1

Cuando peor pintaban las cosas le salió el reemplazo en el internado de señoritas. La rectora del instituto de educación normal le explicó que la profesora titular tenía un permiso de maternidad y por eso lo habían buscado con cierta urgencia. Echó cuentas: pagaban mal, eran muchas horas, pero a esas alturas no tenía nada mejor. Estaba recién llegado, después de vivir más de quince años por fuera del país, y le habían bastado unas pocas semanas en el sofá de la casa de un amigo, en el centro de la capital, para darse cuenta de que sus títulos extranjeros no le garantizarían una plaza en ninguna universidad de primer nivel. Las personas como él, con las mismas o mejores credenciales, se habían vuelto una mercancía vulgar. Entonces resolvió que lo mejor sería rebajar las expectativas, probar suerte en la universidad departamental y pasar una temporada en la casa de su madre. Compró el tiquete de avión más barato que encontró y se despidió de su amigo, el único que le quedaba en la capital, uno de los pocos que le quedaban en el mundo. Se conocían desde la infancia, cuando ambos soñaban con escapar de la esclerosis de su pequeña ciudad imaginando países remotos. Su amigo le preguntó si de veras le parecía buena idea. Mirá que es una pesadilla, le dijo, pensátelo bien. Aquí te podés quedar todo el tiempo que haga falta. El biólogo se encogió de hombros y sonrió para que el otro entendiera que la ciudad chica, el casipueblo, ese lugar conservador y atrasado del que tanto se burlaban para conjurar el estigma de haber nacido allí, finalmente se las había ingeniado para devolverles el chiste. Vuelvo con el rabo entre las piernas, dijo el biólogo, bufo y solemne, me entrego a mi destino, y su amigo se rio con su risa de animal asustado. No quedaba de otra. Tocaba aprender a respirar por la herida y sonreír sin desprecio, incluso con cierta gratitud, celebrando que el sentido del humor provincial se hubiera revelado al mismo tiempo como una pequeña doctrina determinista. Cuidate mucho y saludame a tu mamá, le dijo su amigo, con el acento de allá. Así se habían hablado siempre, sin recurrir al melifluo tuteo con el que algunos paisanos intentaban disimular ante los demás el trato de vos, la sorna cómplice, las consonantes aspiradas, el dialecto machetero del sur que el biólogo, a pesar de los años de exilio voluntario, no había perdido del todo.

A la semana de estar viviendo en la casa de su madre lo llamaron del internado. Una voz histriónica le dijo que alguien de confianza les había pasado las señas y el biólogo se quedó pensando quién sería el inesperado benefactor. Le tuvieron que repetir dos veces toda la información, no tanto porque no hubiera escuchado sino porque no acababa de asimilar lo que sería su vida cotidiana, al menos por un tiempo: haría un reemplazo en las materias de biología y ecología en cuatro cursos de un internado para señoritas, a las afueras de la ciudad enana.

Un par de días después, mientras iba por la carretera en un destartalado Mazda 323 y el sol de la mañana mostraba de a pocos la ondulación de los cafetales, el azul de la cordillera, se llenó de entusiasmo y tuvo por primera vez la impresión de que, después de todo, podría vivir allí de nuevo y acostumbrarse. Me adapto, pensó, sonriéndose por utilizar esa palabra. Pero casi de inmediato se puso a la defensiva: este paisaje es mentiroso como un diablo.

2

El colegio tenía tres edificios, uno muy grande de tres plantas con un patio de cemento, otro más pequeño donde estaban los dormitorios de las chicas y la capilla. Todo estaba pintado de un color azul verdoso que brillaba con la humedad permanente de ese paraje montañoso y templado. Mientras esperaba a la rectora en un corredor externo, el biólogo se quedó mirando un nicho con forma de concha marina que albergaba una figura de la Virgen. Era una estatua humilde, hecha de yeso, que no parecía despertar el fervor de nadie, abandonada a su suerte en medio de la pared, donde a duras penas cumplía con una dudosa tarea decorativa. El biólogo no tuvo tiempo de preguntarse por las razones de semejante desamparo porque en ese instante salió la rectora y le pidió que entrara a su despacho. A quemarropa le soltó lo de la baja de maternidad de la profesora titular. Es temporal, le advirtió. Tampoco dio muchas vueltas para hablarle del dinero y de la carga horaria. Parecía una mujer resuelta, sin tiempo que perder, tanto así que el biólogo se vio arrastrado por su entusiasmo ejecutivo y dijo que sí a todo como si se estuviera incorporando a una empresa colonial o a una expedición científica.

Le asignaron una mesa en la sala de profesores. No la que le habría correspondido como reemplazante de la maestra titular –esa se la había quedado una jovencita que dictaba matemáticas-, sino una muy pequeña, frente a la ventana desde la cual se veían la cancha de básquet, un huerto y una alambrada que lindaba con un potrero donde pastaban unas pocas vacas.

Los primeros días fueron apacibles, tal como había imaginado. Las alumnas se portaban muy bien, a pesar de que no demostraban mucho interés por lo que él trataba de enseñarles. Todas iban impecables, con su uniforme bien planchado y los peinados reglamentarios, que eran tres: el pelo suelto, la cola de caballo y el cepillado hacia atrás, sujeto con una discreta diadema. De ningún modo podían llevarlo muy corto, pintado de colores, cardado, con rayitos ni nada que pudiera llamar la atención.

Las alumnas provenían en su mayoría de los pueblos del sur del departamento, aunque había también algunas jovencitas negras de la Costa Pacífica, seguramente hijas de funcionarios públicos o de profesores de la región a los que se les concedían becas o tarifas reducidas. Las de la ciudad enana eran solo diez y la mitad estaba en embarazo.

Una de estas chicas, que mostraba una barriguita puntuda bajo el suéter holgado del uniforme, lo interrumpió durante una clase en la que se hablaba sobre Darwin y la Teoría de la Evolución. Le preguntó si Dios había hecho que cada animal y cada planta tuvieran una tarea propia. Y el biólogo, incapaz de interpretar el repentino interés de la muchachita, pero igualmente emocionado por la posibilidad de enseñarle algo, se lanzó a explicar que no necesariamente, que así como había algunos rasgos desarrollados con un fin específico también se presentaban muchos casos en los que la evolución parecía ir en contra de toda razón, de todo diseño. Digamos que la naturaleza no deja de inventar cosas, pero buena parte de lo que inventa es inútil durante milenios y no es raro que una adaptación se atrofie o, al revés, que cambie de utilidad. Pongamos el ejemplo del aguacate. El aguacate es un ejemplo muy bonito. Las plantas empezaron a desarrollar ese fruto tan delicioso para que fuera consumido por unos grandes mamíferos llamados gonfoterios, muy parecidos a los elefantes, que vivían en los bosques de Centroamérica. Para casi cualquier animal contemporáneo habría sido imposible digerir un fruto con una pepa tan grande, pero no para los gonfoterios, que tenían un tracto digestivo enorme y así podían dispersar las semillas. Jugada maestra del aguacate, dirán ustedes, pero la cosa es que los gonfoterios se extinguieron hace poco menos de dos millones de años y entretanto los aguacates siguieron existiendo sin ninguna variación importante. Es como si los aguacates no se hubieran dado cuenta de que los gonfoterios dejaron de existir hace tanto tiempo y creyeran que su estrategia evolutiva todavía sirve, cuando lo cierto es que todo cambió y ellos no se dan por enterados, los aguacates viven su vida pendientes de un fantasma…

El biólogo paró en seco porque ahora la jovencita de la barriga puntuda lo miraba como se mira a los locos. Gracias por la pregunta, dijo, antes de seguir con la lección del libro de texto. En un momento se dio la vuelta para escribir algo en la pizarra y oyó una vocecita jocosa que decía: ¿y entonces los aguacates de páramo eran para unos elefantes chiquiticos? Hubo algunas risas, nada de qué preocuparse. La clase volvió a la normalidad y pudo terminar de dar la lección sin que nadie volviera a interrumpirlo.

El chascarrillo se refería a unos aguacates diminutos, del tamaño de una ciruela, que se dan silvestres en ecosistemas de alta montaña. Quizás la pregunta era relevante, pensó el biólogo, sonriendo para adentro. Sentado a su mesita de la sala de profesores, con la mirada perdida en la cancha de básquet vacía, fantaseó con encontrar los restos fosilizados de un elefantito del tamaño de una caja de zapatos.

3

Después del trabajo acompañó a su madre al supermercado. Llenaron de bolsas el baúl del Mazda y de regreso a casa hablaron de lo mucho que había crecido la ciudad enana, de la cantidad de edificios y conjuntos residenciales que se estaban construyendo, del evidente progreso que su madre veía demostrado matemáticamente en el hecho de que ahora había dos grandes centros comerciales, siempre repletos de clientes. Dos, repitió ella con los dedos en forma de antena, y van a hacer otro en la salida norte. Luego, señalando unas torres de apartamentos recién levantadas a un costado de la autopista, le aseguró a su hijo que las cosas habían mejorado mucho. Esto ya despegó, dijo y el biólogo asintió sin mucha convicción, aunque secretamente reconocía la prosperidad de su madre. No por nada había conseguido mudarse a una urbanización de casas nuevas en una zona de gente acomodada, por los lados del Batallón, justo detrás de la pista del aeropuerto, donde por suerte no aterrizaban más que dos vuelos diarios y alguna avioneta de las que iban a la Costa Pacífica. Al biólogo le parecía que la casa nueva era incómoda en comparación con la antigua casa del centro. El diseño obedecía a la aplicación boba y maquinal de unas modas que se estaban propagando como una plaga por toda la ciudad. Y eso lo hizo pensar en el lugar común de que las formas tendían a replicarse en la naturaleza con igual desenfreno pero con mucho más acierto estético que en las obras humanas. El caso es que no había un solo espacio en toda la casa nueva que el biólogo encontrara acogedor, ningún nicho que propiciara cualquier actividad enriquecedora para el espíritu. La sala, las habitaciones, nada invitaba a permanecer mucho tiempo, como si la casa estuviera compuesta exclusivamente por pasillos y escaleras y el biólogo no pudiera hacer otra cosa que deambular de un lado a otro, subir y bajar, entrar y salir, abrir y cerrar la puerta de la nevera, a veces acurrucarse delante de la televisión. Actividades puras, pensaba él, vaciadas de todo significado, que, por otro lado, eran una consecuencia más de su renovada condición de hijo. Algunas noches, cuando su mamá ya se había acostado, el biólogo salía al jardín a oler el fresco y a fumarse un porro sentado en una mecedora vieja. Era el único momento de sosiego que tenía en esa casa, cuando algo dentro de él se iba desentumeciendo, y durante unos minutos, con el porro humeándole entre los dedos, podía ver cómo caía sobre el pasto húmedo el revoltijo de cosas todavía palpitantes y empapadas, recién molidas: la ciudad al otro lado del mundo, frases en los otros idiomas, las cortinas del apartamento diminuto donde había vivido los últimos dos años, después de divorciarse, el nauseabundo olor a especias y grasa de cordero que se metía por la ventana del patio interior y que había acabado por impregnarle toda la ropa, pedazos de memoria reciente que él trataba de procesar y estirar como si rellenara con desperdicios una especie de salchicha, deseoso pero a la vez atemorizado por la posibilidad de tropezar con algún objeto que diera consistencia y sentido al conjunto. Porque él sospechaba que en últimas la luz, la superficie suave con la que se le presentaba tal o cual recuerdo, la inminencia de un olor feliz que no llegaba, todo eso estaba secretamente recorrido por un orden, por una consigna que no acababa de formularse para él. Esa era mi vida, es todo lo que podía decir. Esa era mi vida y todo se jodió. Había una economía en esas cosas, incluso en la administración de las situaciones dolorosas, como el divorcio. Hasta el fracaso formaba parte de lo admisible. El fracaso laboral, el fracaso amoroso, cosas que no eran motivo de condena porque al final, con el debido entrenamiento, uno acababa superando el fracaso conservándose en el interior del fracaso, como hacen las aceitunas viejas en el vinagre, dejando pasar el tiempo en la barra del bar, rumiando y desrumiando frases hechas junto a algún veterano de otro naufragio que, con suerte, le daría consejos sabios sobre cómo racionar el dinero del subsidio estatal, a media máquina, para seguir cultivando todos los vicios en medio de la pobreza. Por supuesto, él era consciente de que los desencadenantes habían sido externos, la cancelación del proyecto de investigación, los recortes en todos los programas científicos. El resto había consistido en dejarse caer cuesta abajo, arrastrado por la mera inercia del golpe. Pero el biólogo estaba convencido de que en la caída posterior, en ese desbarrancadero lento y rutinario que vino después, se escondía un secreto sobre él mismo, sobre su conformación más íntima, algo que en últimas le confería una identidad y hasta un estilo. Yo soy esa forma de caer, pensaba, volviendo a darle la calada final al porro. Yo soy básicamente ese modo de dejarse ir. Luego disparaba con dos dedos la última pata del bicho humeante, casi una pizca de cenizas que iba a morir sin quejas en el pasto húmedo, arropada por el canto de mil ranitas. Entonces recobraba poco a poco la conciencia del lugar en el que se hallaba, de vuelta en la ciudad enana, de este lado del mundo, en la casa de su madre y se sentía culposo por saber que ella estaba siendo tan generosa y tan comprensiva. Al punto de no exteriorizar ningún gesto de reproche, nada que pudiera hacer evidente lo que él sabía que su madre pensaba en el fondo: que, de sus dos hijos, el mayor era el peor preparado para enfrentarse al mundo. Y que era una lástima que la vida hubiera mostrado su cara más cruel. Porque, siendo totalmente francos, ella habría preferido que el elegido para una muerte prematura fuera el biólogo y no el hijo menor, que era la verdadera dulzura de su alma, la luz de sus días, el amor fantasma, el aguacate primordial del padre ausente. Porque así lo había dispuesto ella y, sin embargo, la vida fue tan cruel, tan cruel, que torció todo lo que ella había planeado sin planear, todo lo que había dibujado en lo profundo del sueño más profundo, sobre el tablero de su corazón. Esto es: que el hijo menor prevaleciera sobre el hijo mayor. Que el hijo mayor fuera el borrador y el hijo menor la versión definitiva. Pero la vida es cruel, muy cruel, decía ella cada vez que podía, la vida es dura y al mismo tiempo inestable, insensata, y a la vez está regida por una geometría que no podemos conocer pero sí sentir en carne propia, y cuando uno elabora un plan, cuando uno proyecta una idea y diseña y forja y esculpe, la vida siempre se encarga de deformarlo todo, como si esa vida estuviera gobernada por demonios malignos, amantes del vericueto y no de la línea recta, por sátiros caprichosos y no por Dios y que Dios me perdone pero a veces creo que Dios está en la muerte y no en la vida porque la muerte es el descanso eterno, la luz perpetua de la rectitud. En cambio, la vida, eso que llaman la naturaleza, es obra del diablo, que se alía con las fieras, con las serpientes, con el alacrán. El diablo hace nido en el ojo del pájaro, en la cáscara pintada del huevo, en la garra de la bestia, en el reguero de plumas, en el remolino del río.

4

Una mañana empezó a caer sobre la ciudad enana una lluvia muy fina que no parecía lluvia sino sudor que brotara de la piel de las cosas. Unas nubes espesas de color ámbar bajaron desde la cordillera, desfilaron por todo el valle, se posaron sobre la pista de aterrizaje del aeropuerto y finalmente llegaron a meterse en las calles de la urbanización. Desde la ventanita del baño, con el cepillo de dientes en la boca, el biólogo vio cómo se iba borrando una hilera de casas, el carro azul del vecino, un guayacán que todavía no se animaba a dar flores, dos niños que esperaban el transporte escolar en una esquina.

Su madre solía levantarse tarde y casi nunca se cruzaba con él a la hora del desayuno, pero como esa mañana ella tenía que ir al médico se sentaron juntos a la mesa, mientras una jovencita indígena les servía en silencio.