EN MUCHOS SENTIDOS ESTE LIBRO REUNE DE MANERA excepcional materiales que permiten conocer la trayectoria vital de Yehuda Amijái, desde su nacimiento en la Alemania previa a la Segunda Guerra Mundial, hasta su llegada a Israel, el país por el que cambiaría de nombre, al que le daría su vida en adelante, y del que se convertiría en su poeta principal. Conocer algunos de los momentos claves de su vida requirió hurgar en sus archivos personales, rescatando papeles y fotografías, cartas y documentos, discursos, postales, tributos, que permitieron armar su propia historia para exponerla ante el lector por vez primera. En esta tarea que tuvo distintas fases, Hugo R. Miranda fue quien tomó a su cargo la consecución de las imágenes y documentos para descubrir ante mí un tesoro de incalculable valor. La textura de una vida se hizo presente en cada sobre que conseguimos abrir. Agradezco infinitamente su apoyo, y muy en especial el énfasis que puso desde el comienzo en que tendría sentido iniciar la laboriosa gestión para explorar los “Archivos de Amijái”. Por si esto fuera poco, sin sus consejos también hubiera sido menos fecunda la tarea de pulir algunos versos para darles más tersura.
Sin el apoyo de Hana Sokolov, viuda del poeta, este libro no hubiera sido posible. Su suavidad en el trato, su inmensa calidez, dulzura y generosidad, me gratificaron en lo que hubiera podido ser un trámite ciertamente más difícil de lo que fue.
Rebecca Aldi, quien está al cuidado de la Biblioteca Beinecke y su colección de manuscritos y libros raros, nos brindó amablemente toda la atención que se requirió ante cada solicitud específica que le fue formulada.
Mi gratitud a Chana Kronfeld, Eilat Neguev e Ido Bassok, por los datos proporcionados que fueron claves para completar el itinerario de Amijái. A Nathan Bernstein, heredero del legado de Hermann Struck, un fino paisajista injustamente caído en el olvido, por permitirme usar la imagen del hermoso grabado sobre Jerusalén. A Irvin Ungar, experto en la obra del notable dibujante Arthur Szyk, quien me dirigió a la Colección de Arte Judío que resguarda la Universidad de California (Berkeley). Y a Rachel Laufer, del Museo de Israel, por facilitarme las instantáneas del artista y fotógrafo de la ciudad, Alfred Bernheim.
A cada uno de los autores o albaceas que me autorizaron incluir sus palabras sobre Amijái: a Eric Celan y Bertrand Badiou, a Carol Hughes, a Betty y Homero Aridjis, a Cynthia Ozick (tan cálida), y muy especialmente a Amos Oz, quien pocos días antes de fallecer tuvo la presencia de ánimo para responder a mi correo electrónico con una humildad y cordialidad poco comunes, que no podré olvidar.
A Paloma Cung Sulkin, por permitirme recuperar mis primeras traducciones publicadas en la ya extinta revista Aquí estamos; y a Enrique Krauze, por alentar la difusión de Amijái una vez disuelta la revista Vuelta.
A los Barylka, Yerajmiel y Ethel, por el cariño con que me hicieron oportunas observaciones.
A mi hija Ariela Urzúa, atenta interlocutora cuyas opiniones tomé en cuenta, en mis escapadas a su habitación, a la hora de hacer de mis elecciones. Gracias, corazón.
A mi sobrino Alan Gorodzinsky, por las veladas en que compartimos exaltados la lectura de algunos de estos poemas; y a Dan Kerik, por las que todavía nos esperan.
Y por último a mi madre, Paulina Rotenberg, por estar ahí, cerca de mí, y por mantener vivas tantas memorias que me han alimentado también a la hora de hacer este trabajo.
“Y a fin de recordar / yo traigo puesta en mi cara / la cara de mi padre”. Gracias, Yehuda.
Publicaciones de Claudia Kerik en libros, revistas y suplementos:
Poemas escogidos (edición bilingüe), Jerusalén, La Semana Publicaciones Ltda, 1986.
Poemas escogidos (2ª edición corregida y aumentada), México, D.F., Editorial Vuelta, 1990.
Antología del Festival Internacional de Poesía de la Ciudad de México, selección de Homero y Betty Aridjis, México, D.F., Ediciones El Tucán de Virginia / Fundación E. Gutman, 1988.
Las palabras son puentes. A Octavio Paz en sus ochenta años, VV.AA., México D.F., Editorial Vuelta, 1994.
“Yehuda Amijái. Poesía moderna israelí” (en colaboración con Rina Rotberg), Aquí estamos, septiembre-octubre de 1977, vol. 1, núm. 2, pp. 27-30.
“Tiempos y destiempos”, Vuelta: revista mensual, abril de 1984, núm. 89, pp. 10-13.
“Tres poemas”, Diálogos: Artes / Letras / Ciencias humanas, septiembre-octubre de 1984, núm. 119, pp. 16-17.
“Dos poemas”, Vuelta: revista mensual, octubre de 1988, núm. 143, p. 16.
“Dos poemas”, Vuelta: revista mensual, julio de 1990, núm. 164, p. 14.
Claudia Kerik traduciendo al poeta en Jerusalén, 1983.
“Los judíos”, Vuelta: revista mensual, abril de 1991, núm. 173, pp. 18-19.
“Poemas de amor”, Poesía y poética: publicación trimestral de poesía y reflexión poética, Otoño de 1993, núm. 14, pp. 59-69.
“Dos poemas”, Letras Libres: revista mensual, diciembre de 1999, núm. 12, p. 31.
“Cuatro poemas”, Letras Libres: revista mensual, noviembre del 2000, núm. 23, pp. 30-31.
“Poema”, Letras Libres: revista mensual, julio del 2012, núm. 163, p. 23.
“Tristeza de ojos y descripciones de un viaje”, La Jornada Semanal, 30 de agosto de 1992, núm. 168: 42.
Yehuda Amijái con su mamá Frieda y su hermana Rachel. Würzburg, Alemania, 1929.
Mi madre me cocinó el mundo entero
en dulces pasteles.
Mi amada rellenó mi ventana
con pasas de estrellas.
Y la nostalgia está encerrada en mí
cual burbujas de aire en una hogaza de pan.
Por fuera soy liso, apacible y de color tostado.
El mundo me quiere.
Sin embargo mis cabellos son tristes
como los juncos de un lodazal que va secándose,
todas las aves raras y de bello plumaje
huyen de mí.
Manuscrito original de “Dios se apiada de los niños del jardín de infantes”.
Dios se apiada de los niños del jardín de infantes,
un poco menos de los niños de la escuela.
Y de los grandes ya no se compadece,
los deja solos,
y a veces tienen que andar a gatas
sobre la arena ardiente
para llegar hasta la estación de emergencia,
chorreando sangre.
Quizás de los que se-aman-de-verdad
tenga piedad y los proteja y ampare
como un árbol al que duerme sobre un banco
en la avenida pública.
Tal vez para ellos
también nosotros podamos sacar
las últimas monedas de caridad
que nos heredó mamá,
para que su felicidad nos defienda
ahora y en otros días.
Salón de clases, primer año, Würzburg, Alemania, 1930.
En memoria de Dicky
Llueve sobre las caras de mis amigos;
sobre las caras de mis amigos vivos,
que cubren sus cabezas con una manta,
y sobre las caras de mis amigos muertos,
que no se las cubren más.
El recuerdo de mi padre está envuelto en papel blanco
como un bocadillo para un día de trabajo.
Como un mago que extrae de su sombrero conejos y tarimas
extraía de su pequeño cuerpo amor.
Los ríos de sus manos
se derramaban en sus buenas acciones.
Los Pfeuffer en Alemania antes de partir a Israel, 1935.
De todos los espacios entre los tiempos,
de todas las brechas en las filas de soldados,
de las grietas en la pared,
de las puertas que no cerramos bien,
de las manos que no apretamos,
de la distancia de un cuerpo a otro cuerpo por no aproximarnos–
está hecha la gran extensión,
la planicie, el desierto,
donde vagará sin esperanza nuestra alma después de morir.
Mi padre estuvo cuatro años en guerras de otros,
y no odió ni amó a sus enemigos.
Pero yo sé que ya entonces
me construía día a día con la serenidad
tan escasa que recogía
entre las bombas y humareda
y guardaba en la raída mochila
con los restos endurecidos del pastel de mamá.
Y en sus ojos juntó muertos anónimos,
muchos muertos juntó para mí,
a fin de que los perciba en su mirada y los ame
y no muera como ellos en el espanto...
Llenó sus ojos de ellos y se equivocó:
a todas mis guerras salgo yo.
Yehuda en 1933 abrazando a la “pequeña” Ruth Hanover, quien moriría en un campo de exterminio nazi.
Dios está lleno de piedad1,
si lleno no estuviera Dios todo de piedad
habría piedad en el mundo y no sólo en Él.
Yo, que junté flores en la montaña
y reparé en todos los valles,
yo, que traje de las colinas cadáveres,
sé contar que el mundo está vacío de piedad.
Yo, que fui rey de la sal junto al mar,
que estuve parado indeciso junto a mi ventana,
que conté los pasos de los ángeles,
que mi corazón levantó pesas de dolor
en las terribles competencias.
Yo, que sólo uso una pequeña parte
de las palabras que hay en el diccionario.
Yo, que debo descifrar enigmas a pesar mío,
sé que si lleno no estuviera Dios todo de piedad
habría piedad en el mundo
y no sólo en Él.
1 En hebreo: El malé rajamím. Nombre de la plegaria en memoria de los difuntos que se recita en la religión judía en la cual se agradece por la misericordia divina.
De tres o cuatro en una habitación
siempre hay uno parado junto a la ventana.
Obligado a ver la iniquidad entre las espinas
y en las colinas los incendios.
Y cómo hombres que salieron enteros
son devueltos en la noche a sus casas cual centavos.
De tres o cuatro en una habitación
siempre hay uno parado junto a la ventana.
Su sombrío cabello sobre sus pensamientos.
Detrás de sí las palabras.
Y frente a él voces vagando sin mochila,
corazones sin víveres, profecías sin agua
y grandes piedras que fueron devueltas
y permanecieron cerradas como cartas
sin remitente ni destinatario.
Treinta y dos veces salí a mi vida,
cada vez causándole menos dolor a mi madre
y a los otros,
pero más a mí mismo.
Treinta y dos veces llevo vistiéndome del mundo
y todavía no me sienta bien.
Me oprime,
a diferencia del impermeable
cuya forma es ahora la forma de mi cuerpo
y me queda cómodo
mientras va desgastándose.
Treinta y dos veces revisé la cuenta
sin dar con el error,
volví a contar la historia
sin que me dejaran concluirla.
Treinta y dos años he arrastrado conmigo los rasgos de mi padre
que fui soltando casi todos a lo largo del camino
para aliviar la carga.
Y de mi boca crecen hierbas y estoy perplejo,
pues la viga que no pude quitar de mis ojos1
ha comenzado a florecer
con los árboles en primavera.
Y mis buenas acciones son cada vez menos,
pero las explicaciones
de las mismas son cada vez más.
Como ocurre con el Talmud2
cuando oscuro se torna su sentido:
menos espacio ocupa en la página
y los comentarios de Rashi y de los otros
lo cercan por todas partes.
Ahora, después de treinta y dos intentos,
soy aún una parábola
que no tiene ninguna posibilidad de convertirse en moraleja.
Y estoy parado sin camuflaje frente a los ojos del enemigo,
con mapas obsoletos en las manos,
oponiendo una creciente resistencia entre las torres,
a solas conmigo, sin puntos de referencia,
en el vasto desierto.
1 Lucas 6:41, “¿Por qué ves la paja en el ojo de tu hermano y no adviertes la viga en el tuyo?”.
2 Pilar del judaísmo, libro que recoge el debate entre las leyes rabínicas a lo largo de los siglos.
Amijái como soldado de la Armada Británica en El Cairo (Egipto) durante la Segunda Guerra Mundial, 1943.
Los peces soplaban a través del mar
y a través de su largo anhelo, los capitanes
tomaban la dirección que el mapa de sus caprichos
y las argollas de su vientre señalaban,
y los pezones de sus pechos se le anticipaban
como espías.
Sus cabellos susurraban entre sí como si conspiraran.
En los recodos tenebrosos, entre el mar y el acantilado,
dio inicio el conteo, en silencio.
En el trino persistente de su sangre cantaba
un pájaro solo. Las reglas cesaron
en los libros de la naturaleza. Las nubes se desgarraron
como los acuerdos.
Al mediodía soñaba con
copular en la blanca nieve y con yemas de huevo
y en los placeres de la amarillenta cera. Todo el aire se precipitaba
por ser respirado en su interior. Los marineros daban gritos
en una lengua de peces extranjeros.
Pero debajo del mundo, bajo el mar,
eran las notas bíblicas de un final:
todas las que sonaban entre sí.
Nunca llueve,
Nunca llueve.
Siempre las mismas nubes sin nada interesante,
siempre este afónico amor.
Los pastores del viento ya retornaron
del pastoreo.
En los atrios del mundo
se irguieron las piedras
dedicadas a dioses extraños.
Escalinatas temblorosas soñaban
con quienes estaban soñándolas.
Pero él
observaba al mundo
y veía el revestimiento del mundo
ligeramente rasgado.
Y permanecía alerta como un establo iluminado
en Meguido.
Nunca llueve.
Nunca llueve.
Siempre este afónico amor.
Siempre estas rocas.
En lo que al mundo concierne,
siempre soy como un discípulo de Sócrates,
yendo a su lado
para escuchar sus tormentos e historias;
y me queda decir: sí, así es él.
También esta vez tuviste razón.
Son ciertas entonces tus palabras.
En lo que a mi vida concierne,
soy como Venecia siempre:
lo que en otras resultan ser sólo calles,
en mí es una corriente oscura de amor.
En lo que concierne al grito, en lo que al silencio respecta,
soy siempre un shofar,
acumulando todo el año un solo estruendo
para los Días Terribles.
En cuanto a las acciones,
siempre soy Caín:
errante y vagabundo ante los actos, para no cometerlos,
o tras haberlos cometido sin ningún retorno.
En cuanto a la palma de tu mano
y a las señales de mi corazón
y a los planes de mi carne
y a lo que está escrito sobre la pared,
soy siempre un ignorante:
no sé leer ni escribir
y mi cabeza es como la mala hierba descarriada
que sólo sabe contonearse y murmurar en el viento
mientras atraviesa por mi camino el destino
rumbo a otra parte.
En la mitad de este siglo nos volvimos el uno hacia el otro,
con medias caras y ojos enteros,
como una antigua pintura egipcia
y por breve tiempo.
Acaricié tu pelo en dirección opuesta al viaje,
nos llamamos
como exclamando nombres de ciudades en las que nadie para
a lo largo del camino.
Bello es el mundo que madruga para el mal,
bello es el mundo que duerme para el pecado y la piedad;
en la mezcla de ser juntos, tú y yo,
bello es el mundo.
La tierra bebe a los hombres y sus amores
como vino, para olvidar. No podrá.
Y como el contorno de las montañas de Judá,
tampoco nosotros encontraremos reposo.
En la mitad de este siglo nos volvimos el uno hacia el otro,
vi tu cuerpo, dando sombra, esperándome.
Las correas de cuero para un largo viaje,
ceñidas hace tiempo en diagonal sobre mi pecho.
Hablé en alabanza de tus caderas mortales,
hablaste en alabanza de mi rostro fugaz,
acaricié tu pelo en dirección al viaje,
toqué tu carne, presagio de tu fin,
tu mano, que nunca ha dormido,
tu boca, que quizás cantaría.
El polvo del desierto cubrió la mesa
sobre la cual no comimos.
Mas escribí allí con mi dedo las letras de tu nombre.
Muro de los Lamentos, Jerusalén.
Del lugar donde todos tenemos razón
jamás brotarán
capullos en primavera.
El lugar donde todos tenemos razón
es duro y está pisoteado
como un patio.
Pero las dudas y los amores
horadan al mundo como un topo
o un arado.
Y un murmullo se oirá en el sitio
donde estuviera el Templo1
que fue destruido.
1 Referencia a la casa del Señor, la morada de Dios, es decir: el Templo de Jerusalén, dos veces destruido. Isaías 56:5, “Yo les daré en mi casa, dentro de mis muros, poder y nombre mejor que hijos e hijas. Yo les daré un nombre eterno que no se borrará”.
Como la huella de nuestros cuerpos
no quedará señal alguna de que estuvimos en este lugar.
El mundo se cierra tras nosotros,
la arena vuelve a alisarse.
Y ya se vislumbran fechas
en las cuales no existirás,
y el viento, que traerá nubes
que no lloverán sobre nosotros.
Y tu nombre figura en listas de viajeros de barcos
y en registros de hoteles
que el sólo oír sus nombres
mata el corazón
Las tres lenguas que yo sé,
los colores todos, que veo y sueño,
no me ayudarán.
Si con amarga boca dijeras
palabras dulces, no se endulzaría el mundo
ni se volvería más amargo.
Y está escrito en el libro que no temamos.
Y está escrito que también nosotros habremos de cambiar,
como las palabras,
en futuro y en pasado,
en plural y en soledad.
Y pronto, en las noches que vendrán,
apareceremos como juglares errantes,
el uno en el sueño del otro,
y en los sueños de personas extrañas que no conocimos juntos.
La antigua ciudad de Jerusalén.
Durante nuestro amor se completaron casas
y alguien, que no sabía,
aprendió a tocar la flauta. Sus escalas
suben y bajan. Puede oírselas
ahora que ya no nos colmamos el uno al otro
como pájaros a la copa del árbol,
y tú cambias monedas sin cesar,
de país en país y de deseo en deseo.
Y no obstante habernos conducido con locura,
parece ahora que no nos desviamos demasiado
de lo establecido y no molestamos al mundo,
a los hombres y su sueño.
Y dentro de poco no quedará ninguno de los dos
para olvidar al otro.
La piedra de Jerusalén es la única piedra
que siente dolor. Hay en ella una red de nervios.
De tanto en tanto Jerusalén se congrega
en una multitud que protesta como en la Torre de Babel.
Pero con grandes macanas nuestro Dios-policía azota a
sus adentros: las casas son derruidas, las vallas infringidas,
y entonces la ciudad vuelve a dispersarse
entre plegarias y quejas musitadas por aquí y por allá
que vienen de las iglesias y de las sinagogas y de las mezquitas.
Cada uno a su sitio.