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LA MUDANZA

¿Con qué me quedo?

Javier Saura

A Inés y Alejandra,
para que encuentren su valor real de las cosas.

Matrioshka: juguete de madera que consiste en una muñeca hueca, que tiene en su interior otra igual pero más pequeña, y así sucesivamente hasta llegar a la más pequeña que es maciza.

Deseo

Sincero es el que calla y no se miente,

el que solo hace tratos con la vida si los siente,

sincero es el valiente,

que conoce sus deseos.

Valiente es el que avanza, arriesgando,

el que viaja con poca cosa y va dejando,

valiente es el honesto,

que lucha por sus deseos.

Honesto es el que hace y no el que dice,

el que se esfuerza de verdad y elige,

honesto es el que triunfa,

que cumple sus deseos.

Triunfar no es ganar, no es tener, no es poder,

es vivir todos los días.

Triunfador es el sincero, que es valiente y que es honesto,

triunfar es ser feliz, y es mi deseo.

David Puebla

Por qué he escrito este libro

Alejandra, Inés:

Vuestra madre y yo decidimos separarnos un domingo por la noche, en la terraza, mientras dormíais. Al día siguiente, después de llevaros al colegio, hice mi equipaje. Con el fin de que notarais el cambio lo mínimo posible, solo me llevé mi ropa y mi guitarra. Nada más. Ni siquiera un lápiz.

Por razones económicas, me fui a vivir temporalmente a casa de los abuelos. Al cabo de un año, conseguí el piso de una habitación que conocéis, en el que sigo viviendo, y que no tengo intención de cambiar.

Cuando me dieron las llaves de mi nueva casa, estaba completamente vacío, pero tenía tantas ganas de estrenarlo que ese mismo día compré un colchón y ropa de cama, los puse en el suelo y me quedé a dormir. Al despertar no tenía ni leche ni dónde beberla, así que fui a comprar un menaje básico y algo de comida. Con una tabla y una borriqueta improvisé una mesa baja que, tapada con un mantel y unos taburetes, se convirtió en un comedor japonés.

Mi casa era, según los baremos actuales, la de un fracasado. Nada más lejos de la realidad. Los primeros días descubrí las ventajas de una instalación tan sencilla. No había nada que ordenar, nada que recoger. Cuando llegaba a casa podía sentarme a tocar la guitarra, a leer o ducharme y salir a cenar. Mi casa no pedía nada. Tan solo me daba.

Pasaron las semanas y, salvo una alfombra de los abuelos, un altavoz que me regaló el tío Jorge, algunos libros y un par de candelabros, allí no entró nada más.

Al cabo de seis meses, cenando a la luz de las velas me puse a recordar los objetos que había dejado en vuestra casa. ¿Con la buena relación que tenía con vuestra madre –y seguimos teniendo–, por qué no le pedía algunas cosas más?

Saqué el móvil para hacer una lista. Al cabo de un buen rato, la pantalla seguía en blanco. ¿Qué podía necesitar? me preguntaba, pero no había respuesta, así que cambié el planteamiento. Era mejor recordar qué había por la casa y seguro que así encontraría algo para mi lista. Abrí mentalmente armarios y cajones, pero su contenido se había borrado de mi memoria. No conseguí recordar nada más que enjambres de cables de ordenador y de audio, grapadoras, folios y cosas por el estilo. Nada que necesitase, así que olvidé la idea.

Al principio supuso una alegría descubrir que era capaz de vivir con poco. Además, me alivió el hecho de no tener que pasar por esa escena del reparto. Sin embargo, la inevitable y consiguiente deducción me hundió: vuestra madre y yo habíamos estado trabajando toda nuestra juventud para ganar dinero y comprar todos aquellos objetos que ahora me alegraba no tener. Y no solo eso. Los fines de semana, de tienda en tienda, de la Ciudad del Mueble a IKEA, de Leroy Merlin a Media Markt, eligiendo, cargando, montando, colocando. ¿Recordáis la casa tan grande que teníamos? En ella nos cupo todo lo que se podía comprar. Objetos y más objetos con el fin de conseguir formar un hogar. Y lo conseguimos, pero a qué precio. No solo fue tiempo y dinero. Perdimos algo más, aunque prefiero no hablar de eso.

Lo cierto es que al empezar de cero pude ver con distancia lo dañino del exceso de posesiones y empecé a cuestionar cada compra. «¿Realmente lo necesito?» me preguntaba con cada vaso, con cada lámpara. «Ese cuadro quedaría muy bien en el salón, pero, ¿lo necesito? Si no pongo algo, tendré una casa vacía y fría» pensaba. Me obsesioné tanto que empecé a clasificar los objetos por lo que me daban y lo que me quitaban. «A ver, con ese cuadro mi casa será más agradable, pero a cambio tendré que colgarlo, y para colgarlo necesitaré un martillo y un clavo, y para eso tendré que ir a la ferretería». ¿Cuánto tiempo perdería en total? ¿Cuánto me costaría el cuadro?

Después de infinidad de amagos de compra, la casa seguía desangelada. Tres años después, vuestro abuelo murió sin haber comido ni una sola vez en ella porque no tenía dónde sentarse. No podía vivir así. Mejor dicho, no quería.

Tras mucho observar, analizar, clasificar y calcular (probablemente algo más de la cuenta) encontré una posible vía de escape a mi bloqueo: las matemáticas. Lo que había atrofiado el exceso de filosofía minimalista, ahora debía remendarlo la ciencia. Necesitaba una fórmula que me dijese si cada compra me convenía o no. Balance positivo o negativo, era todo que quería. Así fue cómo surgió la calculadora de posesiones Gudthings. La base era simple: calcular cuánto tiempo y dinero me daba o me quitaba cada objeto.

Al cabo de cientos de compras ficticias (desde alfileres hasta aviones), y decenas de compradores imaginarios (desde un jubilado al que no le llega la pensión, hasta un joven heredero de una empresa petrolífera), los resultados comenzaron a ser más y más coherentes. La calculadora predecía cuánta felicidad proveería un objeto a su comprador. Increíble, ¿verdad? Por eso nadie lo creyó. «Eso no se puede medir», decían. Y con razón. ¿Cómo iban a creerlo sin entenderlo? Tener entre manos un algoritmo que tanto podía aportar y que se fuera a perder en el olvido era una idea que me angustiaba. Tenía que explicar por qué funcionaba. Solo quedaba una solución: escribir este libro.

Di a leer uno de los primeros borradores del manuscrito al tío Enrique y me animó a que siguiera. Sabéis que el tío Enrique dice lo que piensa, le pese a quien le pese. Aun así, dudé si lo habría dicho para no hundirme después de tanto esfuerzo. Pero cuál fue mi sorpresa cuando al cabo de pocas semanas él, la tía Isabel y Lucía se pusieron a hacer limpieza de trastos en su casa. Cuando me enseñó la foto de lo que habían desechado me asusté. La montaña cubría el suelo de su garaje. Fue entonces cuando me di cuenta de que al tío Enrique ya no le hacía falta la calculadora. Había aprendido a calcularlo instintivamente. Cuatro años me ha llevado y, ahora me doy cuenta: lo importante no era la fórmula, sino su planteamiento.

Hijas, perdonadme por haber llenado nuestra casa de ego. Al comprar todo aquello, pensé que estaba siendo exitoso. Al dejároslo, pensé que estaba siendo generoso. Ahora sé que fui un ignorante y un egoísta.

No cometáis el mismo error que yo. Por eso he escrito este libro.

Hay una vida mejor.

Prólogo

Leemos artículos y libros sobre cómo ser felices. Buscamos continuamente el secreto de la felicidad. Luchamos por ella, trabajamos por ella, nos sacrificamos por ella. A veces pensamos que es un bien supremo y lejano que solo algunos afortunados han nacido con la capacidad de disfrutarla y que para el resto es difícil de alcanzar. Está ahí arriba, lo sabemos. Estiramos los brazos y la tocamos. La tocamos durante un rato. Pasamos instantes felices, incluso inolvidables, pero no permanecen porque uno no puede estar todo el tiempo con los brazos estirados. Los necesitamos para trabajar, para comer, para cumplir con nuestras obligaciones.

Pues bien, la felicidad no está ahí arriba. Está debajo. De hecho, estamos sentados encima de ella. Y al estar sentados encima, no la vemos. Tan solo cuando nos levantamos para estirar los brazos pensando que está arriba, se libera y nos invade. Nos llena. Nos enamora. Nos gustaría que fuera así todo el tiempo, pero no podemos porque tenemos que llevar a reparar la sandwichera.

Estamos demasiado ocupados para la familia y los amigos, para hacer deporte, relajarnos, aprender a tocar un instrumento, pintar, ir a la montaña, pasear, leer, escribir un libro, ir a exposiciones, al cine, a conciertos, amar, ayudar, escuchar a los demás, reflexionar o hacer lo que nos dé la gana. En definitiva, para disfrutar de la vida. Pero siempre repetimos la misma cantinela: «me falta tiempo. No sé cómo hacen los otros. No me da la vida».

Nos compramos cosas para que nos ayuden a ser felices. Y, efectivamente, nos pueden ayudar. Nadie, ni Diógenes, consiguió vivir sin nada. Vivía dentro de una tinaja y tenía un manto, un báculo y una escudilla (aunque se deshizo del cuenco al ver a un niño beber haciendo un cuenco con sus manos). Inventamos y fabricamos objetos para que nos hagan la vida más fácil, más agradable o más divertida. Pero también hay que tener en cuenta otro aspecto: los grandes pensadores, desde Sócrates hasta Buda, han reflexionado sobre cómo los objetos que poseemos, de algún modo, también nos poseen. Y, al poseernos, nos convertimos en parte en sus esclavos. Por eso todos los grandes maestros defienden que el exceso de objetos nos aleja de la buena vida.

Nos esforzamos por comprar lo mejor posible; es decir, queremos poseer aquellos objetos que nos vayan a ayudar en nuestros propósitos. La desorientación surge cuando no estamos seguros de qué objetos van a participar positiva o negativamente en conseguir estos.

Rara vez un objeto es neutral: o bien nos ayuda a cumplir nuestros objetivos o bien entorpece nuestro camino. ¿Podríamos elaborar una lista universal de unos y otros? Rotundamente, no. Es imposible porque las metas personales de cada uno pueden ser distintas y, por tanto, las posesiones adecuadas son distintas para cada uno: a un agricultor una azada le ayuda, pero a un zapatero le entorpece.

Séneca, que conoció la abundancia, afirmó que la riqueza no es mala, pero que no debemos alejarnos demasiado de la pobreza. Podemos contrastar esta idea con lo que pregonan casi todos los gobiernos actuales, que viene a ser algo así como una regla de tres pasos:

Solo les falta decir que también es más ecológico.

Como dijo Sócrates, sería absurdo juzgar desde el punto de vista moral a alguien cuya ignorancia le ha llevado a actuar de manera errónea. De lo único que tal vez cabría hacerle moralmente responsable es de su propia ignorancia.

Como consecuencia de la reciente crisis económica mundial y del avance de las mediciones medioambientales, hemos aprendido que el consumismo exacerbado no es ni económica ni ecológicamente sostenible. A raíz de este nuevo aprendizaje hemos empezado a dar los primeros pasos hacia un nuevo camino en busca del bienestar. En 2011 Naciones Unidas invitó a sus miembros a medir la felicidad de sus habitantes y a usar el estudio para guiar sus políticas públicas. De esta admirable iniciativa surgió el World Happiness Report y Las Conferencias sobre Felicidad y Bienestar. La Felicidad Interior Bruta (FIB), indicador adoptado ejemplarmente por el gobierno de Bután cuya cultura está basada principalmente en el budismo, mide mejor la calidad de vida que el Producto Interior Bruto (PIB). Para la medición de la FIB se consideran nueve dimensiones: bienestar psicológico, vitalidad de la comunidad, cultura, salud, educación, diversidad medioambiental, nivel de vida, gobierno y uso del tiempo. Este libro trata del uso del tiempo, factor que sin duda afecta a todos los demás.

Ahora bien, al igual que el PIB se mejora incrementando el consumo individual, el FIB se mejora incrementando la felicidad y el bienestar individuales. ¿Y esto, cómo demonios se hace?

Para empezar, apreciando el presente. Mínimo, lo que dura una inspiración y una expiración. Y cuando hayas expulsado todo el aire, piensa que tienes que ir a la tienda de electrodomésticos a reparar la sandwichera.

A lo mejor se te ha ocurrido que puedes prescindir de la sandwichera y calentar el sándwich en una sartén; sin embargo, necesitarás una sartén.

¿Cómo podemos saber qué objetos debemos poseer y cuáles no? Sócrates reconoció que el conocimiento es condición de la libertad, y que la ignorancia, por el contrario, esclaviza, nos hace dependientes, nos ata ineludiblemente a algo o a alguien. Un individuo sin conocimiento de sí y del mundo en el que vive es como un barco a la deriva: no va donde quiere, sino que es arrastrado por los vientos y las mareas y por tanto no es libre.

Hay una parábola que dice: un señor va caminando y se cruza con otro que va a caballo. Le pregunta: ¿dónde vas sobre ese hermoso animal? El jinete responde: no lo sé, pregúntaselo al caballo. El jinete representa nuestra razón y el caballo nuestra emoción. Si dejamos que el caballo nos lleve donde quiera y además le permitimos que vea la televisión, entonces nos llevará al centro comercial. Necesitamos riendas para que la razón pueda negociar con la emoción. Y las mejores riendas que tenemos, las que más razón pura poseen, son las matemáticas. Por ello, la mejor manera de comprobar si la publicidad es sincera, es una fórmula matemática. El anuncio nos promete que comprando su producto vamos a vivir mejor.

Pues comprobémoslo matemáticamente. Y sí, se puede. En esta era de la información, la cantidad de datos recabados hacen posible el cálculo matemático de cuánta felicidad proveerá un objeto a su propietario. De eso va este libro y la calculadora de posesiones Gudthings.

Capítulo 1

El conflicto