Nota de la traducción

La traducción de esta novela breve de Stefan Zweig exige una primera reflexión al momento de decidir cómo titularla. En castellano, el libro ha sido publicado –hasta donde llega mi conocimiento– bajo el nombre de Novela de ajedrez, El jugador de ajedrez (ambas traducciones de Manuel Lobo) y Una partida de ajedrez (traducción desde el inglés de Ana Bello). En inglés, se lo ha titulado en diferentes ediciones como Chess Story y The Royal Game. La primera opción parece la más fiel al título original, Schachnovelle, siempre y cuando se deje de lado el hecho de que «novela» no es en términos estrictos la traducción de «Novelle», que es un subgénero específico dentro de la narrativa. Durante largo tiempo, el archivo en mi computador que contenía la traducción de Zweig se llamó «El jugador de ajedrez», que nos parecía en todo caso una mejor opción. Sin embargo, la lectura reiterada del libro durante el proceso de traducción y la lectura de diversos análisis y comentarios de este último texto escrito por el autor poco antes de su suicidio, me han llevado a la conclusión de que el título más adecuado es «La partida de ajedrez». Y esto a pesar de que hay en la historia múltiples partidas, pero todas juntas son en definitiva piezas (de puzle esta vez) de una partida mayor que se jugaba en un tablero del tamaño de Europa y con figuras de carne y hueso.

Y esto me lleva a un rasgo para mí muy significativo de esta novela (corta) que espero haber podido reflejar debidamente en la traducción: aun cuando se trate de una suerte de capitulación literaria frente al horror que vivía Europa a principios de la década del cuarenta del siglo pasado, estrechamente ligada al suicido del autor algunos meses más tarde de la publicación del libro, el relato transcurre con asombrosa tranquilidad, y más de algún pasaje podría incluso calificarse de festivo.

Hubo otras dos preocupaciones que acompañaron constantemente mi trabajo de traducción. La primera, mantener un cierto registro «antiguo» a nivel del lenguaje, propio de un texto escrito hace más de setenta años, pero sin que ello le hiciera perder actualidad. Por otra parte, el relato debía resultar tan compacto y fluido como el original, uno de esos que se van desgranando continuamente, sin apuro, pero sin pausa. Para ello, más de una vez opté por reorganizaciones sintácticas un poco atrevidas, pero siempre respetuosas, que me parecieron necesarias para que el lector no tropezara en la lectura. A esta misma finalidad obedece la decisión de mantener la forma original de indicación de los diálogos con comillas (muy propias del estilo editorial alemán) en vez de reemplazarlas por el uso de guiones, más comunes en el castellano.

Por último, y consistentemente con el esfuerzo de un grupo de traductores y editores de nuestro continente por generar traducciones nuestras, debo decir que no hice esfuerzo alguno por neutralizar el idioma ni les hice tampoco el quite a ciertos términos que, pudiendo ser calificados de «locales», fueron los que me resultaron más adecuados para traspasar las palabras de Zweig a nuestro idioma y a nuestros lectores.

Pola Iriarte