final como mejor está uno es trabajando; manteniendo la cabeza ocupada.

—Muy bien, Azcona. Mantenga la cabeza ocupada. Y a ver si me saca algún asunto interesante, que hace mucho que no me viene con nada bueno. Está el mundo lleno de droga, ¿verdad, González? —González asintió con una sonrisa servil—. Así que ya sabe, a encontrarla, Azcona, a encontrarla.

Me despedí de mis superiores y fui hasta mi despacho. Descolgué el teléfono y marqué el número del Grupo de Sistemas Especiales:

—Buenas tardes, soy Ignacio Azcona. Querría hablar con el jefe de grupo, con Manuel.

—Ahora mismo le paso.

Manuel Portales era de la misma promoción de inspectores que yo, aunque no había ascendido todavía a inspector jefe. Cursamos juntos los dos años de formación en la Academia de Policía de Ávila, entablando una gran amistad. Era una de las pocas personas en las que podía confiar para un asunto de las características del que tenía entre manos.

—¡Ignacio, camarada! ¡Dichosos los oídos!

—Ya me dirás luego si son tan dichosos.

—¿Malas noticias? —preguntó Manolo.

—Depende de cómo se mire. Buenas no son. ¿Podemos vernos en algún sitio discreto?

—¿En la entrada del Corte Inglés de Puerta del Ángel?

—Te veo allí en diez minutos.

2

 

En algún lugar del sur de Brasil. Noviembre de 2011

LA VIDA NO SUELE acomodarse a nuestros designios. Nosotros elaboramos unos planes, perfilamos unas estrategias, dudamos hasta decidir qué hacer con los aspectos relevantes de nuestra existencia y, de repente, la vida, de un sopapo, manda al carajo nuestros planes, estrategias y decisiones, imponiendo despóticamente los suyos. Esto nos hace pensar que todo esfuerzo humano es baldío, porque estamos a merced de las vicisitudes, de las cosas que nos pasan, de los avatares del destino. Pero mi experiencia me ha demostrado que este pensamiento es falso.

La vida puede imponernos ciertas circunstancias, pero nunca nos podrá imponer la actitud que nosotros tomemos ante ellas. La vida puede obstaculizar nuestro camino con acontecimientos inesperados, pero de nosotros depende la lectura que hagamos de los mismos. Un problema, una crisis o una tragedia, pueden esconder en su interior una semilla de oportunidad, un embrión de infinitas posibilidades de mejora, de bienestar o de felicidad. Somos nosotros quienes debemos hacer una interpretación correcta y positiva de los hechos, para sobreponernos a ellos. En caso contrario, los hechos (y las trampas que nuestro magín nos tiende) acabarán sobrepasándonos. He de reconocer que me costó mucho aprender esta lección y que necesité del concurso de algunas personas que me ayudaron a entenderla.

Desde el escritorio sobre el que redacto estas líneas, situado en la zona más fresca de la casa, veo a Morena y Mimosa (las vacas) pastando con morosidad, ajenas a mis pensamientos. Mandioca, el rottweiler que guarda la finca, ladra al paso de algún vehículo por la carretera de tierra que comunica con el resto de granjas y con el pueblo cercano. La noche ha sido lluviosa y la mañana ha despuntado con un calor inusitado, lo que provoca que una especie de neblina ascienda desde la espesa vegetación selvática hacia el cielo, creando una atmósfera mágica y la falsa sensación de que algunas nubes bajas se han quedado adheridas a las estribaciones de los montes del valle. Los pájaros pían sin cesar, mezclando sus distintos cantos en una sinfonía confusa pero decididamente alegre. Es un placer sensitivo abandonar la vista y el oído a los estímulos naturales que provienen de todas partes. Sin lugar a dudas, la naturaleza constituye el mejor de los ansiolíticos.

Nunca me vi a mí mismo en otra profesión que no fuera la de policía ni viviendo en otro país que no fuera España. Creía que estas circunstancias, junto a otras tantas, formaban parte intrínseca de mi identidad. Tuve que descubrir (a la fuerza) que la personalidad de un hombre no depende de su profesión, de su nacionalidad, ni de su estatus social. Aprendí, obligado por las piedras del camino, que un hombre es otra cosa: es la energía vital que brota de su interior, es la fidelidad a sus principios y valores y es, en definitiva, la determinación con la que intenta lograr su proyecto de vida.

A pesar de vivir escondido, de ser un «fugitivo legal» y de no poder regresar a mi patria, a pesar de las constantes medidas que he de tomar para detectar posibles vigilancias, a pesar de convivir con el temor fundado a ser asesinado, a pesar de todo ello, doy gracias a Dios por haberme revelado el camino de la paz interior y por haberme regalado el milagro de la vida y la magia del libre albedrío.

Barcelona. Octubre de 2009

El encuentro con Manuel Portales transcurrió de manera tragicómica. Me estaba esperando en El Corte Inglés de Puerta del Ángel, vestido con una gabardina gris y un sombrero años veinte, mientras vigilaba el entorno en busca de caras conocidas. Su aspecto era más parecido al de un espía de Ken Follett que al de un inspector del Cuerpo Nacional de Policía, que, todo hay que decirlo, no solemos destacar por nuestro exquisito refinamiento en el vestir.

—Caramba, Manolo, ¿te has pasado al CNI? Sólo te falta un periódico con dos agujeritos —bromeé.

—Coño, hoy viene graciosillo el amigo Ignacio. Deduzco que no será tan grave lo que tienes que contarme.

—A pesar de tu vestimenta de Hercule Poirot, tus deducciones no son certeras, Manolito.

—Pues tú dirás.

—¿Damos un paseo?

Comenzamos a andar por la concurrida Puerta del Ángel, sumergiéndonos entre buscavidas, turistas y autóctonos ociosos, hasta desembocar en las callejuelas del Barrio Gótico. En circunstancias normales, un paseo por el Barrio Gótico era para mí un pequeño placer pedestre. Me complacía perderme entre sus calles, confundido con el variopinto gentío que las abarrota. Constituye un auténtico espectáculo la sucesión de restaurantes, galerías de arte, chocolaterías, tiendas de ropa, bares, garitos y cuchitriles que se agolpan en los márgenes de sus estrechas aceras. Es entretenido observar el continuo fluir de gentes del más diverso pelaje que matan el tiempo examinando los productos expuestos en los escaparates o disfrutando de los improvisados conciertos de músicos ambulantes que tratan de ganarse el sustento vendiendo poesía sonora a quien quiera comprarla. Pero en aquella ocasión, el Barrio Gótico sólo era para mí un espacio urbano que ofrecía el anonimato óptimo para una conversación privada.

En mi estilo habitual (esto es, yendo al grano) hice partícipe a Manolo de la información que había recabado del Guti. Mi compañero guardó silencio durante unos instantes, al tiempo que acariciaba una inexistente barba a la altura del mentón. Finalmente, con rostro hierático, se decidió a decir algo:

—Joder, joder. El jefe superior y su perrillo faldero... Siempre oí que frecuentaban mancebías y lupanares. —A Manolo le perdían las expresiones rimbombantes—. Sin pagar, claro. Pero esto es mucho peor. Es inmoral y muy antiestético. Eso sin contar con la supuesta participación del subdelegado, jueces y fiscales. —Mi colega hizo una pausa reflexiva—. ¿No te parece todo demasiado peliculero?

—Sabes que el Guti siempre me ha dado informaciones veraces. No ha fallado nunca.

—Sí, Ignacio, pero puede que el rumano le haya exagerado un poco la calidad de los asistentes a las orgías.

—Puede ser, no lo niego. Pero algo tenemos que hacer, ¿no? El tema es lo suficientemente grave como para tomarnos la molestia de hacer algunas comprobaciones —dije un tanto acalorado.

—Comprobaciones que, como no se te escapará, han de ser rigurosamente discretas.

—Lo sé, Manolo, no podemos acudir a los mandos, ni a Asuntos Internos, ni al juzgado. No podemos ir a ningún sitio sin pruebas.

—Correcto. Y supongo que ahí es donde entro yo, ¿no?

—Supones bien. ¿Puedo contar contigo?

Manolo me brindó otro de sus meditativos silencios y luego respondió:

—Sé que me voy a arrepentir de esto, Ignacio. Pero, sí, puedes contar conmigo. Me hará falta la colaboración de algunos hombres de mi grupo.

—Tienen que ser de absoluta confianza.

—Lo son. ¿Qué tienes pensado?

Le expliqué a grandes rasgos el plan que había pergeñado y nos despedimos. Sabía que podía contar con Manolo. Era de esos policías que, a pesar de los años invertidos en la profesión, aún mantenía intacta la ilusión del primer día. Esa ilusión infantil de hacer justicia, de defender al débil y de castigar al malo. Ahora sólo faltaba exprimir un poquito más al Guti, pero eso lo dejaría para otro día. Ya había anochecido en Barcelona y un presentimiento oscuro se colaba en mi alma, advirtiéndome de que algo podía salir mal, de que estaba jugando a un juego peligroso sobre un campo lleno de minas. Me fui a casa.

Lucía me recibió con una sonrisa y un beso en los labios, pero sus muestras de cariño no lograron mitigar mis negros pensamientos. Dicen que las mujeres tienen un sexto sentido. Yo creo más bien que tienen una mayor sensibilidad, una mayor perspicacia para detectar las emociones de las personas en general y de sus seres queridos en particular.

—¿Qué te pasa, cariño? ¿Estás enfadado conmigo?

—Qué va —dije—. Es sólo que tengo algunos problemillas laborales.

—Pero esas cosas se olvidan entre las sábanas, ¿no crees? —preguntó con picardía.

—La verdad es que no tengo apetito. En ninguno de los sentidos.

—¿Es así como piensas dejarme embarazada? —Lucía me miraba con una amable sonrisa, mientras sus dedos jugueteaban con mi pelo—. Recuerda que tengo ya treinta y seis años y que el tiempo pasa volando.

—No te preocupes, tendremos a nuestro bebé. Somos una pareja sana, ¿no? Y la naturaleza tiene que acabar por recompensar nuestro obstinado entusiasmo sexual.

—¿Entusiasmo sexual? ¡Qué exagerado eres! Pero me tranquiliza comprobar que conservas el sentido del humor.

Lucía y yo deseábamos tener un bebé. Fantaseábamos con el nombre que le pondríamos (Miguel si era varón, Luana si era niña), con la forma en que lo educaríamos y con los problemas y alegrías que nos reportaría. A Lucía le daba igual el sexo de nuestro futuro vástago y se suponía que a mí también, aunque, en lo más profundo de mi corazón, me enternecía soñando con una niña a la que mimar. Una hija que, cuando creciera, me reconfortara con su cariño. Me imaginaba a Lucía dándole el pecho a Luana y esa escena me llenaba de paz y resumía mi concepto de la felicidad. En los momentos en que la vida se ponía cuesta arriba, evocaba la imagen mental de Lucía amamantando a la todavía no concebida Luana, y esa visión me ayudaba a sosegarme y me motivaba para continuar adelante en nuestro intento de ser felices, de formar una familia y de vivir nuestras vidas con plenitud.

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En algún lugar del sur de Brasil. Noviembre de 2011

MIRO POR LA VENTANA de la habitación donde escribo, recreándome en el espectacular verdor de la selva atlántica que circunda la granja. Ahora es otoño en España. Un otoño frío, ventoso, de árboles desnudos y espíritus amodorrados. Es curioso cómo el clima incide en nuestros estados de ánimo, cómo nos dejamos arrastrar por los pensamientos positivos o negativos que el sol o las nubes inspiran en nuestras mentes y cómo esos pensamientos se transfiguran en emociones igualmente amables o desagradables. En la zona sur de Brasil, el clima tropical se caracteriza por el predominio de los días soleados sobre los nublados, de modo que tengo cierta ventaja para disfrutar de ideas y emociones alegres de forma natural, sin tener que forzar la imaginación. Llueve a menudo, pero tras la lluvia suele aparecer un sol radiante que borra de un plumazo cualquier rastro de melancolía.

En ocasiones echo de menos España, a mi familia, a mis amigos, nuestras costumbres, la gastronomía... Pero no me dejo dominar por la nostalgia y presto atención a lo bueno que la vida me regala. Trato de concentrarme en el presente, disfrutando de la belleza y la dicha que el día de hoy pueda ofrecerme. Durante el transcurso de las peripecias que os estoy relatando, aprendí que la felicidad reside en el ahora. El pasado sólo trae melancolía y el futuro ansiedad. El concepto «tiempo» es una trampa que la mente nos tiende para distraernos del presente y así poder jugar a su antojo viajando por un pasado que ya no existe y por un futuro que, tal vez, jamás llegue a concretarse. Sólo existe, con certeza, el presente. Y aquel que logre centrar su cuerpo, su mente y su espíritu en el momento actual, aquel que consiga escapar del juego insidioso de la mente, podrá disfrutar de la vida, porque vivir es estar aquí y ahora. Más adelante desvelaré quiénes me enseñaron éste y otros secretos: los secretos de la armonía interior.

Aquí y ahora, en esta modesta granja de Brasil, no tengo preocupaciones ni problemas dignos de ser reseñados. Sin embargo, cada día se me aparecen decenas de pequeñas razones para seguir ligado a la vida, múltiples causas de alborozo. Tal vez en España también se me presentaban, pero no podía apreciarlas. Estaba demasiado preocupado sufriendo anticipadamente por desgracias que nunca llegaron a ocurrirme. Mi cabeza estaba cerrada al gozo de las cosas sencillas. Ahora mi mente es un espacio abierto en el que toda sensación y todo sentimiento benévolos tienen cabida. Muchas veces, la felicidad consiste, simple y llanamente, en dejar que las cosas que tienen que suceder sucedan.

Barcelona. Octubre de 2009

Por fin amaneció un día soleado. Tras correr cuarenta y cinco minutos por el Parque de la Ciudadela y hacer unas flexiones (hábito que no había prodigado demasiado en las últimas jornadas), me aseé y me marché hacia la Jefatura. Dejé a Lucía, como de costumbre, durmiendo plácidamente en nuestra cama. Aquellos últimos días nuestra relación se había enfriado mucho. Mi cabeza estaba absorta en el asunto de la prostitución infantil, por lo que había descuidado la atención hacia mi novia. Ella acusaba esta actitud, puesto que era una mujer extremadamente sensible que absorbía y hacía suya toda vibración (positiva o negativa) procedente del entorno. Yo era consciente de ello, pero no disponía de energía vital extra para dedicársela. Confiaba en que, una vez se resolviese el tema de los pederastas, todo volviera a su cauce.

Llamé al Guti desde mi despacho, citándolo en La Cucaracha a las once de la mañana. Bajé a pie desde la Jefatura hasta la Barceloneta con la esperanza de que el sol matutino aclarara mis ideas y me ayudara a exponer mis planes de forma convincente. Iba a ser una tarea ardua, porque mi «confite» se las sabía todas en lo relativo al mundo del hampa y no querría implicarse en la investigación más de lo estrictamente necesario. Y lo que yo le iba a pedir excedía con creces lo que el Guti estimaba «estrictamente necesario» y, además, entraba en colisión con la conservación de su integridad física.

Tras el reflexivo paseo, entré en La Cucaracha. No había nadie en el local a excepción del camarero y del Guti, que se encontraba sentado en la mesa del encuentro anterior, adoptando la misma actitud vigilante y desconfiada. Pedí un cortado.

—¿Qué tal, Guti? ¿Alguna novedad?

—Alguna. Y poco tranquilizadora.

—Cuenta.

—El rumano, Dimitri, insiste en saldar la deuda llevándome a esas fiestas para degenerados.

—Bien, eso nos interesa.

—Te interesará a ti. Porque ya me huelo que el rumano no tiene un clavel y que no voy a ver un duro.

—¿Más noticias? —pregunté.

—Sí. Insiste en que las veladas son de absoluta confianza, que asisten las autoridades que te comenté la otra vez y que la banda que las organiza, compuesta principalmente por rusos, tiene todo tipo de contactos a nivel internacional. Me ha remarcado que son muy violentos y que no es la primera vez que le dan matarile a alguien por irse de la lengua. La verdad, no me ha molado nada la forma en que me ha mirado cuando me explicaba cómo se deshacen de los chivatos. Según Dimitri, los torturan antes de matarlos, para averiguar a quién han ido con el soplo. Y si han ido con el santo a algún policía, digamos al inspector Fulano, pues van y se pelan al inspector Fulano, al que previamente también torturan para averiguar quién más conoce el asunto. Y a todo aquel que sabe del tema, lo someten a juicio sumarísimo, tormento y entierro en un santiamén.

—No te creas todo lo que te diga ese rumano. No existe ninguna noticia de ese tipo en España.

—Porque se acaban de instalar en nuestro país. ¿Sabes cómo comienzan la tortura? —preguntó el Guti.

—Sorpréndeme.

—Sacándote un ojo con un destornillador, así, sin vaselina. Nada de insultos, amenazas, romperte un dedo... En fin, que empiezan sin calentamiento, sin prolegómenos, a lo bestia.

—Ya será menos —dije para tranquilizarle.

—Que no, Ignacio, que éstos de los países del Este son así de animales. Que no tienen sentido de la medida.

La conversación estaba tomando unos derroteros que no convenían a mis propósitos. El Guti parecía realmente amedrentado por la posibilidad de que algún miembro de la banda criminal descubriese su delación. Y yo necesitaba que se mantuviera en contacto con el rumano para el buen fin de la investigación.

—Pero no dejaremos que se vayan de rositas, ¿no, Guti?

—¿No me has oído? Torturan y matan al chivato, al policía, al juez y a cualquiera que interfiera en sus negocios. Le cortarían una oreja a su mismísima madre por una camiseta de Dolce & Gabbana.

Al Guti no le podía engatusar con juegos de palabras ni con floridos rodeos, así que fui directo al meollo del asunto:

—Guti, tengo un plan.

—Pues me alegro. Te deseo suerte.

—La cosa es que tú formas parte del plan.

—No he debido de explicarme bien. ¡Te sacan un ojo antes de darte los buenos días! —exclamó.

—No seas llorica, Guti. Estarías protegido en todo momento.

—¿Por la policía? ¡Pero si el jefe superior, acompañado de su lugarteniente, está allí montándose a las niñas!

—Primero: no sabemos si eso es verdad o sólo una fantasía del rumano. Segundo: aunque así fuera, estoy preparando un equipo de gente de confianza que, sin conocimiento de los superiores, intervendrá en la investigación y te dará protección cuando sea necesario. Piensa una cosa: si lo que dice el rumano es cierto y tú cayeras, el siguiente pasaporte para el cementerio sería el mío, porque no creo que tú soportaras en silencio una cirugía ocular con destornillador.

—Mira, Ignacio, si tú estás loco y tienes prisa por llegar antes de hora al otro barrio, me parece perfecto. Pero a mí no me espera nadie en el más allá, así que prefiero quedarme en el más acá.

—Guti, están destrozando la vida de un montón de niñas. Y puede que haya autoridades del Estado involucradas en esta barbaridad. Tú mismo me dijiste que había que hacer algo, que eran unas criaturas. Me pediste que actuara. No pidas a los demás lo que no estés dispuesto a hacer tú.

Una sombra de duda cruzó por los ojos del Guti. Mis palabras le habían dolido. Comenzó a rascarse lentamente la incipiente barba que asomaba en sus mandíbulas de acero, mientras fijaba la vista en una mancha de la mesa. Decidí seguir hurgando en la herida:

—Guti, tú tienes una hija de doce años, ¿no? Piensa en ella.

—No me vengas con chantajes emocionales —respondió en voz baja, esquivando mi mirada—. Claro que pienso en ella. Pienso que no quiero dejarla huérfana.

—Escucha, joder: son niñas como tu hija. Como tu hija. Tú puedes ayudarlas. Y te protegeremos.

El Guti seguía meditabundo, debatiéndose internamente en una lucha moral de incierto resultado. Se rascaba tan fuerte las mandíbulas que parecían a punto de sangrar. Durante lo que se me antojó una eternidad, mantuvo la vista fija en la mesa, el gesto concentrado y el entrecejo fruncido. Al fin, alzó la mirada.

—Cuéntame el plan. No te prometo nada, Ignacio. Cuéntame el plan, déjamelo pensar y te digo algo.

Hasta cierto punto, me sentía mal por enredarle en esta peligrosa investigación. Me hacía cargo de que tenía una mujer y una hija a las que mantener y, además, le tenía aprecio por la colaboración fiel que me había prestado a lo largo de los años. Pero no había alternativa. Sin el Guti no había caso.

Tras resumirle mi plan y hacerle prometer que me daría una respuesta en el plazo más breve posible, salí de La Cucaracha y me dispuse a dar un paseo por la playa de la Barceloneta. El clima era benigno y resultaba agradable deambular sin rumbo fijo, pero con el mar a la vista, dejando a la conciencia divagar entre el arrullo y la espuma de sus olas. La cercanía del Mediterráneo tendría que haber templado mi ánimo, pero mi cabeza estaba en ebullición, incapaz de centrarse en la hermosura del mar otoñal en calma, en la suave brisa y en la innegable belleza del paisaje que se abría ante mis ojos como una flor que ofrece su perfume. Mi mente no estaba instalada en el presente, sino repasando obsesivamente los acontecimientos pretéritos y anticipando las mil alternativas que el porvenir podía deparar. Mi corazón se debatía entre el inconfesable anhelo de que el Guti declinase tomar parte en la investigación (en cuyo caso, el asunto estaba muerto y enterrado) y el noble propósito de desenmascarar a la banda delictiva. Me sentía culpable por intentar involucrar al Guti, por mi cobarde deseo de que se negara a seguir adelante y por el miedo egoísta a truncar mi carrera profesional y poner en riesgo mi integridad física.

Mientras estas elucubraciones ocupaban mi vagabundeo por los aledaños de la playa, una inquietante pero no desconocida sensación comenzó a adueñarse de mi cuerpo: otra vez volvía a sentir palpitaciones en el pecho, cosquilleo en las manos y una extraña percepción de irrealidad. Me senté en un banco, frente al mar, tratando de respirar despacio para recobrar la serenidad, pero la angustia se había enseñoreado de mi persona, usurpando todo su volumen. Pensé que iba a desmayarme. Cerré los ojos y agaché la cabeza. De repente, una mano se posó sobre mi hombro.

—Ignacio, ¿te encuentras bien?

Levanté la vista, haciendo un esfuerzo por reconocer a mi interlocutor, e intenté que mis palabras fluyeran de forma natural, sin señales de nerviosismo que evidenciaran mi lamentable estado emocional:

—Jesús. ¡Qué alegría verte!

Jesús Pueyo era un amigo de la infancia, uno de los poquísimos que conservaba de mi niñez y adolescencia en Pamplona. Sus quehaceres profesionales (igual que a mí) le habían llevado hasta la capital catalana, donde residía hacía muchos años ejerciendo como psiquiatra. Conservábamos una entrañable relación, una sincera amistad que procurábamos cultivar mediante frecuentes encuentros en los que, alrededor de una mesa cubierta de viandas y abundantes licores, discutíamos sobre política, historia, amor, nuestros proyectos, nuestros problemas, nuestros fracasos y nuestros éxitos. Jesús era una de esas personas tonificantes cuya conversación y compañía constituyen, per se, un eficaz relajante para el cuerpo y el alma. Era un hombre de profunda cultura y que siempre conservaba un halo de misterio, por lo que causaba la sensación de saber algo más de lo que decía y de callar interesantes facetas de su vida.

—¿Te ocurre algo? Tienes mal aspecto.

—Pues, sí, Jesús, me ocurre algo. Un problema profesional del que no sé cómo salir.

—¿Te has metido en algún lío?

—Si te refieres a algo ilegal o inmoral, no. Me han dado un chivatazo que podría traerme consecuencias pero que me veo obligado a investigar. Estoy asustado y no puedo pensar en otra cosa.

—¿Algún síntoma físico cuando piensas en ese asunto?

—Taquicardia, sudoración, palpitaciones...

—Entiendo.

Jesús era un hombre tranquilo que solía ponderar todas las circunstancias antes de emitir una opinión. Se mantuvo mudo durante unos instantes. Finalmente, mirándome directo a los ojos, se decidió a hablar: