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Título original: A NEW SCIENCE OF LIFE

© 1981, 2009 Rupert Sheldrake

© de la edición en castellano:

2011 by Editorial Kairós, S. A.

www.editorialkairos.com

© de la traducción del inglés: Marge - Xavier Martí Coronado y David González Raga

Primera edición: Febrero 1990

Primera edición digital: Noviembre 2011

ISBN: 978-84-9988-001-3

ISBN epub: 978-84-9988-123-2

Composición: Pablo Barrio

Todos los derechos reservados.

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Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita algún fragmento de esta obra.

A Dom Bede Griffiths, O.S.B.

Sumario

Portada

Créditos

Dedicatoria

Sumario

Prólogo a la segunda edición española

Las limitaciones de la biología mecanicista

Los campos morfogenéticos y los campos mórficos

La relación de los campos morfogenéticos con la física moderna

Las pruebas experimentales

Una nueva manera de hacer ciencia

Controversias

Introducción

1. Los problemas pendientes de la biología

1.1. El trasfondo del éxito

1.2. Los problemas de la morfogénesis

1.3. Conducta

1.4. Evolución

1.5. El origen de la vida

1.6. Las limitaciones de la explicación física

1.7. Psicología

1.8. Parapsicología

1.9. Conclusiones

2. Tres teorías sobre la morfogénesis

2.1. Investigación descriptiva y experimental

2.2. El mecanismo

2.3. El vitalismo

2.4. El organicismo

3. Las causas de la forma

3.1. El problema de la forma

3.2. Forma y energía

3.3. La predicción de los cristales

3.4. La estructura de las proteínas

3.5. La causación formativa

4. Campos morfogenéticos

4.1. Gérmenes morfogenéticos

4.2. Morfogénesis química

4.3. Los campos morfogenéticos como “estructuras de probabilidad”

4.4. Los procesos probabilísticos en la morfogénesis iológica

4.5. Gérmenes morfogenéticos en sistemas biológicos

5. La influencia de las formas anteriores

5.1. La constancia y la repetición de las formas

5.2. La posibilidad general de las conexiones causales transtemporales

5.3. La resonancia mórfica

5.4. La influencia del pasado

5.5. Implicaciones de la resonancia mórfica atenuada

5.6. Una prueba experimental con los cristales

6. La causación formativa y la morfogénesis

6.1. Morfogénesis secuencial

6.2. La polaridad de los campos morfogenéticos

6.3. El tamaño de los campos morfogenéticos

6.4. La creciente especificidad de la resonancia mórfica durante la morfogénesis

6.5. La conservación y la estabilidad de las formas

6.6. Una nota sobre el “dualismo físico”

6.7. Resumen de la hipótesis de la causación formativa

7. La herencia de la forma

7.1. Genética y herencia

7.2. Modificación de los gérmenes morfogenéticos

7.3. Vías alteradas de la morfogénesis

7.4. Dominancia

7.5. Semejanzas familiares

7.6. Las influencias del entorno y la resonancia mórfica

7.7. La herencia de los caracteres adquiridos

7.8. Experimentos con fenocopias

8. La evolución de las formas biológicas

8.1. La teoría neodarwiniana de la evolución

8.2. Mutaciones

8.3. La divergencia de las creodas

8.4. La supresión de las creodas

8.5. La repetición de las creodas

8.6. La influencia de otras especies

8.7. El origen de nuevas formas

9. Movimientos y campos motores

9.1. Introducción

9.2. Los movimientos de las plantas

9.3. Movimiento ameboidal

9.4. La morfogénesis repetitiva de estructuras especializadas

9.5. Sistemas nerviosos

9.6. Campos morfogenéticos, campos motores y campos conductuales

9.7. Los campos conductuales y los sentidos

9.8. Regulación y regeneración

9.9. Campos mórficos

10. Instinto y aprendizaje

10.1. La influencia de las acciones anteriores

10.2. El instinto

10.3. El estímulo signo

10.4. Aprendizaje

10.5. Tendencias innatas del aprendizaje

11. Herencia y evolución de la conducta

11.1. La herencia de la conducta

11.2. La resonancia mórfica y la conducta. Una prueba experimental

11.3. La evolución de la conducta

11.4. La conducta humana

12. Cuatro posibles conclusiones

12.1. La hipótesis de la causación formativa

12.2. Una versión modificada del materialismo

12.3. El yo consciente

12.4. El universo creativo

12.5. La realidad trascendente

Apéndice A. Nuevas pruebas para determinar la resonancia mórfica

A1. Los condensados Bose-Einstein

A2. Puntos de fusión

A3. Transformaciones de los cristales

A4. Adaptaciones en cultivos celulares

A5. Tolerancia al calor de las plantas

A6. La transmisión de la aversión

A7. La evolución de la conducta animal

A8. Memoria colectiva humana

Apéndice B. Los campos mórficos y el orden implicado

Notas

Bibliografía

Contraportada

PRÓLOGO A LA SEGUNDA EDICIÓN ESPAÑOLA

Este libro, cuya primera edición española vio la luz en 1989, gira en torno a la hipótesis de la causación formativa. En esta nueva edición, no sólo hemos revisado y actualizado el libro, sino que también hemos resumido los resultados de la reciente investigación realizada al respecto. El apéndice A presenta diez nuevas pruebas, mientras que el apéndice B incluye un diálogo en el que el autor y el físico David Bohm discuten sobre las relaciones existentes entre la causación formativa y la física moderna.

La hipótesis de la causación formativa sostiene que el funcionamiento de los organismos vivos está basado en los hábitos. Todos los animales y vegetales participan, al tiempo que contribuyen, al establecimiento de la memoria colectiva de su especie. Pero el funcionamiento basado en hábitos no se limita a los organismos, sino que también afecta a los cristales. La naturaleza, por otra parte, no se halla sujeta a leyes eternas perfectamente establecidas desde el momento del Big Bang, sino que sigue pautas de naturaleza fundamentalmente evolutiva. En este sentido, el proceso de la evolución cósmica discurre entre los extremos del hábito y la creatividad.

Los notables avances realizados, durante el último cuarto de siglo, en el ámbito de la biología, han aumentado la plausibilidad de esta hipótesis, poniendo de relieve al mismo tiempo las limitaciones de la visión convencional.

LAS LIMITACIONES DE LA BIOLOGÍA MECANICISTA

Durante la década de 1980, el tono de este libro no concordaba con el prevalente en el campo de la biología. El triunfo del mecanicismo parecía tan definitivo que había científicos que creían que la comprensión del código genético y el control de la síntesis proteica descubiertos por la biología molecular estaban a punto de revelarnos los secretos de la vida y que las nuevas técnicas de escáner cerebral no tardarían en permitirnos conocer el modo en que funcionaba la mente. La llamada “década del cerebro”, inaugurada en 1990 por el presidente George H.W. Bush, no sólo alentó el desarrollo de las neurociencias, sino que movilizó también el optimismo sobre el poder del escáner cerebral para revelarnos los secretos de nuestro ser más interno.1

Entretanto, el entusiasmo por la inteligencia artificial despertó la expectativa de que las nuevas generaciones de ordenadores no tardarían en rivalizar con las capacidades mentales del ser humano, hasta llegar incluso a superarlas. Si pudiésemos programar, en las máquinas, la inteligencia y la conciencia, los misterios finales acabarían resolviéndose. En tal caso, la vida y la mente podrían explicarse en términos de maquinaria molecular y neuronal, el reduccionismo camparía a sus anchas y todos aquellos que siguieran creyendo en la existencia de algo que trascendía los límites de la ciencia se verían obligados a quedarse quietecitos y guardando silencio en un rincón.

Resulta difícil recordar el clima de excitación y entusiasmo que caracterizó los años ochenta, cuando la aparición de nuevas técnicas prometía la clonación de genes y el descubrimiento de la secuencia de las “letras” que componen el “código genético”. La biología parecía haber llegado a su punto culminante, a punto de descubrir el manual de instrucciones de la vida que permitiría a los biólogos modificar genéticamente plantas y animales y enriquecerse hasta un punto anteriormente inimaginable. Los titulares de los periódicos informaban casi a diario de algún que otro descubrimiento “revolucionario”: «Los científicos han descubierto genes que ayudan a combatir el cáncer», «La terapia genética ofrece esperanza a las víctimas de la artritis», «Los científicos descubren el secreto del envejecimiento», etc.

La nueva genética parecía tan prometedora que el amplio espectro de los investigadores de las ciencias biológicas –desde la zoología hasta la microbiología– se aprestaron a aplicar sus novedosas técnicas a su especialidad. El avance fue tan espectacular que abrió la posibilidad, tan amplia como ambiciosa, de identificar la secuencia de los genes que componen el genoma humano. Como dijo Walter Gilbert, de la Universidad de Harvard: «La búsqueda del “Santo Grial” de nuestra identidad biológica está a punto de alcanzar su fase culminante. El objetivo último consiste en el logro de todos los detalles de nuestro genoma». Así fue como, en la década de 1990, se puso formalmente en marcha, con un presupuesto de 3.000 millones de dólares, el Proyecto del Genoma Humano.

Este proyecto reflejó también el deliberado intento de que la biología que, hasta entonces, se había movido en una dimensión más bien artesanal, empezase a ser considerada también una “gran ciencia”. El presupuesto destinado a la física era inmenso debido, en gran medida, a la Guerra Fría, que asignaba verdaderas fortunas al desarrollo de los misiles, la bomba de hidrógeno, la llamada “guerra de las galaxias”, los aceleradores de partículas, el programa espacial y el telescopio espacial Hubble. Los biólogos se habían pasado la vida envidiando a la física y anhelaban, en consecuencia, una época en la que la biología alcanzase un prestigio merecedor de presupuestos igualmente multimillonarios. A todas estas expectativas pretendía responder el Proyecto del Genoma Humano.

La especulación también condujo, durante la década de 1990, a un boom en el sector biotecnológico que alcanzó su punto culminante en el año 2000. Pero es que, además del Proyecto del Genoma Humano oficial, Celera Genomics contaba con otro proyecto privado, dirigido por Craig Venter, cuyo objetivo consistía en patentar y gestionar comercialmente los derechos de centenares de genes humanos. No es de extrañar que su valor en el mercado, como el de muchas otras empresas dedicadas al ámbito de la biotecnología, se disparase, durante los primeros meses de 2000, hasta alcanzar cotas de auténtico vértigo.

Resulta paradójico que la rivalidad entre el proyecto público del genoma humano y el proyecto privado de Celera Genomics acabase provocando, antes de haber completado la identificación de la secuencia del genoma, el estallido de la burbuja biotecnológica. En marzo de 2000, los líderes del proyecto público del genoma declararon que toda la información que descubriesen sería de dominio público. Ese comentario llevó al presidente Clinton a afirmar, el 14 de marzo de 2000, que: «Nuestro genoma, el libro en el que está escrita la vida humana, pertenece a todos y cada uno de los miembros de la especie [...]. Debemos asegurarnos de que los beneficios de la investigación realizada sobre el genoma humano no se midan en dólares, sino en términos de la mejora de la vida humana».2 Cuando la prensa informó de que el presidente pensaba restringir las patentes genómicas, la reacción de la bolsa fue espectacular. En palabras de Venter, hubo una «depresión terrible». En sólo dos días, Celera perdió 6.000 millones de dólares y el mercado biotecnológico cayó en picado, perdiendo unos 500.000 millones de dólares.3

Como respuesta a esta crisis, el presidente Clinton se vio obligado, al día siguiente de su discurso, a emitir un comunicado señalando que su afirmación no había pretendido tener el menor efecto sobre la patente de los genes o la industria biotecnológica. Pero lo cierto es que el daño ya estaba hecho. Posteriormente se patentaron muchos genes, pero fueron muy pocos los que resultaron beneficiosos para las empresas poseedoras de la patente.

El presidente Clinton y el primer ministro británico Tony Blair, junto a Craig Venter y Francis Collins, director del proyecto oficial del genoma humano anunciaron, el 16 de junio de 2000, la presentación del primer esbozo del genoma humano. En una conferencia de prensa que tuvo lugar en la Casa Blanca, el presidente Clinton dijo: «Hoy nos hemos reunido para celebrar la conclusión del primer estudio del genoma humano completo. No tengo la menor duda de que se trata del mapa más importante y maravilloso que haya producido nunca el ser humano».

Este asombroso logro ha modificado, aunque no del modo en que creíamos, la visión que tenemos de nosotros mismos. La primera gran sorpresa fue que hubiese tan pocos genes. En lugar de los 100.000 o más que se esperaban, el número final de cerca de 25.000 resultaba muy enigmático, y más todavía si los comparamos con los genomas de otros animales mucho más rudimentarios que el ser humano, como la mosca de la fruta (cerca de 17.000) y el erizo de mar (unos 26.000). Esos números se ven claramente superados por muchas especies de plantas como el arroz, por ejemplo, que tiene cerca de 38.000.

En el año 2001 Svante Paabo, director del proyecto del genoma del chimpancé, advirtió que, cuando se completase, sería posible comparar ambos genomas e identificar «los interesantes requisitos genéticos que nos diferencian de otros animales». Pero cuando, cuatro años más tarde, acabó publicándose la secuencia del genoma del chimpancé, su comentario fue bastante menos elocuente: «Difícilmente podemos advertir, en todos estos datos, lo que nos diferencia tanto del chimpancé».4

El clima, durante estos primeros años del Proyecto del Genoma Humano, ha cambiado, pues, considerablemente. La vieja creencia afirmaba que, cuando los biólogos moleculares conocieran el “programa” que hace que un organismo sea lo que es, entenderíamos la vida. Pero lo cierto es que cada vez somos más conscientes del abismo que separa la secuencia genética del modo en que los organismos vivos crecen y se comportan. Ése es, precisamente, el abismo que el presente libro aspira a salvar.

Son varios, entretanto, los golpes que ha recibido el optimismo de los inversores. Después del estallido, en el año 2000, de la burbuja biotecnológica, muchas empresas que participaron en el auge que tuvo lugar durante los noventa, acabaron abandonando el sector o viéndose devoradas por las grandes organizaciones farmacéuticas o químicas. Pocos años después, los resultados económicos resultaban todavía más desalentadores. Un artículo publicado en 2004 en Wall Street Journal se titulaba «Terrible balance para las empresas del mercado biotecnológico. Las pérdidas superan los 40.000 millones de dólares».5 El artículo en cuestión afirmaba que, «aunque la biotecnología [...] todavía puede convertirse en un motor del desarrollo económico y curar enfermedades mortales, resulta difícil seguir creyendo que se trate de una buena inversión. No es tan sólo que lleva décadas obteniendo números rojos, sino que el balance parece ser cada vez más negativo».

A pesar de estos decepcionantes resultados económicos, la inmensa inversión en biología molecular y biotecnología ha tenido efectos muy diversos en la práctica de la biología, aunque sólo sea por la creación, en ese ámbito, de muchos empleos. La extraordinaria demanda de graduados en biología molecular y en doctorados en este campo ha transformado por completo la enseñanza de la biología. El enfoque molecular predomina en la actualidad en las universidades y los institutos. Entretanto, las páginas de publicaciones científicas punteras como Nature están saturadas de publicidad de aparatos que se dedican a secuenciar genes, sistemas de análisis de proteínas e instrumentos de clonación celular.

Pero el énfasis en el enfoque molecular evidencia cada vez más sus limitaciones. La secuenciación de los genomas de un número cada vez mayor de especies de animales y plantas, junto a la determinación de las estructuras de miles de proteínas, están llevando a los biólogos moleculares a verse desbordados por sus propios datos. Y no hay prácticamente límite al número de genomas que pueden secuenciarse o proteínas que pueden analizarse. Los biólogos moleculares confían cada vez más en que los especialistas del nuevo campo de la bioinformática acabarán recopilando y dando sentido a una masa desbordante de información que carece de precedentes en la historia. Pero parece bastante improbable que los informáticos, que poco o nada saben de biología, puedan proporcionarnos intuiciones iluminadoras que quedan fuera del alcance de los biólogos moleculares.

Son otras las sorpresas que nos han deparado los avances realizados en el campo de la biología molecular. Durante la década de 1980 hubo una gran excitación cuando se descubrió, en la mosca de la fruta, una familia de genes llamados genes “homeobox”. Estos genes determinan el lugar en que se instalarán, en el embrión o la larva, las extremidades u otros elementos del cuerpo y parecen controlar la pauta de desarrollo de diferentes partes del cuerpo. Mutaciones en estos genes pueden acabar desembocando en el desarrollo de partes del cuerpo extras y no funcionales.6 A nivel molecular, los genes homeobox operan a modo de plantillas para la fabricación de proteínas que desencadenan cascadas de otros genes. Al comienzo, se creyó que proporcionaban el fundamento de una explicación molecular de la morfogénesis y se consideró que era en ellos, precisamente, donde se hallaban los interruptores genéticos.

Pero las investigaciones realizadas en otras especies no tardaron en poner de manifiesto la extraordinaria semejanza existente, en animales completamente diferentes, de esos sistemas de control molecular. Son casi idénticos en las moscas, los reptiles, los ratones y los seres humanos. Así pues, aunque los genes homeobox desempeñen un papel muy importante en la determinación del plan corporal, no pueden, en sí mismos, explicar la forma de los organismos. Su similitud en los casos de la mosca de la fruta y del ser humano no pueden explicar las evidentes diferencias existentes entre ambos organismos.

Ha sido muy sorprendente descubrir que la diversidad de planes corporales existente entre grupos de animales muy diferentes no parece reflejarse en el mismo grado de diversidad genética. Como han señalado dos grandes biólogos moleculares del desarrollo: «Donde más variabilidad esperábamos encontrar es donde hallamos, precisamente, todo lo contrario, es decir, conservación y falta de cambio».7

El estudio de los genes implicados en la regulación del desarrollo forma parte del nuevo campo denominado biología evolutiva del desarrollo o, abreviadamente, evodevo. Una vez más, el triunfo de la biología molecular ha demostrado que la morfogénesis, es decir, la creación de formas concretas, sigue eludiendo la explicación molecular. Por ello, la idea de campo morfogenético resulta, en la actualidad, más importante que nunca.

LOS CAMPOS MORFOGENÉTICOS Y LOS CAMPOS MÓRFICOS

En este libro hablamos de campos morfogenéticos, es decir, de los campos que organizan las moléculas, los cristales, las células y, en realidad, todos los sistemas biológicos. También hablamos de los campos que organizan la conducta animal y la conducta de los grupos sociales. Así, mientras que los campos morfogenéticos influyen en la forma, los campos conductuales influyen en la conducta. Los campos que organizan los grupos sociales, como las bandadas de pájaros, los bancos de peces y las colonias de termitas se denominan campos sociales. Todos esos campos son campos mórficos, que poseen una memoria interna establecida por resonancia mórfica. Los campos morfogenéticos, es decir, los campos que organizan la génesis de la forma, constituyen una modalidad mayor de los campos mórficos, como especies dentro de un género. En mi libro La presencia del pasado,8 exploro la naturaleza mayor de los campos mórficos en sus contextos conductual, social y cultural y sus implicaciones para la comprensión de la memoria tanto animal como humana. En él sugiero que nuestra memoria no depende tanto de rastros materiales almacenados en nuestro cerebro como del fenómeno de la resonancia mórfica.

LA RELACIÓN DE LOS CAMPOS MORFOGENÉTICOS CON LA FÍSICA MODERNA

Una de las paradojas de la ciencia del siglo XX fue que la teoría cuántica provocó un cambio revolucionario de perspectiva en el campo de la física, que puso de relieve los límites de la visión reduccionista, mientras la biología, por el contrario, se movía en la dirección contraria, alejándose de los enfoques holísticos y acercándose a un reduccionismo cada vez más estrecho. Como dijo, en cierta ocasión, el físico cuántico Hans-Peter Dürr:

«El énfasis original en la totalidad al considerar los seres vivos, su forma y su gestalt se ha visto reemplazado por una descripción fragmentadora y funcionalista en la que la explicación de la secuencia de eventos se centra en las sustancias, la materia y sus bloques de construcción, las moléculas y sus interacciones. Pero lo más sorprendente de este acercamiento del holismo e incluso del vitalismo a la biología molecular es que, pocas décadas después (y no antes), tuvo lugar, durante el primer tercio del siglo pasado, en el ámbito de la microfísica, es decir, en los fundamentos de la ciencia natural, un profundo cambio en la dirección opuesta. Ese cambio puso de manifiesto las limitaciones de la visión fragmentadora y reduccionista, al tiempo que evidenció, en la sustancia divisible, aspectos curiosamente holísticos».9

Muchos biólogos siguen tratando de reducir el fenómeno de la vida y de la mente a la física mecanicista del siglo XIX, pero lo cierto es que la física ha seguido avanzando más allá de ese punto. Y la verdad es que la física cuántica proporciona, a los campos mórficos, un entorno mucho más acogedor que la física clásica. De algún modo, los campos mórficos deben interactuar directamente con los campos electromagnéticos y cuánticos, imponiendo pautas sobre sus, de otro modo, difusas actividades..., aunque todavía no está claro el modo concreto en que tiene lugar esta interacción. Un posible punto de partida al respecto quizás se halle en la noción de “orden implicado” esbozada por el físico cuántico David Bohm:

«En el orden envuelto o implicado, el espacio y el tiempo ya no son los factores determinantes de la relación de dependencia o independencia existente entre los diferentes elementos. Entonces es posible un tipo completamente diferente de conexión básica entre los elementos que, trascendiendo tanto nuestra idea ordinaria del espacio y el tiempo como la idea de la existencia de partículas materiales entrelazadas que existen de manera separada, constituyen formas derivadas de un orden más profundo. Estas nociones ordinarias aparecen, de hecho, en lo que se denomina orden “explicado” u orden “desplegado”, que es una forma especial y diferente contenida dentro de la totalidad general del orden implicado.»10

El orden implicado presupone un tipo de memoria que se expresa a través de los campos cuánticos y que, hablando en términos generales, resulta compatible con las ideas expuestas en este libro. Los lectores interesados pueden ver, en el apéndice B de este libro, un diálogo entre el autor y David Bohm en torno a los temas de la resonancia mórfica y el orden implicado.

Hans-Peter Dürr también ha señalado el modo en que «los procesos de la física cuántica pueden, en principio, encerrar un potencial provechoso para explicar los campos mórficos de Sheldrake».11

Otra posible relación entre la resonancia mórfica y los campos mórficos y la física moderna giraría en torno a dimensiones extras del espacio y el tiempo. Aunque el pensamiento que depende del sentido común se limite a las tres dimensiones del espacio características de la física newtoniana, la física ha avanzado y seguido agregando nuevas dimensiones. En su teoría de la relatividad general de 1915, Einstein nos presenta un espacio-tiempo tetradimensional. Durante la década de 1920, la teoría de Kaluza-Klein expandía, en un intento de descubrir una teoría que unificase los campos gravitatorio y electromagnético, el espacio-tiempo a cinco dimensiones. La moderna expectativa de unificar los campos conocidos de la física, incluidas las fuerzas nucleares fuerte y débil, se centra hoy en día fundamentalmente en la teoría de las supercuerdas, que habla de diez dimensiones, o en la teoría M (abreviatura de teoría Master), que habla de once.12

Aunque el valor de la teoría de las supercuerdas y de la teoría M resulte discutible y todavía se halle en proceso de desarrollo, su misma existencia demuestra que esas dimensiones extras ya no caen dentro del dominio de la especulación esotérica, sino que forman parte de la corriente principal de la física moderna. Pero ¿qué valor tienen esas dimensiones adicionales y qué es lo que implican? Algunos físicos afirman que incluyen “campos de información” y que bien podrían contribuir, en consecuencia, a explicar los fenómenos de la vida y de la mente.13

Otro posible punto de conexión entre los campos mórficos y la física moderna tiene lugar a través del campo del vacío cuántico. Según la teoría cuántica estándar, todas las fuerzas eléctricas y magnéticas se ven mediadas por fotones virtuales que, emergiendo del campo del vacío cuántico, acaban desapareciendo en él. Todas las moléculas, pues, de los organismos vivos, todas las membranas celulares, todos los impulsos nerviosos y, en realidad, todos los procesos electromagnéticos y químicos dependen de fotones virtuales que emergen y se desvanecen dentro del campo vacío de la naturaleza que todo lo impregna. ¿Podrían los campos mórficos interactuar con los procesos físicos y químicos regulares a través del campo del vacío? Esto es, al menos, lo que especulan y llegan incluso a afirmar algunos teóricos.14

Este tipo de teorías puede ayudarnos a vincular los campos mórficos y la resonancia mórfica a la física del futuro. Nadie sabe, por el momento, el tipo de relación que existe entre la morfogénesis y la física, convencional o no convencional.

LAS PRUEBAS EXPERIMENTALES

Las pruebas experimentales de la resonancia mórfica que propuse en la primera edición de este libro se movían fundamentalmente en los dominios de la química y de la biología. Pero el mayor interés que despertó tuvo que ver con el reino de la psicología humana. Según la hipótesis de la resonancia mórfica, los seres humanos apelan a una memoria colectiva, de modo que algo aprendido por personas en un determinado lugar acaba facilitando el aprendizaje de personas ubicadas en el resto del mundo.

En 1982, la revista británica New Scientist patrocinó un concurso de recopilación de ideas para verificar esta hipótesis y todas las ideas ganadoras procedían del ámbito de la investigación psicológica. Al mismo tiempo, un grupo de expertos estadounidenses, el Tarrytown Group de Nueva York, ofreció un premio de 10.000 dólares para la prueba que mejor sirviera para corroborar esta hipótesis. De nuevo, en este caso, los ganadores procedían del reino de la psicología y proporcionaron evidencias que apoyaban la hipótesis de la resonancia mórfica. Todos estos resultados se vieron recopilados en mi segundo libro, titulado La presencia del pasado (1988).

En el apéndice A, presento los resultados de la reciente investigación realizada sobre la resonancia mórfica en los ámbitos de la psicología y la conducta animal y ofrezco un abanico de nuevas pruebas sobre la resonancia mórfica en los ámbitos de la física, la química, la biología, la psicología y la informática.

UNA NUEVA MANERA DE HACER CIENCIA

Desde la década de 1990, la mayor parte de mi investigación experimental se ha centrado en el papel desempeñado por los campos mórficos en la conducta social de los animales y el ser humano. En mis libros Siete experimentos que pueden cambiar el mundo (1994), De perros que saben que sus amos están camino de casa (1999) y El séptimo sentido (2003), resumo los estudios que, al respecto, he realizado sobre aspectos inexplicables de la conducta animal y humana. Estas investigaciones están más ligadas a los aspectos espaciales de los campos mórficos que a la resonancia mórfica, que es la que proporciona a estos campos su dimensión temporal o histórica.

Esta investigación es radical en dos sentidos diferentes, porque no sólo esboza un nuevo tipo de pensamiento científico, sino una nueva manera también de hacer ciencia. Éste es el tema principal que he abordado en Siete experimentos que pueden cambiar el mundo. Muchos de los experimentos destinados a verificar los campos mórficos son sencillos y baratos y demuestran que la ciencia ya no se halla necesariamente supeditada al monopolio del sacerdocio científico. La investigación realizada en las fronteras de la ciencia se encuentra actualmente abierta a la participación de estudiantes y de no profesionales.

Son ya miles los no profesionales que han contribuido a esta investigación, proporcionando historias relacionadas con capacidades inexplicadas de los animales y de los seres humanos, en pruebas en las que participan animales tales como perros, gatos, caballos y loros, y en experimentos con sus familiares y amigos o con compañeros de la escuela, el instituto o la universidad. Son decenas los proyectos esbozados por estudiantes sobre temas ligados a los campos mórficos, incluidos varios que han ganado premios en competiciones científicas. La mayor parte de esta investigación está resumida en De perros que saben que sus amos están camino de casa y El séptimo sentido.

Entretanto, cualquier lector que quiera participar en mi experimentación actual puede hacerlo a través del portal Online Experiments de mi website www.sheldrake.org. Algunos de los experimentos que presento ahí requieren el uso de Internet, mientras que, en otros, basta simplemente con el uso del teléfono móvil. Se trata de pruebas que pueden convertirse perfectamente en tareas para casa del instituto o de la universidad. Son divertidas de hacer, ilustran los principios de la estadística y del control experimental y constituyen una valiosa contribución a la investigación que, al respecto, está llevándose a cabo.

Parte de la investigación científica más innovadora se hallaba, en el pasado, en manos de aficionados. Charles Darwin, por ejemplo, jamás ocupó un cargo institucional, sino que trabajaba independientemente en su casa estudiando percebes, criando palomas y experimentando en el jardín con sus hijos. Él fue uno de los muchos investigadores independientes que, sin contar con una subvención ni estar sometido a la obligación de la presión conservadora de una revisión llevada a cabo por pares anónimos, hizo un trabajo sumamente original. Ese tipo de libertad resulta, en la actualidad, casi inexistente. La ciencia, desde finales del siglo XIX, ha ido profesionalizándose y, desde la década de 1950, ha habido una gran expansión de la investigación institucional. Pero son muy pocos, en la actualidad, los científicos independientes, el más conocido de los cuales es James Lovelock, el principal defensor de la hipótesis Gaia.

Cada vez son más favorables, sin embargo, las condiciones para una participación más generalizada en la ciencia. Son centenares de miles de personas las que hoy en día poseen una formación científica. El poder de la informática que, hasta no hace mucho, era patrimonio exclusivo de las grandes empresas resulta hoy accesible a casi todo el mundo. Internet posibilita un acceso a la información que, en las últimas décadas, resultaba impensable, al tiempo que proporciona un medio de comunicación que carece también de precedentes. Son muchas además, en la actualidad, las personas que tienen tiempo libre. Cada año, miles de estudiantes emprenden, como parte de su proceso de formación, proyectos de investigación científica y, en algunos casos, se trata de oportunidades auténticamente pioneras. Y son muchas las redes y asociaciones informales ilustrativas de modelos de comunidades de investigadores que se mueven por su cuenta, tanto dentro como fuera de las instituciones científicas.

La ciencia puede volver, como sucedió en sus estadios más creativos, a alimentarse de raíces. Y la investigación puede desarrollarse a partir del interés personal sobre la naturaleza de la naturaleza y del interés que moviliza a muchas personas hacia el estudio de la ciencia, antes de que se vea sofocada por las presiones de la vida institucional. Afortunadamente, el interés por la naturaleza es más intenso en los aficionados que en los profesionales.

Yo creo que la ciencia tiene que democratizarse, pero no sólo en las regiones fronterizas de la investigación controvertida, sino en otros dominios más convencionales. La ciencia, independientemente de que se haya movido en regímenes monárquicos, en estados comunistas o en democracias liberales, siempre ha sido elitista y poco democrática. En la actualidad, sin embargo, resulta cada vez más jerárquica, un rasgo que debe solucionarse.

El tipo de investigación que puede llevarse actualmente a cabo no tiene tanto que ver con la imaginación como con los comités de asignación de fondos. Y, lo que resulta todavía más importante, es que el poder de esos comités se concentra cada vez más en manos de viejos científicos con veleidades políticas, funcionarios del gobierno y representantes de las grandes empresas. Los jóvenes graduados con contratos provisionales constituyen una subclase científica cada vez más poblada. En Estados Unidos, la proporción de becas biomédicas otorgadas a los investigadores de menos de treinta y cinco años cayó en picado desde el 23% en 1980 hasta el 4% en 2003. Y hay que decir que ésas son malas noticias porque, en la medida en que la ciencia tiene más que ver con el ascenso en el escalafón profesional de la empresa y menos con surcar los cielos de la mente, la desconfianza pública en los científicos y en su trabajo parece crecer.

Una encuesta realizada en el año 2000 por el Gobierno británico sobre la actitud del público hacia la ciencia reveló que la mayoría de las personas creían que «la ciencia se halla impulsada por la empresa, ya que, en última instancia, todo tiene que ver con ganar dinero». Tres cuartas partes de los entrevistados coincidían en que «es importante la existencia de científicos que no estén atados al mundo empresarial». Más de dos terceras partes pensaban que «los científicos deberían escuchar más lo que piensa la gente normal y corriente». Preocupado por este alejamiento del público, el Gobierno británico afirmó estar interesado, en 2003, en fomentar «el diálogo entre la ciencia, la política y el público». En los círculos oficiales, la moda cambió de un modelo del “déficit” en la comprensión pública de la ciencia –que considera que la clave de todo radica en la educación– a un modelo de “compromiso” entre la ciencia y la sociedad.

Para movilizar, no obstante, la implicación del público no científico, no hay que dejar exclusivamente la decisión de asignar los fondos en manos de un comité de expertos. Durante los años 2003 y 2004 presenté una propuesta, todavía más radical, en las revistas New Scientist15 y Nature,16 respectivamente, que consistía en dedicar un pequeño porcentaje del presupuesto público dedicado a la ciencia, un 1%, pongamos por caso, a investigaciones propuestas por personas legas.

¿Qué cuestiones serían de interés general? ¿Por qué no preguntárselo? ¿Por qué no recavar la opinión al respecto de organizaciones benéficas, escuelas, autoridades locales, sindicatos, grupos medioambientales y asociaciones de jardinería? Es muy probable que la misma propuesta de investigación alentase, dentro de las distintas organizaciones, un debate de largo aliento que incentivase, en muchos sectores de la población, la sensación de participación.

Para evitar que ese 1% se viese devorado por el establishment científico, debería ser administrado, como sucede en muchas investigaciones de orden benéfico, por una junta compuesta por no científicos. De este modo, la financiación no se hallaría restringida a las áreas ya cubiertas por el 99% de los fondos públicos destinados a la ciencia. Y podría mantenerse, por ejemplo, durante un plazo de cinco años y abandonarse en el caso de que se demostrase su inutilidad. Pero si, por el contrario, el experimento en cuestión tiene resultados positivos, despierta la confianza pública en la ciencia o alienta el interés entre los estudiantes, podría aumentarse el presupuesto asignado a esa partida. Creo que esta nueva aventura convertiría a la ciencia en algo más atractivo para los jóvenes, estimularía el interés en el pensamiento científico y en la corroboración de hipótesis y contribuiría también a romper el lamentable divorcio existente entre la ciencia y el público en general.

CONTROVERSIAS

La publicación, en 1981, de la primera edición inglesa de Una nueva ciencia de la vida despertó un gran debate sobre las nociones de campo morfogenético y de resonancia mórfica. Al cabo de varios meses, un editorial hoy en día muy conocido apareció en la primera página de Nature. Bajo el título «¿Un libro para la hoguera?», el editor condenaba mis propuestas en un ataque sin paliativos:

«Ni los malos libros deberían ser quemados. Libros como Mein Kampf han acabado convirtiéndose en documentos históricos para personas interesadas en la patología política. Pero ¿qué podríamos decir con respecto al libro del doctor Rupert Sheldrake titulado Una nueva ciencia de la vida? Este irritante panfleto se ha visto ampliamente aclamado por periódicos y revistas de divulgación científica como la “respuesta” a la ciencia materialista y está en camino de convertirse en punto de referencia para la variopinta muchedumbre de creacionistas, antirreduccionistas, neolamarckianos, etc. El autor, formado como bioquímico y evidentemente un hombre culto, está, sin embargo, equivocado. Su libro es el mejor candidato a la hoguera que he visto en muchos años.»17

El editor no esgrimía, en contra de las hipótesis que yo esbozaba, ningún argumento razonable. En lugar de ello, depositaba todas sus expectativas en manos de los futuros avances realizados por la biología molecular:

«La tesis de Sheldrake parte de su clasificación del modo en el que los biólogos moleculares y las fuerzas de asalto de todo tipo de reduccionistas se han mostrado incapaces, hasta el momento, partiendo del conocimiento del genotipo de un simple organismo, de calcular su fenotipo. ¿Y qué? ¿Acaso no han mostrado con suficiente claridad, los descubrimientos realizados en los últimos veinte años, que las explicaciones moleculares de la mayoría de los fenómenos biológicos son, contrariamente a cualquier expectativa previa, no sólo posibles, sino también convincentes?»

El jefe de redacción, John Maddox (en la actualidad, sir John Maddox), desdeñó también mi otra propuesta de asignación de fondos a experimentos alternativos como «imposible de llevar a la práctica, porque no habrá instancia respetable que la tome seriamente en cuenta».

El editorial en cuestión desencadenó una larga correspondencia en Nature, que prosiguió durante varios meses, en la que muchos científicos no sólo desaprobaban la manifiesta intolerancia de ese ataque, sino que sostenían también la necesidad de un pensamiento radical sobre los problemas sin resolver de la ciencia.18 Una de las cartas enviadas a Nature procedía de Brian Josephson, Premio Nobel en Física cuántica, que decía:

«Los rápidos avances realizados en el campo de la biología molecular a los que usted se refiere no significan gran cosa. Cuando uno está de viaje, el avance rápido no implica que uno se halle más cerca de su destino, ni que el destino se halle siquiera en ese mismo camino. En lo que se refiere al argumento de las “instancias respetables”, debo subrayarle que parece usted mostrar un mayor interés en la respetabilidad que en la validez científica. La debilidad fundamental de sus argumentos se asienta en su fracaso en admitir la posibilidad siquiera de hechos físicos que queden fuera del alcance de la actual descripción de la ciencia. Y debe saber que, en este sentido, hoy en día están emergiendo un nuevo tipo de visión de la naturaleza basada en conceptos tales como orden implicado y realidad dependiente del sujeto (y quizás también incluso causalidad formativa) que todavía no han podido llegar a ocupar un lugar en las revistas punteras. Sólo cabe esperar que los editores dejen pronto de obstaculizar estos avances.»19

En 1994, la BBC entrevistó a Maddox sobre su exabrupto. Durante esa entrevista en la que, por cierto, insistió en su misma argumentación, dijo: «Sheldrake está haciendo magia en lugar de ciencia y, por ello, puede ser condenado del mismo modo y por la misma razón por la que el Papa condenó a Galileo. Lo suyo es una herejía».20 Quizás Maddox no se hubiese enterado todavía de que, un par de años antes, el 15 julio 1992, el papa Juan Pablo II había declarado formalmente que, en su condena a Galileo, la Iglesia se había equivocado.

Fueron muchos, en los países que habla alemana, los artículos y debates sobre esta hipótesis escritos, entre otros, por científicos, filósofos y psicólogos. Algunas de esas reacciones acabaron recopilándose en un libro publicado, en 1997, en alemán y titulado Rupert Sheldrake in der Diskussion.21

También fueron muchas, durante las dos últimas décadas del siglo pasado, las personas que, desde dentro de la comunidad científica, como el editor de Nature, que confiaban en que la futura investigación sobre la secuencia genética y los mecanismos moleculares acabaría revelando casi todo lo que necesitamos saber sobre la vida, explicaría los misterios de la forma biológica, la conducta instintiva, el aprendizaje e incluso la conciencia. Varios científicos punteros creían que la ciencia estaba a punto de llegar a su culminación última y que todos los descubrimientos importantes se habían llevado ya a cabo. Ése era el clima imperante resumido, en 1996, en el best seller de John Horgan titulado El fin de la ciencia. En palabras del mismo Horgan:

«Si uno cree en la ciencia, debe aceptar la posibilidad –y hasta la probabilidad– de que la era de los grandes descubrimientos científicos haya concluido. Y, cuando hablo de ciencia, no me refiero a la ciencia aplicada, sino a la ciencia pura y dura, a la búsqueda humana primordial de una comprensión del universo y del lugar que ocupamos en él. La investigación futura no puede conducir a más revelaciones o revoluciones, sino tan sólo a pequeños avances y retrocesos.»22

Afortunadamente, sin embargo, la ciencia no ha llegado –pese a la secuenciación completa del genoma humano, la expansión de las bases de datos de la biología molecular, el apogeo del escáner cerebral, los cálculos de los teóricos de las supercuerdas y el descubrimiento de que cerca del 90% del universo está compuesto de materia oscura y de energía oscura cuya naturaleza es, en consecuencia, literalmente oscura– a ningún punto final.

Los problemas sin resolver de la biología que incluimos en el capítulo uno cuando, en 1981, vio la luz la primera edición de este libro, siguen sin estarlo hoy en día. Y también, del mismo modo, están sin responder las muchas cuestiones discutidas en este libro. Sólo el tiempo acabará determinando, en este sentido, la utilidad de la hipótesis de la causalidad formativa.

Hasta entonces, el tema seguirá siendo inevitablemente muy controvertido. El debate continúa y, leyendo este libro, usted podrá participar en él.

Son muchas las personas que, a través de discusiones, comentarios, sugerencias y críticas, me han ayudado en el desarrollo y la corroboración sostenida de la hipótesis de la causación formativa. Quisiera, en particular, dar las gracias a Ralph Abraham, Patrick Bateson, Dick Bierman, Stephen Braude, John Brockman, David Jay Brown, Christopher Clarke, Stephen Cohen, De Hans-Peter Dürr, Lindy Dufferin y Ava, Ted Dance, Suitbert Ertel, Addison Fischer, Matthew Fox, Francis Huxley, Brian Godwin, Franz Theo Gottwald, el difunto Stephen Jay Gould, Nicholas Humphrey, Stephan Harding, el difunto Willis Harman, Jürgen Krönig, David Lambert, Katinka Matson, el difunto Terence McKenna, John Mitchell, Carl Neumann, el difunto Brendan O’Reagan, Jill Purce, Anthony Ramsay, Dean Radin, Janis Rozé, Keith Roberts, Steve Rooke, Steven Rose, Alexander Shulgin, Edward St Aubyn, Gary Schwartz, Martin Schwartz, Merlin Sheldrake, el difunto Francisco Varela y Götz Wittneben.

También estoy muy agradecido a Matthew Clapp, que, en 1997, puso en marcha mi website www.sheldrake.org y desempeñó en ella la función de webmaster hasta 2002; a mi webmaster actual, John Caton, que, desde 2002, se ha ocupado de mi website, y a Helmut Lasarcyk, mi webmaster alemán, que también ha traducido para mí muchas cartas, artículos y escritos. También estoy muy agradecido a mi ayudante de investigación Pam Smart, que ha trabajado conmigo desde 1994 y me ha ayudado de formas tan diferentes.

Doy las gracias al apoyo financiero y organizativo para llevar a cabo mi investigación proporcionado por el Instituto de Ciencias Noéticas (California), el Centro Internacional de Estudios Integrales (Nueva York), la Fundación Schweisfurth (Alemania), la Fundación Lifebridge (Nueva York), la Fundación Bial (Portugal), la Fundación Fred (Holanda) y la Perot-Warrick Fund, administrada por el Trinity College (Cambridge). También estoy muy agradecido a los siguientes benefactores por su abundante apoyo: el difunto Laurance Rockefeller, el difunto Bob Schwart, de Nueva York, el difunto C.W. («Ben») Webster, de Toronto, Evelyn Hancock, de Old Greenwich (Connecticut), Bokhara Legendre, de Medway (Carolina del Sur), Ben Finn, de Londres, y Addison Fischer, de Naples (Florida).

Por sus útiles comentarios acerca de los borradores de esta nueva edición, doy también las gracias a Ted Dace, Helmut Lasarcyk, Jill Purce y Götz Wittneben. Y estoy muy agradecido, por último, a Merlin Sheldrake por los dibujos de las figuras 20, A.2, A.3, A.4 y A.5, y a Suitbert Ertel por su permiso para reproducir la figura A.7.

Londres, julio de 2010

INTRODUCCIÓN

El estudio ortodoxo de la biología se asienta, en la actualidad, en una visión mecanicista de la vida, según la cual, los seres vivos son máquinas físico-químicas y los fenómenos vitales pueden explicarse en términos físicos y químicos.1 Este paradigma mecanicista2 no es, en modo alguno, nuevo, puesto que su vigencia se remonta, de hecho, a hace más de un siglo. Y la razón por la que la mayoría de biólogos siguen aferrándose a él es porque da buenos resultados y nos proporciona un marco de referencia que permite formular y resolver preguntas sobre los mecanismos físicos y químicos que afectan a los procesos vitales.

El hecho de que, con este método, se hayan obtenido resultados tan espectaculares como el “desciframiento del código genético” constituye un excelente argumento a su favor. A pesar de ello, sin embargo, hay quienes han esbozado buenas razones para poner en cuestión la idea de que todos los fenómenos de la vida, incluida la conducta humana, puedan explicarse en términos estrictamente mecanicistas.3 Pero, aun en el caso de que admitiésemos que el método mecanicista adolece de serias limitaciones, no sólo prácticas sino también teóricas, no deberíamos, por ello, abandonarlo. Se trata, por el momento, del único enfoque con que contamos dentro del campo de la biología experimental y, mientras no dispongamos de alguna alternativa positiva, seguiremos viéndonos obligados a utilizarlo.

Cualquier teoría que pretenda desbancar al enfoque mecanicista deberá hacer algo más que afirmar que la vida posee cualidades o factores no contemplados, hasta el momento, por la ciencia actual, señalando cuáles son esas cualidades y esos factores, cómo funcionan y cuál es la relación que mantienen con los procesos físicos y químicos conocidos.

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