LOS MISTERIOS DE EAST LYNNE

V.1: abril de 2019


Título original: East Lynne

© de la traducción, Joan Eloi Roca, 2019

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2019


Diseño de cubierta: Taller de los Libros

Imagen de cubierta: John Singer Sargent - Lady Agnew of Lochnaw (1892)

Corrección: Francisco Solano e Isabel Mestre Grau


Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, n.º 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

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ISBN: 978-84-17743-13-0

IBIC: FC

Conversión a ebook: Taller de los Libros


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4


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LOS MISTERIOS DE EAST LYNNE

Ellen Wood



Traducción de Joan Eloi Roca

1

Sobre la autora

3

Ellen Wood nació en Worcester en 1814. Vivió con sus abuelos hasta los siete años, cuando regresó a casa de sus padres. De adolescente, recibió la misma educación que sus hermanos varones de parte de su padre, un fabricante de guantes con inquietudes intelectuales. En 1836 se casó con Henry Wood y durante los siguientes veinte años vivió en Francia, donde su marido tenía intereses profesionales. Dio a luz a tres hijos y dos hijas.

En febrero de 1851 hizo su primera contribución a una revista y a lo largo de la siguiente década publicó cerca de ciento cincuenta relatos cortos. Mientras tanto, el fracaso profesional de su marido obligó a la familia a regresar a Inglaterra en 1856. Su primera novela, Danesbury House (1860) ganó un premio de 100 libras de la Scottish Temperance League y la segunda, Los misterios de East Lynne (1861), obtuvo un éxito inmediato. Durante la época victoriana y principios del siglo xx, la novela fue llevada en innumerables ocasiones al teatro y al cine. Wood disfrutó de un gran éxito en vida. Su popularidad rivalizó con la de Charles Dickens y su obra fue traducida a distintas lenguas, recibiendo elogios de autores como Lev Tolstói.

Tras la muerte de su marido en 1866, Wood se convirtió en la propietaria y editora de la revista Argosy, a través de la cual publicó otras once novelas. A pesar de la débil salud que la acosó durante toda su vida, fue una escritora muy prolífica. Un importante número de sus textos quedaron inéditos tras su muerte en 1887 y fueron publicados póstumamente.

Los misterios de East Lynne

La novela victoriana que escandalizó a toda Europa


Archibald Carlyle se prenda de lady Isabel Vane y desea casarse con ella. Sin embargo, la joven siente una fuerte atracción hacia Francis Levison, un hombre de reputación dudosa. Isabel deberá escoger entre los dos, y esa decisión marcará su destino de por vida. Entretanto, el asesinato de George Hallijohn sacude la plácida vida en East Lynne: Richard Hare, hijo del respetado juez Hare, es acusado del crimen y se da a la fuga, y la dulce Barbara Hare, enamorada en secreto de Archibald Carlyle, tratará de demostrar su inocencia. El escándalo está servido y las vidas de los habitantes de East Lynne jamás volverán a ser las mismas.

Ellen Wood, célebre autora y editora que llegó a ser más popular en su tiempo que Charles Dickens y cuyas obras hicieron las delicias de lectores como Lev Tolstói y Joseph Conrad, ofrece al lector en Los misterios de East Lynne un escandaloso retrato de la sociedad victoriana y lleva a cabo un agudo análisis psicológico de las pasiones humanas.



«Una novela maravillosa.»

Lev Tolstói


«Con Los misterios de East Lynne, Ellen Wood se ha establecido como una autora célebre y consumada.»

The Times


«Los misterios de East Lynne es una novela tan rica y emocionante, y, además, está tan bien escrita, que cuesta mucho cerrar el libro hasta que uno no lo ha acabado.»

The Observer


«Una obra extraordinariamente poderosa que habla de las pasiones y expone con suma delicadeza y conocimiento la naturaleza humana.»

The Daily News


«Los misterios de East Lynne es un relato de suspense y melodrama con adulterio y un villano seductor.»

The Athenaeum


«Una de las mejores novelas publicadas […]. Ellen Wood ha construido con destreza una historia con un argumento interesante y elaborado, y su pluma es delicada y natural.»

The Times

CONTENIDO


Portada

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Página de créditos

Sobre este libro


Primera parte

Capítulo 1. Lady Isabel

Capítulo 2. La cruz rota

Capítulo 3. Barbara Hare

Capítulo 4. Reunión a la luz de la luna

Capítulo 5. La oficina del señor Carlyle

Capítulo 6. Richard Hare, el joven

Capítulo 7. La señorita Carlyle en casa

Capítulo 8. El concierto del señor Kane

Capítulo 9. Los murciélagos en la ventana

Capítulo 10. Los guardianes de los muertos

Capítulo 11. El nuevo conde y el billete bancario

Capítulo 12. La vida en Castle Marling

Capítulo 13. El zarandeo del señor Dill

Capítulo 14. El asombroso del conde

Capítulo 15. Vuelta a casa

Capítulo 16. La revelación de Barbara Hare

Capítulo 17. Vida o muerte

Capítulo 18. La lengua de Wilson

Capítulo 19. El capitán Thorn en West Lynne


Segunda parte

Capítulo 20. Irse de casa

Capítulo 21. Francis Levison

Capítulo 22. Abandonar el peligro

Capítulo 23. El tobillo fracturado

Capítulo 24. El sueño de la señora Hare

Capítulo 25. El capitán Thorn en apuros por una deuda

Capítulo 26. El secreto del pedazo de papel

Capítulo 27. Richard Hare en la ventana del señor Dill

Capítulo 28. Sin salvación

Capítulo 29. Unos resultados encantadores

Capítulo 30. Alabanzas mutuas

Capítulo 31. Sola para siempre

Capítulo 32. Los errores de Barbara

Capítulo 33. Un accidente

Capítulo 34. Un visitante inesperado en East Lynne

Capítulo 35. Invasión nocturna en East Lynne

Capítulo 36. El corazón de Barbara se tranquiliza

Capítulo 37. Congelado en la nieve

Capítulo 38. El señor Dill y su pechera bordada


Tercera parte

Capítulo 39. Stalkenberg

Capítulo 40. Cambio y cambio

Capítulo 41. El anhelo de un corazón roto

Capítulo 42. Entonces me recordarás

Capítulo 43. Un diputado para West Lynne

Capítulo 44. Sir Francis Levison en su casa

Capítulo 45. Un accidente con las gafas azules

Capítulo 46. Un estanque verde

Capítulo 47. Un oso ruso en West Lynne

Capítulo 48. Un niño enfermo

Capítulo 49. Invitan al señor Carlyle a paté de foie gras

Capítulo 50. Una petición judicial

Capítulo 51. El mundo al revés

Capítulo 52. La señorita Carlyle en todo su esplendor y Afy también

Capítulo 53. El señor Jiffin

Capítulo 54. El tribunal

Capítulo 55. Fuego

Capítulo 56. Tres meses más

Capítulo 57. El juicio

Capítulo 58. La habitación de la muerte

Capítulo 59. El cortejo de lord Vane

Capítulo 60. No, Afy, no

Capítulo 61. Hasta la eternidad

Capítulo 62. I. M. V.


Notas

Sobre la autora

Sobre el traductor



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Notas

Todas las notas son del traductor.


Capítulo 1


Antes de que un estudiante de derecho pueda ejercer en Inglaterra o Gales, debe pasar por lo que en inglés se denomina keep terms, es decir, participar en doce sesiones preparatorias, que incluyen cenar en el salón de uno de los cuatro Inns of Court, como se denominan las asociaciones profesionales de abogados de esos países.


Gretna Green, pueblo del sur de Escocia, famoso porque allí se casaban las parejas inglesas que huían de sus familias al no contar con la aprobación para su matrimonio. Estas bodas a la fuga empezaron en 1754, tras la aprobación en Inglaterra de una ley que concedía al padre de un menor (entonces la mayoría de edad se alcanzaba a los veintiún años) el derecho legal a vetar un matrimonio. Esta ley se aplicaba en Inglaterra, pero no en Escocia, con una ley sobre el matrimonio más permisiva, y Gretna Green (sobre todo con la construcción de una carretera en la década de 1770) era el pueblo escocés más accesible al otro lado de la frontera. La ley de 1754 ya no está en vigor en Inglaterra, pero Gretna Green continúa hoy siendo un destino popular para bodas. 



Capítulo 2


A Ellen Wood se la criticaba por su jactancia del dominio del francés.


Jorge III, que reinó entre 1760 y 1820, era conocido como «Jorge el Granjero» por sus costumbres y gustos sencillos.



Capítulo 3


Se trataba de personas no profesionales de la justicia, sin conocimiento legal antes de hacerse cargo de mantener la paz en la ciudad. En 1856, durante el debate sobre la creación de una fuerza policial que cubría todo el país, se puso de manifiesto el celo y la ineficiencia con que se gestionaban las fuerzas de la ley locales. Los jueces de paz podían conceder licencias, resolver casos menores y celebrar audiencias preliminares de casos más graves.


Un cargo del condado, cuya responsabilidad legal era nominal, pero que se honraba con toda la pompa y los atuendos formales que acompañaban a un puesto otorgado por la corona.


Un tejido de lana fabricado tanto en Francia como en Inglaterra imitando los costosos chales de lana de cabra del Himalaya.



Capítulo 5


En el original, summer assizes, sesiones presididas por jueces itinerantes que se celebraban periódicamente en los condados de Inglaterra para dirimir casos civiles y criminales. Fueron abolidas en 1971. 


Un comentario de la autora aparecía aquí en la edición que se difundió con el periódico, eliminado en la edición en libro: «¿Actuaba contra sus intereses?, se mofará el lector. No: puede estar seguro de que, si se conduce un negocio con principios honestos y sinceros, debe prosperar y prospera». 



Capítulo 7


Los siete durmientes de Éfeso es una antigua leyenda de la tradición cristiana. El emperador Decio (249-251 d. C.), en una visita a la ciudad de Éfeso, exigió la celebración de sacrificios a los dioses. Siete nobles se negaron. Decio les dio tiempo para reflexionar y se marchó, advirtiéndoles de que, si no rectificaban, serían ejecutados. Los nobles donaron cuanto tenían a los pobres y se ocultaron en una gruta en las montañas. Allí los encontraron dormidos los hombres de Decio y sepultaron la cueva con grandes losas. Muchos años después, durante el reinado de Teodosio (408-450) se abrió la cueva con intención de usarla como establo y, para sorpresa de todos, los siete durmientes se despertaron, como si solo hubieran dormido una noche. 


Ofrecer el brazo a la vez a dos damas estaba considerado de malos modales.


Himno de Zacarías (Lucas I:68-79), incluido en las oraciones de la mañana en el Libro de oración común. El verso del Benedictus que se cita es relevante irónicamente en el papel de Carlyle en la «restauración de la casa de Vane», aunque no podrá salvar a Isabel de sus «enemigos y de la mano de todos los que nos aborrecieron». La música de Isabel es del conde de Mornington (1735-1781), niño prodigio que trabaría amistad con el escritor de himnos metodistas Charles Wesley. 


Otra decisión irónica, según se verá. Parece que la plegaría de Isabel fue en vano: «Señor todopoderoso, autor y fuente de todas las cosas, permite que nuestros corazones te amen, mantennos fieles a la religión verdadera, nútrenos de todas las cosas buenas y danos Tu misericordia a través de Jesucristo nuestro Señor. Amén». 



Capítulo 8


Persona indigna, crápula.


Los guardabosques a menudo vestían ropa hecha de terciopelo de algodón.



Capítulo 9


Eclesiastés, 11:10.



Capítulo 10


Es decir, apoderarse del cuerpo del conde como prenda de lo que se les debía.


El padre de Wood había sido amigo del obispo de Worcester, Robert Carr (1774-1841), cuya amistad con el príncipe regente le salió muy cara. Su funeral fue interrumpido por sus acreedores, que se apoderaron del ataúd como garantía de las deudas, que ascendían a unas cien mil libras.


Conmocionada.



Capítulo 11


La Ley de Reforma de la Ley de Pobres de 1834 transfirió la autoridad de socorrer a los pobres de los jueces de paz a las «uniones», formadas por grupos de parroquias y administradas por una «junta de custodios». Solo los que habían nacido o habían sido aprendices en una determinada parroquia tenían derecho a recibir ayuda en la casa de caridad (workhouse) local. A los lectores victorianos de clase media a los que esta novela iba dirigida, para los que la casa de caridad representaba la máxima degradación a la que se podía llegar, no habría pasado desapercibida la yuxtaposición de esta conversación con la de la pobreza de lady Isabel. Al final del capítulo, lord Mount Severn reforzará el mensaje.


El monarca podía conceder libremente una pensión, que solía destinarse a personas que habían tenido una carrera destacada o realizado algún servicio a la corona, y su cantidad se votaba en el parlamento y se extraía de los impuestos de la corona y de los gastos personales del monarca. La lista de pensionistas se conocía como Civil List (Lista civil), y era habitual que se recomendaran para formar parte de ella a los novelistas victorianos. 



Capítulo 13


Cuando se publicó Los misterios de East Lynne se estaba debatiendo en el Parlamento británico el sistema existente, según el cual los pacientes podían ser internados en un asilo psiquiátrico privado sin que mediara certificación médica. En 1861, el caso de W. F. Windham, en el que una familia trataba de proteger el patrimonio de un heredero excéntrico y despilfarrador, llegó a juicio. Fue un proceso largo en el que declararon ciento cuarenta testigos, de modo que la incapacitación por locura estaba presente en las conversaciones cotidianas, así como su tratamiento médico. 


Tejido fino y poco tupido, poco adecuado para criadas que realizan tareas domésticas.



Capítulo 15


Tras el primer año de luto completo, también llamado luto profundo, el medio luto era una segunda fase en la que el riguroso negro podía sustituirse por blanco o por colores suaves como el gris, lavanda o púrpura, y permitía lucir adornos o joyas. 



Capítulo 16


Estas instituciones tienen su origen en la fundación de los Institutos Mecánicos en la década de 1820. Auspiciadas por universidades o círculos ilustrados, tuvieron en principio la intención de difundir el conocimiento científico entre la clase trabajadora, pero acabaron teniendo un programa cultural más general. Muchas se convirtieron en bibliotecas públicas. Se extendieron por todos los dominios británicos. A mediados del siglo xix había solo en Gran Bretaña unas setecientas de estas instituciones. 


Estrenada en Londres en 1843, con música de William Balfe y libreto de Alfred Bunn, inspirada en La gitanilla de Cervantes. Actualmente escasamente representada. 


Es decir, permanecerá soltera, pues no adoptará el apellido de su marido, como era —y es— la costumbre en el Reino Unido. 



Capítulo 24


Los pantalones a los que se refiere el autor no son modernos: se trataba de una prenda ya pasada de moda, incluso para la época del juez Hare, que consistía en unos pantalones ceñidos y abrochados debajo de la altura de la pantorilla con cintas que se introducían en las botas. 



Capítulo 31


Según la ley de Pleitos matrimoniales de 1857, la parte afrentada tenía derecho a recibir una compensación económica.



Capítulo 44


Referencia a la balada cómica «La desgraciada señorita Bailey», de alrededor de 1803, que narra la leyenda de un capitán de Halifax que sedujo a una doncella que se ahorcó a resultas del romance. Se atribuye la autoría a George Colman el Joven (1762-1836). 



Capítulo 59


«No puedo decírselo», y más adelante: «Pero así debe ser. Tengo derecho a saber dónde está. Me pertenece, madame. ¿Lo entiende?».



Capítulo 62


El nombre de pila de lady Isabel Vane era Isabel Mary, de ahí I. M. V.

Sobre el traductor


Joan Eloi Roca es traductor y editor. Es licenciado en Derecho y Humanidades, con posgrados en Edición en el IDEC y en la Universidad de Stanford. En su trayectoria profesional ha trabajado para Tusquets Editores, Círculo de Lectores, Plaza y Janés, Random House Mondadori, Dom Quixote, Ediciones del Bronce y Editorial Planeta, donde fue director editorial de Planeta No Ficción. Además, es autor de la novela El primer templo, publicada por Editorial Viceversa (2009) y colabora con la revista National Geographic Historia.

Desde 2002, ha traducido más de cuarenta obras al castellano, entre las que se encuentran ¿Por qué manda Occidente… por ahora?, de Ian Morris; Constantinopla 1453, de Roger Crowley; El mar interior y Leviatán o la ballena, de Philip Hoare; Dinastía, de Tom Holland; Cuatro príncipes, de John Julius Norwich; y Los 13 relojes, de James Thurber, entre otros.

Capítulo 62: I. M. V.


Lord Mount Severn se preguntó qué significaba el misterioso telegrama que el señor Carlyle le había enviado. Sin embargo, no perdió un segundo y se presentó en East Lynne a primera hora de la mañana siguiente. El señor Carlyle estaba en su carruaje, y lo esperaba en la estación. Le comunicó la verdad de camino a East Lynne.

El conde apenas podía dar crédito. Jamás se había sentido tan asombrado; tanto que al principio no comprendía lo que el otro le decía.

—¿Volvió… para morir en East Lynne? —exclamó—. ¿Usted no sabía quién era? ¡No lo entiendo!

El señor Carlyle se lo explicó pacientemente, hasta que lo comprendió. Sin embargo, seguía atónito ante lo sucedido.

—¡Qué locura! ¡Volver aquí, con un nombre falso! ¿Y cómo nadie se dio cuenta?

—Nadie la descubrió, en efecto —dijo el señor Carlyle—. El extraño parecido entre madame Vine y mi primera esposa no me pasó desapercibido, pero jamás sospeché la verdad. Se parecían y no se parecían, pues su rostro y su forma eran distintos. Excepto los ojos, y no se los vi, porque llevaba esas gafas que le cubrían la mitad de la cara.

El conde se limpió el sudor. La noticia le había alterado mucho. Se sentía furioso con Isabel, a pesar de que había muerto, y agradecido porque la señora Carlyle no estuviera en la casa.

—¿Querrá verla? —susurró el señor Carlyle cuando entraron.

—Sí.

Subieron a la habitación de la muerta. El señor Carlyle abrió la puerta. Las facciones de lady Isabel estaban por fin en paz, su rostro blanco seráfico bajo una gorrita blanca. La señorita Carlyle y Joyce se habían ocupado de lavarla y vestirla; nadie más la había visto. Lord Mount Severn se inclinó sobre ella y acarició el rostro de la antaño hermosa Isabel; el parecido se hizo manifiesto.

—¿De qué murió? —preguntó.

—Decía que se le había roto el corazón.

—¡Ah! —exclamó el conde—. Lo extraño era que no se le hubiera roto antes. ¡Pobre infeliz! ¡Pobre Isabel! —añadió mientras le rozaba la mano—. ¡Cómo destrozó su propia felicidad! Carlyle, supongo que ese es su anillo de casada.

El señor Carlyle miró la joya que Mount Severn señalaba.

—Sí, lo es.

—¡No se lo quitó jamás! —comentó el conde mientras dejaba la fría mano—. Sigue pareciéndome imposible.

Abandonó la estancia. El señor Carlyle contempló fijamente el rostro durante un minuto o dos y acarició su frente con las yemas de los dedos, pero se guardó lo que pensaba y sentía para sí. Luego la cubrió con una sábana y siguió al conde.

Bajaron en silencio hasta el comedor. La señorita Carlyle estaba sentada y los esperaba.

—¿Cómo no se dieron ustedes cuenta? ¿Dónde tenían los ojos? —seguía preguntándose el conde, al cabo de un rato, refiriéndose a lo sucedido.

—En el mismo sitio que usted —replicó la señorita Corny, con un deje de su antiguo temperamento—. Vio a madame Vine igual que nosotros.

—No la vi a menudo, solo dos o tres veces en total. Y no recuerdo haberla visto sin su velo y sus gafas. Resulta casi increíble que Carlyle no la reconociera.

—Lo parece, sí —dijo la señorita Corny—, pero los hechos son los hechos. Lady Isabel era alegre, joven y activa, y, cuando se fue de aquí, era alta como una torre y tenía el pelo oscuro y largo, y las mejillas rojas; era una belleza. Madame Vine llegó como una mujer pálida y encorvada que cojeaba, más baja que lady Isabel, y se cubría con chaquetas largas como sacos. No se le veía la cara, con la banda de terciopelo que le sujetaba el flequillo y la cubría la frente, y el pelo que veíamos era gris; siempre llevaba sombrero, o velos impenetrables, y gafas de colores que le ocultaban los ojos, y pañuelos atados al cuello que le tapaban el mentón, para no asustar a los niños con la cicatriz. Su boca era completamente distinta a causa de la cicatriz, y estaba deformada por la herida. Había perdido algún diente y ceceaba al hablar. En suma —terminó la señorita Carlyle—, se parecía tanto a la Isabel que se fue como yo a Adán en el paraíso. Si su mejor amigo sufriera las heridas que desfiguraron a lady Isabel, y se disfrazara como ella, tampoco usted lo reconocería.

Lord Mount Severn convino en que eso tenía sentido. Un caballero al que conocía bien había sufrido un terrible accidente y apenas se parecía a su antiguo yo. De hecho, ni su propia familia podía reconocerlo, y él no se disfrazaba. ¡Un ejemplo perfecto!

—Fue el disfraz lo que debió hacernos sospechar —dijo el señor Carlyle—. El parecido no era lo suficientemente notable para causar alarma.

—Pero, en cuanto llegó, se preocupó de disipar toda sospecha en ese sentido —intervino la señorita Corny—. Los «dolores neurálgicos» que afectaban su rostro y su cabeza, y que la obligaban a protegerse del sol. Recuerde, lord Mount Severn, que los Ducie la habían conocido en Alemania, y no sospecharon de ella. Y recuerde que, por mucho que a cada uno nos llamara la atención el parecido, no lo comentamos entre nosotros. El nombre de lady Isabel no se pronunciaba en voz alta en esta casa.

—Es cierto, muy cierto —dijo el conde.

El viernes, el señor Carlyle mandó la siguiente nota a su esposa:


Querida:

Finalmente, no podré ir a verte el sábado por la tarde, como te prometí, sino que iré en el tren de última hora. No me esperes despierta. Lord Mount Severn ha venido unos días y te manda recuerdos.

Y ahora, Barbara, prepárate para una noticia inesperada. Madame Vine ha muerto. Empeoró mucho, muy rápidamente, después de nuestra partida y murió el pasado miércoles por la noche. Me alegro de que no estuvieras para verlo.

Dales besos de mi parte a los niños. Lucy y Archie están aún en casa de Cornelia, y Arthur agota a Sarah en la guardería.


Te quiere,

Archibald Carlyle


Por supuesto, como madame Vine, la institutriz, murió en la casa del señor Carlyle, no pudo menos que acompañarla en el funeral. West Lynne le imitó cuando descubrió la cortesía que le hacían a la dama, y también lord Mount Severn, que estaba de visita, para que no fuera solo. ¡Qué educado por parte del conde! ¡Y qué magnánimo! West Lynne recordaba otro funeral al que ambos habían asistido: el del padre de la primera esposa del señor Carlyle. Por una curiosa coincidencia, la institutriz francesa fue enterrada cerca de la tumba de este. West Lynne decidió que era tan buen lugar como cualquier otro, y, al fin y al cabo, era un espacio libre de tierra en el camposanto.

El funeral tuvo lugar el sábado por la mañana. Fue sencillo y respetable. Dos coches fúnebres, uno para la muerta y otro para los dos caballeros, sendos pares de caballos y un carruaje para el reverendo Little. Nadie sostuvo el féretro, ni misas ni nada de plumas en los caballos; solo el desfile fúnebre. West Lynne fue testigo del funeral con aprobación, y dedujo que la institutriz había dejado dinero para pagar su entierro, pero, en cualquier caso, era asunto del señor Carlyle y no de West Lynne. Por fin descansaba en su lugar de reposo eterno.

Allí la dejaron lord Mount Severn y el señor Carlyle, y se subieron al coche fúnebre que los llevaría de vuelta a East Lynne.

—Una lápida sencilla de mármol blanco, de sesenta centímetros de alto y cuarenta y cinco de ancho —comentó el conde sobre el asunto que él y el señor Carlyle habían hablado—. Con las iniciales I. V. y la fecha. Nada más. ¿Qué le parece?

—I. M. V. —corrigió el señor Carlyle—.* Me parece bien.

En ese momento tocaron las campanas de otra iglesia, no la de Saint Jude, en una alegre sinfonía, y el conde prestó atención.

—¿Por qué tocan así?

Era la boda de Afy Hallijohn, que, acompañada de dos clérigos y seis damas de honor (de las cuales Joyce no formaba parte), acababa de convertirse en la señora de Joe Jiffin. Cuando Afy decidía algo, siempre lo lograba de un modo u otro, y había conseguido domeñar a los clérigos y a las damas de honor a su voluntad. El señor Jiffin por fin tocaría el cielo.

Por la tarde, el conde se fue de East Lynne; algo más tarde llegó Barbara. Wilson apenas le dio tiempo a entrar en la casa antes que ella, pues su ama dejó al niño en brazos del primer recién llegado, tanta era su prisa por averiguar los detalles de la muerte de la institutriz. Al señor Carlyle le sorprendió la llegada de su mujer.

—¿Cómo crees que iba a quedarme hasta el lunes, Archibald, después de la nota que me mandaste? —dijo Barbara—. ¿De qué murió? Debió ser terriblemente repentino.

—Supongo que sí —fue la vaga respuesta. Debatía la cuestión a la que llevaba dándole vueltas desde el miércoles por la noche. ¿Debía o no debía decirle la verdad a su esposa? Habría preferido no hacerlo y, si el secreto estuviera confinado a su propio pecho, no lo habría hecho. Pero había tres que lo sabían: la señorita Carlyle, lord Mount Severn y Joyce. Todos eran de confianza y contaba con su buena intención, pero era imposible garantizar que, por desliz o por accidente, no fueran a revelarle la verdad a su esposa. Eso no podía ser: si tenía que conocer la verdad, debía ser por su boca, y lo antes posible. Así pues, se dispuso a decírselo.

—¿Estás bien, Archibald? —preguntó ella, pues notó su seriedad.

—Debo contarte algo, Barbara —respondió, tomando su mano y la acercaba hacia él. Se encontraban en el vestidor, donde se estaba cambiando—. El miércoles por la noche, cuando llegué aquí, Joyce me dijo que temía que madame Vine estaba muriéndose, y pensé que debía verla.

—Claro que sí —convino Barbara—. Hiciste bien.

—Fui a su habitación, y comprobé que, en efecto, estaba moribunda. Pero también descubrí otra cosa, Barbara. No era madame Vine.

—¡Que no era madame Vine! —exclamó Barbara.

—Era mi primera esposa: lady Isabel Vane.

Barbara se puso roja, y luego blanca como el mármol. Apartó la mano del señor Carlyle. Él no pareció darse cuenta del gesto, y se quedó con el codo apoyado en la repisa, mientras le daba un breve resumen de lo sucedido, sin entrar en detalles.

—No fue capaz de permanecer lejos de los niños —dijo Carlyle—, y volvió bajo el nombre de madame Vine. El accidente de tren en Francia la había desfigurado bastante, y con las gafas, la vestimenta con la que se cubría y el pelo gris, pensó que nadie la descubriría, y así fue. Por supuesto que sentí un enorme asombro al comprender que nadie la había reconocido. Si alguien me lo dice, me hubiera negado a creerlo.

El corazón de Barbara dio un vuelco y se apartó de la vista de su marido. Lo primero que había pensado era que había vivido bajo el mismo techo que la primera esposa de su marido.

—¿Lo sospechabas tú? —preguntó, sin aliento.

—¡Barbara! Si lo hubiera sospechado, no habría permitido que se quedase ni una noche en esta casa. Me pidió perdón, por el pasado y por haber vuelto con artimañas, y yo la perdoné. Fui a West Lynne para enviarle un telegrama a lord Mount Severn, y cuando volví ya estaba muerta. Dijo que había muerto porque se le había roto el corazón. Y no me sorprende, la verdad.

Hubo una pausa. El señor Carlyle se dio cuenta de que su esposa no lo miraba.

No hubo respuesta. El señor Carlyle se acercó para ver el rostro de Barbara: estaba contorsionado por el dolor. Puso su mano en el hombro de ella y la obligó a mirarlo.

—Querida, ¿qué te pasa?

—¡Oh, Archibald! —gimió ella, mientras las lágrimas acudían a sus ojos y sus sentimientos contenidos estallaban—. ¿Sigues queriéndome? ¿Te ha hecho cambiar de opinión su presencia aquí?

El señor Carlyle tomó su rostro entre sus manos, abrazó a Barbara y la consoló mientras la miraba y la cubría de besos. ¿Quién podía mirar su expresión de pura sinceridad y dudar de él?

—Creí que mi esposa confiaba plenamente en mí —dijo por fin.

—¡Y así es! Sabes que así es. Perdóname, Archibald —dijo ella suavemente.

—Pensé que era mejor decírtelo, Barbara. Te lo he dicho porque confío en ti, para que tú confíes en mí y para que sepas que te amo.

Descansaba ella en su pecho, mientras lo sollozaba suavemente, mirándolo arrepentida. Allí la sostuvo, con su ternura infinita y sus fuertes brazos.

—¡Esposa mía! Querida, querida siempre.

—Perdóname, Archibald. Fue una tontería. Ya ha pasado.

—No lo fue, pero no te permitas volver a dudar, Barbara. No hace falta que volvamos a mencionar su nombre. Hasta ahora, no lo hacíamos; dejemos que siga siendo así.

—Lo que tú digas, amor mío. Deseo complacerte y ser digna de tu estima y tu amor. Archibald —añadió tímidamente, y bajó la vista, al confesar ruborizada—: quiero que sepas que he sentido celos de tus hijos; eran tuyos, pero de otra mujer, tu primera esposa. Sabía que era un error, y me he esforzado por superarlo. Creo que ya lo he logrado —bajó la voz—, porque constantemente rezo por ello, para amarlos y cuidarlos como si fueran míos. Y te juro que así será, querido.

—Si nos esforzamos, llegarán cosas buenas —dijo el señor Carlyle—. Barbara, nunca nunca olvides que la única manera de alcanzar la paz es hacer lo correcto, con la ayuda de Dios, sin egoísmo, con amor.

Primera parte

Capítulo 1: Lady Isabel


William, conde de Mount Severn, se encontraba sentado en un cómodo sillón de la espaciosa y elegante biblioteca de su casa en la ciudad. Su cabello era gris, su expansiva frente se veía profanada por arrugas prematuras, y lo que había sido un rostro atractivo lucía una pálida e inconfundible expresión pervertida. Tenía un pie apoyado sobre una suave otomana de terciopelo, envuelto en pliegues de tela, lo que claramente indicaba que padecía gota. Parecería, al observar al hombre allí sentado, que hubiera envejecido apresuradamente. Y así había sido. Apenas tenía cuarenta y nueve años; salvo en la edad, en lo demás era un anciano.

El conde de Mount Severn había sido un personaje notable. No fue un político célebre, un gran general o un eminente estadista; ni siquiera un miembro activo de la Cámara de los Lores: por estas distinciones su nombre no había circulado de boca en boca, sino por haber sido el más libertino de los libertinos, el más derrochador de los despilfarradores, el jugador más empedernido, el más jaranero de los hombres: por estas cualidades se conocía a lord Mount Severn. Se decía que sus defectos residían en su cabeza, pero que no había pecho con un corazón más generoso, ni cuerpo que alojara un espíritu superior, y había mucha verdad en ello. No le habría importado vivir y morir sencillamente como William Vane. Hasta los veinticinco años había sido formal y trabajador, había cenado en las ocasiones preceptivas en Temple* y estudiado tarde por la noche y temprano por la mañana. La sobria dedicación de William Vane se convirtió en la medida de los incipientes abogados; juez Vane, lo apodaban con ironía, y en vano se esforzaban en alejarlo de sus libros, tentándolo con la pereza o el placer. Pero el joven Vane era ambicioso; sabía que, para progresar en el mundo, solo contaba con su esfuerzo y su talento. Procedía de una familia excelente, pero menesterosa, que contaba entre sus parientes al viejo conde de Mount Severn. Jamás pasó por su cabeza heredar al conde, pues tres personas sanas, dos de ellas jóvenes, se interponían entre él y el título. Sin embargo, las tres murieron, de apoplejía, de fiebres en África y remando en un bote en Oxford; y así el joven estudiante de Derecho, William Vane, se encontró de súbito convertido en conde de Mount Severn, dueño legítimo de sesenta mil libras anuales.

Lo primero que pensó fue que no se veía capaz de gastar ese dinero; que tamaña cantidad, entregada cada año, no podía ser dilapidada. Asombra que la adulación no le hiciera perder la cabeza, pues lo cortejaron, elogiaron y mimaron las diferentes clases sociales, de duques para abajo. Se convirtió en el hombre más atractivo de su época, en un león de la sociedad, gracias a que, independientemente de su título y riqueza, su apariencia era distinguida y sus modales, impecables. Pero, por desgracia, la prudencia que había sostenido a William Vane, el estudiante pobre de Derecho, en su solitario cuarto en el Temple, se abandonó al joven conde de Mount Severn, y su carrera fue a tal velocidad que la gente de bien decía que se dirigía de cabeza a la ruina y al infierno.

Pero un par del reino, con una renta anual de sesenta mil libras, no se arruina en un día. Por eso el conde se sentaba en su biblioteca, a sus cuarenta y nueve años, sin que la ruina hubiera llegado o, mejor dicho, sin que lo hubiera rozado todavía. Las molestias padecidas, de las que no había podido desembarazarse, habían destruido su tranquilidad y convertido en el flagelo de su existencia, ¿quién sabrá describirlas? El público las conocía bien, sus amigos mejor, y sus acreedores con mayor causa; pero nadie, excepto él mismo, sabía o podría jamás saber el calvario de su situación, que le destrozaba los nervios. Años atrás, a fuerza enfrentarse al problema y hacer grandes economías, quizá habría podido recuperarse, pero había hecho lo que hacen los hombres atrapados: posponer sine die los dolorosos ajustes y, de ese modo, acrecentar su lista de deudas. Ahora se cernía sobre él la vergüenza pública y la ruina.

Quizá el conde era consciente de ello, sentado ante una enorme montaña de papeles que ocultaban la mesa de la biblioteca. Sus pensamientos iban inevitablemente al pasado. Había sido un insensato al casarse por amor en Gretna Green,* un insensato y un imprudente, pero la condesa había sido una esposa afectuosa, había soportado sus manías y su abandono, y había sido una madre admirable para su única hija. Cuando la niña tenía trece años la condesa murió. Si hubieran sido bendecidos con un hijo —la continuada decepción aún hacía suspirar al conde— quizá habría hallado la forma de salir de las dificultades en las que se hallaba. El chico, en cuanto hubiera alcanzado la edad suficiente, le habría ayudado salir del embrollo y…

—Milord —dijo un criado que entró en la habitación e interrumpió el cuento de la lechera del conde—, un caballero desea verle.

—¿Quién? —exclamó el conde abruptamente, sin mirar la tarjeta que le traía el sirviente. Ningún desconocido, ni aun luciendo las galas de un embajador, era admitido sin más en presencia de lord Mount Severn. Años de acreedores exigiendo pagos habían enseñado a los sirvientes de la casa a ser prudentes.

—Aquí está su tarjeta, milord. Es el señor Carlyle, de West Lynne.

—El señor Carlyle, de West Lynne —gruñó el conde, quien sintió en ese momento un pinchazo de dolor en el pie—. ¿Qué quiere? Hágalo pasar. 

El sirviente hizo lo que le ordenaban y llevó al señor Carlyle en presencia del conde. Fíjese bien en el visitante, lector, pues desempeñará un papel en esta historia.  Era un hombre muy alto, de veintisiete años y apariencia noble. Tendía a agachar la cabeza cuando hablaba con alguien más bajo que él; un hábito peculiar, casi la costumbre de una reverencia, heredada de su padre. Cuando se lo mencionaban, se echaba a reír y decía que lo hacía sin darse cuenta. Sus facciones eran agraciadas, su tez pálida, su cabello oscuro y sus párpados caían sobre unos profundos ojos grises. En conjunto, el suyo era un rostro que gustan mirar tanto hombres como mujeres —pues era indicio de una naturaleza sincera y honorable—, un rostro, en suma, que concitaba menos el adjetivo de atractivo que los de agradable y distinguido. Aunque era hijo de un abogado rural, destinado él mismo a ser abogado, había recibido la educación de un caballero: había estudiado en Rugby y se había graduado en Oxford. Al entrar, se acercó al conde como un hombre de negocios, o un hombre que se presenta a cerrar un negocio.

—Señor Carlyle —dijo el conde, extendiendo su mano, como correspondía a un hombre considerado el par más afable de su época—, me alegro de verlo. Ya ve que no puedo levantarme sin provocarme un gran dolor y no pocas molestias. Mi vieja enemiga, la gota, se ha apoderado otra vez de mí. Siéntese, por favor. ¿Se aloja usted en la ciudad?

—Acabo de llegar de West Lynne. El principal objeto de mi viaje es verle a usted, milord.

—¿Y en qué puedo ayudarlo? —preguntó el conde, un tanto incómodo, pues había cruzado por su mente la sospecha de que quizá el señor Carlyle hubiera sido contratado por alguno de sus irritantes acreedores.

El señor Carlyle acercó su silla a la del conde y habló en voz baja:

—Ha llegado a mis oídos, milord, el rumor de que East Lynne estaba en venta.

—Un momento, caballero —exclamó el conde, con tono reservado, por no decir altivo, ya que veía que sus sospechas se confirmaban—. ¿Estamos dos hombres de honor conversando confidencialmente o hay oculto el interés de otra parte en este asunto?

—Disculpe, no entiendo qué quiere decir —dijo el señor Carlyle.

—En pocas palabras, y disculpe que le hable con tanta claridad, pero debo saber qué terreno piso. ¿Está usted aquí en nombre de alguno de mis ladinos acreedores, para sonsacarme información que no podría obtener de otro modo?

—¡Milord! —exclamó el visitante—. Yo soy incapaz de una acción tan deshonrosa. Sé que es blasón de un abogado tener una noción laxa del honor, pero difícilmente hallará usted motivos para sospechar que yo pueda condescender a emplearme de una forma tan taimada. Nunca en mi vida he jugado sucio, hasta donde soy capaz de recordar, y no creo que vaya a hacerlo jamás.

—Le ruego me perdone, señor Carlyle. Si supiera usted los trucos y las estratagemas que han empleado contra mí, no le sorprendería que sospeche de todo el mundo. Proceda a explicarme qué le ha traído aquí.

—Como le decía, he oído que East Lynne estaba en venta, pues así me lo insinuó el agente de usted en la mayor de las confianzas. Si es así, me gustaría comprarla.

—¿Para quién?

—Para mí.

—¡Para usted! —rio el conde—. ¡Cielos! ¡Si que se ha vuelto lucrativa la abogacía!

—Lo es —dijo el señor Carlyle sonriendo—, sobre todo si se tienen parientes de clase alta, como los nuestros. Debe usted recordar que mi tío me dejó una importante fortuna, y mi padre otra aún mayor.

—Lo sé. También dinero que ganó ejerciendo.

—No todo. Mi madre aportó su fortuna al matrimonio, y eso permitió a mi padre invertir con éxito. He estado buscando una propiedad adecuada para invertir mi dinero, y me parece que East Lynne se adapta a mis necesidades, si usted accede a vendérmela y podemos acordar los términos de la venta.

Lord Mount Severn meditó unos instantes antes de hablar. 

—Señor Carlyle —empezó—, mis asuntos están en un pésimo estado y debo conseguir de algún modo dinero en efectivo. East Lynne no forma parte de un legado, ni está hipotecada por una cantidad remotamente cercana a su valor, aunque este último hecho, como puede imaginar, no es de dominio público. Recuerdo que, cuando la compré a un precio de ganga, hace dieciocho años, usted era el abogado de la otra parte.

—Era mi padre —dijo el señor Carlyle con una sonrisa—. Yo era un joven entonces.

—Oh, por supuesto, debería haber sabido que era su padre. Al vender East Lynne me quedarán unos cuantos miles de libras, después de saldar sus cargas. Puesto que no tengo otro modo de conseguir capital, he decidido desprenderme de ella. Pero, caballero, entiéndame, si se supiera que me estoy desprendiendo de East Lynne, un avispero de acreedores empezaría a zumbar a mi alrededor y, por ello, la venta debe realizarse de forma discreta. ¿Comprende lo que quiero decirle? 

—Perfectamente —dijo el señor Carlyle.

—Usted me agrada como comprador si, como dice, podemos acordar los términos de la venta.

—¿Qué espera milord obtener por la propiedad? ¿Puede darme una cifra aproximada?

—Para los detalles, debo remitirlo a mis representantes en asuntos de negocios, Warburton & Ware. Pero, en cualquier caso, no menos de setenta mil libras.

—Es demasiado, milord —contestó el señor Carlyle con decisión.

—Vale mucho más —dijo el conde.

—Estas ventas forzadas nunca alcanzan el valor real de la propiedad —replicó con franqueza el abogado—. Hasta que Beauchamp me dio a entender lo contrario, yo había supuesto que East Lynne estaba legado a su hija.

—No tiene ningún legado —contestó el conde, frunciendo el ceño de forma evidente—. Es la consecuencia de casarse con una mujer a la que obligas a huir de su familia. Me enamoré de la hija del general Conway y ella se escapó conmigo, como una insensata; bueno, ambos fuimos necios y pagamos por ello. El general no aprobaba nuestro enlace y declaró que yo tenía que tener canas antes de que aceptara entregarme a Mary; así que me la llevé a Gretna Green y se convirtió en la condesa de Mount Severn sin el acuerdo con su familia. Todo fue muy desafortunado. Una cosa llevó a la otra. Las noticias de la huida mataron al general.

—¡Lo mataron! —prorrumpió el señor Carlyle.

—Sí, lo mataron. Padecía del corazón, y la excitación provocó la crisis. A partir de ese momento, mi esposa nunca fue feliz; se culpaba de la muerte de su padre, y eso la llevó a la tumba. Estuvo enferma durante años; los médicos decían que era tuberculosis, pero parecía más bien que se desgastaba insensiblemente; en su familia no se había dado la tuberculosis. Los matrimonios de fugados no acaban bien, lo he podido comprobar en innumerables ocasiones; algo malo acaba saliendo de ellos.

—Se puede llegar a un acuerdo después del matrimonio —observó el señor Carlyle, pues el conde se quedó silencioso, inmerso en sus pensamientos.

—Lo sé, pero en este caso no lo hubo. Mi mujer no poseía ninguna fortuna, yo ya estaba lanzado a mi carrera de extravagancias y no pensamos en proveer a nuestros futuros hijos; o, si lo pensamos, no hicimos nada. Hay un viejo refrán, señor Carlyle, que dice: «No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy».

El señor Carlyle asintió.

—Así que mi hija no es partícipe de la propiedad —resumió el conde, conteniendo con dificultad un suspiro—. Cuando me llega un pensamiento lúgubre, me cruza por la cabeza la idea de que podría quedar en una situación difícil si yo muero antes de que ella se haya establecido en la vida. Pero no me cabe duda de que se casará bien; su belleza es de un grado poco común, y ha sido educada como corresponde a una joven inglesa, de modo que no es frívola ni afectada. Su madre la educó los primeros doce años de su vida y, excepto la locura de dejarse persuadir para casarse conmigo, fue una mujer de inmensa bondad y refinamiento, y la niña ha continuado su formación con una admirable institutriz. Sé que ella jamás huirá a Gretna Green.

—La recuerdo como una niña encantadora —observó el abogado.

—Ah, la vio usted en East Lynne en vida de su madre. Volviendo a nuestro negocio; si usted compra East Lynne, señor Carlyle, debe ser en secreto. El dinero abonado, tras pagar lo pendiente de la hipoteca, debe quedar, según le he explicado, para mi uso privado; y usted sabe que no podría tocar un penique si llegara al maldito público un indicio de la transferencia de propiedad. A ojos del mundo, el propietario de East Lynne debe seguir siendo lord Mount Severn, al menos durante cierto tiempo. ¿Está usted dispuesto a aceptar estas condiciones?

El señor Carlyle reflexionó antes de contestar, y la conversación se reemprendió cuando convino en ver a Warburton y Ware a primera hora de la mañana del día siguiente para negociar con ellos. Ya era tarde cuando se levantó para irse.

—Quédese a cenar conmigo —le dijo el conde.

El señor Carlyle dudó y miró su atuendo, un traje sencillo y elegante de diario; pero, desde luego, poco adecuado para cenar en la casa de un par del reino.

—Oh, descuide —dijo el conde—, estaremos solos con mi hija. La señora Vane, de Castle Marling, se aloja con nosotros estos días. Vino a presentar a mi hija en las debutantes en Palacio, pero creo que hoy iba a cenar fuera. Si no es así, cenará también con nosotros. Hágame el favor de tirar de la campanilla, señor Carlyle.

Entró un sirviente.

—Averigüe, por favor, si la señora Vane cena hoy en casa —dijo el conde.

—La señora Vane cena fuera, milord —respondió inmediatamente el hombre—. Un carruaje la espera en la puerta.

—Muy bien. El señor Carlyle cenará con nosotros.

A las siete en punto se anunció la cena, y el conde se trasladó a la habitación adjunta. Al tiempo que el señor Carlyle y él entraban por una puerta, otra persona entró por otra de la pared opuesta de la sala. ¿Quién —o qué— era? El señor Carlyle se quedó mirando fijamente, pues no estaba seguro de que fuera un ser humano. A su juicio, era un ángel.

Una forma esbelta, agraciada y juvenil; un rostro de primorosa belleza, una belleza que solo se ve gracias a la imaginación de un pintor; rizos oscuros y brillantes caían sobre el cuello y los hombros, suaves como los de una niña; brazos delicados y pálidos, decorados con perlas, y un costoso vestido de encaje blanco. En conjunto, al abogado le pareció una visión procedente de un mundo mejor.

—Mi hija, señor Carlyle, lady Isabel.

Se sentaron a cenar, lord Mount Severn a la cabecera de la mesa, a pesar de su gota y su reposapiés, y la joven dama y el señor Carlyle frente a frente. El señor Carlyle no se consideraba particularmente admirador de la belleza femenina, pero la extraordinaria hermosura de la joven casi le arrebató el control de sus sentidos y le hizo perder la compostura. Sin embargo, no era tanto el contorno de los exquisitos rasgos lo que le impresionaba, ni las mejillas de delicado damasco, ni la exuberante forma en que caía su melena; no, fue la dulce expresión de sus suaves ojos negros. Jamás había visto ojos más agradables. No podía apartar la vista de ella, y se dio cuenta, al familiarizarse con su rostro, que había en su mirada algo triste, pesaroso, que emergía en ocasiones, cuando la joven permitía que sus facciones se sosegaran, y residía principalmente en los ojos que él admiraba. Ese gesto de pena inconsciente es un indicio de tristeza y sufrimiento, pero el señor Carlyle no lo sabía. ¿Quién relacionaría la pena con el brillante futuro que se presagiaba a Isabel Vane?

—Isabel —observó el conde—, ya te habías vestido para cenar.

—Sí, papá. No quería hacer esperar a la anciana señora Levison para el té. Le gusta tomarlo pronto, y la señora Vane le debe haber retrasado la cena, pues no se marchó hasta las seis y media.

—Espero que no te tengas que quedarte hasta tarde, Isabel.

—Depende de la señora Vane.