Los sabores del gusto
 
ALBERTO SORIA
@albertosoria

La felicidad en la gente inteligente es lo más extraño que conozco.

Ernest Hemingway

Casi todo el mundo nace sin conciencia de los matices del sabor.
Muchos nunca la adquieren, y se mantienen toda la vida ciegos a
los sabores, porque nadie les enseña a buscar las diferencias. (…) En
realidad, lo que más necesitan es experimentar para, por fin, poder
saborear. Así, la vida misma será más sabrosa, más placentera.

Sírvase de inmediato

MFK Fisher

A María Elisa, María Eugenia,
María Victoria, Indira, Valeria Sofía,
Luis Alberto, José Ramón, Víctor y Joan.
Y a la memoria de los también míos.

¿Mi gusto?

Notas

1. «Casi todos los aminoácidos con sabor, son dulces o amargos. Pero el ácido glutámico, más conocido en su forma comercial concentrada (glutamato monosódico, y algunos péptidos, tienen un sabor único que se designa con la palabra umami que en japonés significa delicioso). Aportan una nueva dimensión de sabor a los alimentos que los contienen, entre ellos los tomates, ciertas algas y también productos curados con sal y fermentados. Cuando se calientan, los aminoácidos que contienen azufre se fragmentan y aportan notas aromáticas de huevos y carne». Harold McGee. La cocina y los alimentos. Barcelona, 2007.

2. Pounds, Norman. La vida cotidiana. Historia de la cultura material. Edit. Crítica, 1992.

3. «El desplazamiento de la actividad culinaria desde un fuego situado en el centro de la sala a una chimenea, influyó notablemente en el tipo de alimentos consumidos y en su preparación. Fue posible romper con la secular tradición de cocinarlo todo en formas de estofado. Los platos hervidos, por supuesto, siguieron siendo importantes, pero la llegada del pan de trigo o de centeno y la introducción de la carne asada mejor que hervida, representaron un notable progreso en la alimentación diaria. Es difícil datar estos cambios, porque se produjeron primero en las cocinas de los ricos, y luego pasaron a las de los pobres». Ibídem.

4. «Se viaja por las recetas de cocina y por los continentes, se navega por las sopas y por los océanos. El gastrónomo busca siempre un sabor y un paisaje y a veces el paisaje se difumina en el recuerdo, se vuelve sepia por la nostalgia y retornan los aromas a borbotones, precipitadamente y quitándose la palabra unos a otros. Comer es siempre viajar por el tiempo. El viajar era heroico en la década de los años cincuenta, cosa de jóvenes, de exploradores y de jubilados con ansias de cultura y el que más y el que menos inquiría, cuando se encontraba a un compatriota, el consabido: «El doctor Livingstone, supongo».
El viaje se hizo esplendoroso cuando los caballeros descubrieron el turismo gastronómico, que es, como no podía ser de otra manera, todo lo contrario del turismo de carretera y manta y la forma más gratificante de pasar unas vacaciones lejos del dulce hogar y de los nietecitos rubicundos. El turismo gastronómico es pariente lejano del turismo cultural, dice ser primo segundo del turismo de aventura y suponemos los expertos que es un cuñado mal avenido del cicatero turismo de sol y playa. Las personas que practican el turismo gastronómico suelen ser gentes bien educadas, sensibles, de alto poder adquisitivo, aficiones hedonistas y moderado espíritu de aventura. Prefieren viajar en parejas y por su cuenta, huyen de las excursiones organizadas y del menú del día y se desplazan siempre muy bien informadas porque saben lo que quieren y cuándo, cómo y dónde lo quieren». José Manuel Vilabella, en 2002. Premio Nacional de Periodismo Gastronómico de España.

5. McGee, H. Escritor norteamericano especializado en gastronomía, doctorado en el Institute of Technology de la Universidad de Yale.

6. McGee, H. La cocina y los alimentos. Ramdon House Mondadori, Barcelona, 2007.

7. Cordon, Faustino. Cocinar hizo al hombre. Edit. Tusquets. Barcelona, España, 1979.

8. Ditcher, Ernest. Las motivaciones del consumidor. Edit. Sudamericana, Buenos Aires, 1970.

9. Las multitudes que la industria turística ha puesto a comer fuera de su casa son enormes. Pasó de movilizar 534 millones de personas en 1995 a nada menos que 920 millones en 2008.

10. La sociedad moderna avanza como al descuido, pero sin detenerse, de la silueta correcta a la cara linda, los senos como espectáculo y el estómago formato tableta de chocolate. Eso, que funciona para el cine, la televisión, los cantantes y la farándula, ahora se usa en la gastronomía y se lo vende con varias etiquetas, una de ellas es la de cocina de vanguardia. Otra la de cocina de autor.

11. Hogan, D.G. (1997). Selling Em by the sack.

12. La recopilación que aquí se difunde corresponde a definiciones cotejadas con diferentes fuentes, y preferentemente contenidas en el Larousse gastronomique 2004 como la obra de mayor prestigio y credibilidad en su género. En el año señalado, este libro de más de 1.220 páginas contó con la dirección de un Comité Gastronómico presidido por el afamado chef francés Joël Robuchon, y en la edición española, con la asesoría del prestigioso cocinero catalán Santi Santamaría. También se incluyeron definiciones del Larousse de la cocina, prologado por el reputado cocinero vasco Martín Berasategui.

Contenido
¿Mi gusto?
Las trampas del gusto
Las memorias del gusto
Las revoluciones del gusto
Sabores en el plato
Aromas y texturas con huella digital
Personajes a la mesa
El gusto se mueve
El avance del vino
Los símbolos del whisky
El bar se mueve hacia a la mesa
Sin gusto no hay vida
Nariz y paladar
El alcohol domado
El humor de los aromas
El sabor de los colores
El gusto no sale más al recreo
Ya no más familia
El gusto teledirigido
La hamburguesa de piedra
Cocinas y estilos
La tradición como gusto
Las sociedades anónimas
La novedad y los famosos
La vanguardia y el espectáculo
Las nuevas tendencias
Al gusto le gusta la tecnología
Para tener sabores hay que tener libertad
El impacto de dos revoluciones
Las maneras en la mesa
La libertad puede ser un mordisco
La sociedad abierta y sus enemigos
Para sobrevivir, cocinar
Apéndice paladar y geografía
Agradecimientos
Bibliografía
Notas
Créditos

Uno anda por la vida con el gusto a cuestas, y cree que es suyo.

Pero resulta que el gusto de uno, si bien tan mío como mi nombre, se lo debo a otros. Algunos los busqué. Otros, me llegaron sin que me diera cuenta.

Uno tiene en la memoria de rápido acceso al paladar el gusto que heredó de la familia y las experiencias más recientes. En la memoria larga están los viajes, las experiencias con amigos, los episodios de amor, trabajo u ocio que marcaron la vida adulta.

Desde la década de los años sesenta del siglo XX, el gusto de la casa y la familia está siendo sustituido por un gusto que otros imponen. Nos hacen creer que, además de sabroso y moderno, es nuestro. En las nuevas generaciones, eso pasa con las papas fritas con salsa kétchup, los tallarines con salsa kétchup y las hamburguesas con salsa kétchup, por ejemplo. Con una inversión multimillonaria desde las década de los años cincuenta, inimaginable para un comensal desprevenido, como aquí se cuenta en el capítulo 5, eso se nos vendió como un gusto norteamericano cargado de modernidad que ahora –se supone– es el gusto planetario. Como la salsa kétchup.

Cuando uno saca cuentas, se asusta. Llevamos más de 50 años en los que el gusto heredado de la familia pierde por paliza ante el gusto que imponen la publicidad, la televisión y el cine.

* * *

El gusto que siempre consideraré mío va cambiando con la edad, con la situación económica, con el trabajo y el entorno. Con el estado civil, con las experiencias y aspiraciones y con las mutaciones de los nuevos gustos de la sociedad, hasta la consolidación del espíritu crítico como consumidor y comensal. Cosa esta última que puede imponerse en su paladar por un rato, o para toda la vida. Hasta que se envejece. Entonces el gusto sobrevive a golpe de prohibiciones, o de saltos con garrocha, pero hacia el pasado.

El gusto personal tiene etapas: el de la mamá, el de las trasnacionales en el período escolar, el de la rebelión de la adolescencia, el gusto que negocio para vivir en paz, el gusto de la conciencia política, el gusto al que aspiro por novedad o estatus y el de la consolidación del sentido crítico.

Académicamente, el centro neurálgico del gusto se ubica en la boca. Pero sabemos que también es visual, tiene memoria e incluso militancia ideológica.

Tenemos por lo menos 8.000 receptores del gusto en las papilas gustativas de la lengua, el paladar y la boca. Los clásicos afirman que a través de la lengua podemos distinguir cuatro sabores fundamentales: las papilas gustativas ubicadas en los costados de la lengua detectarán y diferenciarán el salado y el ácido. El dulce lo identificarán las papilas que se encuentran en la punta de la lengua y el amargo, las que están en la parte posterior.

Pero, desde hace poco tiempo en Occidente (y sólo en algunas cocinas) se ha incorporado la concepción de un quinto sabor, el umami, que proviene de la cocina oriental. Descubierto por el químico Kikuane Ikeda (1864- 1936), profesor en la Universidad de Tokio, el umami es también usado como un potenciador artificial del sabor. Se le conoce popularmente como «sal china» y en algunos restaurantes tiene mala fama. Tanta, que en el menú se aclara «aquí no usamos glutamato monosódico» es decir, sal china, umami de pote. El profesor Ikeda quiso caracterizar el gusto distintivo de los espárragos, los tomates, el queso y las carnes, «que se distinguían con claridad de los gustos básicos: dulce, amargo, agrio y salado»[1].

Presente –y mucho– en las industrializadas salsas de soya y de pescado, si uno le dice a un gourmet español que su jamón serrano y a un italiano que su queso parmigiano y que sus anchoas tienen glutamato monosódico, es probable que en lugar de mostrar euforia, se disguste.

Las trampas del gusto

Al paladar y a la mirada de la sociedad moderna se le hace trampa.

Al paladar –que desde la casa y escuela la sociedad espera se lo eduque– le han convencido de que no necesita familia. La comida producida en fábricas y en cadenas «sabe mejor». La publicidad directa o encubierta se lo recuerda constantemente.

A la mirada, desde los años setenta del siglo pasado, se le enseña que envejecer no es natural, sino horroroso y evitable. La publicidad lo recalca, con sutileza y sin ella. El resultado de ambas trampas son millones de niños obesos cada año, mujeres flacas a la fuerza en todo el planeta, cirugías plásticas por montones cada día, y la tercera edad acorralada, al borde del miedo escénico.

En 2009, por primera vez en la historia de la alimentación moderna, los nutricionistas serios y las abuelas ganaron una batalla, derrotando a una de las trampas del gusto. La Unión Europea admitió que el inocente y feliz mundo de los refrescos atenta contra la salud de los escolares. La gente de los refrescos hizo promesas. Reconduciría la publicidad para menores de 12 años, quitarían sus botellas de las cantinas escolares, borrarían los anuncios en las máquinas expendedoras y escribirían mejor información nutricional en sus envases. Contentas, y a la espera de que las promesas se cumplan, las abuelas no pueden ahora entender el disgusto de sus nietos. Estos sienten que se les ha hecho trampa y cercenado, sin consulta previa, sus derechos.

La tentación totalitaria de la comida sin caricias, industrial y planetaria, la tiranía de la figura y de la edad sin arrugas, en el fondo, menosprecian la memoria.

Las memorias del gusto

El gusto tiene memorias que han resistido asedios, tumbados muros y murallas que parecían permanentes, sobrevivido a mil tempestades y decretos.

Si la historia de las civilizaciones algo recoge y enseña, es el valor intemporal del olfato, las indestructibles cadenas genéticas de lo probado y almacenado como mío o bueno, y la fortaleza de la memoria en cocina, mesa y sobremesa. Por lo tanto, lo primero por hacer –piensa uno–es no renunciar a cultivar y preservar el gusto.

Las memorias del gusto no están encadenadas al aire. No flotan en la nada, ni son disquisiciones de bardos de la silueta, en plan faquir. Razonan, manejan información actualizada, comparan. ¿Pan y agua? ¿Sólo agua porque el pan engorda? Sólo los misterios de la fe recogen relatos de ese milagro como flagelación autoimpuesta.

Las memorias del gusto hacen silogismos. Se los enseñan a uno desde la escuela. Algunos pueden resultar más poderosos que tanques y cañones. Con lo del paraíso de la flagelación, además de silogismos, se hace humor del bueno. ¿Será Rebelión en la granja de George Orwell (Eric Blair) texto prohibido? Baste con que sea prohibido para que se lea más, advierten los escasos censores ilustrados. «Todos los animales somos iguales, pero algunos son más iguales que los otros» escribió en 1945 Orwell. Dicen los historiadores que «el telón de acero» y la ideología que lo sostuvo bajo el temor de una guerra mundial nuclear se desmoronaron por silogismos que la gente construía cuando iba a hacer mercado o tenía sed.

Hoy en cocina, además de los millones de cocineras y cocineros que siempre tuvimos, tenemos ahora decenas de millares de jóvenes que quieren cocinar, saben de ingredientes y tienen ganas.

El futuro próximo no es negro, sino que está cargado de esperanza por la consolidación de una sociedad que rescate y privilegie el buen gusto. Predicen los maestros que esta generación se encargará de pasarle a la otra un principio fundamental de sartén y cacerola: la necesidad agudiza el ingenio. La cocina italiana y la española –por sólo nombrar dos cercanas y conocidas– construyeron su soporte desde la escasez, no desde la abundancia.

Y junto con el gusto hay que rescatar el valor de la sobremesa en los hábitos urbanos. Porque además de comunicación, la sobremesa es disfrute y reflexión. Cuenta la historia que en algunos imperios y tiranías, nada había más peligroso que la sobremesa. Porque en ellas, además de disfrutar, se piensa, se oye y se dialoga. Cada quien en su momento sabrá buscar, para la sobremesa, lo que añore, necesite y su bolsillo le permita.

Mientras el torbellino de la vida moderna impone el comer solo, sin mesa ni sobremesa, y casi corriendo, es importante que el urbanita se plante y no deje que le secuestren el placer de vivir. Así vivamos de a ratos, del recuerdo. Porque el gusto tiene recuerdos tan personales, tan propios, como nuestra huella digital.

Las revoluciones del gusto

El pasado nunca está muerto. Ni siquiera está pasado.

William Faulkner

¿Me gusta una cosa porque es bella o es bella porque me gusta?
Los sentimientos influyen en el pensamiento, la acción y el entorno.

Diccionario de los sentimientos

José Antonio Marina

El gusto que hoy tenemos es el resultado de una serie de «revoluciones», unas cortas, muy largas otras, que jalonan la historia de la comida y la mesa. Ellas promueven o mueven el gusto. Algunas de esas revoluciones muy pocas veces suelen ser vistas como tales, y no se estudian ni en los colegios ni en las universidades.

«Los platos que cocinamos y comemos a diario contienen todos los ingredientes de nuestro pasado y nuestro presente: nuestra identidad, nuestro lugar en la sociedad y el lugar que nuestra sociedad ocupa en el mundo» sostiene Felipe Fernández-Armesto, prestigioso historiador y catedrático de la Universidad de Oxford.

A pesar de su importancia, explica el experto, «la historia de los alimentos continúa estando relativamente infravalorada y la mayoría de instituciones académicas siguen sin prestarle el reconocimiento debido».

[2]