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Índice

Familias de Cereal

Historia de la caca

Animales del imperio

Disco rígido

Interrupción del servicio

Hacedor de dinero

Cuatro lunas

Mitad de un hermano

Fidelidad de los perros

Ciudad de cartón

La chica del norte

La nube y las muertas

Tomás Sánchez Bellocchio

Bellocchio

Nació el 16 de junio de 1981 en Buenos Aires.

Es publicista, guionista y vive entre México DF, Buenos Aires y Barcelona.

Durante más de 10 años participó del taller literario del poeta y ensayista Javier Adúriz.

En 2011, cursó en Barcelona el máster en Creación Literaria de la Universidad Pompeu Fabra, experiencia pionera en español, con profesores de la talla de Juan Villoro, Jorge Carrión ​y Juan Antonio Masoliver Ródenas.

En 2013 participó de la Antología "Emergencias", de doce cuentistas jóvenes de España y América Latina. Colabora con cuentos, ensayos y crónicas en diversas publicaciones, como Suelta, El Malpensante, Picnic y Literofilia.

En 2015 editó su primer libro de cuentos "Familias de Cereal", también con la editorial Candaya.

Candaya Narrativa, 37

FAMILIAS DE CEREAL

© Tomás Sánchez Bellocchio

Primera edición impresa: noviembre de 2015

© Editorial Candaya S.L.

Camí de l’Arboçar, 4 - Les Gunyoles

08793 Avinyonet del Penedès (Barcelona)

www.candaya.com

facebook.com/edcandaya

Diseño de la colección:

Francesc Fernández

Imagen de la cubierta:

Francesc Fernández

Retrato del autor:

© Delfina Sánchez Novas

BIC: FA

ISBN: 978-84-15934-24-0

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra, por cualquier procedimiento, sin la previa autorización del editor.

A Javier Adúriz, que supo

que yo era escritor antes de serlo

“Ése era el problema con las familias.

Como los médicos abominables, sólo sabían dónde duele.”

Arundhati Roy

FAMILIAS DE CEREAL

Sonará extraño, pero a su manera, fue la época más feliz de mi vida. Duró poco, no más de cinco o seis meses. Tenía trece años recién cumplidos y mis padres se estaban separando. Me habían regalado una cámara, quizá con el fin de distraerme, pero entonces ellos no sabían que ni el cine ni la televisión me interesaban. Lo que había empezado a obsesionarme era el mundo de la publicidad. No sabía cómo, por qué, ni desde cuándo, pero ahora me gustaba intercalar slogans en medio de una frase, y me salían tan naturales que sólo las personas atentas y que veían muchas horas de televisión al día se daban cuenta del truco. En las clases aburridas, que para mí eran la mayoría, me ponía a escribir mi nombre con la tipografía de logos célebres. Marcos con la M en arbotantes de Mc Donald’s. Marcos con los firuletes de Coca Cola o la pipa de Nike encima. Cuando mis padres estaban fuera de casa y me sentía amo y señor del control remoto, practicaba un zapping invertido: los programas eran sólo el intermedio largo y necesario entre las pausas. Al cine iba sólo por esos diez minutos previos a las películas, única oportunidad para acceder en pantalla grande a detalles que de otro modo hubieran pasado desapercibidos. A veces, por las noches, soñaba con jingles, melodías sencillas y pegadizas, que cada mañana durante el desayuno, hacía un esfuerzo por recordar y bajar a papel.

Con la llegada de la cámara, esa obsesión encontró un cauce más productivo, mis tics disminuyeron, y en pocas semanas ya tenía unos cuarenta comerciales filmados. Papá me dijo una vez: Parecés japonés con esa cámara en la mano. Yo le respondí: Qué japonés, bien argentino. Y le espeté el largo currículum de nuestro país, con premios y festivales incluidos, en la consideración mundial de la publicidad. Quedó impresionado con mi respuesta y quiso saber dónde lo había aprendido. No me acordaba o no lo sabía. Pero es cierto que había noches en que no soltaba la cámara ni para comer y tenía que alternar cuchillo y tenedor en una misma mano. Y muchas de esas veces, por tardar tanto, me quedaba comiendo solo, en la mesa larga y a oscuras.

Todavía era hijo único, faltaban años para que mis hermanos existieran como sueño, plan o accidente. Yo no creía reunir las cualidades típicas del hijo único. Marta y Ernesto no eran padres sobreprotectores. Al contrario, solían ser personas lógicas, conversadoras, incluso distantes. No buscaban imponer su visión del mundo, sino discutirla conmigo. Ellos nunca hubieran admitido un capricho o rebeldía de mi parte. Me hacían saber que no era necesario.

Eso antes de que empezaran a llevarse mal.

La mitad de mis compañeros de colegio vivía, por así decirlo, en hogares normales. Padre, madre, hermanos. Alguna mascota. La otra mitad, oscura y creciente, eran hijos de padres separados o viudos. Había huérfanos, adoptados y más tragedias familiares de las que me atrevía a admitir. Era consciente de que mi historia no era más triste que las otras. Sólo quería que terminara de una vez, estar en uno u otro lado, y no en esa zona indefinible que significaba una casa partida en dos, ser mensajero en el silencio hostil, o custodio de secretos que no corresponden a un chico de trece años.

Una noche, Marta se apareció en camisón junto a mi cama. Prendió el velador y mi corazón se detuvo al ver sus rasgos iluminados desde abajo.

–Tu padre la tiene así de cortita –dijo–. ¿Lo sabías? –entre su índice y su pulgar no cabían tres centímetros–. Me sorprende que haya quedado embarazada.

Unos días después, fue Ernesto el que me pidió que lo acompañara a la cocina. Bajamos sin hacer ruido. Abrió la heladera y empezó a mostrarme tuppers y bowls que llevaban semanas ahí. El olor hizo que tiráramos las cabezas hacia atrás.

–Un día vamos a amanecer muertos. Vos y yo.

Entonces me consideraba un optimista, trataba de poner las cosas en perspectiva. Esto no es una tragedia, me decía por las noches, acostado en mi cama, mientras oía los gritos y las recriminaciones. Y aunque me creía capaz de atravesar el final de mi familia en una paz relativa, los efectos se manifestaban en el cuerpo. Caía enfermo constantemente. Gripe, anemia, paperas, mononucleosis… Las tuve todas. Escuché una vez al médico de la familia decir que mi sistema inmunológico era tan delicado como el de un paciente con sida, y durante varias semanas, hasta que no me demostraron lo contrario, temí que fuera cierto. La vicedirectora llamaba cada viernes para averiguar por mis faltas, por el declive de mi rendimiento.

–Estaremos más alerta –decía Marta, guiñándome un ojo, como si entre nosotros hubiera un pacto secreto.

Puedo evocar mi mente a esa edad, recordar exactamente lo que pensaba, sin el filtro de los años: la conciencia en bruto. Me creía alguna clase de genio que no necesitaba asistir a clases y que sólo tenía que sentarse a esperar que el mundo entero se diera cuenta. La publicidad era mi lenguaje, mi medio de salvación. Experimentaba sus límites y posibilidades, desconociendo olímpicamente sus casi cien años de historia. Y cuando me enteraba de que una de mis ideas ya se le había ocurrido a alguien, y había sido filmada, premiada, incluso revisitada por distintas generaciones de creativos, me encerraba en mi cuarto durante días, en plan de deprimirme.

Preocupado por estos episodios, Ernesto invitó una noche a cenar a un antiguo amigo suyo, que trabajaba en una agencia. Arturo Hein tenía la cara flaca como un palo, una especie de continuación del cuello, sin una mandíbula distinguible, lo que le daba un aspecto de gusano o lombriz. Admitió que dentro de la profesión, su rol era por lejos el más tedioso y monótono, pero no por eso menos importante. Como planificador de medios, su trabajo consistía en decidir en qué programas de radio y televisión y en qué diarios y revistas publicarían las campañas de sus clientes. Lo imaginé en su oficina de subsuelo o con ventana a una pared de ladrillos, rodeado por torres de planillas y estudios de mercado. Al terminar la cena, sacó un paquete con varios libros para mí. Los barajó delante de mis ojos leyéndome los títulos y después se los entregó a Marta que los puso en un estante alto para que no me distrajera. Con el café, Arturo Hein siguió contando anécdotas plomizas, intrincadas, que terminaban antes o mucho después de lo que se suponía era el final. Por gratitud o quizá por piedad, traté toda la noche de quitarme la sensación de que estaba frente al hombre más aburrido de la Tierra.

Además de cámara, yo tenía una claqueta de pizarrón, un micrófono corbatero, lámparas de distintas alturas y papel celofán de colores con el que creaba atmósferas. Eran los regalos que mis padres me hacían en sus súbitos arranques de culpa.

–¿Otro más? –preguntaba con una voz muy aguda, impostada.

Y no era mi cumpleaños. Ni siquiera estábamos cerca de Navidad.

–Abrilo.

El último fue una silla Director, de lona blanca y con estrella en el respaldo. Pero montar el detrás de escena de mis comerciales era apenas un juego. La mayoría de las veces tenía que hacerme cargo de la cámara, no podía mover las luces, hacer sonar la claqueta, ni sentarme en la silla a dirigir. Las otras veces, con dos de mis vecinos formábamos equipo.

Nati Hirsch era una chica estrábica de once años, que había sido concebida para salvar a su hermano mayor de una rara enfermedad genética. Le extrajeron parte del cordón umbilical en el séptimo mes de gestación. Al final, sus células no fueron compatibles y su hermano murió antes de que pudieran conocerse. Ella creía que sus padres la culpaban por eso. En las paredes de su casa, sólo colgaban fotos de la vida anterior de la familia, como si después ya no tuviera sentido registrar ningún recuerdo.

–¿Cuál es mi lugar ahí ahora? –me preguntó una tarde, mirando su casa desde mi ventana.

El otro era Mariano Ortiz Medus: Mom. Un gigante tímido que se había desarrollado mucho antes que el resto de nosotros. Al verlo era evidente que las hormonas habían hecho el trabajo mal o por partes. Tenía unos antebrazos peludos y enormes, pero los hombros estrechos, casi de mujer. Era el hijo menor de una familia bien, venida a menos, pero la decadencia económica llevaba tantos años instalada, que se habían perdido los indicios de ese pasado. Su padre había muerto de un infarto el año anterior y se había mudado con su madre y tres hermanas a una casa semiderruida a dos cuadras de la nuestra. El vocabulario de Mom era tan exiguo que el mundo entero podía designarse con veinticinco palabras como: cosa, coso, boludo, tipo, nada. Con Nati teníamos la sospecha de que en algún lugar de esa casa escondían una lista de palabras prohibidas.

En las tardes, los dos trabajaban para mí con un fervor que jamás volví a ver en chicos de su misma edad. Hacían al pie de la letra lo que les ordenaba, sin cuestionarme. Estábamos convencidos de que lo que hacíamos era nuevo y revolucionario. Yo creía y les había hecho creer que todas las cosas, hasta las más simples y ordinarias, incluso cosas viejas o abstractas, tenían un precio y eran dignas de ser deseadas, si una historia potente o un slogan preciso lo descubrían para el mundo. Lo que quiero decir es que poníamos el mismo empeño en promocionar una gaseosa nueva que un triciclo sin manubrio, con costras de óxido, abandonado en el baldío de la esquina. Para nosotros era igual de valioso un frasco con pis para picaduras de aguaviva que un vestido al que ni siquiera le habían sacado la etiqueta.

Los domingos eran los días elegidos para exhibir nuestros comerciales a familiares y amigos. En el living, poníamos las sillas en semicírculo alrededor de la pantalla y antes de empezar la función colocábamos sobre la mesa los productos que serían vendidos. En un mismo día, podíamos ofrecer una colección de relojes antiguos (todos detenidos a la misma hora) junto a piedras veteadas, manuales de autoayuda y bailarinas de cerámica sin cabeza. En ese momento apagábamos las luces, como en un cine, y estirábamos el tiempo hasta que se volvía incómodo y se oían toses y murmullos.

–Hay algo acerca de la publicidad que nunca sabré qué es –dijo mi tía en una ocasión–. Pero hace a las cosas tan…

Nos quedamos esperando que completara la frase, pero no lo hizo. Aquella tarde compró todo lo que había sobre la mesa.

El primer comercial que hicimos para un cliente de verdad, con guión, presupuesto y hasta cronograma de rodaje, fue para la verdulería de Jonkovic, un bosnio refugiado a principios de los ochenta que había sido médico en el ejército yugoslavo. Aunque tuviera fotos y medallas para demostrarlo, poca gente en el barrio creía en su pasado heroico. Uno podía encontrarlo en las tardes hablándole a las frutas y verduras de su local como si se tratara de soldados enfermos. Al principio, Jonkovic se resistió, decía que el pizarrón de la vereda y los volantes que repartía eran publicidad suficiente para una verdulería. Pero nosotros aparecíamos día por medio con propuestas nuevas y terminamos convenciéndolo por cansancio.

En los tres minutos y medio que duraba el comercial, las naranjas y las manzanas entraban en guerra, las bananas y los kiwis firmaban un acuerdo de paz, que luego olvidaban. En un rapto casi místico, los tomates decidían cambiar su identidad y dejar de ser frutas para siempre. Utilizamos la técnica del stop motion, fotogramas muy espaciados, que junto con la música creaban un efecto único. Hacia el final, un plano secuencia mostraba un campo de guerra sembrado de frutas abiertas, ordenadas por colores. Al fondo, en letras grandes, se leía: Conozca la historia secreta detrás de las ensaladas.

Como de costumbre en nuestros proyectos, la idea fue superior a su ejecución. Aunque pagó lo convenido, Jonkovic no quedó satisfecho con el resultado y después de la proyección en el living de su casa, estuvo callado casi una hora. Había una nota melancólica en su expresión, que Nati interpretó después como un llanto seco y silencioso. Los hombres a veces lloran así.

Al despedirnos, Jonkovic dijo que la guerra no debía usarse nunca como metáfora de nada y que en todo caso otras cosas se usaban como metáfora de la guerra, y después me imploró que destruyera el video. A cambio, él nos recomendaría con los comerciantes del barrio. Asentí, sin entender del todo qué era lo que habíamos hecho mal. Volvimos los tres en silencio, arrastrando la suela de las zapatillas todo el camino.

Ese fracaso inicial sirvió para que empezáramos a tomar más en cuenta los gustos y las expectativas de nuestros clientes. Hacíamos preguntas acerca de colores, tipografías, géneros musicales. Sondeábamos el tipo de humor que iba con ellos. O si preferían un tono más épico, emotivo. Los dejábamos participar de ciertas decisiones estéticas, mínimas, pero las suficientes como para crear la ilusión de que cada comercial era el resultado de un trabajo en equipo.

Rápidamente se extendió el rumor de que un grupo de chicos del barrio hacía un tipo de publicidad no tradicional. Los dueños de los locales, que hasta entonces no nos habían recibido, sintieron una curiosidad repentina por nuestros servicios. Una farmacia o una carnicería no hubieran podido soñar nunca con un comercial de televisión. Era algo absurdo y prohibitivo. Pero nosotros funcionábamos como una versión posible de esos sueños. Lo increíble, en realidad, era que llevaran décadas al frente de sus negocios y se sintieran cautivados por los conceptos más elementales de la publicidad. Gracias a los libros de Arturo Hein, nuestro discurso había ido cobrando cierto espesor o verosimilitud. Decíamos brief y ellos decían ahhhhhh. Decíamos branding o posicionamiento y abrían enormes sus bocas, golosas de conocimiento.

En apenas un mes, filmamos comerciales para el panadero, el almacén de los chinos, un tío soltero de Mom que era escribano, el local de bijouterie de la avenida y una peluquería unisex que sobrevivió pocas semanas en el barrio. Aunque estaba claro que no habíamos tenido ninguna responsabilidad en su cierre, nos decepcionó un poco que nuestro trabajo no alcanzara para hacerle mella a Gerardo Coiffeur, peluquero con veinte años de experiencia y una clientela fiel.

Los más orgullosos dispusieron televisores y videocaseteras en sus locales. Dependiendo del espacio y la distribución, elegían el mostrador, un brazo de hierro en la pared, o a veces incluso la vidriera. Pasaban nuestros comerciales en un bucle infinito. A nosotros nos divertía recorrer la avenida, entrar a cada local a vigilar nuestra obra y la reacción de los clientes. Alternábamos esos comerciales verdaderos con los otros, los que hacíamos simplemente por solidaridad con esos objetos usados y huérfanos que nadie más quería y que para nosotros merecían una segunda oportunidad. Y con ellos, el esfuerzo de imaginación era doble.

Me gustaría decir que fue de otra manera, que ya lo sabía o que al menos lo intuí. Pero lo cierto es que supe del poder real de mi cámara por casualidad. Estaba solo en el living esa noche, ensayando una escena para mi próximo proyecto (fantasmas como agentes inmobiliarios de casas viejas). Nati y Mom acababan de irse. El sillón vacío, la mesa y un ficus entraban en cuadro. Marta y Ernesto aparecieron a los gritos desde la cocina, revoleando platos. Esto no era siempre así. Sólo cuando las palabras no alcanzaban a expresar el desprecio que se tenían. Entonces necesitaban acompañarse de objetos en movimiento.

Al principio, no entendí qué discutían.

–¿Creías que este plástico era mágico?

–Últimamente es lo único que llena la heladera –respondió ella.

Vi una tarjeta de crédito volar como un boomerang. En ningún momento notaron que yo estaba ahí. Había días, semanas enteras, en que podía ser invisible para ellos. La cámara siguió grabando.

–Esta es la vida que soñé en mis peores pesadillas.

La frase salió de boca de Ernesto, pero en esas circunstancias era intercambiable. Un vaso se hizo trizas cerca de mi cabeza y se mencionó el nombre de una mujer desconocida. Cuando por fin notaron la lucecita roja en la oscuridad, dejaron de gritar y tirarse cosas. Parecían liebres encandiladas en medio de la ruta. Marta se llevó una mano a la boca, como arrepintiéndose de lo que había dicho. Lentamente resbalaron en el sillón y empezaron a darse palmadas uno al otro, con una sonrisa nerviosa. Sus gestos eran tensos, sobreactuados, y revelaban una impostura infinita.

De vuelta en mi cuarto, repasé la escena no menos de treinta veces. Ellos nunca habían dejado de pelear en mi presencia. Rebobinaba y adelantaba, alucinado. Lo hice durante horas hasta que la calidad de la cinta empezó a degradarse, adquiriendo un grano que la volvía irreal. A la mañana siguiente, bajé en piyama a la cocina, preguntándome todavía si lo de la noche anterior había sido o no un sueño. Mis padres desayunaban, cada uno con su parte del diario.

–¿Te sentís bien para ir al colegio? –me preguntó una voz detrás del papel.

–No –respondí–. Y mañana tampoco.

Esto se repitió otras noches de esa semana y la siguiente. Empezaba casi siempre igual. A veces, en la cocina, en su cuarto o en las escaleras. Me acomodaba en un rincón, lo más lejos posible de ellos, para no interferir. Lo hacía todo lentamente porque las peleas podían extenderse mucho tiempo. Elegía el mejor plano, enfocaba, solucionaba cuestiones de la luz, y cuando sentía que era el momento adecuado empezaba a grabar. Ellos continuarían hasta notar la lucecita roja. Entonces se detenían, se congelaban en el gesto de furia y en unas décimas de segundo podían convertirse en otras personas. Tomaban aire, relajaban sus músculos, se alisaban la ropa. Después de un minuto o dos de silencio, interpelados por la cámara, empezaban a dar excusas o proponían temas neutrales de conversación.

–Este frío hace mal a los huesos.

–Es que tuvimos 2 grados de sensación térmica hoy.

O:

–El centro fue un verdadero caos esta mañana.

–El tránsito de vuelta a casa ni te cuento, peor que nunca.

Con el tiempo, esas peleas, que hasta entonces habían sido diarias y violentas, se espaciaron. Ahora arrancaban con menos saña o energía, y al aparecer yo con mi cámara, la escalada de reproches se resolvía antes, o mejor dicho: se suspendía. En ocasiones hasta parecían olvidarse los motivos de su desacuerdo y se ponían a discutir, ya en otro tono, sobre qué los había hecho enojar así. Hubo una tarde en que todo sucedió tan rápido que casi no me dio tiempo a grabarlos. Quedó una escena cortada, sin sentido, y un plano de ellos observándome, mudos.

Entonces algo volvió a cambiar en el mecanismo de esa nueva rutina. Fue un domingo. Peleaban por cosas que supuestamente había dicho mi abuela varios años antes pero era obvio que su veneno todavía tenía efectos en el presente. Cuando Ernesto vio la lucecita roja en medio de la oscuridad, en vez de quedarse callado o dar una excusa, fue hasta el placar y sacó un sombrero Panamá que sólo usaba cuando íbamos a la playa, en verano. Al probárselo, su cara se transformó. Ya no parecía estar en su cuarto, ni en Palermo, ni siquiera en Buenos Aires o en 1993. Empezó a cabalgar en el aire y a gritar, sacudiendo los brazos. Marta tardó en reaccionar, pero cuando entendió la consigna, fue hasta la ventana, se envolvió en la cortina como una virgen o una princesa árabe y empezó a pedir ayuda, con una voz que no le había oído nunca. La escena fue breve y caótica. El cowboy rescató a la mujer y en la huida prendieron un cigarrillo. Montados en su caballo imaginario, aspiraban el humo y después lo soltaban hacia atrás en volutas, creando una ilusión de movimiento y velocidad. Cuando el cigarrillo se extinguió, cabalgaron juntos hasta el baño, de donde no volvieron a salir hasta que la cámara se quedó sin batería.

¿Qué acababa de pasar? Estaba tan aturdido como la primera vez que los había captado en cámara. Volví a mi cuarto y me puse a pensar de qué manera podía aprovechar ese material y entonces recordé un paquete de Marlboro que escondía debajo de mi cama. Levanté el colchón temiendo que Marta o la chica de la limpieza lo hubieran encontrado, pero seguía ahí, junto a un preservativo, un tampón usado y una hoja seca de seis puntas que según Mom era de marihuana. Lo apoyé sobre el escritorio, iluminándolo de cerca con el velador, y después filmé el logo desde diferentes ángulos, entrando y saliendo de cuadro, desde arriba y por el costado, la M, la A y la R, que también formaban las primeras letras de mi nombre. Cuando terminé, me sentí feliz y completo, provisionalmente en paz con mi destino de creador. Aunque no pudiera explicar por qué, estaba seguro de estar ante mi primera obra maestra.

No fue la única. Tres días después, al bajar a la cocina por un flan a deshoras, los encontré en medio de una discusión intrascendente. Apenas levantaban la voz para exponer sus argumentos. Pero yo traía la cámara conmigo y en cuestión de segundos la lucecita roja volvió a transformarlos. Esta vez fue Marta quien tomó la batuta de la escena. Sacó del primer cajón un montón de cubiertos y empezó a lanzarlos contra la puerta que daba al comedor. Su puntería era pésima: los cubiertos volaban en todas las direcciones. Antes de lanzar, daba un giro en el lugar, y no quedaba claro si se trataba de una coreografía o si con eso buscaba desorientarse. Ernesto apoyó la espalda en la puerta y se entregó, confiado, a lo que pudiera pasar. Milagrosamente ninguno le dio de lleno. Sólo una cuchara le rozó el párpado, abriéndole una herida superficial. Pero al ser una zona que sangra mucho, enseguida la sangre le bajaba en chorros por toda la cara. Busqué un repasador y en el momento en que se lo alcancé un cuchillo se clavó en la puerta a unos cinco centímetros de su oreja.

–Son antiguos, son de plata, son mágicos –dijo Marta, cuando se le acabaron–. Nunca, nunca, nunca cortan si la carne es de mala calidad.

La casa estuvo tranquila unos días y luego una noche sentí voces en el garaje. El portón estaba abierto y las llaves del auto saltaban en la mano nerviosa de Ernesto. Marta miraba el suelo, contrariada. Evidentemente me había perdido algo, y sin pensarlo dos veces, salí corriendo a buscar la cámara. Desde mi cuarto, oí que el motor se ponía en marcha. Me apuré, bajé en tres saltos la escalera y ya en la calle conseguí subirme al auto en movimiento. Me miraron una única vez por el espejo retrovisor y después hicieron de cuenta que yo no estaba ahí con ellos. Encendí la cámara. Anduvimos por calles y barrios desconocidos. Cruzamos decenas de semáforos en rojo, nos metíamos de contramano en las avenidas. Ernesto se acercaba a la vereda con las luces apagadas y cuando veíamos a los últimos borrachos emerger de los bares, tocaba bocina para asustarlos y después salíamos disparados a toda velocidad. Atropellamos varias veces un perro que ya estaba muerto. Ellos parecían disfrutar la sensación de un bulto extraño bajo nuestros pies. Regresamos al amanecer, conmigo ya dormido en el asiento de atrás. Cuando desperté, pasado el mediodía, lo primero que hice fue dibujar el logo de Renault, en un fondo negro con estrellas. Era evidente que eso era un comercial de autos, no había otra posibilidad, pero demoré varios días en dar con un slogan acorde.

Tenía que esforzarme para encontrar soluciones con sentido a las escenas propuestas por mis padres. Y al mismo tiempo estaba convencido de que en esa combinación estaba el secreto de su magnetismo. Mi trabajo con los comerciales era arduo y solitario. A veces, me pasaba noches despierto, cortando y pegando fragmentos. Nunca hablaba con ellos al respecto. Había un acuerdo tácito de mantener esos episodios separados de la vida cotidiana. No podía preguntarles cuál era el significado de aquellas escenas. ¿Por qué actuaban así? ¿Por qué habían hecho tal o cual cosa? Al finalizar las grabaciones, ellos solían desaparecer durante horas, como si el esfuerzo de la improvisación los extenuara, o necesitaran un tiempo a solas para recuperar el pudor. Y aunque había días en que el ambiente se cargaba de cosas no dichas, terminé por pensar que era lo más sano.

Así comenzó el paréntesis de calma y armonía: los cinco, casi seis meses, en que no hubo ni una pelea. Mis padres empezaron a cortejarse de nuevo. Se reían como nunca, se llamaban al trabajo, salían juntos al cine, planeaban viajes. Todo su lenguaje corporal revelaba que habían recuperado una sexualidad antes dormida. Marta estaba radiante, había vuelto a usar maquillaje y rescató ropa que llevaba años confinada al fondo del placar. Ernesto empezó a llegar a casa más temprano. Buscaba mostrarse como un marido fiel y atento, pero en su esmero yo sentía que había algo de falsificación. Regaba las plantas del jardín sólo si había alguien cerca dispuesto a verlo, compraba pequeños electrodomésticos que al final nunca se usaban o cambiaba bombitas de luz que ni siquiera estaban quemadas.

Si antes los buscaba cuando oía las peleas, ahora iba a buscarlos porque la casa estaba demasiado silenciosa o risueña. Me costaba dar crédito a ese cambio tan abrupto. Oía música y me los encontraba bailando en el comedor. Oía risas y yo ya sabía que estaban en su cama, acostados, viendo una película. No oía nada y entonces lo más seguro es que estuvieran leyendo, los dos absortos en sus libros, pero tan cerca uno del otro que podían tocarse. En el proceso de esa reconciliación yo no parecía tener cabida. Eran ellos dos y nadie más. Mi cámara ya no era un objeto que los incomodara. Al verme aparecer con ella, sonreían cómplices, y se mostraban siempre dispuestos a montar nuevas escenas. Dejaban lo que fuera que estaban haciendo y se ponían a actuar para mí.

Una tarde que salieron al cine, invité a Nati y a Mom a casa. Hacía semanas que no sabía nada de ellos. Me di cuenta de que hacían lo imposible por mostrarse ofendidos. Observaban mi cuarto con desprecio, como si hubiese mal olor o telarañas en las paredes. No les hice caso. Cerré la puerta del cuarto con llave y me puse a mostrarles, uno por uno, los videos que había grabado sin ellos. El televisor imantaba. Era diez mil veces mejor que todo lo que habíamos hecho antes juntos. Ningún frasco de pis, ningún vestido de seda, ni siquiera unas frutas cortadas moviéndose en stop motion, podían compararse a la presencia magnética de mis padres en pantalla.

–Tus papás están locos –dijo Mom, conmovido.

Nati no dijo nada, pero antes de irse, me puso una mano en el hombro y me dio una mirada que tenía un único significado: que ella era la única persona en el mundo que entendía lo que era mi vida, con unos padres como esos.

Podría haberme detenido ahí, compartirlo sólo con ellos. Pero a esa edad, yo no estaba conforme con mi aspecto. Unos meses antes de que me regalaran la cámara, una compañera había gritado, delante de toda la clase, que mi cara era como una bolsa de pochoclos en el microondas. Todavía hoy me paraliza la crueldad y la exactitud de su metáfora, porque tenía razón: casi se podían ver y oír los granos reventando. Mi cuerpo era fofo y crecía en un estado de ebullición constante: pedos, eructos, mocos. El pelo lacio con el flequillo cayéndome hasta los ojos semejaba un casco. Mi belleza exterior demoraría varios años más en emerger. Mi abuela me lo había dicho.

–En nuestra familia –decía–, florecemos más tarde, pero cuando eso pasa… mejor que se cuiden.

Me buscaba a la salida del colegio y se ponía a señalar a las supuestas bellezas del momento, varones o mujeres, que dejarían de serlo en el futuro.

–¿Ves esa nariz que ahora parece tan linda? Mirala bien. La curva del sobrehueso. Va a ser su perdición.

Porque confiaba en ella, yo había suspendido al sexo como motor de mi existencia, al menos hasta mi segundo nacimiento. Mientras mis compañeros poblaban sus conversaciones de tetas y culos, me concentré en mis comerciales.

En mi colegio, como en toda estructura social, había roles definidos. Era posible identificar quién era quién o qué, dependiendo del sitio que ocupara en la clase. Al frente estaban los nerds y los bajitos. Los que usaban anteojos con mucho aumento. El maricón: aislado, pero blanco de proyectiles. El fondo estaba reservado para los rebeldes y los deportistas. Las chicas que ya habían besado o tenían novio. Al costado, cerca de la columna, los raros, los inclasificables, los que no pertenecerían nunca a ningún grupo. Sabía qué lugar me correspondía en la cadena alimenticia. Y sin embargo, tenía la idea de que si alguien consiguiese destacarse en un tema o tener un talento especial o introducir un nuevo rol en la estructura, podría pasar desapercibido, quizás inspirar cierto respeto, o incluso pasar a ser alguien intocable, un protegido.