Índice

Víctor Hugo
NUESTRA SEÑORA DE PARÍS
LIBRO PRIMERO
II
PIERRE GRINGOIRE
III
IV
V
QUASIMODO
VI
LA ESMERALDA
LIBRO SEGUNDO
II
III
BESOS PARA GOLPES
LOS INCONVENIENTES DE IR TRAS UNA BELLA MUJER DE NOCHE POR LAS CALLES
PROSIGUEN LOS INCONVENIENTES
VI
LA JARRA ROTA
LIBRO TERCERO
II
LIBRO CUARTO
CLAUDE FROLLO
III
IMMANIS PECORIS CUSTOS IMMANIOR IPSE
IV
V
VI
LIBRO QUINTO
II
LIBRO SEXTO
II
EL AGUJERO DE LAS RATAS
TU ORA
III
UNA LÁGRIMA POR UNA GOTA DE AGUA
Une hart
V
LIBRO SÉPTIMO
UN SACERDOTE Y UN FILÓSOFO
III
IV
V
DEL EFECTO QUE PUEDEN PRODUCIR
VII
EL FANTASMA ENCAPUCHADO
UTILIDAD DE LAS VENTANAS
LIBRO OCTAVO
CONTINUACIÓN DEL ESCUDO
FIN DEL ESCUDO TRANSFORMADO
IV
LASCIATE OGNI SPERANZA
V
LA MADRE
VI
TRES CORAZONES DE HOMBRE DISTINTOS
LIBRO NOVENO
I
FIEBRE
II
III
SORDO
IV
LOZA Y CRISTAL
V
VI
CONTINUACIÓN DE LA LLAVE
DE LA PUERTA ROJA
I
II
III
IV
UN TORPE AMIGO
EL RETIRO DONDE EL REY
DE FRANCIA REZA SUS HORAS
VI
LLAMITA EN BAGUENAUD
VII
EL ZAPATITO
LA CREATURA BELLA BIANCO VESTITA
III
EL CASAMIENTO DE FEBO
IV
CASAMIENTO DE QUASIMODO
FIN
Los miserables
PRIMERA PARTE
FANTINA
LIBRO PRIMERO
Un justo
I
Monseñor Myriel
II
El señor Myriel se convierte en monseñor Bienvenido
III
Las obras en armonía con las palabras
LIBRO SEGUNDO
La caída
I
La noche de un día de marcha
II
La prudencia aconseja a la sabiduría
III
Heroísmo de la obediencia pasiva
IV
Jean Valjean
V
El interior de la desesperación
VI
La ola y la sombra
VII
Nuevas quejas
VIII
El hombre despierto
IX
El obispo trabaja
X
Gervasillo
LIBRO TERCERO
El año 1817
I
Doble cuarteto
II
Alegre fin de la alegría
LIBRO CUARTO
Confiar es a veces abandonar
I
Una madre encuentra a otra madre
II
Primer bosquejo de dos personas turbias
III
La alondra
LIBRO QUINTO
El descenso
I
Progreso en el negocio de los abalorios negras
II
El señor Magdalena
III
Depósitos en la casa Laffitte
IV
El señor Magdalena de luto
V
Vagos relámpagos en el horizonte
VI
Fauchelevent
VII
Triunfo de la moral
VIII
Chrístus nos liveravit
IX
Solución de algunos asuntos de política municipal
LIBRO SEXTO
Javert
I
Comienzo del reposo
II
Cómo Jean se convierte en Champ
LIBRO SEPTIMO
El caso Champmathieu
I
Una tempestad interior
II
El viajero toma precauciones para regresar
III
Entrada de preferencia
IV
Un lugar donde empiezan a formarse algunas convicciones
V
Champmatbieu cada vez más asombrado
LIBRO OCTAVO
Contragolpe
I
Fantina feliz
II
Javert contento
III
La autoridad recobra sus derechos
IV
Una tumba adecuada
SEGUNDA PARTE
Cosette
LIBRO PRIMERO
Waterloo
I
El 18 de junio de 1815
II
El campo de batalla por la noche
LIBRO SEGUNDO
El navío Orión
I
El número 24.601 se convierte en el 9.430
II
El diablo en Montfermeil
III
La cadena de la argolla se rompe de un solo martillazo
LIBRO TERCERO
Cumplimiento de una promesa
I
Montfermeil
II
Dos retratos completos
III
Vino para los hombres y agua a los caballos
IV
Entrada de una muñeca en escena
V
La niña sola
VI
Cosette con el desconocido en la oscuridad
VII
Inconvenientes de recibir a un pobre que tal vez es un rico
VIII
Thenardier maniobra
IX
El que busca lo mejor puede hallar lo peor
X
Vuelve a aparecer el número 9.430
LIBRO CUARTO
Casa Gorbeau
I
Nido para un búho y una calandria
II
Dos desgracias unidas producen felicidad
III
Lo que observa la portera
IV
Una moneda de cinco francos que cae al suelo hace mucho ruido
LIBRO QUINTO
A caza perdida, jauría muda
I
Los rodeos de la estrategia
II
El callejón sin salida
III
Tentativas de evasión
IV
Principio de un enigma
V
Continúa el enigma
VI
Se explica cómo Javert hizo una batida en vano
LIBRO SEXTO
Los cementerios reciben todo lo que se les da
I
El Convento Pequeño Picpus
II
Se busca una manera de entrar al convento
III
Fauchelevent en presencia de la dificultad
IV
Parece que Jean Valjean conocía a Agustín Castillejo
V
Entre cuatro tablas
VI
Interrogatorio con buenos resultados
VII
Clausura
TERCERA PARTE
Marius
LIBRO PRIMERO
París en su átomo
I
El pilluelo
II
Gavroche
LIBRO SEGUNDO
El gran burgués
I
Noventa años y treinta y dos dientes
II
Las hijas
LIBRO TERCERO
El abuelo y el nieto
I
Un espectro rojo
II
Fin del bandido
III
Cuán útil es ir a misa para hacerse revolucionario
IV
Algún amorcillo
V
Mármol contra granito
LIBRO CUARTO
Los amigos del ABC
I
Un grupo que estuvo a punto de ser histórico
II
Oración fúnebre por Blondeau
III
El asombro de Marius
IV
Ensanchando el horizonte
LIBRO QUINTO
Excelencia de la desgracia
I
Marius indigente
II
Marius pobre
III
Marius hombre
IV
La pobreza es buena vecina de la miseria
LIBRO SEXTO
La conjunción de dos estrellas
I
El apodo: manera de formar nombres de familia
II
Efecto de la primavera
III
Prisionero
IV
Aventuras de la letra U
V
Eclipse
LIBRO SEPTIMO
Patron-Minette
I
Las minas y los mineros
II
Babet, Gueulemer, Claquesous y Montparnasse
LIBRO OCTAVO
El mal pobre
I
II
Una rosa en la miseria
III
La ventanilla de la providencia
IV
La fiera en su madriguera
V
El rayo de sol en la cueva
VI
Jondrette casi llora
VII
Ofertas de servicio de la miseria al dolor
VIII
Uso de la moneda del señor Blanco
IX
Un policía da dos puñetazos a un abogado
X
Utilización del Napoleón de Marius
XI
Las dos sillas de Marius frente a frente
XII
La emboscada
XIII
Se debería comenzar siempre por apresar a las víctimas
XIV
El niño que lloraba en la segunda parte
CUARTA PARTE
Idilio en calle Plumet y epopeya en calle Saint-Denis
LIBRO PRIMERO
Algunas páginas de historia
I
Bien cortado y mal cosido
II
Enjolras y sus tenientes
LIBRO SEGUNDO
Eponina
I
El campo de la Alondra
II
III
Aparición al señor Mabeuf
IV
Aparición a Marius
V
La casa del secreto
VI
Jean Valjean, guardia nacional
VII
La rosa descubre que es una máquina de guerra
VIII
Empieza la batalla
IX
A tristeza, tristeza y media
X
Socorro de abajo puede ser socorro de arriba
LIBRO TERCERO
Cuyo fin no se parece al principio
I
Miedos de Cosette
II
Un corazón bajo una piedra
III
Los viejos desaparecen en el momento oportuno
LIBRO CUARTO
El encanto y la desolación
I
Travesuras del viento
II
Gavroche saca partido de Napoleón el grande
III
Peripecias de la evasión
IV
Principio de sombra
V
El perro
VI
Marius desciende a la realidad
VII
El corazón viejo frente al corazón joven
LIBRO QUINTO
¿Adónde van?
I
Jean Valjean
II
Marius
III
El señor Mabeuf
LIBRO SEXTO
El 5 de junio de 1832
I
La superficie y el fondo del asunto
II
Reclutas
III
Corinto
IV
Los preparativos
V
El hombre reclutado en la calle Billettes
VI
Marius entra en la sombra
LIBRO SEPTIMO
La grandeza de la desesperación
I
La bandera, primer acto
II
La bandera, segundo acto
III
Gavroche habría hecho mejor en tomar la carabina de Enjolras
IV
La agonía de la muerte después de la agonía de la vida
V
Gavroche, preciso calculador de distancias
VI
Espejo indiscreto
VII
El pilluelo es enemigo de las luces
VIII
Mientras Cosette dormía
QUINTA PARTE
Jean Valjean
LIBRO PRIMERO
La guerra dentro de cuatro paredes
I
Cinco de menos y uno de más
II
La sítuación se agrava
III
Los talentos que influyeron en la condena de 1796
IV
Gavroche fuera de la barricada
V
Un hermano puede convertirse en padre
VI
Marius herido
VII
La venganza dejean Vajean
VIII
Los héroes
IX
Marius otra vez prisionero
LIBRO SEGUNDO
El intestino de Leviatán
I
Historia de la cloaca
II
La cloaca y sus sorpresas
III
La pista perdida
IV
Con la cruz a cuestas
V
Marius parece muerto
VI
La vuelta del hijo prodigo
VII
El abuelo
LIBRO TERCERO
Javert desorientado
I
Javert comete una infracción
LIBRO CUARTO
El nieto y el abuelo
I
Volvemos a ver el árbol con el parche de zinc
II
Marius, saliendo de la guerra civil, se prepara para la guerra familiar
III
Marius ataca
IV
El señor Faucbelevent con un bulto debajo del brazo
V
Más vale depositar el dinero en el bosque que en el banco
VII
Recuerdos
VIII
Dos bombres dciles de encontrar
LIBRO QUINTO
La noche en blanco
I
El 16 de febrero de 1833
II
Jean Valjean contínúa enfermo
III
La inseparable
LIBRO SEXTO
La última gota del cáliz
I
El séptimo círculo y el octavo cielo
II
La oscuridad que puede contener una revelación
LIBRO SEPTIMO
Decadencia crepuscular
I
La sala del piso bajo
II
De mal en peor
III
Recuerdos en el jardín de la calle Plumet
IV
La atracción y la extinción
LIBRO OCTAVO
Suprema sombra, suprema aurora
I
Compasión para los desdichados a indulgencia para los dichosos
II
Utimos destellos de la lámpara sin aceite
III
El que levantó la carreta de Fauchelevent no puede levantar una pluma
IV
Equívoco que sirvió para limpiar las manchas
V
Noche que deja entrever el día
La torre de las ratas
La hierba oculta y la lluvia borra
A mi hija
Confrontaciones
Desdén
El canto de los piratas
El estanque
Esperanza en Dios
La conciencia
Necedad de la guerra
Nomen, numen, lumen
Quien no ama no vive
Sedan

Víctor Hugo

 

 

NUESTRA SEÑORA DE PARÍS

 


PRÓLOGO

 

 

 

Cuando hace algunos años el autor de este libro visitaba o, mejor aún, cuando rebuscaba por la catedral de Nuestra Señora, encontró en un rincón oscuro de una de sus torres, y grabada a mano en la pared, esta palabra:

'ANAΓKH

 

Aquellas mayúsculas griegas, ennegrecidas por el tiempo y profundamente marcadas en la piedra, atrajeron vivamente su atención. La clara influencia gótica de su caligrafía y de sus formas, como queriendo expresar que habían sido escritas por una mano de la Edad Media, y sobre todo el sentido lúgubre y fatal que encierran, sedujeron, repito, vivamente al autor.

Se interrogó, trató de adivinar cuál podía haber sido el alma atormentada que no había querido abandonar este mundo sin antes dejar allí marcado (en la frente de la vetusta iglesia) aquel estigma de crimen o de condenación. Más tarde los muros fueron encalados o raspados (ignoro cuál de estas dos cosas) y la inscripción desapareció. Así se tratan desde hace ya doscientos años estas maravillosas iglesias medievales; las mutilaciones les vienen de todas partes tanto desde dentro, como de fuera. Los párrocos las blanquean, los arquitectos pican sus piedras y luego viene el populacho y las destruye.

Así pues, fuera del frágil recuerdo dedicado por el autor de este libro, hoy no queda ya ningún rastro de aquella palabra misteriosa grabada en la torre sombría de la catedral de Nuestra Señora; ningún rastro del destino desconocido que ella resumía tan melancólicamente.

El hombre que grabó aquella palabra en aquella pared hace siglos que se ha desvanecido, así como la palabra ha sido borrada del muro de la iglesia y como quizás la iglesia misma desaparezca pronto de la faz de la tierra.

Basándose en esa palabra, se ha escrito este libro.

 

 

Marzo de 1834

 

 

1. Esta palabra griega que significa «fatalidad» será utilizada más tarde por Victor Hugo como título del capítulo IV del libro VII.

 

 

NOTA AÑADIDA A LA EDICIÓN DEFINITIVA (1832)

 

Erróneamente se ha anunciado que esta edición iba a ser aumentada con varios capítulos nuevos. Debía haberse dicho inéditos. Si al decir nuevos se entiende hechos de nuevo, los capítulos añadidos a esta edición no son nuevos. Fueron escritos al mismo tiempo que el resto de la obra, datan de la misma época y proceden d la misma inspiración, pues siempre han formado parte del manuscrito de Nuestra Señora de París. Además resulta difícilmente comprensible para el autor un posterior añadido de trozos nuevos a una obra de este tipo.

Estas cosas no se hacen a capricho. Una novela nace, según él, de una forma, en cierto modo necesaria, y ya con todos sus capítulos, y un drama nace ya con todas sus escenas. No se crea que queda nada al arbitrio en las numerosas partes de ese todo, de ese misterioso microcosmos que se llama drama o novela. El injerto o la soldadura prenden mal en obras de este carácter que deben surgir de un impulso único y mantenerse sin modificaciones.

Una vez terminada la obra, no cambiéis de opinión, no la modifiquéis. Cuando se publica un libro, cuando el sexo de la obra ha sido reconocido y proclamado, cuando la criatura ha lanzado su primer grito, ya ha nacido, ya está ahí, tal y como es, ni el padre ni la madre podrían ya cambiarla, pues pertenece ya al aire y al sol y hay que dejarla vivir o morir tal cual es. ¿Que el libro no está conseguido? ¡Qué se le va a hacer! No añadáis ni un solo capítulo a un libro fallido. ¿Que está incompleto? Habría que haberlo completado al concebirlo. No conseguiréis enderezar un árbol torcido. ¿Que vuestra novela es tísica?, ¿que no es viable?, pues no conseguiréis insuflarle el hálito que le falta. ¿Que vuestro drama ha nacido cojo? Creedme, no le pongáis una pierna de madera.

El autor muestra un gran interés en que el público conozca muy bien que los capítulos aquí añadidos no han sido escritos expresamente para esta reimpresión y que si, en ediciones precedentes no han sido publicados, se debe a razones muy sencillas.

Cuando se imprimía por primera vez Nuestra Señora de París, se extravió la carpeta que contenía esos tres capítulos y, o se escribían de nuevo, o se renunciaba a ellos. El autor consideró que los dos únicos capítulos –de los tres extraviados– que podrían haber tenido cierto interés por su extensión, se referían al arte y a la historia y que, por tanto, no afectaban para nada al fondo del drama y de la novela. El público no habría echado en falta su desaparición y únicamente él, el autor, estaría en el secreto de esta omisión; así, pues, decidió suprimirlos y, puestos a confesarlo todo, hay que decir también que, por pereza, retrocedió ante la tarea de rehacer esos tres capítulos perdidos. Le habría sido más fácil escribir una nueva novela.

Pero ahora, encontrados ya, aprovecha la primera ocasión para restituirlos a su sitio. Esta es, pues, su obra completa tal como la soñó y tal como la escribió, buena o mala, frágil o duradera, pero como él la desea.

No hay duda de que estos capítulos tendrán poco valor a los ojos de lectores, muy juiciosos por lo demás, que sólo han buscado en Nuestra Señora de París el drama, la novela, pero quizás otros lectores no consideren inútil estudiar el pensamiento estético y filosófico oculto en el libro, y se complazcan, al leerlo, en desentrañar algo más que la novela en sí misma y –perdónesenos las expresiones un tanto ambiciosas– escudriñar la técnica del historiador y los adjetivos del artista, a través de la creación, mejor o peor, del poeta.

Es para esos lectores sobre todo para quienes los capítulos añadidos en esta edición completarán Nuestra Señora de París, si admitimos que merece la pena que esta obra sea completada.

El autor se ocupa en uno de estos capítulos de la decadencia y muerte de la arquitectura actual que, en su opinión, es casi inevitable; esta opinión desgraciadamente se encuentra muy arraigada en él y la tiene muy meditada. Siente, sin embargo, la necesidad de expresar su más vivo deseo de que el futuro le desmienta, pues conoce que el arte en cualquiera de sus manifestaciones puede confiar por completo en las nuevas generaciones cuyo genio comienza ya a sentirse y a apuntar en los talleres del arte. La semilla está en el surco y la cosecha será ciertamente hermosa. Teme sin embargo, y se podrán descubrir las razones en el segundo tomo de esta edición, que la savia haya podido retirarse de este viejo terreno de la arquitectura que durante tantos siglos ha sido el mejor terreno para el arte.

Existe hoy sin embargo entre los jóvenes artistas tanta vitalidad, tanta fuerza y, si cabe, tanta predestinación, que en nuestras escuelas de arquitectura, a pesar de contar con un profesorado detestable, están surgiendo alumnos que son excelentes; algo así como aquel alfarero del que habla Horacio que pensando en hacer ánforas producía pucheros... Currit rota, urceus exit Pero en cualquier caso y cualquiera que sea el futuro de la arquitectura y la forma con que nuestros jóvenes arquitectos den solución en su día a sus problemas artísticos, conservemos los monumentos antiguos, mientras esperamos la creación de otros nuevos. Inspiremos al país, si es posible, el amor a la arquitectura nacional. El autor declara ser éste uno de los objetivos principales de este libro y también uno de los objetivos principales de su vida.

Quizás Nuestra Señora de París haya podido abrir perspectivas nuevas sobre el arte En la Edad Media, ese arte maravilloso y hasta ahora desconocido de unos y, lo que es peor, menospreciado por otros; sin embargo el autor se encuentra muy lejos de creer realizada la tarea que voluntariamente se ha impuesto. Ha defendido en más de una ocasión la causa de nuestra vieja arquitectura y ha denunciado en voz alta muchas profanaciones, muchas demoliciones y muchas irreverencias, y seguirá haciéndolo. Se ha comprometido a volver con frecuencia sobre este tema y lo hará; se mostrará incansable defensor de nuestros edificios históricos atacados encarnizadamente por nuestros iconoclastas de escuelas y de academias, pues es lastimoso comprobar en qué manos ha caído la arquitectura de la Edad Media y de qué manera los presuntuosos conservadores de edificios históricos tratan las ruinas de este arte grandioso. Es incluso vergonzante que nosotros, hombres sensibles a él, nos limitemos a abuchear sus actuaciones. No aludimos aquí únicamente a lo que acaece en las provincias, sino a lo que se perpetra en París, ante nuestras puertas, bajo nuestras ventanas, en la gran ciudad, en la ciudad culta, en la ciudad de la prensa de la palabra y del pensamiento. Para terminar estas notas, no podemos evitar el señalar alguno de estos hechos vandálicos, proyectados a diario, iniciados y realizados tranquilamente ante nuestros ojos a la vista del público artista de París, frente a la crítica desconcertada ante tamaña audacia. Acaba de ser derribado el arzobispado, un edificio de gusto dudoso, y el daño no habría sido grande si no fuera porque con el arzobispado ha sido también demolido el obispado, resto curioso del siglo XIV que el arquitecto encargado de su derribo no ha sabido distinguir del conjunto. Así ha arrancado el trigo y la cizaña, ¡qué más da! Se habla también de arrasar la admirable capilla de Vincennes para hacer con sus piedras no sé qué fortificación que para nada habría necesitado Daumesnil. Mientras que, a base de grandes sumas se está restaurando el palacio Borbón, ese viejo caserón, se están destrozando por los vendavales del equinoccio los magníficos vitrales de la Santa Capilla.

Hace ya días que han puesto unos andamios en la Torre Saint Jacques–de–la–Boucherie y cualquier día caerá bajo la piqueta. Se ha encontrado un albañil para levantar una casita blanca entre las venerables torres del palacio de justicia y otro para castrar Saint Germain–des–Prés, la abadía feudal de los tres campanarios; y se encontrará otro, no lo dudéis, para acabar con Saint–Germain–L'Auxerrois. Todos estos albañiles se creen arquitectos y llevan uniformes verdes y son pagados minuciosamente por la prefectura. En fin, causan todos los perjuicios que el mal gusto es capaz de concebir.

Cuando escribo estas líneas, uno de ellos ¡deplorable espectáculo!, está encargado de las Tullerías, otro de ellos marca de costurones el rostro de Philibert Delorme y no es ciertamente uno de los menores escándalos de nuestros días el ver con qué desvergüenza la amazacotada arquitectura de este hombre destroza una de las más delicadas fachadas renacentistas.

París, 20 de octubre de 1832

 

 



LIBRO PRIMERO

 

I

 

 

 

LA GRAN SALA

 

 

 

Hace hoy trescientos cuarenta y ocho años, seis meses y diecinueve días que los parisinos se despertaron al ruido de todas las campanas repicando a todo repicar en el triple recinto de la Cité, de la Universidad y de la Ville.

De aquel 6 de enero de 1482 la historia no ha guardado ningún recuerdo. Nada destacable en aquel acontecimiento que desde muy temprano hizo voltear las campanas y que puso en movimiento a los burgueses de París; no se trataba de ningún ataque de borgoñeses o picardos, ni de ninguna reliquia paseada en procesión; tampoco de una manifestación de estudiantes en la Viña de Laas ni de la repentina presencia de Nuestro muy temido y respetado señor, el Rey, ni siquiera de una atractiva ejecución pública, en el patíbulo, de un grupo de ladrones o ladronas por la justicia de París. No lo motivaba tampoco la aparición, tan familiar en el París del siglo XV, de ninguna atractiva y exótica embajada, pues hacía apenas dos días que la última de estas cabalgatas, precisamente la de la embajada flamenca, había tenido lugar para concertar el matrimonio entre el Delfín y Margarita de Flandes, con gran enojo, por cierto, de monseñor el Cardenal de Borbón que, para complacer al rey, hubo de fingir agrado ante todo el rústico gentío de burgomaestres flamencos y hubo de obsequiarles en su palacio de Borbón con una atractiva representación y una entretenida farsa, mientras una fuerte lluvia inundaba y deterioraba las magníficas tapicerías colocadas a la entrada para la recepción de la embajada.

Lo que aquel 6 de enero animaba de tal forma al pueblo de París, como dice el cronista Jehan de Troyes, era la coincidencia de la doble celebración, ya de tiempos inmemoriales, del día de Reyes y la fiesta de los locos.

Ese día había de encenderse una gran hoguera en la plaza de Grévez, plantar el mayo en el cementerio de la capilla de Braque y representar un misterio en el palacio de justicia.

La víspera, al son de trompetas y tambores, criados del preboste de París, ataviados de hermosas sobrevestas de camelote, y con grandes cruces blancas bordadas en el pecho, habían ya hecho el pregón por las plazas y calles de la villa y una gran muchedumbre de burgueses y de burguesas acudía de todas partes, desde horas bien tempranas, hacia alguno de estos tres lugares mencionados, escogiendo según sus gustos la fogata, el mayo o la representación del misterio. Conviene precisar, como elogio al tradicional buen juicio de los curiosos de París, que la mayoría de la gente tomaba partido por la hoguera, lo que era muy propio dada la época del año o por el misterio que por ser representado en la gran sala del palacio, cubierta y bien cerrada, se encontraba al abrigo y que la mayor parte dejaba de lado al pobre «mayo» mal florido, temblando de frío y solito bajo el cielo de enero en el cementerio de la capilla de Braque.

La afluencia de gente se concentraba sobre todo en las avenidas del Palacio de justicia pues se sabía que los embajadores flamencos, llegados dos días antes, iban a asistir a la representación del misterio y a la elección del papa de los locos que se iba a realizar precisamente en aquella misma sala.

No era nada fácil aquel día poder entrar en la Gran Sala, famosa ya por ser considerada la sala cubierta más grande del mundo (si bien es cierto que Sauval no había aún medido la gran sala del palacio de Montargis).

La plaza del palacio, abarrotada de gente, ofrecía a los curiosos que se encontraban asomados a las ventanas, la impresión de un mar, en donde cinco o seis calles, como si de otras tantas desembocaduras de ríos se tratara, vertían de continuo nuevas oleadas de cabezas. Las oleadas de tal gentío, acrecentadas a cada instante, chocaban contra las esquinas de las casas, que surgían, como si de promontorios se tratara, en la configuración irregular de la plaza.

En el centro de la alta fachada gótica del palacio, la gran escalinata utilizada sin cesar por un flujo ascendente y descendente de personas, interrumpido momentáneamente en el rellano, se expandía en oleadas hacia las dos rampas laterales. Pues bien, esa escalinata vertía gente incesantemente hacia la plaza como una cascada sus aguas en un lago.

Los gritos, las risas, el bullicio de la muchedumbre, producían un inmenso ruido y un clamor incesante. De vez en cuando el bullicio y el clamor se acrecentaban y el continuo trasiego de la multitud hacia la escalera provocaba avalanchas motivadas tanto por los empujones de algún arquero, al abrirse camino, como por el cocear del caballo de algún sargento del preboste enviado al lugar para restablecer orden; tradición admirable esta que los prebostes han dejado a los condestables, éstos a su vez a los mariscales y así hasta los gendarmes de nuestros días.

Ante las puertas, en las ventanas, por las luceras o sobre los tejados, pululaban millares de rostros burgueses, tranquilos y honrados que contemplaban el palacio observando el gentío y contentándose sólo con eso; la verdad es que existe mucha gente en París que se satisface con el espectáculo de ser espectadores, pues a veces ya es suficiente entretenimiento el contemplar una maravilla tras la cual suceden cosas.

Si nos fuera permitido a nosotros, hombres de 1830, mezclarnos con el pensamiento a estos parisinos del siglo XV, y penetrar con ellos, zarandeados y empujados en aquella enorme sala del palacio, tan estrecha aquel 6 de enero de 1482, no habría dejado de ser interesante y encantador el espectáculo de vernos rodeados de cosas que, por ser tan antiguas, las hubiéramos considerado como nuevas.

Si el lector nos lo permite, vamos a intentar evocar con el pensamiento la impresión que habría experimentado al franquear con nosotros el umbral de aquella enorme sala y verse rodeado por una turba vestida con jubón, sobrevesta y cota...

En primer lugar zumbidos de orejas y deslumbramiento en los ojos. Por encima de nuestras cabezas una doble bóveda ojival artesonada con esculturas de madera pintada en azul y con flores de lis doradas y bajo nuestros pies un pavimento de mármol alternando losas blancas y negras. A nuestro lado un enorme pilar y luego otro y otros más, hasta siete pilares en la extensión de aquella enorme sala sosteniendo en la mitad de su anchura los arranques de la doble bóveda y, en torno a los cuatro primeros pilares, tiendas de comerciantes deslumbrantes de vidrios y de oropeles y, en torno a las tres últimas, bancos de madera de roble, gastados ya y pulidos por las calzas de los pleiteantes y las togas de los abogados.

Rodeando la sala y a lo largo de sus muros entre las puertas, entre los ventanales, entre los pilares, la fila interminable de las estatuas de todos los reyes de Francia, desde Faramundo: los reyes holgazanes con los brazos caídos y los ojos bajos; los reyes valerosos y batalladores con sus manos y sus cabezas orgullosamente dirigidas al cielo. Además, en las altas ventanas ojivales, vitrales de mil colores y en los amplios accesos a la sala, riquísimas puertas delicadamente talladas y en conjunto, bóvedas, pilares, muros, chambranas, artesonados, puertas, estatuas, todo recubierto de arriba a abajo por una espléndida pintura azul y oro que, un poco descolorida en la época en que la vemos, había casi desaparecido bajo el polvo y las telarañas en el año de gracia de 1549 en que Du Breul la admiraba todavía.

Imaginemos ahora esa inmensa sala oblonga, iluminada por la claridad tenue de un día de enero, invadida por un gentío abigarrado y bullicioso deambulando a lo largo de los muros y girando en torno a sus siete pilares y obtendremos así una idea, un tanto confusa aún, del conjunto del cuadro cuyos detalles más curiosos vamos a intentar resaltar.

Es claro que si Ravaillac no hubiera asesinado a Enrique IV, no habría habido pruebas del proceso Ravaillac depositadas en la escribanía del Palacio de justicia, ni tampoco cómplices interesados en su desaparición, ni incendiarios obligados, a falta de algo mejor, a pegar fuego a la escribanía para hacerlas desaparecer ni a incendiar el Palacio de justicia para hacer desaparecer la escribanía y en fin, en buena lógica tampoco se habría producido el incendio de 1618 y el viejo palacio permanecería aún en pie con su inmensa sala y podría yo decir al lector: «Id a verla» y así unos y otros evitaríamos: yo hacerla y él leer una descripción quizás no muy buena. Todo esto viene a probar que los grandes acontecimientos tienen consecuencias incalculables.

También es cierto en primer lugar que Ravaillac no tenía cómplices y en segundo lugar que sus cómplices, de haberlos tenido, claro, no habrían estado implicados en el incendio de 1618. Existen otras dos explicaciones muy plausibles. La primera, la gran estrella en llamas de un pie de ancha y de un codo de alta que, como todo el mundo sabe, cayó del cielo sobre el palacio el siete de marzo pasada la media noche; en segundo lugar, está la cuarteta de Theophile: «Certes, ce fut un triste jeu, / Quand à Paris dame justice, / Pour avoir mangé trop d'epice, / se mit tout le palais en feu».

Se piense lo que se piense de esta triple explicación política, física o poética del incendio del Palacio de justicia en 1618, lo cierto es que desgraciadamente éste se produjo.

Hoy, a causa de esta catástrofe, queda muy poco del palacio, gracias también a las sucesivas restauraciones que se han realizado y que han acabado con lo que el fuego había respetado. Queda muy poca cosa ya de la que fue primera residencia de los reyes de Francia, muy poca cosa de este palacio, hermano mayor del Louvre, de este palacio en el que en tiempos de Felipe el Hermoso buscaban los restos de las magníficas construcciones realizadas por el rey Roberto y descritas por Hergaldo. Casi todo ha desaparecido. ¿Qué se ha hecho del salón de la Cancillería en el que el rey San Luis «consumó su matrimonio»? ¿Y del jardín en donde él mismo administraba justicia «revestido de una cota de camelote, con una sobrevesta de Tiritaña, sin mangas, y con una túnica de sándalo negro sobre los hombros, echado en un hermoso tapiz y con Joinville al lado»? ¿Dónde está la cámara del Emperador Segismundo? ¿Y la de Carlos IV? ¿Y la de Juan sin Tierra? ¿Dónde aquella escalinata desde la que Carlos VI promulgó su edicto de gracia? ¿Y la losa en la que Marcel degolló, en presencia del Delfín, a Robert de Clermont y al mariscal de Champagne? ¿Y la portilla donde fueron rotas las bulas del antipapa Benedicto y por donde se marcharon los que las habían traído, castrados y encapirotados, con mofas y cantando la palinodia por todo París? ¿Y la gran sala con sus dorados, sus azules, sus ojivas, sus estatuas y pilares y su bóveda inmensa toda esculpida? ¿Y la cámara dorada? ¿Y el león de piedra que había en la entrada con la cabeza baja y la cola entre las piernas, como los leones del trono de Salomón en actitud sumisa como cuadra a la fuerza cuando se encuentra ante la justicia? ¿Y las hermosas puertas? ¿Y los bellísimos vitrales? ¿Y los herrajes cincelados que provocaban la envidia de Biscornette? ¿Y las delicadas obras de ebanistería de Du Hancy?... ¿Qué han hecho el tiempo y los hombres de tales maravillas? ¿Qué hemos recibido por todo eso, por toda esta historia gala, por todo este arte gótico?

Por lo que al arte se refiere, las pesadas cimbras rebajadas de M. de Brosse, este torpe arquitecto del pórtico de Gervais y, en cuanto a la historia, los recuerdos parlanchines del gran pilar en donde aún resuenan los comadreos de los Patru.

No es mucho, la verdad, pero volvamos a la auténtica gran sala del verdadero y viejo palacio.

Las dos extremidades de este gigantesco paralelogramo estaban ocupadas, una por la famosa mesa de mármol, tan larga, tan ancha, tan gruesa como jamás se vio –dicen los viejos pergaminos en un estilo que hubiera provocado el apetito de Gargantúa–, semejante loncha de mármol en el mundo, otra por la capilla en donde Luis XI se había hecho esculpir de rodillas ante la Virgen y a donde había hecho llevar sin preocuparle un ápice los dos nichos vacíos que dejaba en la fila de las estatuas reales, las de Carlomagno y San Luis, dos santos a los que suponía él gran influencia en el cielo por haber sido reyes de Francia.

La capilla aún nueva, construida hace apenas seis años, tenía ese gusto encantador de arquitectura delicada, de escultura admirable, finamente cincelada, que define en Francia el fin del gótico y continúa hasta mediados del siglo XVI en esas fantasías esplendorosas del Renacimiento. El pequeño rosetón abierto sobre el pórtico era una obra maestra de delicadeza y de gracia, habríase dicho una estrella de encaje.

En el centro de la sala frente a la puerta, se alzaba un estrado de brocado de oro, adosado al muro, en donde se había abierto un acceso privado mediante una ventana al pasillo de la cámara dorada para la legación flamenca y los demás invitados de relieve a la representación del Misterio.

En esa mesa de mármol, según la tradición, debía representarse el misterio y a cal fin había sido ya preparada desde la mañana. La rica plancha de mármol muy rayada ya por las pisadas, sostenía una especie de tablado bastante alto, cuya superficie superior, bien visible desde toda la sala, debía servir de escenario y cuyo interior, disimulado por unos tapices, serviría de vestuario a los diferentes personajes en la obra. Una escalera, colocada sin disimulo por fuera, comunicaría el escenario y el vestuario y sus peldaños asegurarían la entrada y salida de los actores. No había personaje alguno, ni peripecia, ni golpe de teatro que no necesitara servirse de aquella escalera ¡inocente y adorable infancia del arte y de la tramoya!

Cuatro agentes del bailío del palacio, guardianes forzosos de todos los placeres del pueblo, tanto en los días de fiesta como en los días de ejecución, permanecían de pie en cada una de las cuatro esquinas de la mesa de mármol.

La representación tenía que comenzar tras la última campanada de las doce del mediodía en el gran reloj del palacio. No era muy pronto precisamente para una representación teatral, pero había sido preciso acomodarse al horario de los embajadores flamencos.

Ocurría, sin embargo, que todo aquel gentío estaba allí desde muy temprano y no pocos de aquellos curiosos temblaban de frío desde el amanecer ante la gran escalinata del palacio. Los había incluso que afirmaban haber pasado la noche a la intemperie, tumbados ante el gran portón, para tener la seguridad de entrar los primeros. La muchedumbre crecía por momentos y, como el agua que rebasa el nivel, empezaba a trepar por los muros, a agolparse en torno a los pilares, a amontonarse en las cornisas, en las balaustradas de los ventanales y en todos los salientes y relieves de la fachada. Por todo ello las molestias, la impaciencia, el aburrimiento, la libertad de un día de cinismo y de locura, las discusiones que surgían por un brazo demasiado avanzado, un zapato demasiado apretado el cansancio de la larga espera, daban ya, bastante antes de la hora de llegada de los embajadores, un ambiente enconado y agrio al bullicio de toda aquella gente encerrada, apiñada, empujada, pisoteada y sofocada. No se oían más que quejas e improperios contra los flamencos y el preboste de los comerciantes, contra el cardenal de Borbón y el bailío de palacio, contra Margarita de Austria, contra los alguaciles, o contra el frío, el calor, o el mal tiempo, o el obispo de París o contra el papa de los locos, las pilastras las estatuas... contra una puerta cerrada o una ventana abierta. Todo ello para gran diversión de bandas de estudiantes o de lacayos que, diseminados entre la multitud, se aprovechaban del malestar general para, con sus bromas, provocar y aguijonear, por decirlo de alguna manera, aquel mal humor general.

Había entre otros un grupo de estos alegres demonios que, después de haber destrozado la cristalera de un ventanal, se había sentado descaradamente en la repisa y desde allí lanzaban sus miradas y sus burlas, tanto a los de adentro, como a los de afuera.

Por sus gestos, sus risas estentóreas, por las llamadas burlonas que se hacían de una a otra parte de la sala, se deducía con facilidad que para aquellos estudiantes no contaba el cansancio que invadía al resto de los asistentes y que disfrutaban con el espectáculo que se producía ante sus ojos esperando que aquello continuara.

–¡Por mi alma que vos sois Joanner Frollo de Molendino! –exclamó uno de ellos dirigiéndose a una especie de diablejo rubio, de buen ver y cara de pícaro, que se apoyaba en las hojas de acanto de uno de los capiteles–. Vos sois el que llaman Juan del Molino, por vuestros dos brazos y vuestras dos piernas que se asemejan a las aspas movidas por el viento. ¿Desde cuándo estáis ahí?

–Por todos los diablos –respondió Joanner Frollo–, más de cuatro horas llevo ya y espero me sean descontadas de mi tiempo en el purgatorio. Me he oído a los cuatro sochantres del rey de Sicilia entonar el versículo primero de la misa mayor de las siete en la Santa Capilla.

–Son magníficos –replicó el otro–, y su voz es más aguda aún que sus bonetes. Antes de fundar una misa para San Juan, el Rey debería haberse informado de si a San Juan le gusta el latín cantado con acento provenzal.

–¡Sólo lo ha hecho para dar empleo a esos malditos chantres del Rey de Sicilia! –exclamó secamente una vieja del gentío, situada bajo el ventanal–. ¡No está mal! ¡Mil libras parisinas por una misa!, ¡y por si fuera poco con cargo al arrendamiento de la pesca de mar del mercado de París!

–Calma, señores –replicó un grave personaje, rechoncho que se tapaba la nariz junto a la vendedora de pescado–, había que fundar una misa, ¿no?, ¿o queréis que el rey vuelva a enfermar?

–Así se habla, sire Gille Lecornu, maestro peletero y vestidor del Rey –exclamó el estudiante desde el capitel.

Una carcajada de todos los estudiantes acogió el desafortunado nombre del pobre peletero y vestidor real.

–El Cornudo ¡Gil Cornudo! –decían unos.

Cornutus et hirsutus –replicaba otro.